Capítulo 12

Abadía de mujeres de Clairets,

Perche, finales de noviembre de 1306

Un clamor arrancó del sueño a Plaisance de Champlois. Apartó instintivamente la colcha que la cubría y se sentó en la cama, uno de los escasos muebles de la reducida alcoba, además de un pequeño taburete triangular y un escritorio. El único confort del dormitorio consistía en un vaso de noche disimulado tras una fina antipara de madera. A modo de adorno, solo tenía un lienzo de reducidas dimensiones que representaba a una Virgen rubia y diáfana abrazando contra su pecho al niño Dios y alargando una de sus esbeltas manos hacia un soldado con armadura, del que no se veía más que una rodilla cubierta de encrespadas placas de metal y un guantelete. ¿Era posible que el artista hubiera querido plasmar con ese simple gesto que se podía poner fin a toda la violencia en el mundo? Plaisance estaba segura de ello desde que encontró la pintura, enrollada en el armario de tinteros de cuerno en el calefactorio. Algo en el rostro juvenil y apasionado del lienzo la había sobrecogido. Hizo encuadrar la tela de lino en un marco de madera y lo colgó en su habitación.

Una tenue luz amarillenta se filtraba a través de las exiguas ventanas. El aliento de la joven se transformaba en vaho por el frío glacial del cuarto. ¿Había amanecido ya? ¿Se había perdido los primeros oficios?

Eso era imposible. ¿Por qué su secretaria no la había despertado? Unos fuertes puñetazos asestados contra la baja puerta de su celda la sacaron de la cama.

—¡Madre, madre…! —clamaba Bernadine tras el pesado panel reforzado con clavos.

—Entrad, no os quedéis ahí fuera… ¿Qué ocurre?

La secretaria penetró en la habitación, con la cara macilenta como si hubiera visto un fantasma.

—¡Es el fin del mundo, madre…! ¡Un motín…! ¡Van a degollarnos a todas, puede que hasta nos fuercen…!

La secretaria contagió su estado de nervios a Plaisance, quien gritó a su vez:

—Pero ¿qué… de qué…?

—Los escrofulosos… han escapado cual horda maligna del recinto de La Madeleine. ¡Si los vierais…! ¡Son el mismísimo diablo…! Han prendido fuego a la paja… arrasado los gallineros… todas las gallinas ahuecando el ala… ¡Debemos huir, os lo suplico, buscad refugio en casa del conde de Mortagne…! ¡Jesús, María y José… Jesús, María y José…!

Bernadine sollozaba con la cabeza entre las manos. Plaisance intentaba poner orden en el caos que reinaba en su mente, incapaz de descifrar el significado de las palabras entrecortadas que la anciana secretaria había farfullado. Permaneció inmóvil, descalza, justo en el medio de la gélida alcoba. De repente, unos relinchos atronaron enloquecidos. Bernadine gemiqueó:

—¡Dios mío, las caballerizas están justo al lado del palacio abacial! ¡Van a incendiar las caballerizas, a quemar vivos a los pobres animales!

La imagen de los caballos coceando en sus compartimentos, desbocados y con las crines ardiendo pudo más que la inercia de Plaisance. Se abalanzó sobre el taburete, colocándose la túnica y ajustándose el velo a toda prisa. Sin detenerse para calzarse, se lanzó escaleras abajo, seguida por los gritos de la secretaria, ordenando:

—¡Que nadie salga de los edificios! ¡Que atranquen todas las puertas!

—Quedaos… os lo suplico, madre, van a mataros… Quedaos, por el amor de Dios.

Plaisance corrió como una exhalación, torciéndose los tobillos y magullándose los pies con las aristas de la grava que sembraba el camino hacia las caballerizas. Rodeó las dependencias de la priora y se detuvo en ^eco. Un grupo formado por una media docena de hombres, armados con antorchas, braceando y hucheando, arremetían contra los portones de las caballerizas. Así que no querían incendiarlas, pretendían huir. Uno de ellos se percató de su presencia y vociferó:

—¡Ahí hay una que tiene pinta de enana! —y dirigiéndose a Plaisance, aulló—: ¿qué buscas por aquí, doncellita? ¿Quieres impedir que ensillemos los jamelgos? Estamos hasta los mismísimos de vuestra hospitalidad. ¿Así que queréis matarnos de hambre, no? Pues no nos da la gana. No te preocupes, ¡aquí se quedan todos los caguetas que se lo hacían encima de solo pensar en seguirnos!

