Quince días después.
Abadía de mujeres de Clairets, Perche, octubre de 1306
Hacía quince días que Melisende de Balencourt espiaba a la joven Angelique Chartier. Aquella mañana, al amanecer, la muchacha fregaba enérgicamente los azulejos del refectorio del claustro de La Madeleine junto a Claire Loquet. Pese al obligado silencio, una especie de jovial complicidad se desprendía de sus gestos, y de las leves sonrisas que intercambiaban de vez en cuando entre cubos y cepillos.
La joven novicia, a punto de cumplir su probación, había arribado al claustro de La Madeleine dos semanas antes, tras una audiencia con la madre abadesa en la cual le había pedido permiso para unirse a las arrepentidas y así ayudarlas en su purificación. El permiso le fue concedido inmediatamente dado que raras eran las buenas almas que buscaban tal compañía. Melisende enfureció. ¿Pero qué se creían esas pavas pudibundas? ¿Que sus hijas le habían tomado el gusto a la lujuria? ¿Que el desenfreno carnal se contraía como una enfermedad, aún más cuando había sido impuesto? En cualquier caso, las candidatas bien nacidas no se apiñaban a las puertas del claustro. Sus hijas, las muchachas públicas arrepentidas, ya no se molestaban por eso, o al menos tenían la sensatez de aparentarlo. Salvo quizás Claire Loquet, un hueso duro de roer que hacía cuestionarse qué extrañas sendas la habrían conducido hasta aquel lugar. Claire era indudablemente una mujer de fe, empero, también rebelde, en un siglo en el que la rebeldía era poco deseable para el género femenino, y aún menos para las de mala vida, fuesen o no arrepentidas. Sus ojos avellana se clavaban, como buscando más allá de los que miraban, algún indicio de engaño. Su boca se crispaba, lista para soltar improperios que, aun cuando los contenía, se podían escuchar bien altos y claros. En cuanto a sus maneras, sin duda las había heredado de un tintorero[51]. Claire era ese tipo de mujeres a las que había que vigilar, cuyo atractivo, facundia y, había que admitir, perspicacia las convierten en temibles adversarias, prontas a ganarse la adhesión de las indecisas.
Cuando la priora inquirió en tono abrupto a Angelique Chartier la razón de tal elección, la hermosa muchacha sonrió.
—Es tan… No me juzgue mal. Lo que me ha empujado a tomar esta decisión ha sido una fruslería, una chiquillada que ha dado un vuelco a mi vida. Un día, mientras observaba a vuestras hijas recoger castañas, estas se pusieron a pelear en broma lanzándose frutos entre risas. Y de repente me dije… pensará que es una ridiculez… me dije que allí estaba Dios, en ese preciso instante, entre aquellas mujeres que tanto habían sufrido, cuyos cuerpos habían sido vendidos, a veces ultrajados, cuyas almas habían sido humilladas. Y a pesar de todo, jugaban a tirarse castañas. La tenacidad de la vida y su milagro se me revelaron. Deseo de todo corazón formar parte de su luz.
Algo extraño, que había desaparecido hacía lustros, dejó a Melisende sin respiración: la emoción. Sintió cómo subía hasta la garganta, y cómo una especie de insidioso dolor le agarrotaba el corazón.
Curiosamente, desde que llegó Angelique, un hilo de luz se había infiltrado en aquel siniestro lugar. Curiosamente, Melisende no se había resistido. Y sin embargo, la priora del claustro de La Madeleine no quería que la alegría, y menos aún la calidez se instalara entre aquellos muros.
Deseaba que el recuerdo del sufrimiento exterior, de la injusticia del mundo, fuera permanente.
Angelique, con su infinita bondad y alacridad inagotable, era un poderoso imán que al instante había atraído a varias arrepentidas. Tal era el caso de Claire Loquet, quien, sin embargo, se había hecho en el transcurso de los años con un reducido círculo de seguidoras, entre las que se encontraba Henriette Viaud, su confidente.
