La nieve llegó tan de repente que salí de casa bajo un cielo azul y diáfano y antes de media hora caminaba ante un castillo que parecía la decoración de una tarta, rodeado de una gruesa capa de nata.
Avancé a duras penas por la calzada, con pasos amortiguados y los dedos de los pies entumecidos, tiritando bajo mi abrigo de seda demasiado fino. Un remolino de copos blancos surgió de una infinidad grisácea y casi oscureció Granta House, amortiguando el sonido y ralentizando el mundo hasta una pesadez antinatural. Más allá de los setos pulcramente podados, los coches avanzaban con una cautela recién descubierta y los transeúntes se resbalaban y chillaban por las aceras. Me cubrí la nariz con la bufanda y deseé haberme puesto algo más apropiado que unas zapatillas de ballet y un minivestido de terciopelo.
Para mi sorpresa no fue Nathan quien abrió la puerta, sino el padre de Will.
—Está en la cama —dijo, echando un vistazo bajo el porche—. No está demasiado bien. Me estaba preguntando si llamar al médico.
—¿Dónde está Nathan?
—Tiene la mañana libre. Por supuesto, tenía que ser hoy. La maldita enfermera de la agencia vino y se fue en menos de seis segundos. Si sigue nevando así no sé qué haremos más tarde. —Se encogió de hombros, como si todo ello fuera inevitable, y desapareció por el pasillo, aliviado, al parecer, por no tener que permanecer al cargo—. Ya sabes lo que necesita, ¿verdad? —dijo por encima del hombro.
Me quité el abrigo y los zapatos y, como sabía que la señora Traynor estaba en el tribunal (marcaba las fechas en un diario en la cocina de Will), puse a secar los calcetines mojados sobre un radiador. Había un par de Will en la cesta de la ropa limpia, así que me los puse. Me quedaban cómicamente grandes, pero era una bendición tener los pies cálidos y secos. Will no respondió cuando lo llamé, así que al cabo de un rato le preparé una bebida, llamé a la puerta sin hacer ruido y asomé la cabeza. En la penumbra tan solo distinguí una forma bajo el edredón. Estaba profundamente dormido.
Di un paso atrás, cerré la puerta detrás de mí y comencé con las tareas de la mañana.
Mi madre alcanzaba una satisfacción casi física ante una casa bien ordenada. Yo había estado pasando la aspiradora y limpiando a diario durante un mes, y aún no veía aliciente alguno. Sospeché que jamás dejaría de preferir que otra persona se encargara de ello.
Sin embargo, en un día como este, con Will recluido en la cama, en medio de un mundo paralizado, vi que existía una especie de placer ensimismado en trabajar de un lado al otro del pabellón. Mientras quitaba polvo y sacaba brillo, llevaba la radio conmigo de una habitación a otra, siempre con el volumen bajo para no molestar a Will. De vez en cuando asomaba la cabeza por la puerta, solo para comprobar que aún respiraba, y solo cuando dio la una y aún no se había despertado comencé a inquietarme.
Llené el cesto de la leña y noté que la nieve ya tenía un grosor de varios centímetros. Preparé una bebida fresca para Will y llamé a la puerta. Cuando golpeé de nuevo, lo hice con fuerza.
—¿Sí? —Tenía la voz ronca, como si lo hubiera despertado.
—Soy yo. —Como no respondió, añadí—: Louisa. ¿Puedo entrar?
—¿Ahora que iba a hacer el baile de los siete velos?
La habitación estaba sumida en sombras, las cortinas aún echadas. Entré, dejando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Will se hallaba tumbado sobre un costado, con un brazo doblado frente a él, como si fuera a levantarse, tal y como estaba cuando miré antes. A veces era fácil olvidar que no podía darse la vuelta por sí mismo. El pelo sobresalía por un lado y el edredón envolvía su cuerpo pulcramente. El olor a hombre, cálido y sin lavar, llenaba la habitación: no era desagradable, pero sí un poco sorprendente que formara parte de una jornada laboral.