De súbito, avanzó dos pasos con aire amenazador. Su cara destrozada por la enfermedad evocaba el morro de un animal. Esa imagen se veía reforzada por la maraña de cabellos que le caía sobre los hombros en mechones espesos y mugrientos, por la frente baja y huidiza, las desaliñadas cejas unidas sobre la nariz y el tusón que le cubría mejillas, mentón e incluso la garganta. Esgrimiendo la antorcha cual espada, el leproso atacó. La lengua de fuego hendió el aire a unos pies* del rostro de la abadesa. Esta parpadeó ante la abrasadora ráfaga, pero no retrocedió, a pesar del terror que la embargaba. Se hizo el silencio entre el grupo de leprosos. A Plaisance le pareció que la mayoría estaba divirtiéndose con la función y esperaban el segundo acto.

—Coméis lo mismo que nosotras —se escuchó decir la monja con una voz sorprendentemente neutral dada las circunstancias.

—¡Ya, ya…! ¿Y quieres que nos traguemos esa bola? Pan mohoso oliendo a meado y queso agrio es lo único que nos echáis. ¡Con eso no hay ni para apiporrar veinte tragaderas, cuanto más a nosotros que somos más del doble! ¡Queréis matarnos de hambre a fuego lento, eso es lo que creo!

Aunque los hundidos párpados de su agresor ocultaban su mirada en parte, la abadesa tuvo la sensación de que estaba diciendo la verdad. ¿Cómo podía ser que les faltara comida?

—Si es cierto lo que contáis, es que alguno de entre vosotros está sustrayendo una parte de los víveres en provecho propio. Mis órdenes eran claras.

—¿«Tus» órdenes? ¿Pero se puede saber quién eres tú?

—La que trajina organizando la cocina y las comidas no es, por lo menos —dijo uno de sus compañeros—. Porque a esa la he visto yo y es una mujerona con veinte años más que este mugrón de monja.

Plaisance se estremeció de pavor. Había sido una tonta al hacerles ver que era la abadesa, la gran responsable de su hambruna ante los ojos de aquellos hombres. ¿Qué haría si se lanzaban sobre ella? ¡Qué estupidez no haber prestado oídos a Bernadine y no haber reunido a algunos sirvientes laicos antes de bajar!

—¿Y adónde pensáis dirigiros una vez fuera? —pronunció a su espalda una voz sofocada y algo grave.

Plaisance sintió como Hermione de Gonvray le estrechaba la mano.

—En cuanto os marchéis se dará aviso a los hombres del baile, quienes saldrán prestos a buscaros… Eso sin contar con que los campesinos os tiendan antes una emboscada, y, en tal caso, que Dios se apiade de vuestra alma —concluyó la apoticaria.

Un rugido sobresalió del grupo. La voz huraña de un hombre gritó:

—Ya estamos malditos, ¿acaso podría sucedernos algo peor? Yo digo que cojamos a las dos doncellas. Y si alguien busca camorra con nosotros, les rajamos el pescuezo. Seguro que así los campesinos y el baile se lo piensan dos veces.

—Eso, eso… tiene razón Eloi —secundó otro del grupo—. ¡Hazle caso, Oso!

El llamado «Oso» observaba de arriba abajo a las dos mujeres, saltando con los ojos de una a otra, exhibiendo en sus descarnados labios una malvada sonrisa.

—Eso sin tener en cuenta que podrían prestarnos otra clase de servicios, ¿verdad encantos? —profirió indecoroso.

Otro hombre, de aspecto bastante endeble, se separó del grupo y dijo entre risas forzadas:

—Oso, no es una buena idea. Dijimos que «nada de féminas» porque son un lastre. Además, si el baile nos pilla, estaremos sentenciados.

—¡Cierra el pico! —bramó Eloi, el mismo que había sugerido raptar a las dos religiosas.

El pánico invadió a Jaco el Truhán. Hasta entonces, su plan había ido como la seda, pero amenazaba con írsele de las manos. Jamás había imaginado que unas monjas salieran a plantarles cara. Sin embargo, el caballero que le había prometido la libertad de Pauline había insistido en que ninguna religiosa debía resultar malparada durante el levantamiento que Jaco habría de instigar. Era posible que Eloi se obcecara en su plan únicamente para ganarle una batalla al nuevo bufón-consejero del jefe. Debía contraatacar como fuera. Mas el terror lo tenía paralizado. ¿Qué podría ingeniar para convencer al resto, que estaba esperando la más mínima para saltar?

