Perche, finales de octubre de 1306
Jean el Pequeño Ferrero puso el caballo al paso. El penco[62] alquilado comenzaba a dar muestras de cansancio: una espuma blanquecina le maculaba el cuello. Aunque tenía prisa, no le convenía abusar del jamelgo si quería llegar a su destino y conseguir los cuartos prometidos. Sonrió. ¡Vive Dios, cuántas cosas se podían hacer con cincuenta libras! Agasajarse con vestidos burgueses y mujeres, beber en las tabernas más acogedoras y ser respetado aun a pesar de su malcarado rostro, tan desagradable a los demás. Y tenía que hacer tan poco para conseguirlos. Matar a una damisela, una empresa fácil. Había tantas, que una más o menos no cambiaría mucho la faz de la tierra. Una única preocupación le asaltaba, resumida en pocas letras: Dios. ¿Cómo vería Él que se introdujera en uno de sus conventos con el fin de enviarle resueltamente a una de sus esposas? Jean el Pequeño había sopesado larga y tendidamente aquel escollo, y había hallado ciertos argumentos, contundentes en su opinión, que le reconfortaban: había recibido órdenes de alguien próximo a Dios, de quien cabía esperar mayor discernimiento sobre cómo proceder, que el de un ejecutor de viles obras. Dios estaba lejos y tan ocupado que un pecadillo de esta índole no llamaría mucho su atención.
Por otro lado, si Él no deseaba que la muchacha muriera, le enviaría una señal y ella continuaría viviendo. Quizás Jean le estuviera prestando un servicio al dispensarle de la necesidad de llamar a su seno a una de sus criaturas. Y, después de todo, había que reconocerlo: Jean el Pequeño había acabado ya con tantas vidas, cuando matar era una orden y una gloria, que una más o menos…
Atravesó sonriente Saint-Agnan-sur-Erre. Le restaban solo unas leguas* para finalizar el viaje, pero la noche aún quedaba lejos y algo de reposo junto a una buena cena no le vendría mal. Divisó el letrero de una posada poco lustrosa cuyo nombre le gustó: El Perro Meón. Se preguntaba cómo llamarían al dueño: ¿patrón Meón o señor Chucho[63]? Le dio una voz a un galopín repanchigado sobre los peldaños que bajaban al establecimiento.
—¿Eres de la casa?
El chico, no mayor de diez años, escupió un salivajo antes de responder altanero:
—Para mi gran desgracia. ¿Por qué?
Jean el Pequeño Ferrero, sintiéndose generoso porque en breve disfrutaría de la prosperidad otorgada por la abundancia, le arrojó dos dineros de plata ordenándole:
—Lleva este rocín a las caballerizas y que le den un poco de heno, avena y agua. Y no escatimes para arañar algunos cuartos o te escocerán las nalgas durante largo tiempo.
—Las tengo ya tan curtidas por los golpes de este viejo borrico del patrón Mastín que no les infligiréis mayor daño.
Jean el Pequeño dejó escapar una sonrisa de divertimento, no tanto por la insolencia de aquel sinvergüenza mugriento como por la habilidad del tabernero para sacudirse la incómoda alusión del letrero.
Así que un mastín: un apelativo halagüeño. Pero estaba seguro de que los clientes le llamaban «el Meón» cuando nadie los oía.
Al inclinar su cuerpo alto y fornido para atravesar la puerta, distinguió a tres comadres sentadas en una mesa ante unos cubiletes de vino. Callaron a su entrada, examinándolo como si de un becerro en venta se tratara. Un destello de admiración se reflejó en la cara de la más joven y guapa al contemplar su porte de sansón de feria. Luego, sus miradas se desviaron hacia el rostro de Jean el Pequeño, apartando todas la vista al instante. La furia le quemó la garganta. De nuevo, volvían a repetirse aquellas miradas que parecían abrasarse al contemplar su hocico. Ese hocico era la causa de todo. Su bestialidad horrorizaba, repugnaba. Y tenían motivos para estar aterrorizados. No sabían hasta qué punto.
Mastín, el dueño, se plantó a unos pasos de él. ¿Tendría la osadía? ¿Se atrevería a ordenarle salir? Algunos lo habían intentado y habían acabado arrepintiéndose. Sin duda el posadero intuyó que por muy mastín que fuese era preferible agachar el lomo. Con hermética expresión en el rostro, colocó a disgusto frente al cliente una jarra de su aguachirle y se dio la vuelta. Las tres arpías se tragaron el suyo de un sorbo, el semblante fúnebre. Se les habían quitado las ganas de chismorreo y de guasa. El trío se marchó sin volver a mirar a aquella mole sentada a la mesa.
—¡Posadero! —voceó Jean el Pequeño—, prepárame una habitación para descansar unas horas. Partiré ya entrada la noche.
El otro regresó a la estancia mascullando descarada y porfiadamente:
—No me queda ninguna libre.
