Camilla
Jamás me propuse ayudar a mi hijo a matarse.
Incluso leer estas palabras me resulta extraño, como si pertenecieran a un periódico sensacionalista o a una de esas horrendas revistas que la mujer de la limpieza lleva siempre en el bolso, llenas de mujeres cuyas hijas se escaparon con sus parejas infieles, relatos de asombrosas pérdidas de peso y bebés de dos cabezas.
Yo no era el tipo de persona a quien le ocurrían estas cosas. O, al menos, eso pensaba. Mi vida contaba con una estructura clara. Bastante común, para los tiempos que corren. Llevaba casada casi treinta y siete años, había criado dos hijos, había conservado mi trabajo, había ayudado en el colegio, en la asociación de padres y madres de alumnos y, una vez que mis hijos ya no me necesitaron, me había incorporado a la judicatura.
Era juez desde hacía casi once años. En el tribunal observaba toda la vida humana pasar ante mí: los granujas desvalidos que ni siquiera eran capaces de organizarse para llegar al tribunal a tiempo; los delincuentes reincidentes; los jóvenes irascibles y duros y las madres agotadas y cargadas de deudas. Es muy difícil mantener la calma y seguir siendo comprensiva cuando se ven las mismas caras, los mismos errores cometidos una y otra vez. A veces percibía la impaciencia en mi voz. Llegaba a ser desalentadora, esa tozuda negativa de la humanidad a intentar al menos obrar de un modo razonable.
Y nuestro pequeño pueblo, a pesar de la belleza del castillo, de nuestros edificios históricos, de nuestras pintorescas carreteras rurales, no era inmune a ello en absoluto. En nuestras plazas de la época de la Regencia los adolescentes bebían sidra, nuestras tradicionales casas de tejado de paja amortiguaban los sonidos de maridos maltratando a sus esposas e hijos. En ocasiones me sentía como el rey Canuto, haciendo declaraciones inútiles ante la devastación y el caos inminentes. Aun así, me encantaba mi trabajo. Lo hacía porque creo en el orden, en un código moral. Creo que existen el bien y el mal, por muy anticuada que resulte esa idea.
Superé los días más difíciles gracias a mi jardín. A medida que mis hijos crecían, se convirtió en una pequeña obsesión. Me sabía el nombre latino de casi todas las plantas. Lo más curioso es que yo ni siquiera aprendí latín en el instituto (estudié en un pequeño centro educativo para señoritas que se centraba en la cocina y el bordado, esas cosas que nos ayudarían a ser buenas esposas), pero los nombres de las plantas se me quedan grabados en la cabeza. Me basta oírlos una vez para recordarlos para siempre: Helleborus niger, Eremurus stenophyllus, Athyrium niponicum. Soy capaz de repetirlos con una fluidez que jamás habría alcanzado en el colegio.
Se dice que solo apreciamos de verdad un jardín al llegar a cierta edad, y supongo que algo de cierto hay en ello. Tal vez tenga que ver con el gran círculo de la vida. Parece existir un elemento milagroso en el incesante optimismo de los nuevos brotes tras la crudeza del invierno, en esa exaltación de la diferencia año tras año, esa manera en que la naturaleza se muestra en todo su esplendor cada vez en un rincón diferente del jardín. Ha habido épocas (esas ocasiones en que mi matrimonio estuvo más concurrido de lo que me esperaba) en que fue un refugio, épocas en que fue una alegría.
Ha habido épocas en que me resultó, sinceramente, un incordio. No hay nada más decepcionante que plantar un nuevo arriate solo para ver que no florece, o contemplar una hilera de bellos Allium destruidos en una noche por cualquier motivo. Pero, incluso cuando me quejaba por el tiempo y el esfuerzo necesarios para cuidarlo, a pesar de las protestas de mis articulaciones tras una tarde de poda o de no tener nunca las uñas limpias del todo, lo adoraba. Adoraba los placeres sensuales de estar al aire libre, los olores, el tacto de la tierra bajo los dedos, la satisfacción de ver seres vivos, radiantes, embelesados en su belleza efímera.
Después del accidente de Will, no salí al jardín durante un año. No fue solo por falta de tiempo, si bien las horas eternas en el hospital, el tiempo perdido de acá para allá en el coche y las reuniones (oh, Dios, las reuniones) me mantenían muy ocupada. Solicité una baja de seis meses en el trabajo y aun así nunca disponía de tiempo suficiente.
Fue porque, de repente, dejé de verle el sentido. Pagué a un jardinero para que lo mantuviera en buen estado, y no creo que le dedicara ni la más somera de las miradas durante la mayor parte del año.
