La primavera llegó de un día a otro, como si el invierno, al igual que un invitado no bienvenido, de repente hubiera decidido ponerse el abrigo y desaparecer sin decir adiós. Todo se volvió más verde, un sol acuoso bañó las calles y el aire se perfumó de súbito. En el aire flotaba un rastro floral y acogedor y las canciones de los pájaros marcaban el compás del día.
No percibí nada de ello. Había pasado la noche anterior en la casa de Patrick. Era la primera vez que lo veía tras casi una semana, debido a su programa de entrenamiento intensivo, pero, después de tirarse cuarenta minutos en la bañera con medio paquete de sales de baño, Patrick se mostró tan exhausto que a duras penas habló conmigo. Comencé a acariciarle la espalda, en una insólita tentativa de seducirle, y Patrick murmuró que estaba demasiado cansado y movió la mano como si me espantase. Yo me quedé despierta y contemplé el techo, frustrada, durante cuatro horas.
Conocí a Patrick mientras yo trabajaba en mi primer empleo, de aprendiz en The Cutting Edge, la única peluquería unisex de Hailsbury. Entró mientras Samantha, la dueña, estaba ocupada, y pidió un número cuatro. Le hice, según describió él más tarde, el peor corte de pelo de la historia de la humanidad. Tres meses después, al comprender que la afición a juguetear con mi pelo no significaba que se me diera bien cortar el de los demás, dejé el trabajo y empecé en el café de Frank.
Cuando empezamos a salir, Patrick trabajaba en ventas y sus cosas favoritas eran la cerveza, el chocolate artesanal, el deporte (hablar de ello, no hacerlo) y el sexo (hacerlo, no hablar de ello), en ese orden. Para nosotros, una buena noche probablemente incluía esas cuatro cosas. Su aspecto era normal, sin llegar a ser guapo, y tenía más culo que yo, pero me gustaba. También la solidez de su cuerpo y enroscarme a su alrededor. Su padre había muerto y me agradaba cómo trataba a su madre; era protector y solícito. En cuanto a sus cuatro hermanos, eran como los Walton. De verdad parecían llevarse bien entre ellos. En nuestra primera cita, una leve voz en mi cabeza susurró: Este hombre nunca te hará daño, y nada de lo que había hecho en los siete años que habían pasado desde entonces me había hecho dudar de ella.
Y entonces se convirtió en el Hombre Maratón.
El estómago de Patrick ya no cedía cuando me acurrucaba sobre él; se había vuelto rígido e implacable, igual que un aparador, y se subía la camiseta para golpearlo con diversos objetos con el fin de demostrar lo duro que estaba. Tenía el rostro seco y curtido por todo el tiempo que pasaba al aire libre. Sus muslos eran puro músculo. Eso habría sido bastante sexi si Patrick hubiera querido tener relaciones sexuales. Pero ahora ya no lo hacíamos más de dos veces al mes, y yo no soy de las que lo piden.
Cuanto más en forma se ponía, cuanto más obsesionado se volvía con su propio cuerpo, menos le interesaba el mío. Le pregunté un par de veces si había dejado de desearme, pero fue contundente. «Eres preciosa», dijo. «Pero estoy hecho polvo. De todos modos, no quiero que pierdas peso. Las chicas del club... Aunque juntara todos sus pechos, sería imposible hacer una teta decente». Quise saber cómo había llegado a calcular esa ecuación tan compleja, pero, ya que en el fondo lo dijo para complacerme, lo dejé pasar.
Quería interesarme en lo que hacía, de verdad que sí. Acudía a las noches del club de triatlón, intentaba conversar con las otras chicas. Pero no tardé en comprender que yo era una anomalía: en el club todos eran solteros o salían con alguien de cuerpo tan espectacular como el suyo. Las parejas se motivaban en los entrenamientos, planeaban fines de semana en pantalones cortos y en la cartera llevaban fotos donde se les veía completar un triatlón juntos o mostraban orgullosos las medallas obtenidas. Era indescriptible.
—No sé de qué te quejas —me dijo mi hermana cuando se lo conté—. Yo solo lo he hecho una vez desde que tuve a Thomas.
—¿Qué? ¿Con quién?
