Capítulo 5

Abadía de mujeres de Clairets*,

Perche, finales de septiembre de 1306

Los cientos de arpendes* concedidos a la abadía de las bernardas de la Orden del Císter se extendían desde la linde del bosque de Clairets, en el distrito parroquial de Masle. La construcción del monasterio —ordenada mediante carta otorgada en julio de 1204 por iniciativa de Geoffroy III, conde de Perche, y de su esposa Mathilde von Braunschweig, hermana del emperador Otón IV— se prolongó durante siete años, finalizando en 1212.

La abadía de Clairets, exenta de cargas y generosamente abastecida, gozaba del derecho de alta, media y baja justicia[16], sin requerir la autorización del baile ni de quienquiera que fuese. Las sucesivas abadesas poseían las mismas prerrogativas en la materia que los señores, entre las que se encontraba imponer penas de flagelación, amputación e incluso muerte. Las horcas, donde se procedía a ejecutar dichas condenas nada más pronunciarse, se elevaban a unos cientos de toesas* del monasterio, en el paraje de Gibet[17].

Este monasterio de mujeres, uno de los más importantes del reino, disfrutaba de numerosos privilegios, tales como la exención de impuestos, lo que le permitía abastecerse de leña y madera de construcción procedentes de los bosques propiedad de los condes de Chartres.

A estas valiosas concesiones, se sumaban tierras en Masle y Theil, así como una considerable renta anual que engrosaba las pródigas donaciones de burgueses, señores e incluso de campesinos acomodados.

Por aquel entonces, la abadía acogía a más de trescientas monjas, medio centenar de novicias y cerca de ochenta sirvientes laicos. Con el paso del tiempo, Clairets se transformó en una eficaz colmena con un poder territorial y comercial tal que llegó a ser la envidia de los señores más modestos de los alrededores. Visión sobrecogedora la de este reino, consagrado a la oración y al trabajo, surgiendo abruptamente de los confines del imponente y sombrío bosque.

La mayor parte de los edificios, entre ellos la iglesia abacial de Notre-Dame al norte, con su coro orientado al este, hacia el sepulcro de Cristo, estaban construidos con una piedra arenisca caliza, un conglomerado natural negruzco compuesto de sílex, cuarzo, arcilla y minerales de hierro. Una prominente e interminable muralla protegía el conjunto abacial, al que únicamente se podía acceder a través de tres portalones, de los cuales el principal miraba al norte. Justo detrás se encontraban aquellos inmuebles en los que se permitía la entrada a extraños que estaban de paso: la hospedería, el locutorio y las caballerizas. Solo los invitados de la abadesa gozaban de una cierta libertad de movimientos. A la derecha, se alzaban las dependencias de la priora[18] y de la superiora, y un poco más lejos, el palacio abacial. Esta ilustre denominación, en realidad, no designaba sino un pequeño edificio macizo de una sola planta, apenas más confortable que los dormitorios de las monjas, donde vivían y trabajaban la abadesa y su secretaria. Su austeridad se veía compensada por unos bellos jardines escalonados —las terrazas de la abadesa— que descendían suavemente hacia el oeste. Suponían la única ornamentación permitida en aquellos tiempos de férrea aplicación de la Regla de San Benito. Un poco más al sureste empezaba el claustro de Saint-Joseph, cuyo acceso era un pasaje que separaba las bodegas y las despensas.

A la derecha del claustro se erigía, de oeste a sur, la cocina, seguida del refectorio y el scriptorium. A la izquierda, flanqueando el muro de la iglesia abacial, se encontraban la biblioteca y el relicario. El fondo del claustro estaba delimitado por la sala capitular, el calefactorio y los baños, sobre los que se hallaba el amplio dormitorio de las monjas. Tras este murallón, se extendían la enfermería y sus jardines así como el noviciado, el hospicio que acogía a los expósitos y la capilla de San Agustín. Por último, en el extremo este, desplazado y sin acceso directo al claustro de Saint-Joseph, se enclavaba el claustro de La Madeleine. Como su nombre dejaba entrever, este acogía a las «muchachas públicas[19]» retiradas, unas sesenta arrepentidas[20] que habían decidido consagrarse a la vida monacal para purificar sus almas de pecados que solo la miseria les había empujado a cometer.

Marie-Gillette d’Andremont hizo un esfuerzo por no hacer visible su mal humor. Ya había sido la suplente[21] en los hornos de esa borrega de Gilberte Charon a principios de mes, lo que significaba haberse pasado los días limpiando ceniza, cargando leña y encendiendo la lumbre, ya que, a la mínima faena encomendada, Gilberte se encorvaba aquejada de dolores de espalda o se estremecía por culpa de migrañas o ardores de estómago. ¡Y encima la hermana supervisora[22] le acababa de anunciar que le tocaba ser la semanera[23] de la lectura!

Otra semana interminable, todo el día de pie, recitando las sagradas escrituras con voz firme mientras sus hermanas copiaban en el scriptorium, o cosían, zurcían y bordaban en la gran sala comunal de verano. Tuvo que forzar una sonrisa: el ojo avizor de Adelaide Baudet, la supervisora, la estaba escudriñando.

—¡Bendita alegría! Aunque ciertamente mi voz no es la más adecuada para transmitir toda la belleza y la fuerza de los Evangelios. A veces es tan débil que no se oye ni a tres toesas*.

Pero Adelaide Baudet no era tonta. Marie-Gillette d’Andremont estaba en su lista de «ociosas, dormilonas y cotorras», al igual que Gilberte Charon, cuyos insoportables dolores de piernas se esfumaban en cuanto se anunciaba un paseo o una charla profana. En resumidas cuentas, Gilberte, entre otras, encabezaba aquella lista negra. Una cabezadita durante los nocturnos[24] le había valido ese dudoso privilegio. La supervisora, extrañada por su profunda respiración, se acercó a la joven religiosa como si de una presa se tratase. Aquella noche, Gilberte Charon, de rodillas y con la cabeza hundida entre sus brazos devotamente cruzados, parecía estar rezando con un fervor inusitado. Adelaide no sabía si sentir furia o indignación cuando comprendió que esos leves y pausados silbidos no eran sino ronquidos. Sus pesados zuecos sacudieron con rudeza el tobillo de la joven, quien de un sobresalto abrió de par en par sus ojos adormecidos. La supervisora masculló resoplando: «¡Que no se vuelva a repetir! ¡Qué vergüenza!».

Adelaide miró de hito en hito a Marie-Gillette. La joven poseía una figura esbelta y bien proporcionada. El velo no conseguía menguar su amplia frente, la cual confería a su faz de óvalo perfecto un cierto aspecto angelical, acentuado por unas bellas cejas rubias. Al conjunto se unían unos grandes ojos seductores que la supervisora consideraba fuera de lugar para una monja. Había… cómo decirlo sin ofender el pudor… una especie de languidez inapropiada en la hermana Andremont, una languidez que el siglo[25] hubiera encontrado cautivadora. La supervisora se volvió a hacer por enésima vez la misma pregunta: ¿por qué habría ingresado Marie-Gillette en una orden como la suya, sometida a una regla tan estricta que solo seducía a las más puras e insensibles respecto a las comodidades mundanas? Estaba segura de que la respuesta no estaba ni mucho menos en su ferviente fe.

