Capítulo 6

Una semana más tarde.

Malatería de Chartagne, Perche, octubre de 1306

Jaco, apodado el truhán, se subió las calzas a toda prisa. Empujó a la muchacha sentada al borde de la oblonga mesa del refectorio.

—¡Rápido, so cacatúa! Si nos encuentran, a mí con el culo al aire y a ti abierta de piernas, tendremos que zamparnos una ristra de sermones, y con eso no se come, sin contar con las faenas de castigo.

La muchacha lo miró impasible. Sin siquiera recomponerse la falda remangada a la altura de las caderas, extendió la palma de la mano.

—Paga.

Jaco obedeció de mala gana. Sacó un buen trozo de queso que había hurtado por la noche de la cocina. Un suculento manjar a cambio de un desahogo de los sentidos más que mediocre. Por otro lado, tampoco había muchos gafos del sexo opuesto en aquella comunidad maldita. Más valía pecar de excesiva generosidad que ser el último de su lista. Algunos de los muchachos no se andaban con chiquitas y ni siquiera les pedían su consentimiento antes de poseerlas, después de todo, a nadie le iba a importar. Pero el Truhán no era un temerario. No le intimidaban tanto las reacciones de las pelanduscas montadas sin miramientos como la cólera de alguno de sus compañeros de miseria, poco dispuestos a ceder su ración de mujer a cualquier desgraciado.

Pidió perdón en silencio a su dulce Pauline por aquel nuevo acto de adulterio, por un simple y efímero frotamiento de piel contra piel durante el cual todos olvidaban su mortal sino.

La lepra. Jaco la había contraído de su antiguo señor, quien había regresado quince años antes de Tierra Santa, maltrecho y enfermo. Mientras el anciano estuvo con vida, a Jaco lo dejaron tranquilo. Sin embargo, a su muerte, acaecida seis meses atrás, Charles d’Ecluzole, baile del conde Aimery de Mortagne, envió a dos médicos para que estos emitieran dictamen. El diagnóstico fue tajante. La sentencia también: la muerte civil. La dulce Pauline se encontró, de facto, viuda. Poco importó que su esposa no manifestara síntoma alguno de la enfermedad, pues, según ellos, podría estar incubándola. Ya nadie quería darles trabajo, y todos les prohibían acercarse a menos de cinco toesas* de sus chozas o granjas. El hambre y el miedo se sumaron a la miseria y el mal que le corroía. Pauline robó poca cosa, apenas para alimentarles: una pieza de pan, huevos, tocino y una gallina vieja incapaz de correr lo bastante como para poder escapar. Una noche, los hombres del baile abrieron a patadas la puerta de su choza. Apuntaron a Jaco con sus lanzas y sacaron fuera a una aterrada Pauline. Ya no volvió a ver a su dulce amor de sedosos cabellos. La habían encarcelado, así, sin más formalidades. La angustia lo atenazó hasta hacerle enloquecer. Aunque desde luego, trataban con menos brutalidad a las mujeres y a buen seguro no le amputarían una mano, como hubieran procedido con un ratero. A ella la desnudarían, flagelarían en público y pasearían trabada por las calles a merced de las injurias, obscenidades y escupitajos. En el fondo, Jaco sufrió más por la enfermedad que podía caerle en suerte a su esposa que por el capricho de sus miembros inferiores, a menudo reacios a obedecerle. Una semana más tarde, vinieron a arrestarlo para ser trasladado a la malatería de Chartagne, partesanas en ristre[48], más para protegerse de él que en guisa de amenaza.

Se había convencido de que el destino no le deparaba mayor suerte que a una bestia de carga y habría de descubrir el trato que las criaturas humanas dispensan a sus congéneres, más brutal que el empleado con bueyes de tiro.

Bestias. Se habían vuelto unas bestias en aquella tribu de muertos en vida, donde se olisqueaban la entrepierna unos a otros para ventear la superioridad de cada cual. A los más débiles se les atacaba con más crueldad que en una jauría de lobos. Con frecuencia, vislumbraban a los fuertes, a los raros caballeros que aún no habían sucumbido a la enfermedad. A esos los alojaban en otro edificio provisto de alcobas. Con todo, Jaco no los envidiaba. La hedionda muerte también reptaba en aquella dirección y las pocas comodidades de las que disfrutaban no la mantendrían alejada.