—Oh, un tipo que vino a por un ramo de colores vibrantes —contestó—. Solo quería comprobar que no se me había olvidado. —Y entonces, cuando me quedé boquiabierta, añadió—: Ah, no te pongas así. No fue durante las horas de trabajo. Y eran flores para un funeral. Si hubieran sido flores para su mujer, claro que no lo habría tocado ni con un gladiolo.
No es que yo fuera una obsesa del sexo: llevábamos mucho tiempo juntos, al fin y al cabo. Es solo que una parte perversa y diminuta dentro de mí comenzó a cuestionar mi atractivo.
A Patrick nunca le había importado que yo me vistiera «creativamente», como él decía. Pero ¿y si no había sido del todo sincero? El trabajo de Patrick, toda su vida social, se centraba ahora en el control de la carne: la domesticaba, la reducía, la perfeccionaba. ¿Y si, en comparación con esos traseros prietos de deportista, el mío no estaba a la altura? ¿Y si mis curvas, que siempre me habían parecido placenteramente voluptuosas, ahora eran demasiado fláccidas para su ojo crítico?
Estas eran las ideas que revoloteaban por mi cabeza cuando la señora Traynor vino y nos ordenó a Will y a mí salir fuera.
—He pedido que vengan a hacer la limpieza especial de primavera, así que he pensado que tal vez podríais disfrutar del buen tiempo mientras ellos están aquí ocupados.
Will me miró a los ojos y alzó levemente las cejas.
—No es que tengamos mucha opción, ¿verdad, madre?
—Creo que sería bueno que te diera un poco de aire fresco —dijo—. La rampa está colocada. Tal vez, Louisa, deberías llevar un poco de té al salir.
No era una sugerencia disparatada. El jardín estaba precioso. Con la leve subida de las temperaturas, de repente todo parecía haber decidido ser un poco más verde. Los narcisos surgieron de la nada, con bulbos amarillentos que anunciaban las flores venideras. De las ramas marrones surgieron brotes, las plantas perpetuas se abrieron paso en el suelo oscuro y embarrado. Abrí las puertas y salimos fuera. Will mantuvo la silla dentro de la senda de piedras. Señaló un banco de hierro forjado con un cojín, y me senté ahí un rato, mientras dirigíamos nuestras caras ladeadas hacia la débil luz del sol y escuchábamos a los gorriones que se peleaban entre los setos.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué quieres decir?
—Estás muy callada.
—Dijiste que querías que hablara menos.
—No tanto. Me estás asustando.
—Estoy bien —dije. Y añadí—: Problemillas con el novio, por si quieres saberlo.
—Ah —dijo—. El Hombre Maratón.
Abrí los ojos, solo un poco, para ver si se estaba burlando de mí.
—¿Qué pasa? —dijo—. Vamos, cuéntaselo al tío Will.
—No.
—Mi madre va a tener a los de la limpieza corriendo como locos por lo menos otra hora. De algo tendrás que hablar.
Me erguí y me di la vuelta para mirarlo. Esa silla, la que usaba en casa, tenía un botón que elevaba el asiento, lo que le permitía situarse a la altura de su interlocutor. No lo usaba a menudo, pues con frecuencia lo mareaba, pero lo accionó. De hecho, tuve que alzar la vista para mirarlo.
Me eché el abrigo por los hombros y entrecerré los ojos.
—Vale, venga, ¿qué quieres saber?
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —dijo Will.
—Algo más de seis años.
Will pareció sorprendido.
—Eso es mucho tiempo.
—Sí —dije—. Bueno.
Me incliné y le coloqué bien la manta. El sol era engañoso: prometía más de lo que en realidad ofrecía. Pensé en Patrick, que se había levantado a las seis y media de la mañana para ir a su carrera matinal. Tal vez yo debería empezar a correr, de modo que pudiéramos ser una de esas parejas enfundadas en licra. Tal vez debería comprarme ropa interior de volantes y buscar consejos eróticos en Internet. Sabía que no haría ni una cosa ni la otra.
—¿A qué se dedica?
—Es entrenador personal.
—Por eso corre.
—Por eso corre.
—¿Cómo es? En tres palabras, si te sientes incómoda hablando de eso.
Pensé en la pregunta.
—Optimista. Leal. Obsesionado con la proporción de grasa corporal.
—Eso son nueve palabras.
—Las otras seis son gratis. Bueno, entonces, ¿cómo era ella?
—¿Quién?