Esa especie de simpatía que enseguida había unido a Angelique y Claire, aun siendo tan distintas, había alarmado a la madre Melisende. A Claire, tan desconfiada como astuta, hacía mucho que nadie le tomaba el pelo. En lo que a seducción se refería, se conocía todos los trucos habidos y por haber, con lo que jamás se iba a dejar engañar. Algo más la inquietaba: ¿cuál era la verdadera razón que había empujado a la encantadora Angelique, a quien la vida había sonreído, a reunirse con ellas, a compartir una vida de trabajo mucho más penosa que la reservada a las «otras», como llamaban a las castas del Claustro de Saint-Joseph las hermanas de La Madeleine? Tras reprimir su emoción, aquella anécdota de la pelea de castañas le había parecido poco convincente. No obstante, la deliciosa muchacha se entregaba por completo al trabajo, requiriendo para sí las faenas más ingratas, las más agotadoras y realizándolas siempre con buen humor. Por lo pronto, Claire casi no había protestado en toda la semana arguyendo como de costumbre que se le asignaban las tareas más desagradables solo para castigarla, sin más motivo que la aversión que le inspiraba a la priora. Melisende ahogó un suspiro al llegar al incómodo cubículo que le servía de despacho. Claire Loquet jamás debía intuir hasta qué punto se equivocaba. En el fondo, la superiora se reconocía en aquella mujer aún joven, en su rebeldía, en la turbación de sus subidas de tono. Sin embargo, Melisende de Balencourt tenía la firme convicción de que tanto la turbación como la rebeldía llevaban por el mal camino, por lo que era preciso domarlas con la mayor severidad. Era su afán desde hacía más de veinte años.
La llegada de Hermione de Gonvray, la hermana apoticaria que las visitaba cada dos días, interrumpió sus cavilaciones. El cuasi mutismo de Hermione era una bienvenida tregua. La apoticaria solía instalarse ante un cubilete de infusión, sumida en su habitual silencio. A veces, preguntaba por el estado de salud de unas y otras, limitando sus erotemas a tres o cuatro palabras.
Claire despegó la mirada de los azulejos blanquinegros y murmuró con un brillo de júbilo en la mirada:
—Por fin se ha marchado esa arpía. Ya podemos respirar tranquilas. Se me han congelado las manos.
—A mí también —confesó Angelique—. No es nada amable llamarla «arpía».
—Sin embargo, le va como anillo al dedo.
—Deberíamos callarnos —susurró Angelique.
—¿Por qué? El Verbo es divino. ¿Por qué habría de despreciarlo?
Angelique, sorprendida, asintió desdiciéndose:
—Cuán cierto es. Privarse del Verbo es privarse pues de Dios —acto seguido volvió a cambiar de opinión moderando sus palabras—: sí, pero parlotear es una insana distracción: la cabeza no está donde tiene que estar y se acaba diciendo tonterías.
Una sonrisa iluminó el rostro constelado de pecas de su hermana.
—Sois adorable. ¿Así que os creéis todo lo que os cuentan?
—Por supuesto. Aquí nadie miente.
—¡Qué confiada sois!
Angelique se sintió molesta y preguntó resentida:
—¿Qué queréis decir? Estoy convencida de que nuestra priora o nuestra madre jamás nos mienten. Eso sería sucio y pecaminoso.
—Bueno, convendría definir lo que se entiende por mentira. Callarse o disimular la verdad, en mi opinión, significa mentir. Repetir sin reflexionar primero sobre lo que os han inculcado asegurándoos su veracidad también lo es. ¿No creéis?
—Sin duda —vaciló Angelique, a quien la conversación empezaba a confundir.
Se había sentido inmediatamente atraída por Claire, por la energía que desprendía cada uno de sus gestos, por esa brusquedad desprovista de hosquedad que tanto le recordaba a Marie-Gillette d’Andremont, una de sus hermanas preferidas del «otro lado». Daba la impresión de que ningún obstáculo conseguiría jamás apartar a Claire de su objetivo. Pero justamente, ¿cuál era ese objetivo? Al asombro de haber encontrado tan pronto una amiga en una de las hermanas, le había seguido un cierto malestar. A eso se sumaba la acrimonia cada vez más palpable de Henriette Viaud contra su persona. Henriette no llevaba bien que su amiga de toda la vida dedicara su tiempo a la gentil novicia. La muchacha, cordial en un principio, de repente se había encerrado en un mutismo vindicativo, callándose y apartando la mirada cuando aparecía Angelique. Las invectivas y mezquinas represalias no se hicieron esperar. Tres días antes, al ir a acostarse, Angelique había encontrado su gélido colchón de paja totalmente empapado, apestando a orina. La noche antes, descubrió una babosa repugnante que se había colado dentro de su media, y solo se había dado cuenta una vez que la tuvo puesta dentro del pie. La sonrisa de satisfacción de Henriette al soltar un grito de disgusto, le había revelado la identidad de la rencorosa.