—¿Tres toesas*? De sobra para que os oigan hasta los pilares. En cualquier caso, mi querida Marie-Gillette, si la lectura os desagrada, podría, para complaceros, designaros semanera en la cocina. Como bien decía nuestro maestro san Benito: «La ociosidad es enemiga del alma por eso debemos ocuparnos en ciertos tiempos del trabajo manual, y a ciertas horas de la lectura espiritual».

La perspectiva de fregar enormes cacharros ennegrecidos a golpe de arena, limpiar truchas, despanzurrar anguilas o destripar cochinos era aún menos alentadora, por lo que Marie-Gillette se retractó de inmediato:

—No es necesario, me encanta la lectura y sentir que así contribuyo, si bien modestamente, a la paz interior de mis hermanas.

—Muy generoso de vuestra parte —respondió socarrona la supervisora—. ¡Que así sea entonces! Ahora debo proseguir mi ronda.

Marie-Gillette la siguió con la mirada mientras se alejaba. Aquella vieja desabrida la sacaba de quicio. Podía percibir su antipatía, su desconfianza. Una desconfianza por otra parte justificada.

Era lo bastante honesta como para admitirlo. De todas formas, tampoco iba a reconcomerse las entrañas por la acritud de Adelaide Baudet. Después de todo, gozaba de la protección de Rolande Bonnel, la depositaría[26], una de las seis discretas[27]. No iba a ser una supervisora de pacotilla la que le amargara la vida. Ciertamente, cualquiera soñaría con un apoyo tan discreto como el de la ingeniosa Rolande. De espíritu mediocre, empero, de una obstinación tal que inspiraba respeto, Rolande había sido elegida depositaría un año antes y se afanaba en todo momento en demostrar cuán acertada había sido la decisión de asignarle ese oficio. Se desvivía haciendo sumas, restas, divisiones, revisando hasta tres veces sus cálculos, y a buen seguro soñaba con columnas de números.

Marie-Gillette bajó del murete que rodeaba el claustro de Saint-Joseph. Había estado media hora allí, aprovechando la suavidad de las primeras horas de la tarde, con el pretexto de retirarse a meditar. Sus pensamientos, que sin duda poco tenían de plegarias, la habían llevado muy lejos. Por enésima vez, Marie-Gillette había frenado en seco ante el abismo que se abría a sus pies, el mismo en el que estuvo a punto de hundirse cuatro años antes, toda una eternidad.

Aquella tarde, dormitaba en una alcoba inundada por el sol de Castilla, envuelta en un fino tul y con una sonrisa en los labios. De repente, oyó un golpe sordo contra la puerta que daba a la amplia sala de estar. La abrió con total despreocupación. Entonces, vio el mango de orfebrería de una larga daga, lacado en sangre. Corrió a la habitación presa del pánico. Y después, la huida, durante meses. ¿Adónde se dirigiría? Aunque su vida dependiera de ello, hubiera sido incapaz de precisarlo. Había advertido la sombra del hombre, del asesino, avanzando sobre la piedra. Desde entonces se preguntaba una y otra vez: ¿por qué? El azar, o más bien un vago recuerdo, la había conducido hasta allí. Alexia de Nilanay tenía un nuevo nombre: Marie-Gillette d’Andremont.

¿Y desde entonces? Desde entonces, cada día se había convertido en una especie de apuesta. Una apuesta imposible de aceptar, ya que ignoraba sus reglas y su definición exacta.

Tenía que dejar de darle vueltas a aquella insondable pesadilla. Luchar contra la angustia que la sumía en el letargo. Encontrar una ocupación, ¡despertar! Le hizo gracia la ironía de su propia reprimenda: a la hermana supervisora le habrían sabido a gloria sus palabras, ella que repetía hasta la saciedad que la ociosidad era la peor enemiga del alma. Pues bien, Alexia, o más bien Marie-Gillette, iba a comprobar el estado de sus últimas posesiones terrenales: dos lienzos enrollados que había escondido cuando llegó a la abadía, uno detrás de los pesados volúmenes de la estantería más alta de la biblioteca, y el otro bajo una montaña de tinteros de cuerno resquebrajados que se guardaban en el armario del calefactorio. Esos rollos eran los últimos lazos con su pasado, con sus retazos de alegría y embriagadores excesos. Su contacto le transmitía una especie de consuelo siempre renovado, como si de un poderoso talismán se tratase. Los lienzos del díptico eran su única esperanza de, quizás un día, tal vez, abandonar por fin aquel siniestro lugar, aquellos adustos muros. Entonces los vendería. Eran unos cuadros de elegante factura.

Escuchó un ligero correteo a sus espaldas y se giró divisando el afable rostro de Angelique Chartier, una novicia a punto de finalizar su probación. La encantadora Angelique, hija de un importante comerciante de paños y lana de Alengon, le gritó con su acostumbrada jovialidad:

—Os he visto de lejos, conversando con nuestra buena Adelaide. ¿Qué se os ha asignado esta semana? Me encantaría que coincidiéramos en alguna tarea.

Viniendo de cualquier otra persona, el adjetivo «buena» unido a «Adelaide» hubiera provocado la furia de Marie-Gillette. Sin embargo, nadie podía tomar a mal nada proveniente de la dulce Angelique, para quien el mundo era un eterno jardín poblado de seres benévolos. Cualquier minucia intrigaba, fascinaba y divertía a la joven; incluso se había desternillado un día comentando el parecido físico de ambas. Las dos eran rubias como el trigo, tenían los ojos azules y una agraciada figura. Había asegurado entre risas que las podrían tomar por hermanas gemelas. Su similitud parecía haberle complacido enormemente pues añadió: «Después de todo, ya somos hermanas en Jesucristo».

—Para mí también sería una inmensa alegría, querida Angelique. Pero me temo que me toca la lectura.

Su compañera soltó un «oh» de leve disgusto, aunque enseguida volvió a sonreír y antes de alejarse declaró:

—Pues a mí me ha tocado ir a buscar leña. Otra vez será.

Marie-Gillette siguió con la mirada el gracioso andar de Angelique. Su habitual alacridad poseía el don de animar al más crispado. Bueno, y ahora, a la biblioteca.

Fingiendo un profundo interés por una traducción ricamente iluminada de los Evangelios, esperó con impaciencia a que se marchara la desagradable portera[28], Agnes Ferrand, una ratona de biblioteca inmersa como de costumbre en una montaña de libros. Estaba apoyada en un alto facistol de madera tallada con tres planos, lo cual propiciaba que varias lectoras pudieran reunirse para intercambiar sus eruditos hallazgos.

No había nada en Agnes Ferrand que lograra compensar esa alargada cara de garduña. Formaba parte de esa temible especie que se dedica a tirarle a una de la lengua con el único propósito de causar daño. Se podía tener la certeza de que pregonaría —y distorsionaría— todos los chismes que consiguiera recopilar. En cuanto a su cordialidad, no tenía otro objeto que poner de relieve su superioridad, ridiculizando en la medida de lo posible a la persona de enfrente.