—Alicia. —Lo miré como antes me había mirado él a mí, a los ojos. Will respiró hondo y miró arriba, a un plátano enorme. El pelo le caía por encima de los ojos y tuve que contener las ganas de apartarlo a un lado.
—Hermosa. Sexi. Muy necesitada de atención. Sorprendentemente insegura.
—¿Cómo es posible que sea insegura? —Las palabras salieron de mi boca antes de que me diera cuenta.
Will casi se mostró divertido.
—Te sorprendería —dijo—. Las mujeres como Lissa invierten tanto en su apariencia que acaban pensando que no tienen más que eso. En realidad, no soy justo. Se le dan bien ciertas cosas. Los objetos: la ropa, la decoración. Es capaz de embellecer las cosas.
Contuve las ganas de decirle que cualquier persona sería capaz de eso si tuviera una cartera tan repleta como la de ella.
—Movía unas pocas cosas en una habitación, y le daba un aspecto completamente diferente. Nunca comprendí cómo lo hacía. —Señaló con un movimiento de cabeza hacia la casa—. Ella se encargó de hacer el pabellón, cuando me mudé.
Me descubrí a mí misma repasando ese salón decorado a la perfección. Comprendí que mi admiración de repente se había vuelto un poco más enrevesada que antes.
—¿Cuánto tiempo estuviste con ella?
—Ocho, nueve meses.
—No es mucho.
—Es mucho para mí.
—¿Cómo os conocisteis?
—En una cena. Una cena horrible. ¿Y tú?
—En la peluquería. Yo era la peluquera. Él era el cliente.
—Ja. Eso sí que es hacer una permanente.
Debí de quedarme perpleja, pues Will negó con la cabeza y añadió en voz baja:
—Da igual.
Dentro, oímos el zumbido monótono de la aspiradora. Había cuatro mujeres de la limpieza, las cuatro con batas idénticas. Me preguntaba qué harían en ese pequeño anexo durante dos horas.
—¿La echas de menos?
Las oí hablando entre ellas. Alguien había abierto una ventana y de vez en cuando nos llegaban sus estallidos de risa.
Will parecía observar algo diferente en la lejanía.
—Antes, sí. —Se volvió hacia mí, hablando en un tono inexpresivo—. Pero he estado pensando en ello, y he llegado a la conclusión de que ella y Rupert hacen buena pareja.
Asentí.
—Van a tener una boda ridícula, uno o dos pequeñajos, como tú los llamas, van a comprar una casa de campo y él se va a tirar a su secretaria antes de que pasen cinco años —dije.
—Es probable que tengas razón.
Empezó a entusiasmarme el tema.
—Y ella va a estar un poco enfadada con él todo el tiempo, en realidad sin saber por qué, y se quejará de él en unas fiestas espantosas para bochorno de sus amigos, y él no va a querer dejarla porque le asusta la pensión que tendría que pagarle.
Will se volvió para mirarme.
—Y van a acostarse una vez cada seis semanas y él adorará a los niños aunque no va a hacer una mierda para ayudar en su educación. Y ella llevará siempre el cabello impecable, pero se le va a poner la cara así —fruncí la boca— por no decir nunca lo que piensa, y se va a hacer adicta al pilates o tal vez se compre un perro o un caballo y se enamore del instructor de equitación. Y él se aficionará a correr al cumplir los cuarenta, y tal vez se compre una Harley-Davidson, que ella no dudará en despreciar, y todos los días irá al trabajo y mirará a los jóvenes del bufete y los oirá en los bares hablando de a quién se ligaron el fin de semana o adónde fueron de parranda y va a sentir, y nunca va a saber por qué, que lo han embaucado.
Me giré.
Will me miraba fijamente.
—Lo siento —dije, al cabo de un momento—. De verdad, no sé de dónde salió todo eso.
—Empiezo a sentir un poquito de lástima por el Hombre Maratón.
—Oh, no es por él —dije—. Es por trabajar en una cafetería durante años. Lo ves y lo oyes todo. Los patrones en el comportamiento de la gente. Te sorprendería saber las cosas que pasan.
—¿Por eso no te has casado?
Parpadeé.
—Supongo.
No quise decirle que en realidad nunca me lo habían pedido.