Los ojos castaños que la miraban fijamente chispeaban. Claire prosiguió:
—No sabéis lo que me tranquiliza vuestra conformidad —fingió hacer una pausa para meditar y luego continuó—. Según vos, ¿no sería mentir afirmar que estamos todas enclaustradas cuando algunas hermanas salen y entran del recinto?
—La tornera, por supuesto —respondió Angelique—. Ha de hacerlo puesto que es la encargada de percibir las donaciones de los generosos y el dinero de los limosnadores obligados al pago de la offeranda[52] para expiar sus faltas.
—Si solo fuera ella… —dejó caer su compañera.
—Vamos, Claire, nadie puede salir sin orden escrita de la abadesa. Las sirvientas de las porterías que vigilan las entradas no lo permitirían.
—¿Quién ha dicho que saldrían por ahí?
Angelique la miró frunciendo el ceño, sin comprender.
—¿No sabéis, querida hermana, que hay túneles que recorren todo el subsuelo de la abadía? —retomó Claire.
—¿Esa pamplina? No es más que un cuento de pacotilla que se han inventado las ociosas ávidas de emociones.
—¡Me parece estar escuchando a la mismísima Hucdeline de Valezan!
La comparación molestó a Angelique que apretó los labios contrariada.
—Mis excusas. Ciertamente no os merecéis tal parangón —admitió Claire—. Con todo, no penséis que digo ningún disparate. Todas las abadías de entonces se construyeron siguiendo la misma traza. Las arterias de túneles abovedados servían de alcantarillado para las aguas inmundas y las deyecciones. Sin embargo, una se pregunta por qué algunas son amplias como avenidas, lo suficiente para que pasen carros, y están jalonadas de trabones de antorchas para su alumbrado.
De repente, Angelique, inquirió con desconfianza:
—¿No será que vos misma habéis estado en esos túneles y por eso sois capaz de describirlos tan bien?
—Desgraciadamente nunca he dado con la entrada. Como bien sabéis, son escasas las ocasiones en las que las monjas del claustro de La Madeleine pueden aventurarse al exterior, a no ser que sea para ir al colmenar, a las viñas, al lagar o a los vergeles.
—Vamos, se diría que estáis enjaulada —protestó suavemente Angelique.
—En efecto, a veces me viene a la cabeza la imagen de una prisión. Si rodeáis completamente la clausura, veréis que no existe ningún pasaje que comunique La Madeleine con el mundo exterior. Contrariamente a otras, esta da a una cancela que está siempre cerrada.
—Las clausuras están pensadas para protegernos y permitirnos meditar.
—Eso es lo que pretenden. Pero volviendo a nuestro diálogo, ¿no pensáis que mantener en secreto la existencia de esos túneles equivale a una mentira?
Angelique tuvo la repentina certeza de que Claire la estaba llevando hacia un objetivo preciso, y sin embargo, no conseguía vislumbrarlo. Empezó a decir yéndose por las ramas:
—Bueno, quizás exista una magnífica razón. Puede que sean muy peligrosos, que estén infestados de parásitos o que la estructura sea poco fiable, qué sé yo…
—Oh, me parece que molesto de nuevo —bisbiseó una voz a sus espaldas—. Es indudable que tenéis un sinfín de temas de conversación.
Angelique se giró confundida. Henriette Viaud tenía clavada en ella una mirada poco acogedora. Aprovechando la interrupción para concluir aquel intercambio de pareceres que se estaba tornando cada vez más sospechoso, se levantó y anunció:
—Los azulejos están limpios como una patena. Bueno, debo ir al colmenar a ayudar a las hermanas. Nuestra priora está preocupada, tiene el presentimiento de que dos de las colmenas se han quedado huérfanas[53], sin rey[54]. Corremos el riesgo de perder una plétora de miel. Hasta ahora, hermanas —giró sobre sus talones, reprimiendo las ganas de salir corriendo hacia la puerta.