—De perdidos al río, llegaremos hasta el final —prosiguió Eloi con saña.

—Tienes razón, compadre —aprobó el Oso sin quitar ojo de encima a las dos mujeres.

Plaisance notaba cómo el sudor de la húmeda palma de Hermione se entremezclaba con el suyo. La apoticaria cerraba convulsivamente los dedos. Profirió, empero, inalterable y firme:

—Vuestro compañero Jaco habla sabiamente. Os apresarán rápido y seréis colgados tras sufrir numerosos tormentos. No agravéis con más padecimientos el gran dolor que ya sufrís.

—¿Qué sabrás tú, rata de baptisterio? —bufó el Oso con más desesperación que rabia—. ¿Quieres saberlo? ¿Quieres que frote mi vientre contra el tuyo? Así te enterarás: en unos años, ya no sentirás las quemaduras en el pellejo, en unos años, esa carita tuya parecerá que se la hayan comido los gusanos y ya no le tendrás miedo a nada porque estarás muerta para todos, incluso para los tuyos.

Dio un paso adelante y alargó una de sus manos abarquilladas hacia el hombro de Hermione. Lo que siguió sucedió tan rápido que Plaisance tuvo la sensación de estar soñando. Y aun así, Jaco, señaló con ojos desorbitados un punto detrás de ella. Aun así, el Oso clavó los ojos en su mano, de la que asomaba la punta encarnada de una partesana. Aun así, un reguero de sangre le resbaló hasta el suelo. La abadesa volvió la cabeza: el cazador. Jean el Pequeño Ferrero, a quien ninguna de las dos, aterrorizadas, había oído acercarse. El Oso escrutó la cara del titán y dijo reprochando:

—¡Eres uno de los nuestros! Un zorro nunca caza junto a los perros, porque sabe que acabará descuartizado para el encarne[77].

—No pertenezco a nadie y cazo solo. ¡Retrocede antes de que te espete[78]! No tengo el menor inconveniente en hacerlo. Un gafo más o menos no aumentará mi deuda.

Un haz de túnicas blancas surgió de la parte posterior de las dependencias de la priora, siguiendo la estela de los sirvientes laicos, alertados a toda prisa por Bernadine. Estos venían armados con dalles, horquillas, azuelas[79] y garrotas.

Plaisance tuvo la impresión de que el Oso vaciló durante una fracción de segundo. Este recejó, sin quitarle la vista de encima y se reunió a grandes zancadas con el grupo de leprosos.

Jean el Pequeño les ordenó:

—Volved a vuestro recinto antes de que os obliguemos con cabestros, como los animales que sois.

Haciendo un movimiento con el brazo, agrupó tras de sí a los sirvientes para acarrear con ayuda de un pico[80], hocinos y azadas al grupo de insurrectos que regresaba reacio al claustro de La Madeleine.

Plaisance se estremeció convulsivamente tambaleándose.

—Pensé que había llegado nuestra hora —confesó en un susurro.

—¡Dios Todopoderoso, gracias! ¡Cuánto miedo he pasado, madre!

La abadesa se giró hacia la apoticaria diciéndole:

—Y sin embargo, habéis mostrado gran arrojo, Hermione. No quiero imaginar lo que hubiera sido de mí sin vuestra ayuda. Gracias, hija mía.

—Por una vez me lancé sin pensarlo —reconoció la joven con una sonrisa agridulce.

—¿Qué os parece si nos tomamos un cubilete de hipocrás para recuperarnos?

—Me parece, madre, que nos vendrá de maravilla. Nuestro salvador —vaciló la apoticaria—, ¿es el nuevo cazador?

—En efecto. Le debemos la vida. Mañana mismo le daré las gracias… o mejor ahora, inmediatamente.