Solo cuando trajimos a Will de vuelta a casa, una vez que el pabellón quedó adaptado y listo, tuvo sentido volver a embellecerlo. Necesitaba que mi hijo tuviera algo hermoso que contemplar. Necesitaba decirle, en silencio, que las cosas cambian, crecen o se marchitan, pero que la vida continúa. Que todos formamos parte de un ciclo superior, de un orden que solo Dios comprende. A Will no podía hablarle así, por supuesto (a Will y a mí nunca se nos dio bien conversar de las cosas que de verdad nos importaban), pero quería mostrárselo. Una promesa silenciosa, por así decirlo, de que existía algo más, un futuro más radiante.
Steve estaba atizando el fuego. Movía con destreza los leños que quedaban, medio calcinados, atizador en mano, haciendo saltar chispas relucientes por la chimenea, tras lo cual echó un leño nuevo en medio del fuego. Se apartó, como siempre, a observar con discreta satisfacción cómo las llamas se avivaban y se limpió las manos en los pantalones de pana. Se dio la vuelta cuando entré en la habitación. Le tendí una copa.
—Gracias. ¿Va a venir George?
—Al parecer no.
—¿Qué está haciendo?
—Está arriba, viendo la tele. No quiere compañía. No le pedí que viniera.
—Ya se le pasará. Es probable que sufra jet lag.
—Eso espero, Steve. No está muy contenta con nosotros ahora mismo.
Nos quedamos ahí, en silencio, observando el fuego. A nuestro alrededor el salón estaba en penumbras e inmóvil, mientras el viento y la lluvia azotaban el cristal de las ventanas.
—Qué asco de noche.
—Sí.
El perro entró sin hacer ruido y, con un suspiro, se tumbó junto al fuego; nos lanzó una mirada amorosa a ambos desde ahí abajo.
—Entonces, ¿qué piensas? —dijo—. Sobre el corte de pelo.
—No lo sé. Me gustaría pensar que es una buena señal.
—Esta Louisa es todo un carácter, ¿no?
Vi cómo mi marido se sonreía. También ella, no, me descubrí pensando, y rechacé la idea.
—Sí. Sí, supongo que lo es.
—¿Crees que es la persona indicada?
Tomé un sorbo de mi vaso antes de responder. Dos dedos de ginebra, una rodaja de limón y mucha tónica.
—¿Quién sabe? —dije—. Creo que ya no tengo ni la menor idea acerca de qué está bien y qué está mal.
—A Will le cae bien. Estoy seguro de que le cae bien. La otra noche estábamos hablando mientras veíamos las noticias y la mencionó dos veces. No había hecho eso antes.
—Sí. Bueno. No me haría muchas ilusiones.
—¿Es que hace falta?
Steve se apartó del fuego. Noté que me estudiaba, consciente, tal vez, de las nuevas arrugas que cercaban mis ojos, de mis labios apretados en un gesto de ansiedad. Miró el pequeño crucifijo dorado, que ahora siempre llevaba al cuello. No me gustaba que me mirara así. No lograba evitar la sensación de que me comparaba con otra.
—Solo soy realista.
—Parece... Parece que esperas que ocurra ya.
—Conozco a mi hijo.
—Nuestro hijo.
—Sí. Nuestro hijo. —Más hijo mío, pensé. Tú nunca estuviste ahí cuando te necesitaba. No emocionalmente. Eras solo una ausencia a la que él trataba de impresionar.
—Va a cambiar de idea —dijo Steve—. Todavía queda mucho.
Nos quedamos ahí. Tomé un largo sorbo de mi bebida, el frío del hielo contra la calidez del fuego.
—No dejo de pensar... —dije, con la mirada en la chimenea—. No dejo de pensar que hay algo que no comprendo.
Mi marido aún me observaba. Noté su mirada clavada en mí, pero no alcé la vista. Tal vez, en ese caso, él habría extendido la mano para tocarme. Pero creo que ya habíamos ido demasiado lejos para eso.
Él también tomó un sorbo de su bebida.
—Estás haciendo todo lo que puedes, cariño.
—Lo sé muy bien. Pero no es suficiente, ¿verdad?
Él se volvió hacia el fuego, atizó innecesariamente un leño hasta que yo me di la vuelta y salí del salón en silencio.
Tal y como él esperaba.
Cuando Will me dijo lo que quería, tuvo que repetírmelo dos veces, pues yo tenía la certeza de no haberlo oído bien en un principio. Mantuve la calma cuando comprendí lo que estaba proponiendo, le dije que era ridículo y acto seguido salí de la habitación. Era una ventaja injusta: alejarse de un hombre en silla de ruedas. Hay dos escalones entre el pabellón y la casa y, a menos que cuente con la ayuda de Nathan, son un obstáculo insalvable para Will. Cerré la puerta del anexo y me quedé quieta en el pasillo que da a mi habitación, mientras las palabras sosegadas de mi hijo retumbaban en mis oídos.
