Capítulo 13

Abadía de mujeres de Clairets,

Perche, diciembre de 1306

Marie-Gillette d’Andremont frunció los labios por la rabia. Pese a sus incesantes búsquedas, el segundo lienzo seguía sin aparecer. ¡Y ahora esto!

Imaginar los tormentos que podría infligir a modo de venganza a Adelaide Baudet ya no la apaciguaba. Sin embargo, antes le encantaba pasarse las horas muertas fantaseando. Algunas de sus fantasías le gustaban en particular: imaginarse empujando con violencia a la supervisora al depósito de estiércol líquido y observarla mientras se hundía en un fétido burbujeo, o quitar, con toda su rabia, las estacas que sujetaban las pilas de madera, cerca de los hornos, cuando estuviera pasando a su lado y ver cómo era aplastada por la avalancha. ¡Bruja! Menuda bruja desalmada. No había semana en que Adelaide no le encomendara una nueva tarea. Sin duda alguna, la lectura le había parecido demasiado liviana, así que ahora le reservaba las faenas más duras e ingratas. Marie-Gillette se había encontrado, pues, de semanera encargada de raspar las cubas de purín, limpiar los gallineros y retirar la ceniza de los hornos, hasta de llevar los víveres al claustro de La Madeleine, cuyas barricadas habían sido presurosamente reforzadas. Los destrozos —si bien limitados— ocasionados por el reciente amotinamiento de los escrofulosos había marcado de tal manera a las monjas que la abadesa había ordenado que dos servidores laicos acompañasen a la suplente encargada de llevar la carretilla de los panes.

La joven sintió escalofríos solo de pensarlo. Esas caras carcomidas por la enfermedad eran ahora más aterradoras que cuando llegaron. Casi todas se preguntaban si la plaga no amenazaría con infectar a las sanas y si no se estaría tramando otro levantamiento aún más brutal. Algunas insinuaban que lo más conveniente era echarlos, alejarlos lo más posible del bosque de Clairets. Apenas quedaba Melisende de Balencourt para afirmar que la llegada de los leprosos a sus vidas era una prueba de que Dios las había señalado como su rebaño predilecto. Marie-Gillette, por su parte, hubiera prescindido con mucho gusto de su vecindad. Ciertamente, alguien tenía que ocuparse de ellos, aunque si la hubieran eximido para siempre de tener que verles el pelo, no se hubiera ofendido en absoluto. Al fin había pasado aquella espantosa semana. Había llevado a la clausura el canasto de ropa blanca y víveres, empujándolo luego con los pies sobre la tierra batida del sendero que conducía a la pequeña capilla de La Madeleine. Después había cerrado tras ella, con la mayor rapidez posible, el pesado portón de madera oscura que condenaba aquel temible y aislado lugar, aterrada ante la idea de que un brazo monstruoso fuera a surgir para arrastrarla al interior. Se murmuraba que incluso las mujeres públicas —o al menos unas cuantas—, habían protestado por verse encerradas allí junto con los gafos, a pesar de que estas solían ser poco exigentes. Trabajaban el triple que las castas, movidas por la promesa de la Iglesia según la cual su ingrata labor y las penitencias purgarían sus almas de todo «pecado».

Con todo y con eso, aquella verruga de Adelaide Baudet todavía no había acabado con ella, ni con las humillaciones que pensaba infligirle. Tras la semana destinada a la malatería, le había vuelto a asignar el muladar. En aquella abadía de gran celo y extrema economía, prácticamente no se tiraba nada y se rompía aún menos. Por tanto, su tarea debería haberse limitado a cargar con dos cubiletes y una jarra hasta el lado oeste del recinto de la abadía, a doscientas toesas de la cocina, donde se había ido acumulando, detrás de una hilera de castaños, una montaña de restos desde hacía un siglo. ¡Pues nada más lejos de la realidad! Adelaide no lo entendía así, sino que, según ella, la semanera debía igualmente clasificar la basura. Pretendía que al finalizar la semana, Marie-Gillette hubiera separado perfectamente los desechos en montones distintos. Un montículo de vajilla rota, otra resquebrajada y una tercera mellada. La lógica interna de aquel maniático inventario continuaba siendo un misterio para la joven religiosa. En su opinión, solo la perversidad de Adelaide podía explicar tal catálogo de fragmentos diversos y variopintos. Ya puestos, ¿por qué no le había ordenado también que separara los pucheros de las ollas, jarras y calderos?

Así pues, con ese execrable humor y reconcomiéndose de acritud, Marie-Gillette se dirigió a la hilada de castaños. Aún no había amanecido. Durante la noche, una gruesa capa de nieve había recubierto la hierba marchita por el invierno, confiriéndole una azulada elegancia. La joven se cruzó los brazos sobre el pecho, refugiando las manos bajo las axilas en un vano intento de calentarlas un poco. Empezó a maldecir resollando: antes del mediodía se le habrían helado los dedos, estaba convencida de ello. La asaltó una horrible idea: ¿y si era precisamente lo que buscaba Adelaide Baudet: hacerla enfermar, o peor aún, darle muerte lentamente? Se tropezó con un tronco semioculto por el manto de nieve, torciéndose el tobillo. Prorrumpió en un mar de lágrimas. La inanidad, la estupidez de sus esfuerzos la golpearon de lleno. ¿Para qué servía todo aquello? La especie de odio que sintió hacia sí misma le dio ganas de gritar, de tirar algo, lo que fuera. Había conocido los placeres de la vida, sus diversiones, sus fastuosidades, sus comodidades. Había sido amada con locura y apenas si se había tomado la molestia —de forma puramente accidental— de responder a dicho amor. Había visto, tocado y oído tantas maravillas. Y de repente, todo había dado un vuelco, sin entender la razón.