Pero ellos, ellos se habían convertido en alimañas. Hacinados, maltratados e impelidos por los carceleros a reventar cuanto antes mejor, en lugar de unirse para resistir, se volvían unos contra otros. No obstante, Pauline permanecía siempre en su corazón. Sin duda, fue su sonrisa dibujada con un solo hoyuelo la que había impedido a Jaco hundirse en la desesperanza.

Tras unas semanas debatiéndose entre el estupor y la agonía, llegó a una sorprendente conclusión: había tenido suerte. Y esta se llamaba Pauline. Su suerte poseía una tez de leche tibia, cabellos castaños y ojos avellana. Gracias a su preciosa suerte, a Jaco no le despojarían de su alma.

Se había apartado de los demás, del sufrimiento y del odio que les emponzoñaba lentamente, para solo consagrarse al recuerdo de Pauline, a su anterior vida juntos. El hacinamiento de establo al que se veían obligados imposibilitaba cualquier ápice de intimidad. Por ello, Jaco se había fabricado un acogedor nido imaginario. Un nido impenetrable. Había dejado de escucharlos, de hablarles, y se limitaba a dirigirles una sonrisa vaga e ingenua para no atizar su cólera.

A algunos, los más recios, solo les bastaba una mirada, una palabra o una nimiedad para atacar a alguien, sin importar quien, con la ridícula esperanza de mitigar su dolor. Había pasado de ser Jaco el Truhán a Jaco el Simple. Su fingida idiotez le había garantizado un reducto de calma en aquel lugar de miedo y furia.

Hacía varios días que circulaban rumores sobre el próximo traslado. Celestin el Oso —quien debía aquel sobrenombre tanto al vellón que le cubría todo el cuerpo como a su fuerza hercúlea, sin olvidar su maldad— había porfiado que los cambiaban de lugar solo para rematarlos. A pesar del guisante que tenía por materia gris, Celestin se había convertido en el jefe de la manada, en el señor de los leprosos. El animal sin cerebro no vaciló en dar muerte a dos de sus adversarios para consolidar su supremacía. Los guardias incineraron rápidamente los cadáveres. La humareda negruzca y nauseabunda emanada por las improvisadas hogueras desanimó al resto de aspirantes al trono de su pequeña cuadrilla. El Oso era pues el rey absoluto, y el Simple le servía de bufón, una labor grata en definitiva, porque atraía las miradas de todos, especialmente de las mujeres, e incluso las del artero de Eloi, a quien Jaco había suplantado en la confianza de Celestin. En este último se unían necedad y superstición. Su recientemente logrado ascenso a «señor de los leprosos» no había sino reafirmado su certeza de llevar siempre la razón. Resultaba muy fácil de manipular, se le podía llevar adónde uno quisiera a poco que le sobaran el híspido lomo y le dieran devotamente la razón. Así Jaco adornaba sus palabras aquí y allá con las zalamerías más aduladoras, y se dirigía únicamente a Celestin como «mi querido amo» o «mi excelentísimo señor». Jaco el Simple era hombre de buenos consejos, y el otro, por muy obtuso que fuera, se había percatado de ello. El Oso había logrado evitar algunos amotinamientos abyectos gracias a los consejos de su bufón. Se había convencido de que Dios mismo había puesto a Jaco el Simple en su camino para ayudarle a reinar, lo que a Jaco le hacía muy buen tercio. El otrora Truhán no estaba hecho para soportar durante mucho tiempo aquel purgatorio olvidado, precisamente por Dios. Necesitaba la protección del Oso, aun sabiendo que esta era errátil. Una manada. En eso les habían obligado a convertirse. Ciertamente, ellos no habían tardado en adoptar las costumbres de las fieras, con toda probabilidad porque las leyes que las rigen ayudan a mantenerse con vida aun cuando todos los condenan a morir y la esperanza se ha agotado. Como en una manada, algún día el Oso le enseñaría los colmillos para que el resto de la camarilla se le lanzara al cuello, con el insidioso de Eloi en cabeza. Jaco recelaba de aquella mala bestia. El pedazo de animal era mucho más avieso de lo que nadie hubiera sospechado.