Tal vez parezca que no hacíamos gran cosa. Pero, en realidad, cada día con Will era sutilmente diferente, según su estado de ánimo y, sobre todo, según la intensidad del dolor que le aquejaba. Algunos días, al llegar por la mañana, notaba, gracias a la inclinación del mentón, que Will no deseaba hablar conmigo (ni con nadie), así que me afanaba en el pabellón, intentando anticiparme a sus necesidades, para no molestarle haciendo preguntas.
Existían todo tipo de causas para los dolores de Will. Padecía un dolor asociado a la pérdida de masa muscular: tenía mucha menos para sujetarlo, a pesar de toda la fisioterapia de Nathan. Padecía dolor estomacal por los problemas digestivos, dolor de hombros, dolor por las infecciones de la vejiga (inevitables, al parecer, a pesar de los esfuerzos de todos). Tuvo una úlcera estomacal por tomar demasiados calmantes en los inicios de su recuperación, cuando los tragaba como si fueran caramelos.
De vez en cuando, le salían llagas por permanecer sentado en la misma postura demasiado tiempo. Un par de veces, Will tuvo que guardar cama solo para que se curasen, pero detestaba permanecer tumbado boca abajo. También sufría dolores de cabeza: un efecto secundario, pensé, de tanta rabia y frustración acumuladas. Tenía muchísima energía mental y nada a que dedicarla. A algún lugar tenía que ir a parar.
Pero nada le resultaba más debilitante que una sensación ardiente en pies y manos: era incesante, palpitante, y le impedía concentrarse en nada. Yo le preparaba un tazón de agua fría y le remojaba las manos y los pies, o los envolvía en toallitas frías, con la esperanza de aminorar la molestia. Un músculo se le dilataba y contraía en la mandíbula y de vez en cuando Will desaparecía dentro de sí mismo, como si solo fuera capaz de hacer frente a esa sensación cuando se ausentaba de su propio cuerpo. Me había acostumbrado de una forma sorprendente a las exigencias corporales de la vida de Will. Qué injusto era que, a pesar de no poder usarlas ni sentirlas, las extremidades le causaran semejante malestar.
Aun así, Will no se quejaba. Por eso tardé semanas en percibir cuánto sufría. Ahora sabía descifrar esa mirada tensa, los silencios, la forma en que parecía esconderse dentro de su propia piel. Me preguntaba, sencillamente: «¿Me podrías traer agua fresca, Louisa?» o «Creo que no me vendrían mal unos calmantes». A veces el dolor era tan intenso que perdía el color y su semblante se volvía palidísimo. Esos eran los peores días.
Pero había otros en que tolerábamos nuestra compañía bastante bien. Ya no se mostraba mortalmente ofendido cuando hablaba con él, como en las primeras semanas. Hoy aparentaba ser un día sin dolores. Cuando la señora Traynor salió a decirnos que las mujeres de la limpieza solo tardarían unos veinte minutos, preparé otra bebida para nosotros dos y dimos un lento paseo por el jardín. Will no se salía de la senda y yo observaba cómo mis zapatos de satén se iban oscureciendo sobre la hierba mojada.
—Interesante elección de calzado —dijo Will.
Eran verde esmeralda. Los había encontrado en una tienda de beneficencia. Patrick se reía de mí diciendo que con ellos parecía la reina de los duendes del bosque.
—Sabes, no vistes como las personas de aquí. Siempre aguardo con curiosidad a ver con qué loca combinación vas a aparecer al día siguiente.
—Entonces, ¿cómo debería vestir alguien de por aquí?
Will giró un poco a la izquierda para evitar una pequeña rama en el camino.
—Lana. O, si eres como mi madre, algo comprado en Jaeger o Whistles. —Me miró—. ¿De dónde vienen esos gustos exóticos? ¿En qué otros lugares has vivido?
—En ninguno.
—¿Solo has vivido aquí? ¿Y dónde has trabajado?
—Solo aquí. —Me di la vuelta y lo miré, con los brazos cruzados sobre el pecho, a la defensiva—. ¿Y? ¿Qué tiene de raro?
—Es un pueblo pequeñísimo. Muy limitado. Y todo se centra en el castillo. —Hicimos una pausa en el camino y nos quedamos mirándolo: se alzaba en la distancia sobre una colina extraña, que se asemejaba a una cúpula, tan perfecto como si lo hubiera dibujado un niño—. Siempre pienso que este es el tipo de lugar al que la gente regresa. Cuando se ha cansado de todo lo demás. O cuando no tiene imaginación para ir a otro lugar.