Aquella tarde, dormitaba en una alcoba bañada por el sol de Castilla, envuelta únicamente por un fino tul, con una sonrisa en los labios. Una chiquilla morena abanicaba su entresueño. El gusto salado del sudor humedecía el labio superior. La aromática mezcolanza de lavanda y romero se filtraba por las ventanas entreabiertas. En su garganta, el regusto de un vino con cuerpo y carácter, como la sangre de un toro. Sonó un golpe contra la puerta que comunicaba con la amplia sala de estar. Entonces, se reincorporó, ampliando la sonrisa. Un ruido sordo, nada más. Transcurrieron unos segundos. Se levantó sorprendida, con total despreocupación. Flanqueada por la niña, entreabrió la puerta. En un principio no vio nada, pero acto seguido, algo tibio y pegajoso le agarró la pierna. Bajó la mirada: Alfonso se había desplomado sobre sus rodillas, sujetado por el marco de la puerta. El mango de orfebrería de una larga daga le atravesaba la garganta, y un reguero de sangre se deslizaba por la camisa de seda. El tiempo quedó suspendido una eternidad aunque en realidad solo fueron unos segundos. ¿Qué significaba aquella escena? ¿Por qué abría Alfonso de Arévolo la boca? ¿Por qué vomitaba burbujas de profundo carmesí? ¿Por qué le había susurrado «¡Huye! ¡Llévate el díptico!», antes de caer de bruces? Otro segundo de incomprensión, de sentir que el alma la abandonaba en un suspiro. Corrió a la habitación presa del pánico. Echó a la mocita sollozante con una bofetada, cogió todo lo que podía llevar consigo —entre otras cosas los lienzos del pequeño díptico—, y lo introdujo en su fardel. Se vistió presurosa y mientras realizaba estos movimientos, no cesó de preguntarse «por qué». No había llorado ni había gritado. Solo se había preguntado una y otra vez «por qué».

Caminó sin rumbo fijo durante todo el día, bajo un sol abrasador. La habían perseguido perros vagabundos, algunos mocosos habían intentado quitarle la bolsa que llevaba en bandolera alrededor del cuello, y ella los había ahuyentado a puntapiés. Y durante todo ese tiempo, no dejaba de preguntarse «por qué». Durante todo ese tiempo, su mente no había albergado pensamiento alguno, excepto esta pregunta: «¿por qué?». Al caer la tarde, llegó al fin a Almazán, una villa situada a orillas del río Duero; agotada, sedienta y con los cabellos y el rostro cubiertos del polvo blanquecino de los caminos. Hizo un alto en una posada. Debía de tener un aspecto lamentable, porque el encargado le soltó:

—Aquí quien duerme cena[81], ¡y se paga por adelantado!

Obedeció sin rechistar. Cuando estaba bajando por la escalera para ir a comer algo, una vez se hubo aseado todo lo que pudo en la jofaina de sus aposentos, una conversación le hizo pararse en seco. Dos hombres interrogaban al posadero, prometiéndole una buena suma si les proporcionaba alguna información. Los tipos no eran ningunos pordioseros, a juzgar por sus atuendos y el habla. Buscaban a una joven elegante, de cabellos dorados como el trigo y ojos claros; sobrina política de su señor, aseguraban. Debían conducirla al convento de Soria; sin embargo, la descerebrada se había encandilado de un muchacho hasta el punto de huir aprovechando una parada en el camino. Una tal Alexia de Nilanay. Ella.

Alexia retrocedió con sigilo y se encerró en su cuarto temblando de miedo. Cuando la criada llamó a la puerta, fingió dormir. Por la noche, se deslizó a la cocina, engullendo lo que encontraba: un mendrugo de pan sentado, un puñado de aceitunas y una loncha de panceta grasienta. Luego intentó dormir unas horas, pero enigmáticas pesadillas la despertaban constantemente. Alfonso riendo como a ella tanto le gustaba, mas con el puñal teñido de sangre en su garganta bamboleándose con cada carcajada. Alfonso dibujando con la lengua exquisitos arabescos sobre la pálida piel de su vientre y dejando al levantarse la sanguinolenta impronta de su fornido cuerpo varonil sobre el fino camisón. Alfonso cantando a voz en grito: «¡Huye, huye te digo!». Abandonó la posada al alba, convencida de que el encargado reconocería a la «elegante joven de cabellos dorados» de la descripción ahora que ya estaba presentable. No desdeñaría esa buena suma prometida.

Alexia de Nilanay prosiguió en dirección norte. Su huida por las callejuelas de Auch le había salvado la vida. Pero la persecución continuaba.

Un día de mercado, en La Ferté-Bernard, un burgués a pocas toesas de ella había pronunciado aquel nombre: Clairets. ¿No fue Alfonso quien le había contado una historia sobre una madrina suya, o una tía o prima monja que vivía en ese convento? No lo podría jurar, empero, había visto en ello una señal.

Alexia de Nilanay se convirtió en Marie-Gillette d’Andremont, inventándose un pasado bastante confuso para así evitar lapsos de memoria: una familia diezmada por unas fiebres mortales. Se había condenado a una vida insustancial, llena de humillaciones, fingidamente deseada al pronunciar sus votos definitivos. ¿Estaba realmente luchando por su vida? Llegaba a dudarlo, puesto que la existencia que había descubierto en Clairets se asemejaba a una interminable agonía. Solo una cosa le impedía todavía desistir, caer en la resignación: quería saber. Necesitaba saber por qué la perseguían aquellos hombres, quiénes eran y por qué razón habían asesinado a Alfonso de Arévolo. «Alfonso… mi querido y brillante Alfonso. ¿Qué hiciste o dijiste para merecer tal destino?». No recordaba absolutamente nada. Alfonso el derrochador, el majestuoso, el vividor. Alfonso, un magnífico amante, un loco adorable. Alfonso y sus encantadoras ocurrencias. La despertaba en mitad de la noche para que bailara desnuda para él bajo los almendros o para leerle un poema que arrancaba las lágrimas de sus ojos. Alfonso, quien dilapidaba con presentes, delicados manjares y refinados vinos su herencia paterna. ¿Por qué lo habían ejecutado sin tan siquiera concederle la oportunidad de batirse en justo duelo? ¿Por qué querían matarla como a un animal? Porque querían asesinarla al igual que a él.