—¿Qué puedo hacer? ¿Quieres tomar la bebida?
—Tengo que cambiar de postura.
Dejé la bebida sobre una cómoda y me acerqué a la cama.
—¿Qué...? ¿Qué quieres que haga?
Will tragó saliva con cuidado, como si fuera doloroso.
—Levántame y dame la vuelta, luego alza la parte superior de la cama. Aquí... —Con un gesto de la cabeza me indicó que me acercase—. Pasa los brazos bajo los míos, agárrate las manos detrás de mi espalda y tira hacia ti. Mantén el trasero en la cama y así no te harás daño en la espalda.
No podía fingir que esto no era raro. Pasé los brazos alrededor de Will, cuyo olor me envolvió, su piel cálida contra la mía. No era posible estar más cerca de él a menos que comenzara a mordisquearle la oreja. Al pensarlo me dio la risa, y me costó mantener la compostura.
—¿Qué?
—Nada. —Respiré hondo, estreché las manos y ajusté mi postura hasta que sentí que lo tenía agarrado de un modo seguro. Era más corpulento de lo que me había esperado, un poco más pesado. Y entonces, tras contar hasta tres, tiré hacia mí.
—Cielo santo —exclamó Will contra mi hombro.
—¿Qué? —Casi le dejé caer.
—Tienes las manos heladas.
—Sí. Bueno, si te hubieras molestado en salir de la cama, sabrías que está nevando.
Hablaba medio en broma, pero noté que tenía la piel caliente bajo la camiseta: un calor intenso que parecía emanar del centro de su ser. Gruñó un poco cuando lo apoyé contra la almohada, e intenté que mis movimientos fueran tan lentos y delicados como me fue posible. Will señaló el mando que levantaría la parte de la cama donde apoyaba la cabeza y los hombros.
—Pero no mucho —murmuró—. Estoy un poco mareado.
Encendí la luz de la mesilla, sin hacer caso de su débil protesta, para poder verle la cara.
—Will..., ¿estás bien? —Tuve que decirlo dos veces antes de que me respondiera.
—He tenido días mejores.
—¿Necesitas calmantes?
—Sí..., de los fuertes.
—¿Paracetamol, tal vez?
Se tumbó contra la almohada fría con un suspiro.
Le di la taza y observé cómo tragaba.
—Gracias —dijo al fin, y sentí una súbita inquietud.
Will nunca me daba las gracias por nada.
Cerró los ojos y, por un momento, me quedé ahí, en el umbral, mirándolo; su pecho se alzaba y se hundía bajo la camiseta, la boca entreabierta. Tenía una respiración superficial y tal vez un poco más entrecortada de lo habitual. Pero nunca lo había visto fuera de su silla y no estaba segura de si tenía algo que ver con la presión de estar acostado.
—Vete —murmuró.
Me fui.
Leí mi revista, alzando la vista solo para ver cómo la nieve formaba una densa capa alrededor de la casa, dibujando paisajes esponjosos en las repisas de las ventanas. Mi madre me envió un mensaje a las doce y media en el que me decía que mi padre no podía sacar el coche a la calle. «No vuelvas a casa sin llamarnos primero», me indicaba. No sé qué pretendía hacer: ¿enviar a mi padre con un trineo y un san bernardo?
Escuché las noticias locales de la radio, los atascos en la autopista, la suspensión de los viajes en tren y el cierre temporal de los colegios que había ocasionado el inesperado temporal. Volví a la habitación de Will y lo miré de nuevo. No me gustaba el color que tenía. Estaba pálido y tenía puntos de una tonalidad brillante en cada mejilla.
—¿Will? —dije en voz baja.
No se movió.
—¿Will?
Comencé a sentir leves punzadas de pánico. Dije su nombre dos veces más, cada vez más alto. No hubo respuesta. Al fin, me incliné sobre él. No percibí movimientos visibles en su rostro, nada en su pecho. Su respiración. Debería ser capaz de notar su respiración. Acerqué mi cara a la suya, en un intento de detectar el aliento. Como no lo logré, le cogí de la mano y le toqué la cara con delicadeza.