—¿Pretendes darme gato por liebre, figonero? ¿Acaso han tomado este tugurio por asalto? No he visto, empero, otra montura que la mía.
—Ni una libre —se obstinó el dueño bajando más el tono.
El mastín se ciscaba de miedo. Jean el Pequeño lo notaba en la entonación titubeante, en las manos cruzadas sobre la enorme barriga intentando evitar que temblaran. Con voz tajante cual filo de cuchillo, insistió:
—¿No será que mi malcarado rostro te desagrada, señor Meón? ¿O quizás apesto demasiado?
—Señor Mastín —le corrigió el otro secándose con el dorso de la mano el sudor que le escurría de la frente.
El posadero solo tuvo tiempo de abrir los ojos como platos antes de que una fuerza brutal lo lanzara contra la pared atenazándole la garganta. Balbuceó:
—De hecho, sí que tengo una habitación, la mejor… y para vos, señor, gratis. Soltadme, por el amor de Dios.
—¿Qué sabrás tú del amor de Dios, escoria?
Y la enfurecida tenaza humana se cerró aún más en torno al cuello. El patrón Mastín quiso gritar pidiendo auxilio, pero su garganta fue incapaz de emitir sonido alguno. La cabeza le daba vueltas y pensó que había llegado su hora. Entonces, la opresión desapareció de golpe y el dueño se desplomó sobre el suelo de tierra batida como un bulto pesado. Mostrándose repentinamente jovial, Jean el Pequeño Ferrero soltó:
—Y ni siquiera tendrás que quemar la paja de mi jergón o rociar el suelo de este cuchitril con agua bendita. ¡No es gafedad lo que ves, rata inmunda!
Cuando salió de la posada, saciado y algo más descansado, su caballo esperaba ensillado. El chico le alargó las riendas sonriente. Jean el Pequeño alzó su mole hasta la silla y le preguntó:
—¿A qué viene esa cara de regocijo, tunante? —Es por el numerito de antes. Os devolvería gustoso vuestros cuartos solo por haber contemplado tal espectáculo. De todos modos, sería una locura por mi parte, aunque la intención es lo que cuenta. Con vos no se las dio de listo, el Mastín. Por un momento creí que se iba a mear en los calzones. Hacía tiempo que esperaba yo algo así. Mil gracias.
Jean el Pequeño lo observó impasible y espoleando el caballo le recriminó:
—¿Tu maldad debería regalarme el oído? Apártate, pues podrían sobrevenirme deseos de aplastarte como a un insecto. Sabandijas, eso es lo que sois ambos: el Meón y tú.
Reemprendió el camino hacia su próxima parada. Una choza de cazador, ubicada no lejos de la abadía bernarda de Clairets. La choza de Nicol el Garzón.
Este debía de dormir a pierna suelta, debido en gran parte al zaque de hidromel vinoso[64] que siempre llevaba consigo. La fermentación de miel y agua, aderezada con vino blanco o aguardiente junto a plantas aromáticas para su conservación, mermaba las fuerzas del mozo más robusto. Las jornadas de un cazador de abadía, recorriendo los bosques, eran interminables y agotadoras, sobre todo en época de frío, cuando la caza escaseaba. Por ello, a buen seguro Nicol habría saboreado hasta la última gota de hidromel.
Jean el Pequeño pensó que el mundo se comportaba a veces de forma curiosa. ¿Acaso no resulta extraño que sea en verano cuando abunden los animales de caza mientras los estómagos estivales se contentan con menos? Nicol era el nuevo cazador de Clairets.
Su antecesor, ya entrado en años, se había rezagado un poco huyendo de la embestida de un jabalí espantadizo, olvidando que, a pesar de su masa, ese animal es casi tan veloz como una liebre. La bestia, enloquecida por haber sido blanco de una lanza, dejó al anciano hecho una papilla sanguinolenta.
En el claustro no se permitía la entrada a ningún laico, más aún si se trataba de varón. Únicamente admitían, en algunos edificios o galerías, a los ilustres invitados de la abadesa. Dicho de otro modo: Nicol, siempre rematado por su gorro de cazador elaborado en piel, entregaba las piezas frente a la cocina; seguramente solo lo conocían la hermana refitolera, los ayudantes de cocina y el despensero[65]. De estos últimos se encargaría Jean el Pequeño. Una ingeniosa berlandina y un buen vaso de vino servirían para convencerles de que él sería el sustituto durante algún tiempo de su querido primo Nicol, herido en el transcurso de una de sus cacerías.