Rodeó la hilera de castaños. Una alfombra de nieve recubría los montoncitos de vajilla que había formado la víspera. Pese a la ausencia de viento, el nauseabundo olor de la fosa de aguas negras, a más de cuarenta toesas de distancia, le llegaba a cada momento. En la penumbra de la aurora, un montículo más voluminoso en el centro del muladar atrajo su mirada. No tenía la menor intención de avanzar a ciegas y correr el riesgo de cortarse el tobillo con un trozo de cerámica, así que entornó los párpados. ¿Qué era aquello detrás de la loma que parecía un guante? Un guante descolorido. La respuesta se dibujó en su mente antes de llegar a comprenderlo: una mano. La mano de una hermana cuya blanca túnica se confundía con la nieve. Marie-Gillette avanzó hacia el cuerpo como en una especie de sueño, acompañada por los secos quejidos de cerámica que aplastaba a su paso. Paralizada, posó la mirada sobre el rostro amoratado; los labios hinchados de color violáceo, casi negro, de entre los cuales asomaba una lengua abotargada; los inmensos ojos azules mirando al vacío; las rubias pestañas, y la trenza de crin enrollada alrededor de la garganta. Un flujo de saliva amarga la atragantó: Angelique.

La dulce Angelique Chartier, a la que no veía desde hacía semanas, había sido estrangulada con la cuerda que aún pendía de su cuello. Angelique, la adorable hermana que acababa de tomar sus votos definitivos. Un día había bromeado sobre su parecido físico.

Una repentina tristeza inundó a Alexia, o más bien a Marie-Gillette. Se inclinó, acariciando el semblante de la desventurada Angelique. Aún estaba templada, y solo constelaban su túnica algunos copos de nieve. Había fallecido no hacía mucho, puesto que no fue hasta después de vigilias* cuando dejó de nevar. Una correa de cuero negro sobresalía por debajo de la cadera. Marie-Gillette tiró de ella, luchando contra la inercia del cadáver hasta que logró sacar el fardel atrapado bajo su joven hermana. Cuando lo entreabrió, un mar de lágrimas anegó sus ojos. Había dos gruesas rebanadas de pan con tocino, algunas ciruelas secas[82] y una botella de barro llena de zumo de manzana. Una fulminante tristeza le arrancó un sollozo: Angelique había salido a su encuentro al muladar para llevarle con qué resistir el cortante frío de aquella madrugada. Sin duda, se había valido de su amistad con Clotilde Bouvier, la enérgica refitolera, para sacar los víveres discretamente; y es que, con excepción de infusiones calientes en invierno y agua fresca en verano, estaba prohibido repartir alimentos fuera de las comidas, salvo a las enfermas que guardaban cama, especialmente, durante la penitencia de Adviento, antes de Navidad[83]. Angelique no había hesitado en infringir la regla del claustro de La Madeleine, donde su amor al prójimo la hubo llevado. Había bordeado la clausura, y también las órdenes, a fin de encontrarse con su antigua amiga y proporcionarle un poco de consuelo.

Marie-Gillette tardó en aceptar lo que ya presentía desde que hallara el pequeño cuerpo sin vida: el o los asesinos se habían confundido.

Habían ejecutado a Angelique creyéndola ella, lo que la oscuridad, el parecido, y sobre todo el lugar hacían plausible. En otras palabras, aquellos monstruos conocían la naturaleza de la tarea asignada esa semana y la esperaban a pie firme para matarla. Marie-Gillette habría apostado que se trataba de los dos hombres que la habían seguido hasta el reino de Francia. No les había visto por los alrededores. ¿Se ocultarían tras las facciones de alguno de los incontables sirvientes laicos que pululaban por la abadía, a los que no prestaba la menor atención? ¿O bien contaban con una cómplice entre las monjas? Y en tal caso, ¿quién…?, ¿y por qué? Por mucho que la joven hubiese rebuscado desde hacía años en los recodos de su memoria, no había encontrado el menor indicio de respuesta. La única hipótesis que siempre le sobrevenía al pensamiento le parecía poco convincente. Quizás un día Alfonso le había revelado algo que ella había juzgado lo bastante anodino como para olvidarlo de inmediato, pero cuya vital importancia conocían otros… hasta el punto de asesinar por ello. ¿Pero el qué? Alfonso era un ser delicioso y ligero, al que interesaban más los juegos de alcoba, los largos poemas, los manjares refinados o sus retratos de damas y Vírgenes que cualquier secreto de Estado.