Un puntapié sacó de su duermevela a Jaco, quien se incorporó sobresaltado. Un guardia lo observaba con desprecio y, empellándolo con su alabarda, se llevó el dedo a los labios en señal de silencio, murmurando irritado:

—Tú, gafo, muévete.

—¿Qué…?

Circulaban historias sumamente espeluznantes, cuyos propaladores aseguraban haber obtenido de fuentes fidedignas: un guardia, un cura, un médico. Se decía que a veces sacaban a uno o dos fuera para darles muerte y así reducir su número; que los maniataban y echaban a los animales salvajes a modo de diversión; o que les sujetaban un lastre a las piernas antes de arrojarlos a un lago. Jaco solo creía estas habladurías a medias; pero así y todo: ¿por qué lo sacaban de su sueño procurando no despertar a sus compañeros de miseria?

—Sígueme. Date prisa, te requieren —susurró el guardia mirando temeroso a los que dormitaban sobre la paja a ras de suelo.

El porte del caballero que aguardaba en el exterior de la malatería asombró a Jaco. Se trataba, sin lugar a dudas, de un burgués adinerado o posiblemente el secretario de un señor. El hombre alto y cenceño, cuyo ajado rostro hacía imposible precisar sus años, le hizo señas de avanzar y despidió al guarda vacilante con un nervioso gesto de mano.

—¿Eres tú al que llaman Jaco el Truhán?

—Así es, monseñor.

—Alejémonos unas toesas. Si te sobrevinieran ganas de huir, Michel, el de allí, se encargará personalmente de atraparte y castigar tu fuga.

Jaco se giró y descubrió, respaldado contra un árbol y con los brazos cruzados sobre el torso de búfalo, a un titán que lo taladraba con la mirada.

—¿Me escucharás sin intentar ninguna estupidez? —preguntó el hombre.

Jaco asintió.

Se alejaron y el hombre desmontó del caballo. Superaba en más de una cabeza la estatura de Jaco, el cual le recordaba a un gran pájaro famélico y desplumado. El caballero lo estudiaba implacable con su mirada azul pálido.

—Así que tú eres el esposo de la tal Pauline. Una jovencita valiente… imprudente, empero.

Al oír ese nombre, a Jaco se le apagó la voz. No pudo sino volver a afirmar inclinando la cabeza. De súbito, una horrible certeza le atravesó el pensamiento. Sentía cómo el corazón se le subía a la garganta y al fin gimió:

—Está… muerta, ¿verdad?

La mirada que lo escrutaba adquirió un reflejo de benevolencia.

—No. Está viva, aunque cansada de esperar su juicio en una de las celdas para mujeres del baile.

—¡Dios Todopoderoso! —suspiró Jaco, estremeciéndose de alivio por la noticia.

—Así pues, tu esposa tenía razón.

—No entiendo…

—Poco importa lo que entiendas —le interrumpió el otro, quien pareció reflexionar antes de proseguir—: quiero creer que la entrega y la desazón que ambos os profesáis a pesar de vuestros tormentos son garantía de tu honor. Según ella, el padecimiento que poco a poco te desfigura el rostro es también muestra de tu dignidad, pues lo contrajiste al servir a tu señor, cuando pudiste haber huido.

—Era un hombre justo y de buen corazón.

—Lo sé.

—Pero vos, ¿no teméis acercaros a mí a tan escasa distancia?

—Soy viejo y ya he sobrevivido a muchas muertes. El tiempo apremia. Parlamentemos sobre el propósito de esta visita: la libertad de tu Pauline a cambio de una misión.

Una única parte de la frase captó toda la atención de Jaco: la libertad para su esposa. El Truhán se precipitó a farfullar:

—Acepto vuestra misión, mi señor.

—Escucha primero de qué trata. Si fracasas, encontrarás una muerte segura, y si tienes éxito, no existen garantías de que podamos salvarte…

—En cualquier caso, es la muerte o esta existencia de enterrado en vida —espetó Jaco—. Después de todo, no puedo permitirme el lujo de dudar, ¿no creéis?

