Me limité a seguir las instrucciones.
Estaba sentada a la sombra del toldo verde oscuro de un café, contemplando la Rue des Francs Bourgeois, mientras el tibio sol del otoño parisino me daba a un lado de la cara. Frente a mí el camarero había depositado, con una eficacia típicamente francesa, un plato de cruasanes y una taza grande de café. En la calle, a unos cien metros, dos ciclistas se detuvieron cerca del semáforo y entablaron una conversación. Uno llevaba una mochila azul de la que sobresalían dos baguetes formando un ángulo extraño. En el aire, inmóvil y pesado, flotaban los aromas del café y la bollería y el toque acre de los cigarrillos de alguien.
Terminé la carta de Treena (me habría llamado, dijo, pero no se podía permitir las tarifas de las llamadas al extranjero). Había obtenido las mejores notas de su promoción en Contabilidad 2 y se había echado novio, Sundeep, quien trataba de decidir si trabajar en el negocio de importación y exportación de su padre y tenía unos gustos musicales incluso peores que los de Treena. Thomas estaba entusiasmado por pasar a una clase nueva en el colegio. A mi padre aún le iba de maravilla en el trabajo y me mandaba recuerdos. Estaba segura de que mi madre me perdonaría pronto. Ha recibido tu carta, dijo. Sé que la ha leído. Dale tiempo.
Tomé un sorbo de café y por un instante me transportó a Renfrew Road, a una casa que parecía estar a un millón de kilómetros. Entrecerré los ojos por el sol bajo y observé a una mujer con gafas de sol que se retocaba el pelo ante el espejo de un escaparate. Frunció los labios al ver su reflejo, se enderezó un poco y continuó su camino.
Dejé la taza, respiré hondo y cogí la otra carta, la carta que había llevado conmigo durante casi seis semanas.
En el sobre, en letras mayúsculas, estaba escrito, bajo mi nombre:
Me reí, al mismo tiempo que lloraba, al leer el sobre por primera vez: qué típico de Will, mandón hasta el final.
El camarero (un hombre alto y enérgico con una docena de trocitos de papel que le sobresalían del delantal) se dio la vuelta y vio mi mirada. ¿Todo bien?, me preguntaron sus cejas alzadas.
—Sí —dije. Y añadí, un poco tímida—: Oui.
La carta estaba escrita en ordenador. Reconocí la misma tipografía de una nota que me había enviado hacía un tiempo. Me recliné en la silla y comencé a leer.
Clark:
Cuando leas esto habrán pasado unas pocas semanas (incluso con tus dotes organizativas recién descubiertas dudo que hayas llegado a París antes de comienzos de septiembre). Espero que el café sea bueno y fuerte y que los cruasanes estén frescos y que aún haga buen tiempo para sentarse fuera, en una de esas sillas metálicas que nunca quedan del todo firmes sobre la acera. No está mal, el Marquis. El bistec también está rico, por si te apetece volver más tarde a comer. Y si miras por la calle, a tu izquierda, verás L’Artisan Parfumeur, donde, cuando termines de leer esta carta, deberías ir a probar el aroma llamado algo así como Papillons Extrême (no lo recuerdo bien). Siempre pensé que te iría muy bien.
Vale, se acabaron las órdenes. Hay unas cuantas cosas que me gustaría decirte y te las habría dicho en persona, pero, en primer lugar, te habrías puesto toda sentimental y, en segundo lugar, no me habrías dejado decir todo lo que quería decir. Siempre has hablado demasiado.
Por tanto, aquí lo tienes: el cheque que recibiste en el sobre inicial de Michael Lawler no era la cantidad completa, sino solo un pequeño regalo, para ayudarte durante las primeras semanas de desempleo, y para que fueras a París.
Cuando vuelvas a Inglaterra, lleva esta carta a Michael en su despacho de Londres y te dará los documentos pertinentes para que tengas acceso a la cuenta que ha abierto en tu nombre. Esta cuenta contiene lo suficiente para que te compres un lugar agradable donde vivir, para que te pagues la carrera y para cubrir tus gastos mientras eres estudiante a tiempo completo.
Mis padres ya estarán informados al respecto. Espero que esto, y el trabajo jurídico de Michael Lawler, simplifiquen los trámites en la medida de lo posible.
Clark, desde aquí casi oigo cómo empiezas a hiperventilar. No te pongas de los nervios ni intentes regalarlo: no es bastante para que te quedes de brazos cruzados el resto de tu vida. Pero debería ser suficiente para comprar tu libertad, tanto en lo que se refiere a ese pueblecito claustrofóbico que los dos consideramos nuestro hogar como a las elecciones que te viste obligada a tomar hasta ahora.
No te doy este dinero porque quiera que te sientas nostálgica ni en deuda conmigo, ni tampoco para que sea una especie de maldito recuerdo.
Te lo doy porque casi nada me hace feliz a estas alturas, salvo tú.
Soy consciente de que conocerme te ha causado dolor y pena, y espero que un día, cuando estés menos enfadada conmigo, comprendas que no solo hice lo único que podía hacer, sino que eso te va a ayudar a vivir una buena vida, una vida mejor, que si no me hubieras conocido.
Te vas a sentir incómoda en tu nuevo mundo durante un tiempo. Siempre es extraño vernos fuera del lugar donde estábamos cómodos. Pero espero que también te sientas un poco dichosa. Cuando volviste de hacer submarinismo esa vez, tu cara me lo dijo todo: hay anhelo en ti, Clark. Audacia. Solo la habías enterrado, como casi todo el mundo.
No te estoy pidiendo que te arrojes de un rascacielos ni que nades junto a ballenas ni nada parecido (aunque, en secreto, me encantaría pensar que lo estás haciendo), pero sí que vivas con osadía. Que seas exigente contigo misma. Que no te conformes. Viste con orgullo esos leotardos a rayas. Y, si insistes en conformarte con algún tipo ridículo, guarda a buen recaudo una parte de este dinero. Saber que aún tienes posibilidades es un lujo. Saber que tal vez te las he proporcionado ha sido un gran alivio para mí.
Eso es todo. Te llevo grabada en el corazón, Clark. Desde el primer día en que te vi, con esas prendas ridículas y esas bromas tontas y tu completa incapacidad para disimular una sola de tus emociones. Has cambiado mi vida muchísimo más de lo que este dinero cambiará la tuya.
No te acuerdes demasiado de mí. No quiero pensar que te vas a poner sensiblera. Vive bien.
Vive.
Con amor,
Will
Cayó una lágrima sobre la mesa destartalada, frente a mí. Me limpié la mejilla con la palma de la mano y dejé la carta sobre la mesa. Tardé unos minutos en volver a ver con claridad.
—¿Otro café? —dijo el camarero, que reapareció frente a mí.
Parpadeé al mirarlo. Era más joven de lo que había pensado y ya no tenía ese aire altanero. Tal vez los camareros parisinos consideren parte de su trabajo ser amables con las mujeres que lloran en sus cafés.
—¿Tal vez... un coñac? —El camarero echó un vistazo a la carta y sonrió, con algo parecido a la comprensión.
—No —dije, sonriéndole yo también—. Gracias. Tengo..., tengo cosas que hacer.
Pagué la cuenta y guardé la carta con cuidado en el bolsillo.
Y, al levantarme de la mesa, coloqué bien el bolso que llevaba al hombro y caminé por la calle hacia la perfumería y hacia el resto de París que se extendía ante mí.