Su pie chocó con un objeto que rebotó emitiendo un desagradable sonido. Se arrodilló con precaución, tocando el objeto con la punta del índice. Se trataba de una matraca. Intacta y sin rastro de nieve, como el cadáver. La estupefacción la dejó paralizada. Los leprosos tenían prohibido salir del claustro de La Madeleine, tanto de día como de noche. Los pesados portones que los separaban del mundo exterior estaban cerrados permanentemente. Entonces, ¿qué hacía allí aquella carraca? De súbito, la luz se hizo en su mente. Aprovechando el temor y la desconfianza que inspiraban los enfermos, especialmente después del amotinamiento, los asesinos habían encontrado un medio para desviar las sospechas hacia ellos. ¿Acaso no se les acusaba a la mínima de practicar magia negra y pactar con el diablo? ¿No se les endilgaban todos los vicios y males del mundo? Bruscamente, la tristeza dio paso a la rabia; se reincorporó apretando la mandíbula. Aquellos odiosos cobardes, aquellos malditos asesinos, se las verían con ella. Cogió la matraca, sin saber qué hacer con ella. Era raro, pero de repente le pareció trascendental que no se cometiera una terrible injusticia; por la memoria de la dulce Angelique. Una mueca de desesperación contrajo sus labios. ¿Tanto había cambiado desde su llegada a aquel lugar? Ella, a quien la existencia de los demás, sus deseos, añoranzas, alegrías y penas, le habían sido tan indiferentes en el pasado. Se arrodilló junto a la pequeña, lívida e inerte, y rezó por el descanso de su alma con un fervor olvidado hacía largo tiempo. La oración se entremezcló con imágenes, momentos de Angelique, cuya muerte las había unido como hermanas de sangre. Marie-Gillette creyó oír la límpida risa y la voz de la muchacha resonando en su interior. No podía dejar a Angelique así, las demás no debían verla con sus ojos opacos, la lengua colgando de la boca. Con esfuerzo, Marie-Gillette logró colocarle la lengua detrás de los dientes. Luego, le cerró la boca con fuerza apoyándose en su cráneo y levantándole el mentón, y se obstinó en cerrarle los párpados. Experimentó un ridículo alivio: exceptuando el color gris azulado de su piel y el horrendo pliegue de carne que recubría en parte la trenza de crin, su dulce hermana había recobrado una apariencia que ya no le causaría dolor más allá de la muerte. Al fin, todas las lágrimas contenidas desde el brutal asesinato de Castilla resbalaron por las mejillas de Alexia. Al fin, lloró por su amante asesinado como un animal, por aquella muchacha cuyo noble corazón la había conducido a un mortal destino. Sollozó por la triunfante iniquidad de un mundo que jamás sería un magnífico jardín poblado de seres compasivos y benévolos. Agradeció el entumecimiento que la preservaba del frío. Sin darse cuenta, su cuerpo empezó a aflojarse, cediendo al deseo de tenderse en la nieve junto a Angelique y no despertar nunca más. Una voz, la suya propia, tronó en sus adentros: «¡Es demasiado sencillo, demasiado cobarde! ¿Y tú aseguras que quieres saber el porqué? ¿Estás buscándolo realmente? El pánico te atenaza desde hace años y jamás cesará mientras sigas retrocediendo. Debes aplastarlo. Sabes que es la única defensa contra el miedo y aquellos que lo siembran».

Marie-Gillette se levantó de un salto. La tregua acordada por aquel frío mortífero había expirado: empezó a tiritar, castañeteando los dientes. Vengaría a Angelique y Alfonso. Se vengaría por los años de huida y terror a los que la habían condenado. Los desenmascararía. ¿Pero a quién? Lo ignoraba, aunque lo averiguaría. Si fuera necesario, los llevaría hasta las horcas plantadas en las cercanías de la abadía.

¿A quién advertir de la muerte de Angelique? ¿Y qué diría? La amistad que le profesaba la depositaría, Rolande Bonnel, en otras circunstancias, hubiera hecho de ella la confidente idónea. Por desgracia, la pobre Rolande revelaba una personalidad que cualquier alma caritativa habría calificado de apocada. Una lengua viperina, por contra, podría afirmar que era más tonta que el que asó la manteca, eso si llegaba a encontrarla, claro. Seguramente perdería los nervios, alertaría a todo el mundo y los asesinos sacarían provecho de la confusión. De ninguna manera acudiría a la priora de la abadía, esa Hucdeline de Valezan, que se reconcomía de odio por haber sido relegada del poder supremo. ¿A quién entonces? ¿Podía confiar en aquella chiquilla a la que habían elevado al rango de abadesa? A decir verdad, Plaisance de Champlois siempre había mostrado una inteligencia y una madurez fuera de lo común. Si bien, todavía era una niña. Por otro lado, la madre Catherine la había designado sucesora meses antes de su trágica muerte y no se trataba de una mujer dada a los arrebatos o a los juicios erróneos. ¿Qué haría con la matraca? ¿Revelar su existencia insistiendo en que lo consideraba una trampa cuyo propósito era señalar a uno de los leprosos como culpable? ¿No era mejor, por el contrario, hacerlo desaparecer con disimulo y no decir palabra? Alexia-Marie-Gillette se decantó finalmente por la segunda opción. Siempre habría tiempo de confesar su hallazgo.

Caviló unos segundos más, y a continuación, dotada de una energía renovada, se precipitó hacia la cocina para después rodearla y bordear el edificio que albergaba la bodega y la despensa. Justo enfrente se alzaba el palacio abacial. Bernadine, la hermana secretaria, le cortó el paso apenas hubo llamado a la puerta de la antesala, inquiriéndole con brusquedad la razón de su visita a horas tan tempranas.

—Necesito… Debo hablar urgentemente con nuestra querida abadesa.

—Yo misma juzgaré la supuesta urgencia cuando sepa de qué se trata —espetó altiva la secretaria—. Sabed, hija mía, que muy pocos son los asuntos humanos realmente urgentes a los ojos de Dios.

—¿Y una violación del primer mandamiento lo es?

—¿Perdón? —preguntó la secretaria despojada de toda arrogancia.

—Un asesinato. ¿Es una urgencia lo suficientemente apremiante en su experta opinión?

Perdiendo pie, la secretaria balbuceó:

—Un asesinato… Queréis decir… un asesinato como…

—Como el estrangulamiento de una hermana.

En un santiamén, un abanico de emociones encontradas se sucedieron en el ajado rostro de su interlocutora: incomprensión, estupefacción, indignación, consternación.

Entonces, la secretaria musitó:

—Eso no es posible.

Olvidando toda vergüenza, presa de la conmoción, extrajo sus lentes[84] hechas con gruesas lunetas de cristal de roca y se las colocó, como si el hecho de ver mejor pudiera difuminar los contornos de la pesadilla en la que tenía la impresión de haberse hundido con los ojos bien abiertos.

—Eso sí es posible, hermana. «Eso» yace sin vida en el muladar, con una soga alrededor del cuello.

La anciana agarró el brazo de Marie-Gillette, gritando fuera de sí:

—¡Rápido! Por el amor de… ¡Que Dios nos asista!