Will se estremeció y de repente abrió los ojos, a tan solo unos centímetros de los míos.
—Lo siento —dije, y me eché hacia atrás.
Will parpadeó y echó un vistazo a la habitación, como si estuviera lejos de casa.
—Soy Lou —dije, al no estar segura de si me había reconocido.
Su gesto reveló una leve exasperación.
—Lo sé.
—¿Quieres un poco de sopa?
—No. Gracias. —Cerró los ojos.
—¿Más calmantes?
Tenía una ligera capa de sudor en los pómulos. Estiré la mano: el edredón, de un modo vago, parecía caliente y sudado.
—¿Hay algo que debería estar haciendo? Quiero decir, si Nathan no puede venir.
—No... Estoy bien —murmuró Will y cerró los ojos de nuevo.
Repasé la carpeta, intentando averiguar si me había perdido algo. Abrí el botiquín, la caja de guantes de látex y los apósitos de gasa, y comprendí que no tenía la menor idea de cómo usar nada de eso. Llamé por el interfono al padre de Will, pero el sonido del timbre desapareció en una casa vacía. Oí cómo resonaba más allá de la puerta del pabellón.
Estaba a punto de llamar a la señora Traynor cuando se abrió la puerta trasera y entró Nathan, envuelto en capas y capas de ropa, una bufanda de lana y un gorro que casi ocultaba su cabeza por completo. Trajo consigo un golpe de viento frío y una leve ráfaga de nieve.
—Hola —saludó, mientras se sacudía la nieve de las botas y cerraba la puerta detrás de sí.
Sentí que la casa acababa de despertarse de un sueño irreal.
—Oh, gracias a Dios que estás aquí —dije—. No se siente bien. Ha estado dormido casi toda la mañana y no ha bebido casi nada. No sabía qué hacer.
Nathan se quitó el abrigo.
—He tenido que venir hasta aquí a pie. No hay autobuses.
Fui a hacerle té y él fue a ver cómo estaba Will.
Reapareció antes de que el agua de la tetera rompiera a hervir.
—Está ardiendo —dijo—. ¿Cuánto tiempo ha estado así?
—Toda la mañana. Pensé que estaba caliente, pero él me dijo que solo quería dormir.
—Dios. ¿Toda la mañana? ¿No sabías que no puede regular su temperatura corporal? —Pasó ante mí y comenzó a hurgar en el botiquín—. Antibióticos. Los fuertes. —Sacó un frasco, echó uno al mortero y lo trituró con furia.
Vacilé detrás de él.
—Le di paracetamol.
—Como si le hubieras dado un caramelo.
—No lo sabía. Nadie me dijo nada. Lo arropé bien.
—Está en la maldita carpeta. Mira, Will no suda como nosotros. De hecho, no suda en absoluto por debajo de su lesión. Eso quiere decir que si se resfría un poco su indicador de la temperatura se vuelve loco. Ve a buscar el ventilador. Lo vamos a poner ahí para ayudar a refrescarlo. Y una toalla húmeda, para echársela al cuello. No vamos a poder llevarlo al médico hasta que deje de nevar. Maldita enfermera de la agencia. Debería haberlo visto esta mañana.
Nunca había visto tan enfadado a Nathan. En realidad, ya no era conmigo con quien hablaba.
Fui corriendo en busca del ventilador.
Casi pasaron cuarenta minutos antes de que la temperatura corporal de Will volviera a un nivel aceptable. Mientras esperábamos a que las potentísimas medicinas contra la fiebre surtieran efecto, coloqué una toalla sobre la frente y otra alrededor del cuello de Will, como me pidió Nathan. Lo desnudamos, cubrimos el pecho con una fina sábana de algodón y situamos el ventilador al lado. Sin mangas, las cicatrices de los brazos quedaron claramente expuestas. Ambos fingimos no verlas.