—Gracias.
—No tiene nada de malo en sí mismo. Pero..., cielo santo. No es exactamente dinámico, ¿verdad? No está exactamente lleno de ideas o gente interesante u oportunidades. Por aquí se cree que es subversivo que la tienda para turistas comience a vender manteles con una vista diferente del ferrocarril en miniatura.
No pude contener la risa. La semana pasada había leído un artículo en el periódico local acerca de ese asunto.
—Tienes veintiséis años, Clark. Deberías salir, conquistar el mundo, meterte en líos en los bares, mostrar tu extraño vestuario a hombres de mala reputación...
—Aquí estoy contenta —dije.
—Bueno, pues no deberías estarlo.
—Te gusta decir a la gente lo que tiene que hacer, ¿verdad?
—Solo cuando sé que tengo razón —dijo—. ¿Te importa colocarme bien la bebida? No la alcanzo.
Giré la pajita de modo que fuera capaz de llegar a ella con facilidad y esperé mientras bebía. Tenía las puntas de las orejas rosadas a causa del frío.
Will hizo una mueca.
—Cielos, para alguien que se ganaba la vida haciendo té, lo haces fatal.
—Lo que pasa es que estás acostumbrado al té lésbico —dije—. Todo ese té chino Lapsang souchong.
—¡Té lésbico! —Casi se ahogó—. Bueno, está más rico que este barniz para madera. ¡Dios! Una cucharilla no se hundiría ahí dentro.
—Vaya, ni el té hago bien. —Me senté en el banco, frente a él—. Entonces, ¿cómo es que tú ofreces tu opinión acerca de todo lo que digo o hago, pero nadie más puede decir ni pío?
—Pues adelante, Louisa Clark. Dime qué opinas tú.
—¿Sobre ti?
Will suspiró, teatral.
—¿Acaso tengo elección?
—Te vendría bien un corte de pelo. Así pareces un vagabundo.
—Ya hablas como mi madre.
—Bueno, es que tienes un aspecto horrible. Por lo menos, aféitate. ¿Es que no te pican todas esas barbas?
Will me miró de soslayo.
—Ah, claro que te pican, ¿verdad? Lo sabía. Vale: esta tarde te lo quito todo.
—Oh, no.
—Sí. Me has pedido mi opinión. Esta es mi respuesta. Tú no tienes que hacer nada.
—¿Y si digo que no?
—A lo mejor lo hago de todos modos. Si sigue creciendo, voy a tener que buscar trocitos de comida ahí dentro. Y, de verdad, si se da el caso me veré obligada a demandarte por riesgo laboral.
Will sonrió entonces, como si le hubiera divertido. Tal vez parezca un poco triste, pero las sonrisas de Will eran tan escasas que provocar una me llenó de orgullo.
—Clark —dijo—. Hazme un favor.
—¿Qué?
—Ráscame la oreja. Me está volviendo loco.
—Si lo hago, ¿me dejas cortarte el pelo? ¿Solo las puntas?
—No tientes la suerte.
—Calla. No me pongas nerviosa. No se me dan bien las tijeras.
Encontré las cuchillas y la espuma de afeitar en el armario del baño, bien al fondo, tras los paquetes de toallitas y algodón, señal de que nadie las había usado en mucho tiempo. Lo llevé al baño, llené el lavabo de agua templada, le pedí que inclinara el reposacabezas hacia atrás y le puse una toallita caliente sobre el mentón.
—¿Qué es esto? ¿Vas a abrir una peluquería? ¿Para qué es la toallita?
—No lo sé —confesé—. Es lo que hacen en las películas. Es como el agua caliente y las toallas cuando alguien está de parto.
No le veía la boca, pero los ojos se entrecerraron, divertidos. Deseé que siguieran así. Deseé que fuera feliz, que desapareciera de su rostro esa mirada angustiada y alerta. Parloteé. Conté chistes. Comencé a canturrear. Hice de todo con tal de prolongar ese momento antes de que volviera el semblante lúgubre.
Me subí las mangas y comencé a enjabonarle la mandíbula, hasta las orejas. Entonces vacilé, con la cuchilla sobre el mentón.
—¿Es este el momento adecuado para decirte que hasta ahora solo he afeitado piernas?