Sintiéndose al borde de un ataque de nervios, la joven requirió haciendo acopio de serenidad:

—Os lo ruego, llevadme ante la superiora. De inmediato.

Plaisance de Champlois, sentada y rígida tras la enorme mesa, la observaba. Mostraba un semblante tan inexpresivo que al principio Marie-Gillette creyó que no había entendido lo que acababa de relatarle. Cuando al fin habló, su voz transmitía tal gravedad que parecía velada.

—¿Angelique Chartier? ¿Estáis segura? Por supuesto que lo estáis, qué pregunta más estúpida. Estoy aturdida. Por un instante, confieso haber deseado que esta conversación fuera solo una pesadilla o que hubierais perdido la razón. Pero no es así, ¿verdad? Es cierto que Angelique está muerta. Asesinada.

—Así es, madre, y su muerte me parte el corazón.

—Pero, ¿quién? ¿Por qué? —musitó la abadesa.

La sangre le había abandonado el rostro palideciéndole hasta los labios. Marie-Gillette pensó que la abadesa iba a desvanecerse.

—Lo ignoro —mintió.

La mirada aguamarina de Plaisance se extravió hasta detenerse en la pared de enfrente. Titubeó:

—¡Qué sé yo!, ¿podría tratarse… de un ladrón, de un vagabundo, de alguien lo bastante loco como para trepar por la muralla del recinto? ¿La han… forzado?

—No lo creo, aunque no puedo afirmarlo.

Plaisance de Champlois se levantó con tal brusquedad que Marie-Gillette se sobresaltó.

—Llevadme allí.

—¿Ahora? ¿No sería quizás aconsejable pedir refuerzos?

—Llevadme allí, enseguida.

Se dirigió al rincón derecho del vasto despacho y tiró del cordón de pasamanería del que se servía para llamar a la hermana secretaria.

Rápidamente, llegaron los ecos de una cabalgada que tomaba por asalto la escalera de roble. La anciana irrumpió en la habitación, casi sin aliento.

—¿Madre?

—Bernadine, haga venir de inmediato al mensajero[85]. Que este corra a avisar a los hombres del baile a galope tendido. Que nuestro doctor y la apoticaria se reúnan con nosotras en el muladar.

Unos tenues rayos de sol iluminaban el nevado manto. En el centro, la figura de la joven inerte evocaba un blanco velo desechado. Se quedaron allí, inmóviles, mudas. Marie-Gillette se preguntaba por qué universo divagarían los pensamientos de la abadesa. Con el semblante yerto de una máscara descolorida, Plaisance clavaba la mirada en el despojo que yacía sobre un costado. Un bulto pardo, del tamaño de un gato pequeño, se aproximó a la escena llamando la atención de las presentes. El animal se irguió sobre las patas traseras, olisqueando en la dirección de las monjas, aspirando nerviosamente el aire. Una rata. Una rata enorme. La joven abadesa se precipitó hacia el animal tropezando con los cascajos de vajilla rota y gritando:

—¡Bestia inmunda, no te le acerques! ¡Fuera! ¡Fuera!, ¿me oyes? ¡Maldita! ¡Déjala!

El roedor huyó sin más.

Marie-Gillette vio a la madre desplomarse lentamente hacia el suelo.

Se acercó a ella discretamente, temiendo interrumpir una oración. No obstante, cuando Plaisance de Champlois se giró hacia ella, la metamorfosis operada en su rostro era pasmosa. Su semblante, afable de costumbre, estaba crispado por la ira.

Pronunció con frialdad:

—Impía. Profanadora. La que haya quebrantado la pureza pagará su crimen con un implacable castigo. ¡Doy mi palabra ante Dios!

—¿Está en la certeza, madre, de que se trata de una de nosotras? —osó preguntar Marie-Gillette.

—¡Por supuesto que no! —replicó la abadesa con exagerada contundencia, en opinión de la hermana—. Solamente es una forma de hablar, nada más.

Un carraspeo varonil las alertó. El doctor aguardaba a dos toesas. Plaisance se puso en pie.

—Maese Lebray, os he hecho llamar porque se ha cometido una… vileza. Nunca antes… Bueno, eso ahora no importa. La pobre difunta tiene una soga alrededor del cuello. Su rostro azulado parece indicar que fue estrangulada.

El doctor se persignó y avanzó unos pasos. Lebray era un espigado treintañero tan escuálido que daba pena verlo. La fina tonsura parecía prolongar aún más su puntiagudo cráneo, confiriéndole un desagradable aspecto. Carraspeó de nuevo balbuciendo:

—¿Estrangulada dice, madre? Vaya, vaya… —repitió uniéndose a ellas con unas largas zancadas.

Marie-Gillette comprendió enseguida que las sospechas del doctor apuntaban a una enfermedad, la gafedad quizás. La antipatía que sentía por aquel hombre se acrecentó. ¿Pero cómo? ¿Se había hecho doctor cuando su principal temor era contraer una afección? Cada vez era más frecuente encontrarse con facultativos de esta índole, cuyo único deseo era el de curar —a cambio de dinero contante y sonante— a gente acaudalada. Soltaban dogmáticas peroratas desde el fondo de una habitación, llevando una mascarilla de cuero y envueltos en una sofocante nube de incienso, sin acercarse nunca a menos de una toesa a los que habían tenido la desfachatez de caer enfermos.

Inclinó la cabeza hacia la muerta, diagnosticando con grandilocuencia:

—Ah, sí… En efecto, soy de la misma opinión. Esa cuerda en torno al cuello parece muy apretada.

Plaisance de Champlois preguntó hoscamente:

—¿Esa es toda la exploración que pretendéis realizar? Adelante, maese, ¿a qué esperáis? Nosotras la hemos rozado y aún estamos vivas.

Rojo de vergüenza, se dignó a arrodillarse y deshacer la trenza de crin. Marie-Gillette precisó:

—Cuando la descubrí, los ojos estaban completamente abiertos y la lengua pendía de la boca.