Will soportó toda esta atención en un silencio casi completo, respondiendo a las preguntas de Nathan con síes y noes tan débiles que a veces me preguntaba si sabía lo que estaba diciendo. Comprendí, ahora que lo veía a la luz, que parecía muy enfermo y me sentí fatal por no haberlo percibido antes. Le pedí perdón a Nathan una y otra vez hasta que me dijo que ya me estaba poniendo pesada.
—Vale —dijo—. Mira bien lo que estoy haciendo. Es posible que algún día tengas que hacerlo tú sola.
No tuve fuerzas para protestar. Aun así, me resultó difícil no sentirme aprensiva cuando Nathan le bajó el pijama a Will, dejando a la vista una franja pálida del estómago, y quitó con cuidado la gasa que rodeaba el pequeño tubo del abdomen, que limpió con delicadeza, para luego cambiarle el apósito. Me mostró cómo sustituir la bolsa de la cama, me explicó por qué siempre debía encontrarse más baja que el cuerpo de Will, y me sorprendí a mí misma al salir de la habitación con esa bolsa de líquido caliente, tan tranquila. Me alegró que Will no estuviera mirándome: no solo porque habría soltado algún comentario mordaz, sino porque sospechaba que ser testigo de sus hábitos más íntimos lo habría avergonzado a él también.
—Y eso es todo —dijo Nathan. Por fin, una hora más tarde, Will yacía dormitando sobre unas sábanas de algodón limpias, con aspecto de estar, si no bien, al menos no alarmantemente enfermo.
—Deja que duerma. Pero despiértalo al cabo de un par de horas y que se tome la mayor parte de una taza con líquido. Más medicinas contra la fiebre a las cinco, ¿vale? Es probable que su temperatura vuelva a subir a última hora, pero no antes de las cinco.
Lo apunté todo en una libreta. Temí equivocarme en algo.
—Tendrás que repetir esta noche lo que acabamos de hacer. ¿Podrás? —Nathan se envolvió como un esquimal y se dirigió a la nieve—. Lee la carpeta. Y no tengas miedo. Si hay algún problema, llámame. Te iré indicando cómo hacerlo. Si de verdad es necesario, vuelvo.
Me quedé en la habitación de Will cuando Nathan se fue. Me asustaba demasiado dejarlo solo. En un rincón había un viejo sillón de cuero con una lámpara para leer, tal vez procedente de la vida anterior de Will, y me acurruqué ahí con un libro de relatos que saqué de la estantería.
Reinaba una extraña paz en esa habitación. Entre las rendijas de las cortinas veía el mundo de fuera, cubierto de nieve, inmóvil y hermoso. La habitación estaba cálida y en silencio, y tan solo los ocasionales ruidos de la calefacción central interrumpían mis pensamientos. Me puse a leer, y de vez en cuando alzaba la vista y miraba a Will, que dormía plácidamente, y comprendí que nunca antes en mi vida había habido un momento en el que me sentara en silencio, sin hacer nada. Es imposible acostumbrarse al silencio al crecer en una casa como la mía, con los ruidos incesantes de la lavadora, la televisión y las voces que hablan a gritos. Durante esos raros momentos en que la televisión estaba apagada, mi padre ponía discos de Elvis a todo volumen. También una cafetería es una constante sucesión de ruido y voces.
Aquí, podía oír mis pensamientos. Casi oía el latido de mi corazón. Comprendí, para mi sorpresa, que me gustaba mucho.
A las cinco, mi móvil emitió la señal de que había recibido un mensaje. Will se revolvió y yo salté del sillón, deseosa de alcanzar el móvil antes de que lo molestara.
Respondí sin detenerme a pensarlo.
Llamé a mis padres y les dije que me iba a quedar. Mi madre pareció aliviada. Cuando le comenté que me iban a pagar la noche, pareció encantada.