Will cerró los ojos y reposó la cabeza. Comencé a pasar la cuchilla con cuidado. No se oía más que el agua cuando aclaraba la cuchilla. Trabajé en silencio, sin dejar de estudiar la cara de Will Traynor y esas arrugas en las comisuras de la boca, prematuras y demasiado profundas para su edad. Le alisé el pelo a un lado de la cara y vi los rastros delatores de los puntos, que probablemente databan de su accidente. Vi las ojeras amoratadas, que revelaban noches y noches sin dormir, el surco entre las cejas, que indicaba el dolor sufrido en silencio. De la piel emanaba un calor dulce, el aroma de la espuma de afeitar y algo muy característico de Will, discreto y caro. Comenzó a aparecer su rostro y vi lo fácil que le habría resultado atraer a alguien como Alicia.
Trabajé despacio, con cuidado, animada al verlo en paz, aunque solo fuera un momento. Se me ocurrió que las únicas veces que alguien tocaba a Will era por motivos médicos o terapéuticos, así que dejé que mis dedos descansaran levemente en su piel, intentando que mis movimientos no se pareciesen en nada a la deshumanizadora eficiencia que caracterizaba a los de Nathan y a los del médico.
Fue un momento de una extraña intimidad, este afeitado. Comprendí que había dado por supuesto que su silla de ruedas sería una barrera, que su discapacidad impediría toda sensualidad. Curiosamente, no fue así. Era imposible estar tan cerca de alguien, sentir la piel tirante bajo los dedos, inspirar el mismo aire que espiraba, sin perder un poco el equilibrio. Para cuando llegué a la otra oreja había comenzado a sentir algo perturbador, como si hubiera cruzado una frontera invisible.
Tal vez Will fue capaz de descifrar los sutiles cambios en la presión de mis movimientos; tal vez se había vuelto más sensible a los estados de ánimo de las personas que tenía cerca. En cualquier caso, abrió los ojos y vi que miraban fijamente los míos.
Hubo una breve pausa, tras la cual dijo, sin cambiar de expresión:
—Por favor, no me digas que también me has afeitado las cejas.
—Solo una —contesté. Aclaré la hoja de la cuchilla, con la esperanza de que el rubor de mis mejillas ya no se notara cuando me diese la vuelta—. Bueno —dije al fin—. ¿Vale así? Nathan va a venir pronto, ¿no?
—¿Y mi pelo? —preguntó.
—¿De verdad quieres que te lo corte?
—Ya que estamos.
—Creí que no confiabas en mí.
Se encogió de hombros, o eso me pareció. Fue un movimiento sutilísimo.
—Si así dejas de quejarte durante un par de semanas, creo que es un riesgo razonable.
—Oh, Dios mío, tu madre va a estar encantada —dije, limpiando el último resto de la espuma de afeitar.
—Sí, bueno, no permitamos que eso nos desanime
Le corté el pelo en el salón. Encendí el fuego, pusimos una película (un thriller estadounidense) y le pasé una toalla por encima de los hombros. Le advertí que llevaba mucho sin practicar, pero añadí que no era posible empeorar su peinado.
—Gracias por el cumplido —dijo.
Me puse manos a la obra: su cabello se deslizó entre mis dedos mientras intentaba recordar las pocas cosas que había aprendido. Will, atento a las imágenes, parecía relajado y casi contento. De vez en cuando hacía algún comentario sobre la película (en qué otras obras salía el actor principal, dónde la había visto por primera vez) y yo respondía con algún sonido que denotaba un vago interés (como hago con Thomas cuando me pide jugar con sus juguetes), si bien tenía puesta toda mi atención en no trasquilarlo. Por fin, terminé con la peor parte y me situé frente a él para ver qué aspecto tenía.
—¿Y bien? —Will paró el vídeo.
Me enderecé.
—No sé si me gusta verte tanto la cara. Es un poco desconcertante.
—Hace más frío —observó Will, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, como si comprobara la sensación.
—Un momento —dije—. Voy a buscar dos espejos. Así podrás verte bien. Pero no te muevas. Aún me queda un poco por arreglar. Tal vez tenga que cortar una oreja.
Estaba en el dormitorio, hurgando en los cajones en busca de un espejo de mano, cuando oí la puerta. Dos pares de pies apresurados y la voz de la señora Traynor, tensa, que se alzó.
—Georgina, por favor, no.