—En tal caso, se trata ciertamente de un estrangulamiento —afirmó el doctor.

—¿Ha sido…? En fin, ¿pensáis que su castidad haya sido ultrajada? —inquirió la abadesa. Maese Lebray dio un respingo como si le hubieran dado un pinchazo.

—¡Mi señora… perdón, madre, no soy comadrona y mucho menos matrona jurada[86]!

—Como esposas de Dios que somos, no requerimos de tales oficios en estos lares. Con todo, ¿tendría a bien asegurarse de que a nuestra querida Angelique no la han…?

—¡De ningún modo! Yo… yo no… En fin, se trata de un acto de gran impudicia. ¡Sería harto indecoroso de mi parte! Me permito recordarle, madre, mi condición de clérigo… Me niego a… examinar de cerca esa… cosa. ¡Es repugnante!

En verdad parecía estar a punto de vomitar.

—Pues de ahí es de donde habéis salido —apuntó Marie-Gillette involuntariamente.

Ese pronto le valió una mirada de la abadesa, no supo si de reprobación. Pasmado, el doctor farfulló:

—¡Qué grosería!

—No, maese, sois vos el indigno, además de un insoportable fatuo.

—Ya basta, hija mía —intervino Plaisance circunspecta—. Todos estamos conmocionados. Regresemos adentro. En breve, acudirán sirvientes laicos para trasladar a Angelique hasta la enfermería. Quizás una de las hermanas pueda informarnos allí.

Marie-Gillette asintió. Aunque Plaisance de Champlois no había terminado aún:

—En cuanto a vos, maese doctor, tened listo el equipaje al mediodía. A partir de ahora nos las arreglaremos sin vuestros servicios hasta la llegada de vuestro sustituto.

—Pero… —protestó el sénior Lebray.

—¡Callaos de inmediato! —ordenó la abadesa categóricamente—. Me ofendéis los oídos con vuestras palabras.

Volviendo sobre sus pasos hacia la cocina, se toparon con Hermione de Gonvray, quien aguardaba al borde del manto nevado. La apoticaria estaba más pálida que su velo.

—¿Habéis terminado, madre? Me gustaría examinarla a solas antes de que la trasladen.

—Proceded, querida Hermione. Maese Lebray nos deja. Hasta que llegue nuestro próximo doctor nos confiaremos a vuestras expertas manos.

Plaisance de Champlois se encaminó hacia la cocina, seguida de Marie-Gillette. Esta última se giró, acariciando con la mirada y por última vez el frágil montículo de lana blanca que había sido su amiga. Vio a Hermione de Gonvray, postrada junto a Angelique, persignarse y llevarse la mano de la pobre fallecida a los labios para besarla.

Fue Marie-Lys Travers, una de las hermanas enfermeras, quien les informó. Angelique Chartier murió virgen. En un principio, Marie-Gillette d’Andremont se preguntó el porqué de aquella insistencia. ¿Acaso era mejor que hubiera muerto estrangulada que violada? Ella mismo había perdido su himen de muy buen grado y no se había arrepentido en absoluto. Sin embargo, tuvo la prudencia de guardarse sus comentarios. Pese a todo, lo que juzgó una mojigatería de la madre abadesa demostró ser una manifestación de agudeza.

—Así pues, ¿el móvil no ha sido un abyecto trastorno de los sentidos, una perversión carnal? —preguntó la abadesa tras la explicación de Marie-Lys.

Marie-Gillette pensó que le molestaba haber llegado a esa deducción, aunque enseguida descartó tal idea.

—¿Qué entonces? —continuó Plaisance de Champlois, perceptiblemente tensa—. No disponemos de pertenencias personales y estoy convencida de que la cándida Angelique hubiera sido incapaz de lastimar o perjudicar a nadie aun proponiéndoselo. La venganza queda, pues, igualmente excluida. A menos que consideremos una posesión o una locura pasajera, no sé… —se giró hacia Marie-Gillette y, escrutándola, la interrogó de repente—: ¿qué opináis vos, hija mía?

La pregunta fue tan directa y, sobre todo, estaba tan cargada de insinuaciones que esta última creyó ponerse como la grana.

—A fe mía… yo misma me pierdo en conjeturas.

—¿Os habéis percatado de que a menudo la resolución de un problema se agiliza cuando se ponen en común interrogantes y se aúnan fuerzas?

—Es cierto —admitió Marie-Gillette con voz apagada.

—Ya que ambas coincidimos, voy a proponeros algo: nos sentaremos en mi despacho, ante una infusión de tomillo y lavanda, para reflexionar… de todo y de nada.

El tono reposado, inequívoco, de la abadesa denotaba que la susodicha «propuesta» era realmente una orden sin posibilidad de réplica. Marie-Gillette tembló al pensar en lo que se avecinaba. Se vería obligada a mentir. Otra vez. Sin embargo, aquella muchacha a la que hasta entonces había considerado una chiquilla, la impresionaba. Los insondables ojos azules, la entereza, transmitían un extraño magnetismo. Daba la impresión de que la abadesa escudriñaba el pensamiento con la mirada.

Abandonaron las instalaciones de la enfermería, atravesaron los pequeños jardines y cruzaron el angosto pasaje encajado entre los baños y la escalera que conducía a los dormitorios, y desembocaron en el claustro de Saint-Joseph, tras el cual se alzaba el palacio abacial. A pesar de su corta estatura, Plaisance de Champlois caminaba tan apresurada que Marie-Gillette a duras penas podía seguirla.