—¿Lo has oído, Bernard? —dijo, tapando el teléfono con media mano—. Le van a pagar por quedarse a dormir.
Oí la exclamación de mi padre: «Loado sea el Señor. Ha encontrado el trabajo de sus sueños».
Envié un mensaje a Patrick, en el que le decía que me habían pedido que me quedara en el trabajo y que le llamaría más tarde. El mensaje de respuesta llegó al cabo de unos segundos.
Me pregunté cómo era posible que alguien se entusiasmara tanto ante la idea de correr a bajo cero en camiseta y pantalón de chándal.
Will dormía. Me preparé algo de comer y descongelé una sopa por si acaso le entraba hambre más tarde. Encendí el fuego en la chimenea, por si se sentía bastante bien para ir al salón. Leí otro relato y me pregunté cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me compré un libro. De niña me encantaba leer, pero no recordaba haber leído nada salvo revistas desde entonces. La lectora era Treena. Tener un libro entre las manos era casi una invasión de su territorio. Pensé en ella y en Thomas, que desaparecerían en la universidad, y comprendí que aún no sabía si me alegraba o me entristecía... o algo un poco más complicado, mezcla de ambas emociones.
Nathan llamó a las siete. Pareció aliviado al saber que yo me quedaba.
—No he conseguido hablar con el señor Traynor. Incluso llamé al número del fijo, pero saltó directamente el contestador.
—Sí. Bueno. Se habrá ido.
—¿Se habrá ido?
Sentí un pánico súbito e instintivo ante la idea de que Will y yo fuéramos a estar solos en la casa toda la noche. Tuve miedo a equivocarme de nuevo en algo esencial, de poner en peligro la salud de Will.
—Entonces, ¿debería llamar a la señora Traynor?
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.
—No. Mejor que no.
—Pero...
—Mira, Lou, a menudo él..., a menudo él se va a otra parte cuando la señora T se queda en la ciudad.
Tardé un minuto o dos en comprender lo que estaba diciendo.
—Oh.
—Lo bueno es que tú estás ahí, eso es todo. Si estás segura de que Will tiene mejor aspecto, vuelvo mañana a primera hora.
Hay horas normales y hay horas yermas, en las que el tiempo se estanca y se desliza, donde la vida (la vida real) solo existe en otro lugar. Vi un poco la televisión, comí y recogí la cocina, deambulé por el pabellón en silencio. Al final, me permití volver a la habitación de Will.
Will se movió cuando cerré la puerta: giró a medias la cabeza.
—¿Qué hora es, Clark? —Su voz sonó amortiguada levemente por la almohada.
—Las ocho y cuarto.
Dejó caer la cabeza y digirió la noticia.
—¿Me traes algo de beber?
No quedaba en él nada de agudeza, de intensidad. Al parecer, la enfermedad al fin lo había vuelto vulnerable. Le di la bebida y encendí la lámpara de la mesilla de noche. Me senté al borde de la cama y le palpé la frente, como hacía mi madre cuando yo era niña. Aún estaba un poco caliente, pero nada que ver con lo de antes.
—Qué manos más frías.
—Ya te quejaste antes de eso.
—¿De verdad? —Parecía sinceramente sorprendido.
—¿Quieres un poco de sopa?
—No.
—¿Estás cómodo?
Nunca sabía lo incómodo que se encontraba, pero sospechaba que era más de lo que admitía.
—Estaría bien ponerme del otro lado. Dame la vuelta, sin más. No necesito sentarme.
Pasé por encima de la cama y lo moví, con sumo cuidado. Ya no irradiaba un calor maligno, tan solo la calidez habitual de un cuerpo que ha pasado horas bajo un edredón.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
—¿No deberías estar ya camino de casa?
—Está bien —dije—. Voy a pasar aquí la noche.
Fuera, la última luz hacía tiempo que se había extinguido. La nieve seguía cayendo. Donde se cruzaba con el resplandor del porche que salía por la ventana, la nieve se bañaba en una luz dorada, pálida y melancólica. Nos quedamos ahí sentados, en un silencio lleno de paz, observando la hipnótica caída de los copos.