Pese a todo, no contaba con que Marie-Gillette conocía la naturaleza humana y la malicia de Agnes. Así pues, había maquinado una estrategia insuperable: hacerse la tonta, dando muestras de pundonor fingiendo no comprender nunca las alusiones viperinas de la portera. Le parecía extraño que semejante arpía hubiese encontrado refugio en Clairets. Se murmuraba que Agnes Ferrand era una de las incontables bastardas de un clérigo parisiense a quien el poder mostraba cierto agradecimiento. De hecho, se iba repartiendo a su numerosa y clandestina prole donde se podía. Agnes irguió la cabeza exhibiendo una sonrisa nada sugerente.

—Mi queridísima Marie-Gillette, qué sorpresa y qué alegría veros finalmente por aquí. Os creía refractaria al estudio. En vuestro descargo obra el hecho de que a veces resulta una ardua tarea.

La joven continuó relatando pormenores insistentemente con su hosco semblante, iluminado por unos diminutos ojos negros que se movían sin cesar. Marie-Gillette rozó con su mirada aquellos finos labios fruncidos y se dijo que la maldad marca a ciertos seres con mayor fatalidad que la vejez.

—Es que, mi estimada Agnes, carezco de vuestro saber y vuestra cultura. Debéis ser el orgullo de vuestra familia —se excusó Marie-Gillette con tono de admiración.

Una mirada afilada se clavó en ella. Agnes Ferrand la escudriñaba para averiguar si aquella frase anodina y aparentemente aduladora escondía alguna puntada. Se tranquilizó diciéndose que allí nadie podía conocer sus orígenes espurios. Se equivocaba. Los susodichos orígenes habían reconfortado a más de una. Una pequeña venganza por las humillaciones infligidas por la portera.

—Desgraciadamente, voy a tener que dejaros. Debo reunirme con nuestra priora, la cual precisa de mis consejos —explicó Agnes—. ¿Qué opináis?

—Que hace muy bien en pedíroslos a vos.

Irritada, Agnes Ferrand rectificó:

—Me refiero que a qué pensáis de Hucdeline de Valezan, nuestra priora.

—¡Oh, es una mujer admirable, una bendición para nuestra comunidad! —mintió con aplomo Marie-Gillette.

Cuando Agnes se hubo marchado, esperó unos instantes no fuera a ser que a la portera le diera por volver. Luego, examinó la obra de bellas proporciones. No obstante, se sentía incómoda en aquel lugar, por lo que evitaba quedarse allí más tiempo del necesario. Reinaba permanentemente un frescor seco, cargado de esencias de madera de enebro y canela propicias para la conservación de las obras y su protección contra los insectos. Las ventanas, que dejaban pasar el aire primaveral, estaban custodiadas por rejas labradas para evitar que los animales entraran causando destrozos. Cuando llegaba el mal tiempo, se solían cubrir de pieles engrasadas.

Se acercó a la puerta, aguzando el oído. Simulaba estar leyendo los títulos de los libros alineados. No había uno solo que no tratara de la fe y la vida monástica; a lo más, uno o dos volúmenes sobre ciencia agrícola. Ciertamente, tampoco esperaba encontrar ninguna de las extraordinarias novelas de Chretien de Troyes[29], como la de El caballero de la carreta. Y sin embargo, algunos de esos exquisitos cantares de gesta ya podrían haber tenido un hueco en aquellas estanterías. Qué más le daba, después de todo le habían leído tantos poemas que permanecerían por siempre grabados en lo más profundo de su ser. A veces, por la noche, tendida en la cama, se deleitaba recitando en silencio:

Bella amiga,

tal ocurre con nos:

no vos sin mí,

ni yo sin vos.[30].

La envolvía el silencio. Aquella odiosa portera estaba ya lejos. Marie-Gillette llevó la escalerilla delante de la librería. Cuando las yemas de sus dedos rozaron el lienzo enrollado, escondido tras unos volúmenes que a nadie se le ocurriría consultar por lo indigesto de sus contenidos, suspiró de satisfacción.

Debía apresurarse. Rápido, al calefactorio. Luego se quedaría tranquila, al menos por un tiempo.

Marie-Gillette se mordía los labios del nerviosismo. Había rebuscado de arriba abajo en el armario de los tinteros de cuerno. ¿Cómo era posible? ¿Quién? El segundo lienzo había desaparecido. La agitación la hacía sudar. A su exasperación se unía un temor supersticioso: la mitad de su talismán acababa de esfumarse. ¿Quién la protegería ahora? Se reprendió a sí misma. Ánimo, seguro que lo encontraría. Sin duda alguna, alguien lo había cambiado de lugar. El ruido de la habitación vecina, del movimiento de bancos y sillones, atrajo su atención. El consejo se estaba reuniendo en la sala capitular, junto al calefactorio. Debía salir discretamente. ¿Cómo iba a explicar su presencia allí si alguien la sorprendía?

A pesar del frescor de la tarde, Plaisance de Champlois respiraba con dificultad. La sala capitular era un hervidero de argucias, de enojos velados de unas y otras, y de los celos disimulados de la mayoría. La joven abadesa, de apenas quince años[31], conocía bien el número de adversarias a las que iba a enfrentarse.

Aunque había sido elegida por sus hermanas, siguiendo la encarecida recomendación del papa Clemente V, su padrino, dicho nombramiento era puesto en entredicho con argumentos que criticaban su corta edad e insistían en que el «apoyo» del Santo Padre podía confundirse con una orden; en que, si no se llevaba cuidado, pronto el capítulo[32] no tendría voz ni voto y, en tal caso, el poder —ya fuera temporal o espiritual— acabaría imponiendo a sus representantes. Dicha oposición, con visos de amotinamiento, estaba orquestada por Hucdeline de Valezan, la priora. Esta se había fraguado la esperanza de que la madurez de sus veintiocho años, sus dotes de mando y su indiscutible fe le habrían reservado el puesto de abadesa a la muerte de Catherine de Normilly, la madre superiora tan querida por todas, quien había sucumbido a una dolencia de corazón el pasado invierno.

Una sonrisa, la primera de aquella larga jornada, se dibujó en los labios de la abadesa al evocar a aquella mujer, que había hecho justo honor al título de madre. De su madre biológica, Plaisance solo guardaba un vago y frío recuerdo. Hastiada de sus continuos embarazos, la gentil dama que la había traído al mundo miraba a veces con asombro a aquella penúltima versión de su progenie, como intentando recordar qué nombre se le habría ocurrido ponerle a la criatura. Sin duda, era esa la razón por la que siempre se refería a ella con un «mi señora hija» poco comprometido y evitar así caer en un desagradable error. Monge, el hermano de Plaisance, cuya alma acogió Dios a los doce años, tampoco salió mejor parado. También se dirigía a él como «mi señor hijo», en las raras ocasiones en las que les llamaba al orden con voz vacilante. La madre Catherine de Normilly, en cambio, había acogido a aquella niña de seis años que ya hablaba, leía y escribía en francés y latín, sin olvidar el inglés; sabía de aritmética y astrología, y conocía los escritos sagrados, así como los venerados textos latinos. Había aplaudido a veces, reprobado otras y celebrado siempre con júbilo los progresos de su alumna, de su hija espiritual. La pequeña se había convencido poco a poco de que en otro lugar y en otra época, Catherine de Normilly habría estado destinada a ser su progenitora.