Creo que no me moví durante media hora.
Will se negó a desistir. Como siempre, tenía que decir la última palabra. Repitió su propuesta cada vez que iba a verlo, de modo que tuve que hacer un esfuerzo de voluntad para no dejar de visitarlo todos los días. No quiero vivir así, madre. Esta no es la vida que escogí. No hay esperanzas de mejora, así que es perfectamente razonable poner el punto final de la manera que me parezca adecuada. Lo oí y no me costó imaginarme cómo se desenvolvería en esas reuniones de negocios, durante esa carrera que le hizo rico y arrogante. Era un hombre acostumbrado a hacerse escuchar, al fin y al cabo. Le resultaba insoportable que yo tuviera el poder de dictar su futuro, que de algún modo me hubiera convertido una vez más en su madre.
Empleó toda su energía en convencerme. No se trataba de que mi religión lo prohibiera, si bien era espantoso pensar que Will se condenaría al infierno a causa de su desesperación. (Preferí creer que Dios, un Dios benigno, se apiadaría de nuestros sufrimientos y nos perdonaría nuestros pecados).
Se trataba de algo que es imposible comprender hasta que se es madre: no es solo al hombre adulto (ese hijo torpón, sin afeitar, maloliente, vehemente) a quien vemos ante nosotras, con sus multas de tráfico y sus zapatos sucios y su complicada vida amorosa, sino a todas las personas que ha ido siendo, empaquetadas en un solo cuerpo.
Al mirar a Will veía al bebé que había tenido en brazos, embelesada y llorosa, incapaz de creer que había creado a otro ser humano. Veía al niño pequeño que estiraba la mano en busca de la mía, al colegial que lloraba furioso tras pelearse con el abusón de la escuela. Veía los puntos vulnerables, el amor, la historia. Eso era lo que me pedía que extinguiera: al niño tanto como al hombre, todo ese amor, todas esas vivencias.
Y entonces, el 22 de enero, durante un día agotador en el tribunal, atrapada en un desfile incesante de ladronzuelos y conductores sin seguro, de parejas rotas, tristes y enojadas, Steven entró en el pabellón y encontró a nuestro hijo casi inconsciente, la cabeza contra el reposabrazos, en medio de un mar de sangre oscura y pegajosa que se amontonaba junto a las ruedas de la silla. Había encontrado un clavo oxidado, que sobresalía apenas un centímetro de un mueble viejo en el cuarto de atrás, y, con la muñeca contra el clavo, dio marcha atrás y adelante en la silla de ruedas hasta que la carne acabó hecha jirones. Aún hoy me resulta imposible imaginar la determinación que le impulsó a continuar, a pesar de que estaría delirando a causa del dolor. Los médicos me dijeron que solo veinte minutos le habían separado de la muerte.
No se trata, observaron con una delicadeza exquisita, de un grito de ayuda.
Cuando me dijeron en el hospital que Will sobreviviría, salí al jardín y descargué mi furia. Descargué mi furia contra Dios, contra la naturaleza, contra el destino que había arrastrado a nuestra familia al fondo de semejante abismo. Ahora, al recordarlo, comprendo que debí parecer una loca. Pasé en el jardín esa fría tarde y arrojé mi brandy contra el Euonymus compactus, y grité hasta que mi voz desgarró el aire, retumbando en las paredes del castillo y en la distancia. Estaba tan furiosa de estar rodeada de cosas que se doblaban y crecían y se reproducían, mientras que mi hijo (mi hermoso muchacho, carismático y lleno de vida) era apenas un objeto. Inmóvil, mustio, ensangrentado, sufriente. La belleza que me rodeaba era una obscenidad. Grité y grité y maldije con palabras que ni siquiera sabía que conocía, hasta que salió Steven y se quedó a mi lado, con la mano apoyada en mi hombro, esperando hasta que tuvo la certeza de que yo iba a guardar silencio de nuevo.
Él aún no se había hecho a la idea. No lo comprendía. Que Will lo volvería a intentar. Que pasaríamos nuestras vidas en un estado de constante vigilancia, a la espera de la próxima ocasión, a la espera de ver qué horrores se infligiría Will a sí mismo. Tendríamos que mirar el mundo a través de sus ojos: los venenos en potencia, los objetos afilados, la creatividad con que terminaría la tarea que había comenzado ese maldito motociclista. Nuestras vidas tendrían que encogerse hasta encajar en las posibilidades de ese único hecho. Y él contaba con una ventaja: no tenía nada más en lo que pensar.
Dos semanas más tarde le dije a Will: «Sí».
Por supuesto.
¿Qué otra cosa podía hacer?