—Bestias, pedazo de bestias…

—No, Hermione, desdichados. Pobres desdichados. No entiendo nada de lo que me ha referido ese hombre, el tal Oso. ¿Cómo puede ser que la pitanza que les damos sea tan insuficiente? Ha sido el hambre la que les ha empujado a rebelarse o, al menos, la que ha atizado en gran medida su ira. ¿Puede que algún granuja esté birlando en la cocina los cestos que les preparamos para vender la comida fuera de nuestros muros? Me da el corazón que así es, y, si estoy en lo cierto, el castigo será severo —se pasó una temblorosa mano por la frente y sugirió—: vamos, Hermione, bien nos merecemos ese hipocrás. Apuesto a que nuestra priora no tardará en aprovechar esta oportunidad de oro para hundirme un poco más. Ya parece que la estoy viendo, recordando a unas y otras sus catastróficos vaticinios.

Hermione guardó silencio, y Plaisance se preguntó si los esfuerzos realizados por la apoticaria hacía un momento habían agotado temporalmente su escasa reserva de palabras o si, en el fondo, ella también pensaba que albergar a los leprosos había sido una gran equivocación. A fin de cuentas, Plaisance no hubiera podido recriminarle nada tras aquel agotador altercado.

La abadesa se quedó corta en sus suposiciones. En los días siguientes, Hucdeline de Valezan, acompañada de su inseparable sombra, Alienor de Ludain, la superiora, recorrió pasillos, dormitorios y refectorio, sin olvidar baños, cocina y biblioteca, con el fin de tantear los ánimos de las hermanas. Alternando compasión e indignación, infundiendo dudas y evocando posibles y trágicas repeticiones del motín que, según ellas, «a punto estuvo de costarle la vida a nuestra madre y a nuestra querida Hermione», las dos religiosas consiguieron sembrar el miedo entre la mayoría de las hermanas.

Cuando Elise de Menoult, la ropera y una de las más fieles aliadas de Plaisance, advirtió a esta del veneno que destilaban las dos mujeres, la joven abadesa, en un primer momento, permaneció queda: Plaisance de Champlois se había esperado un enfrentamiento abierto con la priora, no una pérfida labor de sabotaje.

—Ayer me abordaron, hábilmente, he de precisar. La sutileza que demuestran es solo equiparable a su tenacidad. Por lo que cuentan, ambas sienten una gran preocupación por vuestra salud, lo que les atormenta sobremanera. Según ellas esos gafos pordioseros están urdiendo ahora mismo otra rebelión que, esta vez, habrá de transformar la abadía en un baño de sangre. ¿Se han vuelto locas, madre?

—Locas no, al contrario, saben bien lo que se hacen. El terreno más fértil para gestar una revolución de palacio es el miedo. Si se demuestra que soy incapaz de garantizar la seguridad de mis hijas, o lo que es peor, si esas dos maquinadoras logran hacer creer que la pongo en peligro, el capítulo me destituirá. Y Hucdeline tendrá entonces vía libre.

—Pero no podrá, como tampoco vos podéis, oponerse a las exigencias del Rey y de nuestro soberano pontífice de que Clairets acoja a los escrofulosos.

—No, pero puede pretender que hará lo imposible e insinuar que recibirá el apoyo de su hermano, el arzobispo Jean de Valezan, quien se ha convertido en una de las eminencias grises del Vaticano.

—Corren rumores sobre él —comentó Elise.

—Cierto, y no precisamente buenos. Su piedad no es la única causa de su vertiginosa ascensión —Plaisance bajó el rostro y confesó con un hilo de voz—: me siento inerme, Elise. Quizás Hucdeline tenga razón, quizás no esté a la altura del cargo, soy demasiado joven, demasiado…

—¡Pamplinas! —interrumpió la ropera—. Hucdeline levanta muchas tempestades. Sin embargo, estoy convencida de que a ella le falta el talento que a vos os sobra. Una grave crisis acaba de sacudir la abadía. Encontraréis la ayuda necesaria, madre. En cuanto a mí, seguiré con mis… llamémoslo labores de zurcido, con la ayuda de Hermione, quien nunca había sido tan pródiga en palabras.

—¿Labores de zurcido?

—En efecto. Me acerco a unas y otras, en cuanto Hucdeline las deja, y descoso todas las dudas hábilmente bordadas en sus mentes por la priora. Mi último remiendo tenía por nombre Barbe Masurier.

—¿Barbe tiene reproches que hacerme?

—No, madre. Esas dos figurantas, Hucdeline y Alienor, la han manipulado insistiendo en los peligros que se ciernen sobre vos. Ya conocéis a Barbe. Su afecto por vos ha hecho el resto.