—¿Puedo preguntarte algo? —dije, al fin. Veía las manos de Will encima de la sábana. Qué extraño era que tuvieran un aspecto tan normal, tan fuerte, y que al mismo tiempo fueran tan inútiles.
—Sospecho que lo vas a hacer de todos modos.
—¿Qué ocurrió? —No dejaba de preguntarme acerca de esas marcas en las muñecas. Era la única pregunta que era incapaz de hacerle directamente.
Will abrió un ojo.
—¿Cómo acabé así?
Cuando asentí, Will cerró los ojos de nuevo.
—Un accidente de moto. Mío no. Yo no era más que un peatón inocente.
—Pensé que habría sido esquiando o haciendo puenting o algo así.
—Todo el mundo piensa eso. Una pequeña broma de Dios. Cruzaba la calle al lado de casa. No esta —dijo—. Mi casa de Londres.
Miré los libros de la estantería. Entre las novelas, los muy manoseados tomos en rústica de Penguin, había tratados de negocios: Ley corporativa, Oferta de adquisición, directorios de nombres que no reconocí.
—¿Y no había manera de continuar con tu trabajo?
—No. Ni con el apartamento, las vacaciones, la vida... Creo que has conocido a mi exnovia. —El cambio en la voz no logró ocultar su amargura—. Pero, al parecer, debería estar agradecido, pues durante un tiempo creyeron que no iba a sobrevivir.
—¿Lo odias? Vivir aquí, quiero decir.
—Sí.
—¿Existe alguna posibilidad de que puedas volver a vivir en Londres?
—No, así no.
—Pero tal vez mejores. Nathan dijo que hay muchos avances con este tipo de lesiones.
Will cerró los ojos de nuevo.
Esperé, tras lo cual ajusté la almohada bajo la cabeza de Will y el edredón alrededor del pecho.
—Lo siento —dije, incorporándome—. Hago demasiadas preguntas. ¿Quieres que me vaya?
—No. Quédate un rato. Habla conmigo. —Tragó saliva. Sus ojos se abrieron de nuevo y su mirada se cruzó con la mía. Tenía el aspecto de arrastrar un cansancio insoportable—. Cuéntame algo bueno.
Vacilé un momento, tras lo cual me apoyé contra la almohada, junto a él. Estábamos sentados en una oscuridad casi completa, observando los copos de nieve brevemente iluminados que desaparecían en la noche negra.
—Sabes... Yo solía decirle eso a mi padre —dije al fin—. Pero, si te cuento lo que me solía responder, vas a pensar que estoy loca.
—¿Más aún?
—Cuando tenía una pesadilla o estaba triste o asustada por algo, solía cantarme... —Comencé a reír—. Oh... No puedo.
—Vamos.
—Solía cantarme la Canción de Molahonkey.
—¿La qué?
—La Canción de Molahonkey. Antes pensaba que la conocía todo el mundo.
—Créeme, Clark —murmuró Will—. Soy virgen en cuestiones Molahonkey.
Respiré hondo, cerré los ojos y comencé a cantar.
Ojalá-lá-lá-lá viviera en Molahonkey,
la-la-la-la tierra donde nací.
Y ahí tocara mi viejo banjo-o-o-o,
mi viejo banjo, que se estropeó ó-ó-ó.
—Dios santo.
Respiré hondo una vez más.
Lo-lo-lo-lo llevé a la casa de empeños,
a que-que-que arreglaran mi pequeño,
me dijeron que las cuerdas se desbarataron,
que no había nada que hacer-er-er.
Se hizo un breve silencio.
—Estás loca. Toda tu familia está loca.
—Pero funcionaba.
—Y cantas de pena. Espero que tu padre cantara mejor.
—Creo que lo que querías decir es: «Gracias, señorita Clark, por intentar entretenerme».