El semblante frío y hosco de Henriette desapareció, lanzando un guiño cómplice a Claire y acercándose para susurrarle al oído:
—¿Qué piensas?
—A menos que me equivoque estrepitosamente y que sea una comedianta redomada, creo que no sabe nada de los túneles. No obstante, estoy convencida de que la han enviado a espiar. Al principio hubiera apostado a que cumplía las órdenes de Hucdeline de Valezan, pero su reacción cuando pronuncié su nombre me disuadió.
—¿La abadesa entonces?
—¿Por qué no? Aunque la creía más inteligente. A no ser que esconda a una maulera bajo esos aires de candidez, Angelique no es precisamente la espía que yo hubiera escogido —respondió Claire en tono burlón.
—¿Por qué estaría husmeando en La Madeleine?
—Por qué… y para quién.
—¿Crees que la abadesa sospecha que…? ¡Dios, sería nuestra perdición!
—¡Calla! No, no lo creo. De todas formas debemos extremar la precaución.
—Sí, estoy de acuerdo contigo. Por otro lado, ¿por qué había que mencionarle los túneles a Angelique? —se atrevió a inquirir Henriette, con un tono de prudente reproche.
—Quería asegurarme de que desconocía su existencia. Además, como casta que es, tiene más libertad de movimiento que nosotras. Con un poco de suerte, puede que la curiosidad venza a la obediencia e intente encontrar la entrada. Creo que he logrado ganarme su aprecio, así que me lo confiará, y en caso de que dude, conseguiré tirarle de la lengua. Sea lo que fuere, ante la incertidumbre en la que estamos sobre sus verdaderas intenciones, lo más prudente es engañarla. Después de todo, sabemos bien lo que hacemos. Continuemos pues con la farsa: para mí el papel de amiga, para ti el de celosa —ordenó Claire con frialdad.
—¿Y si descubriera nuestro juego?
—Entonces habría que cambiar de estrategia.
La inquietud se plasmó en el rostro de Henriette. Con una voz juvenil, casi aniñada, preguntó atosigando a su compañera:
—Claire, ¿realmente crees que obramos bien?
—¿Nos queda otra elección? —sintiéndose repentinamente molesta, prosiguió en un tono áspero—: ¿qué propones entonces? ¿Que acabemos aquí nuestros días y reventemos de cansancio por culpa de las faenas que nos imponen las «otras», acostumbradas a llamar al servicio en cuanto necesitan que les suenen las narices? ¿Que nos conformemos con lo que nos han obligado a soportar? Se nos ha entreabierto una puerta de salida y no pienso dejar escapar esta oportunidad.
—Yo tampoco, Claire. Deja de rugir de esa manera, me das miedo —dijo Henriette condescendiente.
Sus arranques de cólera la atemorizaban. Ya conocía cuán violentos eran, pero sabía a ciencia cierta que Claire jamás le haría daño. Sin embargo, con cada nuevo estallido le volvía a asaltar el miedo de que un día la abandonara.
Claire se atemperó de inmediato:
—No estoy rugiendo, o al menos jamás lo haría contra ti. Recuérdalo, Henriette, recuérdalo siempre: la vida que sufrimos nos la impusieron otros. Si hay que nombrar a los culpables, debes repetirte estos nombres: Jean de Valezan y esa mala bicha, Melisende de Balencourt. ¡Ojalá se ahogue en su propia hiel! Pero volviendo a Angelique. Nos puede ser útil para transmitir la información truncada que le aportemos. Por el contrario, si su doblez fuera tal que nos perjudicara… entonces habría que pararle los pies.
Marie-Gillette d’Andremont se había colado a hurtadillas prácticamente en todos los sitios, registrando y revolviendo artesas[55], baúles, aparadores, armarios y credencias, incluso los bargueños[56] y abaces[57] donde se guardaba el servicio para las ceremonias.