La puerta del salón se abrió con brusquedad. Cogí el espejo y salí corriendo. No tenía intención de que me volviera a encontrar lejos de Will. La señora Traynor se encontraba ante el umbral del salón, tapándose la boca con ambas manos, testigo, al parecer, de una confrontación inevitable.
—¡Eres el hombre más egoísta que he conocido! —gritó la joven—. No puedo creerlo, Will. Eras egoísta antes y ahora eres aún peor.
—Georgina. —La mirada de la señora Traynor se clavó en mí cuando me acerqué—. Por favor, ya basta.
Entré en el salón detrás de ella. Will, con la toalla alrededor de los hombros y los mechones de cabello castaño caídos entre las ruedas de la silla, hacía frente a una mujer joven. Tenía una larga melena oscura, recogida en la nuca de manera descuidada. Estaba bronceada y vestía unos vaqueros y unas botas de ante de aspecto envejecido y carísimo. Como los de Alicia, sus rasgos eran bellos y equilibrados, los dientes tenían la asombrosa blancura de un anuncio televisivo. Los vi porque mostraba una cara descompuesta por la rabia y no dejaba de bufar a Will.
—No puedo creerlo. No puedo creerme que se te ocurra semejante idea. ¿Qué te...?
—Por favor, Georgina. —La voz de la señora Traynor se alzó, cortante—. No es el momento.
Will, impasible, tenía la mirada clavada en un lugar invisible frente a él.
—Hum... ¿Will? ¿Necesitas ayuda? —pregunté en voz baja.
—Y tú ¿quién eres? —dijo la joven, que se dio la vuelta. Fue entonces cuando vi que tenía los ojos cubiertos de lágrimas.
—Georgina —dijo Will—, te presento a Louisa Clark, mi cuidadora y peluquera de asombrosa creatividad. Louisa, te presento a mi hermana, Georgina. Al parecer, ha volado ni más ni menos que desde Australia para echarme la bronca.
—No seas simplista —dijo Georgina—. Mamá me lo ha contado. Me lo ha contado todo.
Nadie se movió.
—¿Me voy un momento? —pregunté.
—Eso sería una buena idea. —Los nudillos de la señora Traynor estaban blancos en el brazo del sofá.
Salí de la sala.
—De hecho, Louisa, tal vez sea un buen momento para que vayas a comer.
Iba a ser uno de esos días de buscar cobijo en una marquesina de autobús. Cogí los sándwiches de la cocina, me puse el abrigo y salí por la puerta de atrás.
Al marcharme, oí cómo la voz de Georgina se alzaba dentro de la casa.
—¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza, Will, que, por increíble que te parezca, esto no te incumbe solo a ti?
Cuando volví, exactamente media hora más tarde, la casa estaba en silencio. Nathan lavaba una taza en el fregadero de la cocina. Se dio la vuelta al verme.
—¿Qué tal estás?
—¿Se ha ido?
—¿Quién?
—La hermana.
Nathan miró detrás de sí.
—Ah. ¿Era la hermana? Sí, se ha ido. Salió derrapando con el coche cuando yo llegué. ¿Una trifulca familiar?
—No lo sé —dije—. Estaba cortándole el pelo a Will y apareció esta mujer y comenzó a gritarle. Supuse que era otra novia.
Nathan se encogió de hombros.
Comprendí que no le interesarían las nimiedades de la vida privada de Will, incluso si las supiera.
—Está un poco callado. Buen trabajo con el afeitado, por cierto. Qué bien que lo hayas sacado de detrás de esa mata de pelos.
Volví al salón. Will estaba sentado frente a la televisión, que aún seguía pausada en la misma imagen que cuando me fui.
—¿Quieres que lo ponga de nuevo? —pregunté.
Durante un minuto, no dio muestras de haberme oído. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y la expresión tranquila de antes había quedado oculta tras un velo. Will se había encerrado dentro de sí mismo una vez más, en un lugar al que yo no podía llegar.
Parpadeó, como si acabara de notar mi presencia.
—Vale —dijo.
Llevaba la cesta de la colada por el pasillo cuando las oí. La puerta del pabellón estaba entreabierta y las voces de la señora Traynor y su hija llegaban por el pasillo, débiles, a ráfagas. La hermana de Will sollozaba en silencio y la furia había abandonado su voz. Hablaba casi como una niña pequeña.