—Supongo que tiene tanto sentido como toda la psicoterapia que he recibido. Vale, Clark —dijo—, cuéntame algo más. Sin cantar.
Pensé un momento.
—Hum..., vale, bueno... ¿A que el otro día estabas mirando mis zapatos?
—Era difícil no mirarlos.
—Pues mi madre dice que sabe cuándo empezaron a gustarme los zapatos raros: a los tres años. Me compró unas botas de goma con purpurina turquesa brillante, que no eran nada comunes por aquel entonces: los niños tenían botas verdes o, con suerte, rojas. Y me dijo que desde el día en que las llevó a casa yo me negué a quitármelas. Las llevaba puestas en la cama, en el baño, en la guardería, todo el verano. Mi ropa favorita eran esas botas azul turquesa y mis leotardos de abejorro.
—¿Leotardos de abejorro?
—A rayas negras y amarillas.
—Preciosos.
—Qué cruel eres.
—Bueno, es la verdad. Suenan vomitivos.
—Tal vez te parezcan vomitivos a ti, pero, sorprendentemente, Will Traynor, no todas las chicas se visten para gustar a los hombres.
—Qué chorrada.
—No, no lo es.
—Las mujeres lo hacen todo pensando en los hombres. Todo el mundo hace las cosas pensando en el sexo. ¿Es que no has leído La reina roja?
—No tengo ni idea de qué estás hablando. Pero te puedo asegurar que no estoy sentada en tu cama cantando la Canción de Molahonkey con segundas intenciones. Y cuando tenía tres años me gustaba mucho, muchísimo, llevar las piernas a rayas.
Comprendí que la ansiedad que me había atenazado durante todo el día comenzaba, poco a poco, a diluirse con cada comentario de Will. Ya no era la única responsable de un pobre tetrapléjico. Era solo yo, sentada junto a un tipo especialmente sarcástico, enfrascada en una conversación.
—Y, entonces, ¿qué fue de esas bellas botas de purpurina?
—Mi madre tuvo que tirarlas. Me salió pie de atleta.
—Qué maravilla.
—Y tiró los leotardos también.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero me puse tristísima. No volví a tener unos leotardos que me gustaran tanto. Ya no los hacen así. O al menos no para adultos.
—Vaya, qué raro.
—Oh, ríete todo lo que quieras. ¿Es que nunca te ha gustado algo muchísimo, más que nada?
Apenas podía verle ahora, la habitación estaba envuelta en la creciente oscuridad. Podría haber encendido la luz del techo, pero algo me detuvo. Y casi tan pronto como reparé en lo que había dicho, deseé no haberlo hecho.
—Sí —dijo, en voz baja—. Sí, claro.
Hablamos un poco más, hasta que Will se adormeció. Permanecí ahí acostada, observando su respiración, y preguntándome de vez en cuando qué diría si se despertara y me descubriera mirándolo, con ese pelo demasiado largo, los ojos cansados, el nacimiento hirsuto de la barba. Pero no conseguí apartarme. Las horas se habían vuelto irreales, una isla fuera del tiempo. Aparte de él, yo era la única persona en la casa, y aún tenía miedo de dejarlo solo.
Poco después de las once, noté que comenzaba a sudar de nuevo, que su respiración se volvía más superficial, y lo desperté y le obligué a tomar la medicina contra la fiebre. No habló, salvo para murmurar las gracias. Cambié la sábana de arriba y la funda de la almohada y entonces, cuando al fin concilió el sueño, me tumbé a unos treinta centímetros de él y, mucho tiempo después, yo también me quedé dormida.
Me despertó el sonido de mi nombre. Yo estaba en un aula, dormida sobre el pupitre, y la profesora golpeaba la pizarra, repitiendo mi nombre una y otra vez. Sabía que debía prestar atención, sabía que la profesora consideraría que esta cabezada era un acto de rebeldía, pero no logré levantar la cabeza del pupitre.
—Louisa.
—Mmmffff.