Había husmeado en los dormitorios y mirado detrás de cada volumen de la biblioteca, en definitiva: salvo el palacio abacial y las dependencias de la priora y la superiora a los que no tenía acceso, ningún rincón había escapado de su prudente pero meticuloso registro. Se debatía entre la desazón y la contrariedad. ¿Dónde estaba entonces el segundo lienzo del díptico? En la abadía no había tantos muebles donde poder colocarlo o esconderlo. Debía encontrarlo. Le parecía estar viendo la obra, recién acabada, exhalando aún un fuerte olor a pigmentos y aceites de adormidera y nuez.
Alexia había aplaudido llena de sorpresa y satisfacción. En el primer cuadro, una Virgen diáfana y de cabellos dorados, sentada sobre una roca, sostenía al niño Dios con el brazo derecho, como acunándolo. Una dulce sonrisa asomaba a sus labios y la cabellera le caía cual ondulado velo hasta los pies. Con el rostro en tres cuartos, tendía la mano izquierda hacia un soldado con armadura de quien solo se veía una rodillera de encrespadas placas de metal. En el segundo lienzo, el hombre de guerra aparecía equipado con una capellina[58] sobresaliendo de su barbuta[59] y con la cabeza gacha, avergonzado quizás por la sangre que teñía la punta de su partesana. Alexia había felicitado a Alfonso por lo que sería, sin lugar a dudas, su más lograda obra. No obstante, pese a la bella factura del díptico, Alexia lamentaba que su amante no hubiese tenido en cuenta sus recomendaciones.
Hubiera preferido un caballero en posición de arrepentimiento, con el torso inclinado hacia la Virgen y una rodilla clavada en el suelo, lo que hubiera sido posible gracias a la rodillera articulada de su quijote[60]. ¿Qué más daba? Sus pequeñas disputas apenas si duraban unos minutos y la mayoría de las veces acababan en una cena refinada y una noche de pasión. Añoraba aquella vida a más no poder.
Jaco el Truhán, ahora apodado el Simple, aguzó el oído. Era de noche, y los ronquidos de sus compañeros inundaban la amplia sala donde dormían. Estiró las piernas y se incorporó con cautela. Acababa de oír el sordo eco de los cestos repletos de víveres que cada mañana, antes del alba, descargaban frente a la puerta del recinto. Avanzando sigilosamente con pasos cortos, salió de allí… como cada noche desde hacía una semana. Si lo descubrían, los otros lo despedazarían sin sombra de duda. Ofreció una oración silenciosa a aquel Dios cuya misericordia había puesto en tela de juicio en más de una ocasión, hasta su encuentro con el mensajero del conde de Mortagne. No podía fracasar en su misión por nada del mundo: de ello dependía la salvación de Pauline.
Una vez fuera, desplegó la tela que llevaba oculta, pegada al torso, y arrojó dentro hogazas de pan, quesos y todo lo que pudo cargar. En pocos días, daría el golpe de gracia bajándose las calzas y orinando sobre el resto de la comida. Eso haría arder en llamas las ascuas que estaba atizando.
Se colgó el pesado fardo en bandolera y, ayudándose de los brazos, escaló a duras penas la muralla del recinto. El miedo lo atenazaba y las articulaciones de los tobillos no le respondían. Esta acrobacia, que años atrás hubiera sido un juego de niños, le exigía ahora un esfuerzo que le arrancaba muecas de dolor. Finalmente llegó a lo alto de la muralla y saltó al otro lado. Encogido, corrió lo más veloz y silenciosamente posible. Dejó atrás el muladar y tiró el contenido del fardo al interior de la fosa de aguas negras[61]. Observó las hogazas mientras se hundían lentamente en el pestilente cieno.
Volvió a acostarse junto a sus compañeros temblando, lleno de sudor, frío y miedo. A la mañana siguiente, comentaría con rabia la escasez de alimentos. Como el día antes, y el anterior, seguiría destilando su veneno. Sin duda, habían resuelto dejarlos morir de hambre, allí, apartados de todo y de todos, encerrados en aquel matadero auténtico. Eso explicaba el traslado a Clairets. La ira de Celestin —apodado el Oso— y de sus huestes iba in crescendo y estallaría en poco tiempo. Lo más complicado sería contenerla para evitar disgustar al conde de Mortagne.
—Resiste, amada mía. Hazlo por mí.