La infusión de tomillo, lavanda y canela se había enfriado en el cubilete de Marie-Gillette: el implacable frío que reinaba en el vasto despacho había engullido en un santiamén el calor de su bebida. Había confiado en que la abadesa haría encender un fuego. Esperanza que pronto se esfumó. La joven tiritaba, contrayendo rítmicamente sus dedos en el grueso calzado, pensando si quizás se los tendrían que amputar. Detestaba aquella vida. Hacía cuatro años que una pregunta de gran calado le rondaba la cabeza. Entendía que las viudas, las menesterosas, las marginadas e incluso las rebeldes decidieran enclaustrarse. En cambio, ¿por qué las mujeres a quienes la fortuna había sonreído dotándolas de comodidades y riquezas renunciaban a todo para entregarse a una penosa vida de privaciones? ¿Únicamente podían amar y servir a Dios en la extrema pobreza? Ciertamente, no conocía la infancia de Plaisance de Champlois, pero la madre de Normilly y la madre de Rotrou, su antecesora, habían disfrutado de una inmensa fortuna. Los ángeles habían bendecido sus cunas ofreciéndoles, sin contrapartida, todo lo que una criatura humana pudiera desear. Un misterio. Muchas de esas mujeres no dejarían de ser un misterio para ella.

—¿Estáis preparada? —le preguntó la abadesa ya más sosegada.

—¿Preparada? No la…

—Preparada para contarme la verdad.

—No entiendo a qué os referís —replicó Marie-Gillette evasivamente mientras examinaba la composición de santos famélicos representados en la colgadura[87] que pendía del muro, a las espaldas de la superiora.

—Os lo ruego, hija mía, no tenemos mucho tiempo. Angelique está muerta… y necesito averiguar la razón. Sabéis o… habéis visto algo que me ocultáis. Pondría la mano en el fuego a que así es.

Marie-Gillette dudó un instante. Era un libro abierto para la abadesa. Sin embargo, de ningún modo iba a revelarle la verdad sobre su tumultuoso pasado. Optó por una confesión que no la delatara.

—Encontré una matraca en la nieve que escondí.

—¿Por qué?

—Estaba demasiado visible, como voluntariamente colocada allí. Si un asesino hubiese querido dirigir nuestras sospechas al claustro de La Madeleine y a sus nuevos ocupantes, no podría haberlo hecho mejor. Y tras el motín aún resulta más fácil.

—Ya veo. En tal caso…

—¿En tal caso?

—No excluyamos a nadie a priori. Los gafos, algunos de ellos, han demostrado que podían depararnos sorpresas execrables.

—Ciertamente. Aun así, debéis admitir que si el asesino de la dulce Angelique fuera un leproso, aparte de un monstruo, sería un torpe. Además, puesto que no ha sido forzada, ¿qué móvil le habría empujado a cometer tal abominación?

—La rabia contra todas nosotras. Una locura pasajera, qué sé yo… ¿Qué podría impulsar a nadie a acabar con la vida de ese tierno ángel? —Plaisance aguardó a su hija durante interminables segundos y añadió hierática—: Marie-Gillette, si por temor o vergüenza callarais un secreto, os conmino a que me lo confiéis ipso facto.

—No, madre. De veras, no oculto secreto alguno —contestó la joven sorprendida de su aplomo.

Plaisance estaba plenamente convencida de que se estaba saliendo por la tangente.

—Podéis retiraros, hija mía. Quedáis al cargo de organizar las honras fúnebres de nuestra querida hermana.

—¿Y el muladar?

—Vuestra faena de la semana puede esperar.

Marie-Gillette se cruzó en la escalera con Clotilde Bouvier, la religiosa encargada de organizar las comidas y la cocina, quien la miró desolada murmurando con tristeza:

—Pobre ángel mío. Nuestra madre me espera.

Clotilde aún no se había sentado cuando la abadesa inquirió:

—¿Y bien?

—Tengo los resultados de la discreta pesquisa que me ordenó realizar tras el levantamiento. Nos encontramos ante todo un enigma —afirmó Clotilde con contundencia.

—Explicaos.

—He interrogado a todo el mundo: a las semaneras encargadas de dejar los víveres a las puertas de La Madeleine, a las ayudantes de cocina e incluso a las fregonas[88]. Hasta he zarandeado a algunas. Os lo aseguro, madre: las cestas estaban repletas al salir de la cocina, y repletas seguían cuando fueron depositadas en el pasaje que conduce al recinto de los leprosos. Melisende de Balencourt ha recabado allí algunos testimonios. Los gafos con los que ha parlamentado le han asegurado que el pan y el queso despedían un vomitivo olor a orines y que la pitanza no bastaba para alimentar a veinte estómagos. Dicho de otro modo: bien están todos compinchados y se han concertado para engañarnos, bien… las hogazas, los pescados ahumados y las tortadas de anguila se han evaporado por arte de birlibirloque, lo que no alcanzo a entender. ¡Hasta los mistembecs[89]! Les había hecho preparar un buen lote que hubiera amenizado cualquier almuerzo. ¡Esfumados! No sé qué pensar, madre.

Cuando Clotilde se hubo marchado, la abadesa permaneció sentada tras el enorme escritorio, pensativa. Algo no cuadraba, se lo decía el corazón, aunque no llegaba a adivinar el qué. La dulce Angelique, pobre corderillo. Una extenuante fatiga la vencía. Su propia impotencia la exasperaba. No lograba deshacerse de un terrible presentimiento: pese a las apariencias, todo aquello tenía un sentido. Todo aquello no había hecho más que comenzar.

Se levantó ayudándose de las bolas de cristal que adornaban los brazos del sillón y caminó hasta su habitación arrastrando los pies, luchando contra el vértigo. Cayó de rodillas aferrándose al borde de su estrecha cama y rezó prolongadamente por el alma de la pobre difunta. Le embargó una tremenda desazón. Todo aquello tenía un sentido. La muerte, el asesinato tenían un sentido, turbio y cruel, aunque con su propia lógica. Y tenía que descifrarla. Había de averiguarla para castigar al o a la responsable. Y lo haría sin titubear, sin pensárselo dos veces. Cuando al fin se levantó, sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas. Deslizó la mirada por la frágil Virgen blonda del lienzo que pendía sobre su lecho. De repente, comprendió: era a Marie-Gillette a quien habían querido asesinar y esta última lo sabía. Si Angelique no hubiera llegado antes que ella al muladar, aún estaría con vida.