Los bosques de las monjas estaban repletos de presas que jamás compartían con nadie. Las hermanas tan solo distribuían entre los más pobres el pan roído por las ratas, lo que nadie, ni siquiera algunas de sus rameras arrepentidas, hubiera querido. Al menos eso era lo que había llegado a sus oídos. Las cosechas del último bienio habían sido desastrosas[66]. No era extraño ver a niños con el vientre hinchado debido a las tortas de paja, elaboradas con harina de bellota, cortezas de árbol y arcilla[67], recorriendo el campo en busca de bayas, raíces o cualquier cosa que pudieran llevarse a la boca sin riesgo de morir. Incluso el pan de pobre, hecho de tranquillón, cebada y centeno apenas refinados, suponía un lujo. Los grandes predios vecinos, así como las casas solariegas, en lugar de echárselas a los perros, repartían por las noches las rebanadas[68] humedecidas con jugo y grasa de carne.
Y esas ratas de baptisterio se ponían moradas, o eso se decía.
Si la ingente riqueza del clero ya irritaba a algunos en periodo de abundancia, indignaba y malhumoraba a la mayoría en aquellos tiempos de carestía[69]. Circulaban rumores y no había día en que no se señalase con el dedo algún convento o a un prelado. La mayoría de esos hombres de Dios estaban bien rollizos, gozaban de excelente salud y se vestían lujosamente. Recorrían el campo hambriento en sus carretas toldadas al remolque de cuatro caballos percherones, instando a ricos y pobres a realizar donativos para su salvación. Algunos habían adquirido palacetes a buen precio en la ciudad, donde se daban la gran vida y celebraban suculentos banquetes a costa de las ofrendas. En cuanto a la abstinencia carnal, tenían un concepto muy personal al respecto. Bien era cierto que la Iglesia había reafirmado su postura en referencia a la doctrina nicolaíta[70]; sin embargo, aquello no constituyó un gran impedimento: los prelados a quienes la perspectiva del celibato de por vida se les antojaba poco seductora, se habían vuelto simplemente más discretos.
Sus lozanas amantes o guapos donceles se alojaban en coquetas estancias de las residencias burguesas ubicadas en torno a la catedral. Se decía que incluso el soberano pontífice mostraba un apasionado afecto por la deslumbrante Brunissende Tayllerand de Perigord[71], y que le costaba una auténtica fortuna.
Era noche cerrada cuando Jean el Pequeño Ferrero llegó a las proximidades de la casucha de Nicol el Garzón. No se vislumbraba claridad alguna procedente de su interior.
Su esposa había muerto hacía un año durante su primer parto. Tanto mejor. Seguramente no faltaría mucho para vigilias*. El invierno había llegado ese año sin avisar, cogiendo por sorpresa a los últimos vestigios del otoño. Una película de escarcha cubría la hierba, se había levantado un fuerte cierzo y el resuello del jaco le envolvía los muslos a cada expiración del animal.
Jean el Pequeño alivió su aflicción recordándose que el mundo era así; más valía adaptarse intentando hacerlo menos amargo. Y él ponía de su parte. ¡A trabajar!, no podía quedarse allí por mucho tiempo. Luego tendría que ir a la abadía para encontrarse con una priora y entregarle el mensaje que portaba. Un mensaje de su comitente, monseñor Jean de Valezan, quien velaba con gran celo por los intereses de su bien amada hermana, sin detrimento de los suyos propios.
Amarró las riendas del caballo a una rama baja y avanzó sigilosamente hacia la choza. Detuvo la mirada sobre un montículo de gruesos leños apilados allí cerca. Y vaciló un instante. En realidad, no había concebido plan alguno. Matar es una ingrata tarea que conviene despachar sin pensar demasiado en ello. A Jean el Pequeño no le gustaba matar, mas, ¿qué hubiera podido vender aparte de su fuerza y sus manos? Tomó el leño más grande y con un golpe de hombro forzó la menoscabada puerta construida a base de tablones mal unidos.
Los ronquidos de Nicol el Garzón, desmalazado con los brazos en cruz sobre el camastro, hacían temblar las paredes. El zaque yacía no lejos de él, vacío. Un exiguo fuego agotaba sus últimos rescoldos en un hoyo, excavado en el suelo de tierra batida a modo de hogar. Jean se acercó al lecho hasta rozarlo. La descripción que le habían dado del cazador era veraz. El hombre, un titán, tenía aproximadamente la misma altura y anchura de hombros que él. Y su jeta estaba tan desfigurada por la embriaguez que podían haber pasado por parientes.
Un atisbo de congoja, liviana, contuvo su gesto un instante. En el fondo, la tan cercana muerte de aquel hombre le importaba mucho menos que una lancinante cuestión que le rondaba en la cabeza desde hacía años: ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía aquella vida de masacres cuando lo más fácil hubiera sido no haber nacido?
Inspiró, tensó los músculos y lanzó un golpe con una fuerza colosal. Nicol el Garzón ni siquiera abrió los ojos. La sangre le resbalaba por las sienes y la mandíbula: estaba muerto. Una buena muerte, se congratuló Jean el Pequeño, una muerte tan serena que aliviaba en algo su fugaz sentimiento de culpa.