—Así se habla, amigo.

—Estoy conforme con todas vuestras condiciones sin conocerlas. A Pauline… ¿cómo conseguiréis librarla de las garras del baile? ¿Con una fuga?

Una leve sonrisa se perfiló en los labios de su interlocutor.

—Desde luego que no. Ya se me ha pasado la edad de serrar barrotes y acogotar a hombres de armas. Una llave que abre una reja me conviene más. Solo hace falta que el baile reciba la orden de liberar a tu compañera y estará hecho.

—Únicamente el Rey… o su señor más directo, el conde de Mortagne, tienen ese poder.

—Exacto. Es el conde Aimery, mi excelentísimo señor, quien me envía. Los hurtos de alimentos cometidos por tu dama han sido resarcidos y las denuncias retiradas. Ya solo resta girar la llave y será libre.

—Gírela, mi señor, se lo imploro —suplicó Jaco.

—Luego, más adelante. Una vez hayas cumplido tu misión. Tienes mi palabra —el caballero vaciló antes de continuar—. Y para que quedes tranquilo, te revelaré un pequeño secreto: a Pauline la han transferido a uno de los cuartos para sirvientes del castillo de Mortagne. Aunque prisionera y custodiada en secreto, se encuentra alojada, vestida y alimentada dignamente.

—¿Me da su palabra, señor?

—Lo prometo ante Dios y que muera maldito si no lo cumplo —sentenció con gravedad colocando la mano sobre su túnica de lana morada, a la altura del corazón.

—¿Qué debo hacer?

—Es poco, pero mucho a la vez: urdir un motín entre los leprosos, una revuelta en vuestro recinto de la abadía de Clairets.

—¡Así que era cierto entonces! Un gafo oyó a uno de los guardias mencionar nuestro futuro traslado.

—La empresa es más ardua de lo que te figuras. Monseñor de Mortagne ha sido tajante: las monjas (ya sean castas, arrepentidas o novicias), al igual que las mujeres laicas, deberán resultar ilesas y la iglesia abacial, el relicario y las capillas no sufrirán profanación alguna. Te hará personalmente responsable de cualquier contravención a sus exigencias. No obstante, a nuestras afables bernardas se les debe helar la sangre del miedo: alguna que otra tunda de palos sin gravedad a los sirvientes laicos, destrozos en el mobiliario, algunos pescuezos de gallinas retorcidos… eso no nos disgustaría.

—¿Qué…?

—Silencio, ya. No tengo por qué darte explicaciones. Piensa en Pauline, que ella sea tu guía y agudice tus sentidos. Cuentas con tres semanas después de vuestra llegada, prevista pasado mañana, para llevar a cabo tu tarea. Transcurrido ese tiempo, Pauline será devuelta a su fétida celda, en la que se pudrirá durante el resto de sus días.

Por fin se obraba el tan ansiado milagro: su amada viva, en libertad. Aunque estaba convencido de que sucumbiría dentro de poco, abandonar este mundo sabiendo que con su muerte había salvado a Pauline lo reconfortaría hasta su último suspiro.

—Desempeñaré la misión que me ha sido encomendada para satisfaceros a vos y a vuestro amo, mi señor. Por favor, hágale llegar mi infinito agradecimiento.

Tras lanzar una última mirada, el extraño enviado volvió a montar en la silla y se reunió con el animal que no le había quitado ojo durante la entrevista, apenas si había pestañeado. Los dos hombres intercambiaron unas palabras que Jaco no alcanzó a oír.

—¿Y si llegara a descubrir que su Pauline está libre y sirve como ropera en el castillo, mi señor?

—¿Cómo quieres que se entere, Michel? Nuestro señor Aimery no es hombre de mantener prisionera a un alma cándida cuya única falta ha sido tratar de alimentar a un esposo enfermo. Puede ser severo, pero jamás ha mancillado su honor ni faltado a su palabra. Lo lleva en la sangre; su padre, el difunto conde Raymond, era una de las personas más valerosas y honorables que jamás he conocido. Aimery únicamente es más sutil.