¿Se habría percatado la o el culpable de su error? Marie-Gillette d’Andremont era una víctima mucho más convincente que Angelique. Si uno se empleaba a fondo, podía leer la vida de las personas en su mirada. Y los ojos zarcos de Marie-Gillette aún reflejaban las heridas y marcas del pasado.

Plaisance de Champlois aún sentía el profundo malestar que la invadía desde que la jefa de cocina se marchase. Clotilde Bouvier había recogido testimonios fiables, de eso estaba segura. La corpulenta mujer, vigorosa y cordial, infundía respeto y no se dejaba embaucar.

¿Por qué aquella repentina avalancha de lamentables incidentes y trágicos acontecimientos, aparentemente inconexos? La plácida monotonía de sus vidas se hacía añicos. Aquel universo hermético, imperturbable desde hacía un siglo, parecía estar sufriendo las violentas sacudidas de una fuerza arrolladora y maléfica. La joven abadesa suspiró y se acercó el pequeño escritorio, flanqueado por un tintero de cuerno. No le quedaba otra solución que pedir ayuda al brazo secular, es decir, al conde de Mortagne. Refrescó su memoria. Aunque no lo conocía en persona, la fama de este, a veces dudosa, había llegado a sus oídos. Era un reputado espadachín, excelente cazador y un político astuto, por no decir ladino. Se decía que estaba versado en ciencias, por las que se apasionó en Tierra Santa, hasta tal punto que Roma llegó entonces a inquietarse por la sinceridad de su fe. Si no le fallaba la memoria, debía de rondar los cuarenta años, o algunos más, y hacía ocho que tenía la condición de viudo. Corrían rumores de que la pena provocada por aquella viudez prematura lo había disuadido de contraer nupcias nuevamente. De ese primer matrimonio nació una hija, puede que dos, Plaisance no habría sabido decirlo con seguridad.

Comenzó a escribir con palabras deliberadamente neutras las turbulencias que recientemente habían convulsionado Clairets. Irguió la cabeza al oír que llamaban a la puerta. Bernadine se acercó al escritorio con pasitos acelerados y le comunicó nerviosa:

—Un mensajero, madre… del conde de Mortagne.

Le entregó la misiva enrollada precisando:

—Está esperando en la antesala. Su señor aguarda vuestra respuesta.

Plaisance quebró el sello de cera.

Aimery, conde de Mortagne, le anunciaba que había sabido de los recientes tumultos acaecidos en la abadía estando él de paso no lejos de allí. Se sentía responsable de los mismos ya que los causantes habían sido los leprosos de Chartagne. Le suplicaba pues —con una esmerada cortesía velando una exigencia— que le brindara alojamiento, junto a su modesto séquito, durante unos días.

Plaisance compuso unas frases informando al conde de que sería un honor y un placer recibirle en breve, así podrían conocerse en mayor profundidad. La preocupación de la abadesa crecía a medida que la redacción avanzaba. ¿Se trataba de una extraordinaria coincidencia o acaso la conjunción de los últimos hechos indicaba algo más? Mortagne había logrado que el Rey y el Papa ordenaran el traslado a Clairets de los leprosos, quienes se habían sublevado contra todo pronóstico. Las pesquisas que había encargado realizar demostraban que los cestos de víveres despachados cada mañana a los malatos eran metódicamente saqueados antes de ser recogidos por los enfermos. ¿Existía forma más eficaz de provocar un motín que matando de hambre a los potenciales insurrectos? Angelique acababa de fenecer y una matraca había sido encontrada junto a su cuerpo. La abadesa tenía ahora la certeza de que aquel asesinato a sangre fría había sido un trágico error, y de que en realidad el blanco era Marie-Gillette. Lo que es peor, estaba segura de que esta última conocía las razones que habían motivado el homicidio. En cuanto a que el conde estaba «de paso», la joven no creía una palabra. No recordaba que hubiera visitado jamás a la señora de Normilly, la antigua abadesa, su queridísima madre. A buen seguro, sus corceles no se amilanarían ante la distancia que separaba Clairets y el castillo de Mortagne, sin olvidar que el conde poseía grandes predios dispuestos —incluso deseosos— a acoger a su señor con los honores y la pompa que acostumbraba.

En definitiva: aquella inminente visita la inquietaba. Por otro lado, los sucesos sobrepasaban los incidentes que Plaisance había de subsanar normalmente: hurtos menores, alguna que otra borrachera de laicos que acababan a puñetazos, muchachas encintas y luego rechazadas, bebés abandonados. Además, quizás el conde resultara ser un apoyo político en su trifulca con Hucdeline de Valezan, aunque lo dudaba. Con todo, no podía de ninguna manera disgustarlo o, aún peor, ofenderlo.

Puso su sello sobre la hoja plegada y se la entregó a Bernadine, quien la contemplaba desde hacía rato.

—¿Estáis bien, madre? Quiero decir, teniendo en cuenta las tan penosas circunstancias.

Plaisance sonrió a la anciana que la secundaba con eficacia.

—Bernadine… Intento luchar contra un funesto presentimiento. Y no exagero mis palabras. Tengo la horrible corazonada de que… lo peor está aún por llegar. Porte este mensaje, querida. Que preparen en la cocina un cesto de comida para el mensajero del señor de Mortagne. A continuación, pondréis sobre aviso a la hospedera así como a la ropera, la buena de Elise de Menoult, de la inminente llegada del conde y su comitiva para que dispongan los mejores aposentos de la hospedería. No conozco el número exacto del cortejo. Respecto a la cocina, ya me encargo yo. A buen seguro, el conde Aimery no espera ser agasajado aquí con fastuosos y exquisitos manjares, pero intentaremos honrarlo suavizando nuestra habitual frugalidad durante su estancia.