—Louisa.
Era un pupitre blandísimo. Abrí los ojos. Las palabras sonaban por encima de mi cabeza, susurradas, pero con gran intensidad. Louisa.
Estaba en la cama. Parpadeé, enfoqué la mirada y vi a Camilla Traynor, de pie junto a mí. Vestía un pesado abrigo de lana y el bolso le colgaba del hombro.
—Louisa.
Me incorporé con un sobresalto. Junto a mí, Will dormía bajo la manta, con la boca entreabierta, el codo formando un ángulo recto frente a él. La luz entraba por la ventana, señal de una mañana fría y clara.
—Oh.
—¿Qué estás haciendo?
Sentí que me habían sorprendido haciendo algo horrible. Me froté el rostro, intentando poner en orden mis pensamientos. ¿Por qué estaba ahí? ¿Cómo explicárselo?
—¿Qué haces en la cama de Will?
—Will... —dije, en voz baja—. Will no se sentía bien... Pensé que sería mejor no alejarme de...
—¿Qué quieres decir, cómo que no estaba bien? Venga, vamos al pasillo. —Salió a zancadas de la habitación, dando por hecho, cómo no, que yo la seguiría.
Fui detrás de ella, intentando alisarme la ropa. Tenía la horrible sospecha de que mi maquillaje se habría corrido por toda la cara.
Cerró la puerta de la habitación de Will detrás de mí.
Me quedé frente a ella, mientras trataba de peinarme y de poner en orden mis ideas.
—Will tenía fiebre. Nathan la bajó cuando vino, pero yo no sabía nada de todo eso de la regulación corporal y preferí estar atenta... Nathan me dijo que estuviera atenta... —Tenía la voz espesa, amorfa. No estaba segura de si mis palabras tenían sentido.
—¿Por qué no me llamaste? Si Will estaba enfermo, deberías haberme llamado de inmediato. O al señor Traynor.
Mis neuronas parecieron despertar de repente. El señor Traynor. Oh, cielos. Eché un vistazo al reloj. Eran las ocho menos cuarto.
—Yo no... Nathan parecía pensar...
—Mira, Louisa. No es física cuántica. Si Will estaba tan enfermo que te quedaste a dormir en su habitación, entonces deberías haberte puesto en contacto conmigo.
—Sí.
Parpadeé, mirando al suelo.
—No entiendo por qué no llamaste. ¿Intentaste llamar al señor Traynor?
Nathan me pidió que no dijera nada.
—Yo...
En ese momento la puerta del pabellón se abrió y apareció el señor Traynor, con un periódico doblado bajo el brazo.
—¡Has vuelto! —dijo a su esposa, limpiándose los copos de nieve de los hombros—. Me he tenido que abrir paso por la calle para comprar un periódico y un poco de leche. Las calles están muy traicioneras. Tuve que dar una vuelta por Hansford Corner, para evitar las placas de hielo.
La señora Traynor lo miró y me pregunté por un momento si se habría fijado en el hecho de que llevaba la misma camisa y el mismo pantalón que ayer.
—¿Sabías que Will ha estado enfermo toda la noche?
El señor Traynor me miró a los ojos. Bajé la vista y me miré los pies. No estaba segura de si me había sentido tan incómoda alguna vez.
—¿Intentaste llamarme, Louisa? Lo siento, no oí nada. Sospecho que el interfono está en las últimas. Últimamente ha habido algunas ocasiones en las que no lo he oído. Y yo mismo tampoco me sentía muy bien anoche. Dormí como un leño.
Yo aún llevaba los calcetines de Will. Me quedé mirándolos, preguntándome si la señora Traynor también me iba a juzgar por eso.
Pero parecía distraída.
—Ha sido un largo viaje de vuelta a casa... Creo que os voy a dejar solos. Pero, si vuelve a ocurrir algo así, llámame de inmediato. ¿Está claro?
No quise mirar al señor Traynor.
—Sí —dije, y desaparecí en la cocina.