Había guardado en secreto tal convencimiento para no alarmar a aquella gran mujer, cuyos insólitos arrebatos nunca llegaron a empañar su bondad y generosidad. Catherine de Normilly era su verdadera madre, pero ella no lo revelaría jamás. A partir de ahí, todo fue sencillo. Las faenas, el obligado silencio, las noches glaciales o las privaciones, ya nada conseguía desanimarla. Al ser hija de la madre Catherine, tenía que parecérsele en todo. A lo menos, debía poner su empeño en complacer a aquella mujer que envejecía con infatigable energía. Tenía que hacerlo para convencerla de la afinidad de alma y corazón existente entre las dos. Era tanto el entusiasmo y el amor empleados, que ella misma se ponía en evidencia. El vacío de su corazón se había colmado de inmensa gratitud.

La mirada de la joven se posó, casi de soslayo, en las hermanas que conformaban el capítulo. Se enderezó. ¡Dios, cuán pesada era su nueva carga! ¿Contaría con la fuerza y la autoridad necesarias para dirigir a las más de cuatrocientas almas de la abadía? Hucdeline de Valezan, la priora, murmuraba al oído de su fiel sombra, Alienor de Ludain, la superiora. A esta última le dolía la garganta apenas Hucdeline estornudaba. Raro era verlas separadas; Plaisance se había preguntado no pocas veces qué había podido emparejar a aquellas dos mujeres tan diferentes, aunque, después de todo, suele decirse que los polos opuestos se atraen. Hucdeline era tajante. Le gustaba reinar por encima de una corte de religiosas cautivadas por su porte y aguda inteligencia. Dotada de una gran elocuencia, convencía sin esfuerzo. Por el contrario, Alienor de Ludain era una de esas personas que pasan desapercibidas a menos que abandonen una estancia pasando por delante de uno. Al hablar, parecía sopesar cada palabra, hasta tal punto que sus frases se volvían incomprensibles de tantos preámbulos empleados: «Ella no sabía… quizás, pudiera ser que… después de todo, quién era ella para… sin lugar a dudas estaba equivocada… evidentemente, su juicio no era infalible…». Al final, era difícil saber si había querido decir una cosa o la contraria. Su nombramiento como superiora debía mucho a la amistad que le profesaba Hucdeline, pero también al buen juicio de la madre Catherine, quien pensó que ya bastante tenía con una priora autoritaria. El tacto de la anterior abadesa no se quedó ahí. De hecho, propuso para el puesto de cillerera[33] a Barbe Masurier.

Barbe era una mujer jovial de mediana edad. Se había retirado al claustro al enviudar, pensando que su nueva vida no distaría mucho de la impuesta por su difunto esposo, un rico mercero[34] desabrido y avaro. Estaba equivocada. La abadía de Clairets supuso para ella un magnífico resarcimiento. Por fin su talento como administradora se veía reconocido y no por ahorrarle a un marido atrabiliario un sirviente, una fregona en la cocina y una enfermera, sin olvidar el evitarle tener que buscar fuera de casa los entretenimientos nocturnos. Viuda sin hijos, esta madre desconocedora de sus propias virtudes, había encontrado unas hijas a las que cuidar, a veces a golpe de regañinas, otras mediante palabras tranquilizadoras y casi siempre con mensajes de aliento. Con la cabeza bien puesta y los pies en la tierra, Barbe no tenía enemigos, ni siquiera Hucdeline de Valezan. Tal estado de gracia inclinó la balanza a su favor para el puesto de cillerera. Plaisance contuvo una sonrisa al contemplarla: Barbe paseaba el esqueleto con elegancia. A sus cuarenta y cinco años, estaba tan llena de energía que muchas jóvenes habrían podido envidiar su vitalidad.

Cremont, la tesorera[35], pasó a acaparar la atención de la joven abadesa. La enigmática Aude. Siempre parecía ir detrás de un objetivo oculto y muy privado. Sin embargo, Plaisance nunca la había visto incurrir en falta de arrogancia o ambición. Más perturbadora aún era la manera en la que conseguía llevar a su interlocutor adónde ella pretendía con sugerencias, insinuaciones, suspiros o frases con doble sentido. Plaisance seguía sin poder aclararse respecto a Aude, como tampoco pudo, antes que ella, la madre Normilly. ¿Era la tesorera una calculadora temible o una manipuladora que simplemente se solazaba con el ejercicio de sus talentos? Y lo más importante en ese momento, ¿se trataba de una aliada en potencia o de una posible enemiga? El carraspeo de Agnes Ferrand la alertó. La portera, con una leve sonrisa en los labios, no le quitaba ojo. Plaisance apenas consiguió evitar que el rubor alcanzara sus mejillas. ¿Habría sido poco prudente el haber escrutado a cada una de sus hijas? Pocas cosas, aparte de su inteligencia vivaz y cultura, podían atenuar la fealdad y acritud de Agnes. A fin de cuentas, de no ser por la insistencia del señor de Nogaret*, consejero del rey Felipe el Hermoso*, Catherine de Normilly la habría excluido sin dudarlo del consejo de sabias. Agnes constituía la segunda incógnita del capítulo. Poseía el raro don de poner en evidencia, con solo una frase o apenas una mirada, todas las debilidades de las otras. ¿Acaso su permanente acrimonia era fruto de un deseo de venganza? Plaisance no habría sabido decirlo. No obstante, incluso ella temía la incisiva ironía de la portera. Esforzándose por mantener la calma, Plaisance le dirigió una sonrisa reposada y volvió la mirada con indolencia hacia Rolande Bonnel, la hermana depositaría. ¡La querida Rolande!

La pobre se pasaba el día corriendo, comprobando y volviendo a comprobar todos los registros, cruzándolos a fin de tener controlado hasta el más mínimo cuarto. Acosaba a las enfermeras, a la refitolera[36], a la ropera[37] e incluso a la sacristana[38], por no mencionar a los ochenta sirvientes laicos al servicio de la abadesa, de los que sospechaba ser responsables de gastos injustificados. Plaisance se había visto obligada a aplacar la indignación de silvicultores, guardabosques, vivanderos[39] y toneleros, así como a garantizarles que en ningún caso se había puesto en entredicho su probidad y que el celo de la depositaría respondía a su deseo de servir lo mejor posible a los intereses de la comunidad. Con todo, intuía el momento, no sin inquietud, en que habría de encauzar a la esforzada pero cansina Rolande para mostrarse más comedida en las formas y, sobre todo, recurrir a la diplomacia. Hasta ahora, Plaisance siempre había aplazado para otro día la inevitable conversación. La depositaría era una de sus aliadas y estas no le sobraban precisamente como para permitirse herirlas o molestarlas, corriendo el riesgo de enemistarse con ellas.