—Tiene que haber algo que puedan hacer. Algún avance médico. ¿No lo podrías llevar a Estados Unidos? Ahí siempre hay mejoras.
—Tu padre sigue con mucha atención todos los avances. Pero no, cariño, no hay nada... concreto.
—Está... tan diferente. Parece decidido a no ver las cosas buenas.
—Ha sido así desde el comienzo, George. Es solo que tú no pasaste tiempo con él, salvo cuando viniste de visita a casa. Por aquel entonces, creo que todavía se mostraba... resuelto. Por aquel entonces, estaba seguro de que algo iba a cambiar.
Me sentí un poco incómoda al escuchar una conversación tan íntima. Pero la extrañeza de las palabras me incitó a acercarme. Me descubrí caminando a hurtadillas hacia la puerta, sin hacer ruido alguno.
—Mira, papá y yo no te dijimos nada. No queríamos que te afectara. Pero Will intentó... —La señora Traynor forcejeó para encontrar palabras—. Will intentó... Intentó matarse.
—¿Qué?
—Papá lo encontró. Fue en diciembre. Fue..., fue espantoso.
Si bien esto solo confirmaba mis sospechas, me quedé de piedra. Oí un llanto apagado, unos susurros consoladores. Hubo otro largo silencio. Y entonces Georgina, con la voz cargada de pena, habló de nuevo.
—¿Esa chica...?
—Sí. Louisa está para que no vuelva a ocurrir.
Me quedé helada. Al otro lado del pasillo, desde el baño, oí a Nathan y a Will, que hablaban en murmullos, ajenos a la conversación que tenía lugar a tan solo unos pasos de ellos. Di un paso hacia la puerta. Supongo que lo había sabido desde el momento mismo en que vi esas cicatrices en las muñecas. Lo explicaba todo, al fin y al cabo: la ansiedad de la señora Traynor cuando dejaba a Will solo demasiado tiempo, la antipatía de Will al conocerme, todos esos momentos larguísimos en que yo sentía que no estaba haciendo nada útil. No era más que una niñera. Yo no lo sabía, pero Will sí, y por eso me odiaba.
Llevé la mano al picaporte, preparada para cerrar la puerta con delicadeza. Me pregunté si Nathan lo sabía. Me pregunté si Will era más feliz ahora. Comprendí que sentía un alivio, tan leve como egoísta, al descubrir que Will no tenía objeciones contra mí, sino contra el hecho de que hubieran contratado a alguien para observarlo. Esos pensamientos me asaltaban con tal fuerza que casi me perdí la siguiente parte de la conversación.
—No puedes dejar que lo haga, mamá. Tienes que impedírselo.
—No está en nuestras manos, cariño.
—Pero sí. Lo está si te pide que intervengas —protestó Georgina.
El picaporte se quedó inmóvil en mi mano.
—No puedo creer que estés de acuerdo con esto. ¿Y tu religión? ¿Y todo lo que has hecho? ¿Qué sentido tiene que lo salvaras la última vez, maldita sea?
La voz de la señora Traynor habló con una calma deliberada.
—Eso no es justo.
—Pero has dicho que lo llevarías. ¿Qué...?
—¿Es que crees que, si me niego, no se lo pediría a otra persona?
—Pero ¿Dignitas? Está mal. Sé que es duro para él, pero esto os va a destrozar a ti y a papá. Lo sé. ¡Piensa en cómo te sentirías! ¡Piensa en el qué dirán! ¡Tu trabajo! ¡Vuestra reputación! Seguro que él lo sabe. Qué egoísta es al pedirlo. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede hacer algo así? ¿Cómo puedes tú hacer algo así? —Comenzó a sollozar de nuevo.
—George...
—No me mires así. A mí me importa Will, mamá. Claro que sí. Es mi hermano y lo quiero. Pero esto es insoportable. No puedo ni pensar en ello. Él hace mal en pedirlo y tú haces mal en considerarlo. Y no es solo su vida lo que va a destrozar si continúas con esto.
Di un paso hacia atrás. Mi sangre latía con tal fuerza contra las sienes que casi no oí la respuesta de la señora Traynor.
—Seis meses, George. Me prometió concederme seis meses. No quiero que vuelvas a hablar de esto, y menos aún con otras personas. Y tenemos... —Respiró hondo—. Tenemos que rezar mucho para que, en estos seis meses, ocurra algo que le haga cambiar de idea.