La joven abadesa había elegido a otras dos religiosas entre las oficialas a fin de completar el consejo de las discretas; otras dos aliadas, o al menos eso esperaba. Elise de Menoult, la hermana ropera, y Hermione de Gonvray, la apoticaria, cuyo aire de rubia pubescencia podía hacerla pasar por adolescente cuando ya sobrepasaba las treinta primaveras. Elise interceptó la mirada de la abadesa e inclinó la cabeza con discreción en señal de apoyo. Había ingresado en la orden diez años atrás, cuando solo contaba dieciséis, huyendo de un matrimonio que no tuvo ni el descaro ni el valor[40] de negarle a su padre. El yerno ambicionado por su progenitor superaba en cuarenta años a la radiante Elise y sufría una enfermedad cutánea repugnante que le confería el aspecto de un batracio vesiculoso. Defectos nimios en comparación con la colosal fortuna que este había prometido poner a disposición de su futuro suegro, veinte años más joven que él y sin blanca a causa de ciertas inversiones ruinosas.

El lento parpadeo de Elise tranquilizó levemente a la abadesa. El entusiasmo de la hermana ropera escondía una fuerza de espíritu y una tenacidad inusuales. En cuanto a Hermione de Gonvray, parecía, como de costumbre, estar a la espera. A buen seguro, el voto de silencio de la orden no había supuesto gran esfuerzo para la apoticaria, pues su parquedad de palabras rozaba el mutismo. La mayoría de las ocasiones respondía a las preguntas con una sonrisa, una inclinación de cabeza o un fruncimiento de labios, según quisiera asentir o discrepar. Un día en que Plaisance le hizo notar este hábito, Hermione replicó con voz dulce y grave: «¿Qué habría yo de decir que no se haya dicho ya?». Sus extrañas salidas siempre daban en el clavo. Esta mujer de ojos límpidos trasmitía un rigor y una severa exigencia que a veces inquietaban a la abadesa.

Ya se había pasado revista a los diferentes puntos del orden del día. A todos menos uno, que Plaisance no se atrevía a abordar. Contuvo un suspiro de desánimo. ¿Cómo iba a anunciarles que —por orden del Papa y del Rey, sin olvidar la tenaz insistencia del conde Aimery de Mortagne, cuya malatería ya no podía acoger a más leprosos*— Clairets habría de albergar a unos cincuenta enfermos? Además, la distribución de la abadía no se prestaba a tales fines. ¿Cómo iba a evitarles a las hermanas el continuo espectáculo de decadencia física y el miedo al contagio sin con ello marginar aún más a aquellas pobres almas sufrientes? Le había dado una y mil vueltas al problema, intentando hallar lo antes posible una solución capaz de aplacar las quejas y protestas que de seguro surgirían entre sus hijas. Solo una le parecía adecuada: dividir La Madeleine, situada en la zona oriental de la abadía, agrupando en la parte más amplia a las arrepentidas y reservando la más pequeña a los escrofulosos[41].

Al principio, los leprosos de Tierra Santa fueron bien tolerados y convivían con el resto de la población. Luego, la propagación de la enfermedad*[42] agotó la magnanimidad de los sanos, aterrados ante un posible contagio. Los gafos pasaron de víctimas a culpables. Dos siglos antes, comenzaron a ser arredilados cual ganado. Si bien algunos de aquellos cementerios vivientes habían recibido importantes aportaciones de familias de cruzados enfermos, no por ello dejaban de ser prisiones. Los dolientes tenían prohibida la entrada a edificios y lugares públicos, y estaban obligados a avisar de su proximidad con unas tablillas de san Lázaro[43]. Pronto se les empezó a acusar de tratos con el diablo y de brujería. Plaisance, al igual que tantos otros, intuía la razón: se confiaba en que perecieran lo antes posible para librar a los vivos de su molesta presencia.

Se aclaró la garganta y las presentes guardaron silencio. Las ocho hermanas clavaron los ojos en ella.

—Hijas mías, aún hemos de abordar el último punto de la reunión de este capítulo que hoy ha visto aumentado su número. Puede que… —continuó adoptando un tono más firme—. Antes de nada, quizá sea conveniente precisaros que no se requiere nuestro… permiso.

Plaisance casi deseaba ser interrumpida para despachar aquel tema complicado de abordar. Prosiguió:

—El señor de Mortagne, nuestro buen conde Aimery, ha confiado al Rey las dificultades por las que atraviesa. Él… la malatería de Chartagne está saturada, desde hace años. Todos los días llegan a sus puertas más enfermos a quienes no pueden dar albergue. Lo ideal hubiera sido ampliar las instalaciones, pero el señor de Mortagne, quien juzga, con razón, haber dado ya suficiente muestra de caridad y generosidad, se niega a costear las obras necesarias. Así pues, se sometió esta delicada cuestión al dictamen de nuestro bien amado Clemente V, quien, a su vez, subrayó los apuros financieros que vive Roma en estos momentos.

Agnes Ferrand, la portera, volvió a esbozar una leve sonrisa. No dejaban de circular rumores sobre el nuevo soberano pontífice, designado hacía un año. De tiempo eran conocidos su agudo sentido de la diplomacia y fina inteligencia. Sin embargo, nadie antes de su elección había sospechado la excesiva dadivosidad que prodigaría entre los miembros de su familia. Ni el primo más lejano escapaba a su munificencia, encontrándose obispo o cardenal de la noche a la mañana. Clemente el magnánimo derrochaba a manos llenas para colmar de fastuosos obsequios a sus parientes. La mesa que ofrecía a sus aliados hacía palidecer de envidia a los soberanos más refinados de Europa. Desembolsando decenas de miles de libras, el nuevo papa había emprendido la titánica construcción de un castillo en el modesto señorío de Villandraut[44], su lugar de origen. Se decía que cuando hubieran concluido los trabajos, la suntuosidad del edificio nada tendría que envidiar a los palacios bizantinos. Asimismo, las refecciones de catedrales y palacios abaciales avanzaban a buen ritmo.

Plaisance, poco deseosa de tener que justificar los continuos gastos de Roma y, por ende, los del padrino a quien nunca había conocido, hizo caso omiso de la reacción de la portera.

Aude de Cremont, la tesorera, espetó con su habitual matiz de insinuación:

—No estoy segura de haber entendido. ¿La abadía tendrá que participar en la construcción de una especie de anexo en la malatería de Mortagne?

Plaisance recordó la frase sibilina pronunciada por la madre Normilly refiriéndose a la frágil y pálida miniatura de treinta años con boquita de piñón: «Aude es una tormenta de verano. Aunque se la espera, rara vez refresca». Plaisance respondió con un poco comprometedor:

—No se ha mencionado tal eventualidad.

Hucdeline de Valezan comprendió rápidamente adónde evitaba llegar la abadesa.

—Madre, ¿no querrá decirnos que el Rey y… vuestro padrino planean confiarnos el cuidado de algunos enfermos?

—Nuestro bien amado Santo Padre —corrigió Plaisance—, de acuerdo con nuestro soberano, Dios lo proteja, ha optado por una solución temporal encargándonos, en efecto, el cuidado y protección de unos cincuenta escrofulosos de Chartagne. Un canónigo de San Agustín les visitará y proporcionará sosiego espiritual. El conde Aimery, con el deseo de aligerar nuestra carga en lo posible, ha ofrecido a su médico laico[45], un tal Etienne Malembert, para acompañar a los enfermos. Puesto que han solicitado mi opinión al respecto, tengo intención de declinar la oferta. No pongo en duda las excelentes dotes médicas del señor Malembert; con todo, se trata de un laico y nosotros ya tenemos nuestro propio doctor. Creo haberos informado de todo.

El anuncio fue seguido de un gran alboroto. Elise de Menoult la observaba fijamente. Alienor de Ludain, la superiora, movía la cabeza en todas direcciones. Hermione de Gonvray, cabizbaja, estaba absorta contemplándose las manos cruzadas.

—¡Madre! —espetó la priora indignada—. ¡Ni lo sueñe! ¿Exponernos de ese modo al contagio? ¡Es una locura!

—¿No consisten nuestra obligación y nuestros votos en servir a Dios ayudando a los hombres? —replicó Plaisance.

—Dios y los hombres son dos cosas distintas. Trabajamos para alabar la gloria del Primero… ¡lo cual implica que tenemos que estar vivas! ¡El horror de esas caras infectadas por el mal, de esos muñones supurantes! Ahora, incluso los médicos y los doctores se niegan a acercárseles a menos de una toesa*.

Se llevó la mano a la boca con un gesto de espanto, luego se persignó. Plaisance de Champlois comprendió súbitamente la intención de la priora: intentaba aterrar a las demás para consolidar su poder. Debía reaccionar enseguida, si no, las opositoras, las enloquecidas o las indecisas cerrarían filas en torno a Hucdeline de Valezan.

Alienor de Ludain, como cabía esperar, ofreció su apoyo a la priora farfullando con inseguridad:

—En fin… puede que sea precipitado por mi parte, pero… de hecho… ahora todo el mundo teme contagiarse… La execrable desfiguración… El terror que inspiran los escrofulosos no puede estar más justificado, no me atrevería a afirmar, empero, que…

—¿Qué sabemos, hermana apoticaria, de la lepra* y de su propagación? —la interrumpió Plaisance.

Contrariada por verse obligada a intervenir, Hermione de Gonvray frunció las rubias cejas y emitió un largo suspiro antes de comenzar.

—Hace mucho tiempo que se la conoce, si damos crédito a los relatos de médicos judíos o árabes. Parecen existir distintas variantes. Los primeros síntomas se manifiestan en forma de máculas, es decir, con la aparición de una especie de manchas a menudo violetas o cobrizas localizadas en brazos, piernas, parte baja de los riñones, frente y hombros. Luego presentan lesiones cutáneas que provocan la pérdida total de sensibilidad a las picaduras o las quemaduras en las zonas afectadas. La enfermedad evoluciona alcanzando manos y pies, extremidades que no responden a la voluntad de movimiento y se tornan laxas. A algunos individuos se les desfigura tanto el rostro que parecen bestias, y luego se quedan ciegos. La nariz parece como roída desde el interior. Algunos mueren en diez años, otros, inexplicablemente, sobreviven. Lo más preocupante es que algunos cruzados no comenzaron a manifestar los primeros síntomas hasta veinte años más tarde de haber regresado al reino.

Hucdeline aprovechó la ocasión:

—En otras palabras, uno puede contagiarse y no saberlo durante mucho tiempo, esto demuestra la naturaleza de una enfermedad especialmente maligna… que no deseamos aquí —sentenció buscando la aprobación de todas.

La mayoría de las hermanas habían bajado la mirada, incluso Barbe Masurier, quien había temblado al escuchar la descripción de Hermione.

—En otras palabras —corrigió Hermione de Gonvray—, vos podríais estar infectada y habernos contagiado a todas sin que lo sepamos. Vuestro tío y vuestro padre lucharon en la última Cruzada, si no me equivoco.

El exabrupto pronunciado con aplomo enmudeció a Hucdeline. Por el momento. La joven abadesa advirtió que la ayuda recién prestada de la apoticaria no era incondicional. Hermione no brindaba su apoyo a una mujer, sino a una política, a una visión del convento. Contuvo, no obstante, un suspiro de alivio. No eran muchas las hermanas que se atrevían a desafiar a la priora y exponerse a su ira. Si bien, era cierto que Hermione parecía estar casi siempre fuera de alcance. La economía de palabras, su gusto por la soledad y la apacible superioridad que la ciencia le confería no daban mucho pie a ataques. Así, la señorita de Valezan optó por fingir no haberse percatado de la afrenta y se contentó respondiendo:

—Dios nos guarde, mi querida Hermione. No tiene por qué preocuparse: mi padre falleció por las secuelas de una caída y mi tío, a tenor de las últimas noticias, se encuentra en perfecto estado de salud.

—Y nos alegra mucho saberlo —celebró Rolande Bonnel, quien no había notado la ofensa apenas velada—. Así y todo —prosiguió contando con los dedos— no han pasado más de catorce o quince años, y la hermana apoticaria acaba de…

La mirada fulminante que le lanzó Hucdeline la disuadió de continuar.

—Me hago cargo de vuestra consternación —respondió la abadesa—. Por desgracia, dudo que se requiera nuestro beneplácito. A decir verdad, no he recibido de Roma una… sugerencia, sino una orden. Se nos ha dado orden de acoger a estos enfermos.

—En fin —replicó Hucdeline que volvía al ataque—, vuestra parentela bautismal debería ahorrarnos esta… esta inaceptable vecindad.

—Al contrario de lo que vos creáis o queráis hacer creer, hija mía, nunca he tenido la dicha de cruzarme con mi padrino —respondió Plaisance con contundencia—. El camarlengo se ha dirigido recientemente a mí como lo hubiera hecho con cualquier otra abadesa. La única razón por la que Clairets ha sido elegida es su cercanía con Mortagne. No se espera ni que objetemos ni que desaprobemos dicha elección. He aquí la solución que he encontrado. Por supuesto no es ideal, pero la estimo razonable. Si a alguna se le ocurriera una alternativa mejor, vuestras ideas serán bienvenidas. Le he dado mil vueltas al asunto. Es evidente que hemos de alejar lo más posible a estos desventurados de los sanos, aunque la distribución de nuestra abadía no facilita la tarea. Considero pues sensato reservarles una parte de La Madeleine, aunque para ello debamos agrupar a las arrepentidas en la parte restante.

—La idea me reconforta —aprobó Elise de Menoult acudiendo en su ayuda.

—En efecto, pero ¿quién se ocupará de ellos, además del canónigo? —preguntó Barbe Masurier.

—Aquellas que deseen complacer al Señor —contestó Plaisance—. No es mi intención obligar al resto.

—Así todos contentos —aplaudió Elise.

Plaisance de Champlois había actuado con destreza. Imponer la obligación de convivir con los enfermos habría puesto en su contra a un gran número de monjas, y no era lo que precisamente necesitaba: los tejemanejes de la priora ya habían mermado bastante su autoridad.

—¿Ah sí? —ironizó Agnes Ferrand—. Dudo mucho que nuestras pecadoras arrepentidas sean de la misma opinión. Apuesto que algunas de ellas, sin pelos en la lengua, se harán oír.

—¿Tenéis una sugerencia mejor? —inquirió Plaisance con paciencia.

—No creo que os agrade escucharla aunque… si no me equivoco, vuestra señora madre es prima segunda de nuestro Santo Padre.

—No he visto a mi madre desde los seis años, a excepción de una corta visita. Nuestro Papa, cuando aún era monseñor de Got, envió a un representante para cristianarme, tal y como se estila entre la parentela bautismal lejana. En cuanto a mi elección, en la que solo os gusta ver una nominación, fue la madre Normilly quien solicitó la aprobación de Roma, no al revés. Que quede claro de una vez por todas y para cada una de vosotras. Finalmente, para vuestra tranquilidad, estoy dispuesta a escuchar cualquier opinión que tengáis a bien compartir.

Agnes Ferrand pareció quedarse atónita ante aquella moderada vehemencia que resumía algo ya sabido por todas. No obstante, se ensañó:

—Permitidme que lo dude, madre, con todos mis respetos.

Bastarda de nacimiento, carente de belleza y sin fortuna, la portera no había tenido más opción que la vida monástica, donde se encontró rodeada de mujeres, algunas de gran hermosura, noble cuna y cuantiosas riquezas. Si bien esta convivencia con sus hermanas debería —siguiendo toda lógica—, haberla serenado, Agnes se atormentaba aún más al verse obligada a contemplar día a día lo que jamás podría poseer. Su acrimonia solo tenía parangón con su falta de generosidad. Plaisance debía admitir que si temía a Hucdeline, a Agnes no podía ni verla.

—Explíquese pues, hija mía —replicó logrando ocultar su exasperación.

—Si el papado en lugar de ordenar construir una lujosa fortaleza en su señorío de Villandraut, señorío que jamás ha gozado de importancia estratégica, distribuyera entre los necesitados tan siquiera la mitad de la fortuna dilapidada en tales menesteres, no nos veríamos en la tesitura de acoger a los desvalidos más purulentos.

Plaisance se puso en pie y declaró con calma:

—Tal y como os prometí, estoy dispuesta a escuchar cualquier cosa, incluso vuestras blasfemias. No os corresponde a vos juzgar las decisiones de nuestro Santísimo Padre, no más que las del Rey. Las deliberaciones de este consejo son secretas pero os recomiendo, como amiga y en pos de vuestra propia quietud, que no manifestéis vuestras críticas más allá de los muros de esta sala. Aprovecho para recordar a todas las presentes que vuestra oposición se mantendrá siempre en la mayor confidencialidad. Hijas mías, el capítulo queda clausurado.

Plaisance de Champlois dejó escapar un suspiro nada más cerrar tras ella la puerta de sus aposentos, que daban a las terrazas escalonadas. A través de una de las vidrieras de su amplio despacho —el colmo del lujo— contempló los dos jardines de flores[46] que descendían en suave pendiente.

Cada primavera, las malvas salpicaban con su intenso colorido la blancura inmaculada de los lirios. Por la noche, la abadesa percibía sus efluvios embriagadores, incluso sofocantes, se podría decir. No obstante, todavía faltaban muchos meses para el renacer de la primavera. Del esplendor vegetal no quedaban más que algunos tallos secos y ennegrecidos.

Plaisance estalló de risa al recordar sus partidas al juego de los arcos. Consistía en pasar por debajo de unos aros de mimbre clavados en el suelo una pelota rellena de estopa. Se requería bastante destreza, pues el jugador nunca debía traspasar las líneas que lo separaban de su blanco. Al principio, Plaisance ganaba todas las partidas, hasta que un día una mueca de dolor la puso sobre aviso. La madre Catherine disimulaba su sufrimiento. La espalda la martirizaba continuamente, con lo que agacharse era un suplicio. Las lágrimas asomaron a los ojos de la muchacha. ¿Qué mayor prueba de su amor maternal que sufrir en silencio con tal de ofrecerle una distracción? Dejó vencer sutilmente a la madre Catherine. La satisfacción de la hermosa dama la colmó de alegría.

Si bien los instantes de felicidad que le proporcionaron esos recuerdos fueron fugaces. Había que preparar la llegada de los leprosos, intentar explicar a las hermanas del claustro de La Madeleine que su emplazamiento y no la injusticia había sido el único motivo de la elección, y que así complacerían a Dios. Se sentó tras la amplia mesa de trabajo, que le hacía parecer aún más menuda.

¿Que no había injusticia alguna? Vamos, ¿a quién esperaba convencer? A ella no, desde luego. Así y todo, aquella iniquidad, que ya había sopesado, no estaba en absoluto motivada por desprecio alguno hacia aquellas mujeres, maltratadas y traicionadas por la vida. El claustro de La Madeleine acogía a unas sesenta prostitutas retiradas. Únicamente el buen sentido político había guiado la elección de la joven abadesa. Por otro lado, temía su encuentro con Melisende de Balencourt, la priora del claustro de La Madeleine. Esta había rehusado la relativa comodidad de los aposentos privados que le reservaba su cargo para instalarse en una austera celda de la planta baja y estar así más cerca del dormitorio de sus hijas, llevando su cilicio[47] día y noche, o al menos eso era lo que algunas aseguraban. Había algo en aquella mujer alta y descarnada que le ponía los pelos de punta. La excesiva dureza de su ascesis le producía un desconcierto. Se decía que dejaba pudrirse la carne antes de consumirla, que se flagelaba hasta sangrar, que en invierno caminaba sobre la nieve sin zuecos ni medias hasta que sus pies quedaban ateridos. Y sin embargo, en algunos momentos Melisende de Balencourt la había sorprendido por su falta de compasión. Su frialdad ante las aflicciones humanas había salido a la luz en incontables ocasiones. ¿Deseaba Melisende hacer ostentación de la tenacidad con la que acometía su búsqueda de pureza? ¿Quería así fustigar a las demás, a aquellas cuya fe juzgaba imperfecta? O aún peor, ¿se trataba de uno de esos delirios de los que la abadesa había oído hablar y que conducía a algunas personas a buscar el sufrimiento gratuito y la mortificación extrema so pretexto de purificarse?

Un apremiante golpe en la puerta de su despacho extrajo a Plaisance de Champlois del eterno inventario que se había obligado a elaborar cada día después de laudes*. Durante dos horas, relataba los hechos cotidianos en un grueso registro cuya utilidad le parecía harto dudosa. Nada de lo acaecido en la jornada, por similar que fuese a la anterior, escapaba del exhaustivo inventario. Cada vela gastada, cada vestido totalmente deshilachado y reemplazado, cada pedido de harina o de ungüento para caballos quedaba en él.

Melisende de Balencourt penetró en la fría sala, lanzando una mirada a la chimenea apagada, como si presumiera que la abadesa abusaba de las comodidades. El rostro demacrado de la priora de La Madeleine le recordaba a una máscara mortuoria, el esqueleto que pronto sería. Su piel seca y grisácea se estiraba sobre pómulos, nariz y mentón como si en medio no hubiese carne alguna. Lo único que parecía tener vida en ella era el febril de sus oscuras pupilas. Melisende acercó al escritorio y bajó la cabeza en señal de espera. Las manos se agitaban incesantemente en leves movimientos, y caían flanqueando su túnica, casi traslúcidas sobre el blanco de la gruesa lana. Plaisance apartó la mirada de aquellas largas garras huesudas.

—Mi querida hija, os he hecho llamar con objeto de explicaros la conclusión a la que ha llegado el consejo. Antes de entrar de lleno en el asunto, deseaba ante todo aseguraros que nos ha pesado enormemente tomar esta decisión y que es únicamente la obligación impuesta la que nos ha…

—¿Estoy destituida de mi cargo? —preguntó la priora abruptamente.

Esta ocurrencia dejó pasmada a Plaisance. ¿Qué le habría hecho suponer tal cosa? Melisende de Balencourt había reivindicado el cargo de priora del claustro de La Madeleine argumentando que solo una mujer casta como ella podría demostrar a las antiguas damiselas de vida alegre las maravillas de la abstinencia carnal. La madre Catherine la nombró priora sin más tardar. De este modo, la antigua abadesa había encontrado la forma de alejar de su círculo inmediato a una hija cuya cercanía la disgustaba. A decir verdad, Melisende cumplía a la perfección su ardua labor. No tenía ni la menor queja de sus monjas, las actividades de su claustro no despertaban el más mínimo comentario de contrariedad. Se encargaban, entre otras cosas, de las colmenas y los viñedos, cuya miel y buen vino alegraban las comidas de las otras hermanas. Con frecuencia estos productos se podían vender al exterior, lo que aumentaba los ingresos más que sustanciales de la abadía. En cuanto a la cera, no faltaban cirios ni velas, cuyo uso se reservaba a las discretas y las oficialas, mientras que las demás monjas se tenían que conformar con candiles.

—Desde luego que no. Obráis verdaderos prodigios alentando en esas mujeres el esfuerzo y la templanza.

Tuvo la impresión de que la priora contenía un suspiro de alivio, y sus labios, sin duda a modo de sonrisa, se estiraron agradeciendo el cumplido. Curiosamente, la confirmación de su permanencia en el cargo parecía haberle quitado todo interés al objeto de la reunión. Plaisance de Champlois, ligeramente desconcertada por su evidente indiferencia, vaciló:

—Hija mía… el conde Aimery de Mortagne se encuentra en la imposibilidad de acoger a nuevos leprosos. Algunos yerran por los caminos, otros han sido lapidados por lugareños enloquecidos.

—Es nuestro deber, pues, abrirles nuestras puertas —se anticipó Melisende.

—Es lo que nos piden nuestro Santo Padre y el Rey —asintió Plaisance sorprendida por su reacción—. Con todo… algunas de nosotras estamos expuestas al resquemor de los laicos, incluso a su animosidad y…

—El claustro de La Madeleine es el lugar idóneo. Bastaría con dividirlo claramente en dos zonas para evitar reacciones hostiles por parte de las monjas.

Plaisance, antes temerosa de la posible actitud hostil de la priora, a quien había imaginado defendiendo con uñas y dientes a sus arrepentidas, ahora, sin embargo, sentía cierta contrariedad ante tan fervorosa aquiescencia.

—Vuestra disposición, movida por la caridad, os honra, querida Melisende.

Le dio la impresión de que su interlocutora estaba buscando el significado que encerraban sus palabras. Finalmente, asintió:

—En efecto, madre, «caridad» es la palabra justa. Para mostrar a Dios nuestro amor, debemos amar a sus criaturas más afligidas.

Nada en la mandíbula afilada, en esa mirada en llamas que le devoraba las mejillas, de una palidez enfermiza, dejaba entrever, no obstante, el más mínimo indicio de amor al prójimo.

A Plaisance le surgió de repente la duda de si tal vez la proximidad con los leprosos no la satisfaría, al contrario de lo que habría podido imaginar. Si eran ciertos los rumores que corrían sobre las mortificaciones con las que se deleitaba, la presencia de los escrofulosos le proporcionaría otras formas de penitencia.

—Por supuesto, mi queridísima Melisende, habréis de prevenir a vuestras hijas de esta llegada. En caso de que algunas se mostraran reacias o protestaran, podría…

—No será en absoluto necesario. Las conozco bien. Bajo esa apariencia en ocasiones soez, laten corazones puros, a los que han causado un enorme sufrimiento.

Plaisance estaba demostrando un optimismo fuera de lo común. ¿Por qué razón aceptarían las meretrices sin ninguna inquietud la cercanía de ese mal corrosivo?

—Me quitáis un gran peso del alma, hija mía.

—¿Cuándo cree que arribarán los enfermos a la abadía?

—Lo antes posible, según he creído entender. Al conde Aimery le urge disminuir el hacinamiento de la malatería de Chartagne.

—Es comprensible.

—Cierto —asintió en un murmullo Plaisance, a la que el giro que había tomado la conversación incomodaba cada vez más—. Mañana mismo os enviaré a los carpinteros y al albañil. Queda a vuestro cargo convenir con ellos un proyecto de partición del claustro, una división que no querríamos pareciese una prisión, ni para vuestras hijas, ni para los gafos recién llegados. Así y todo, desearíamos que ambas partes estuvieran… incomunicadas. Quedo a la espera de vuestro proyecto. Según mis cálculos, no nos queda mucho tiempo que perder.

—Se hará según ordenáis —convino Melisende al mismo tiempo que sus labios mostraban una sonrisa auténtica.

—Os estoy profundamente agradecida. Podéis ir en paz, hija mía.

Permaneció invadida por un malestar indescriptible un buen rato después de que la priora de La Madeleine se hubiese retirado. ¿De verdad creía de buena fe Melisende de Balencourt que sus monjas iban a aceptar sin rechistar la futura vecindad con los enfermos? ¿Esa actitud, casi de atrevimiento, ocultaba algo? Una vaga inquietud atenazó a la abadesa. ¿Se le habría ocurrido a esa raquítica mujer, movida por su afán desmesurado de purificación, someter a las hermanas de La Madeleine, aun a riesgo de contagio, con el único propósito de salvar sus almas? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Para ella, la vida era un don del que nadie podía disponer a su antojo. En cuanto a emular los sufrimientos del Salvador para acercarse a él, veía en este hecho una cierta arrogancia, harto humana.

Necesitaba salir de dudas. ¿No podría encomendar a alguien una discreta pesquisa? A alguien de cuyo juego a dos barajas nadie pudiera sospechar, lo que descartaba sin duda a cualquiera de las hermanas del capítulo.