Verse arrojada a una nueva vida (o, al menos, lanzada con tal fuerza contra la vida de alguien que es como aplastarse la cara contra la ventana) te obliga a replantearte quién eres. O qué impresión causas a otras personas.
Para mis padres, en tan solo unas cuatro semanas me había vuelto un poco más interesante. Ahora era la vía de acceso a un mundo diferente. Mi madre, en especial, me hacía preguntas todos los días sobre Granta House y sus hábitos domésticos, a la manera de un zoólogo que realiza un examen forense de una exótica criatura recién descubierta y su hábitat. «¿Usa la señora Traynor servilletas de lino en todas las comidas?», preguntaba, o «¿Crees que pasan la aspiradora todos los días, como nosotros?», o «¿Cómo hacen las patatas?».
Por las mañanas me enviaba con estrictas indicaciones para descubrir qué marca de papel higiénico usaban o si las sábanas eran de cierta mezcla de algodón. Era motivo de gran decepción para ella que la mayor parte del tiempo yo ni siquiera recordara esas misiones. Mi madre albergaba la secreta convicción de que los ricachones vivían como cerdos, especialmente desde que le hablé, a los seis años, de un amigo de modales refinados cuya madre no nos dejaba jugar en el salón «porque levantaríamos el polvo».
Cuando volvía a casa y le informaba de que sí, sin duda el perro tenía permiso para comer en la cocina, o que no, los Traynor no fregaban la escalera de entrada todos los días, mi madre fruncía los labios, miraba de reojo a mi padre y asentía con silenciosa satisfacción, como si acabara de confirmar todo lo que sospechaba acerca de los descuidados hábitos de las clases altas.
Como dependían de mi salario, o tal vez porque sabían que no me gustaba mi trabajo, yo recibía un poco más de respeto en la casa. Lo cual no significaba gran cosa: en el caso de mi padre, dejó de llamarme «culo de cerda» y, en cuanto a mi madre, siempre me recibía con una taza de té cuando regresaba.
Para Patrick y para mi hermana, yo no había cambiado: aún era el blanco de sus bromas, la receptora de abrazos, besos o enfurruñamientos. Yo no me sentía diferente. Aún tenía el mismo aspecto y vestía, según Treen, como si hubiera sobrevivido a un combate de lucha libre en una tienda de la beneficencia.
No tenía ni idea de lo que pensaban de mí casi todos los habitantes de Granta House. Will era indescifrable. Para Nathan, sospechaba, yo no sería más que la última en una larga sucesión de cuidadores. Era amable, pero distante. Me daba la impresión de que no creía que fuera a quedarme ahí mucho tiempo. El señor Traynor me saludaba con un educado gesto de la cabeza cada vez que nos cruzábamos en el pasillo, y a veces me preguntaba qué tal el tráfico o si me había adaptado bien. No estoy segura de que me hubiese reconocido de habernos visto en otro lugar.
Pero para la señora Traynor (oh, Dios)..., para la señora Traynor yo era, al parecer, la persona más estúpida e irresponsable del planeta.
Todo comenzó con los marcos de las fotos. En esa casa nada escapaba a la atención de la señora Traynor, y yo debería haber sabido que la destrucción de los marcos sería considerada un cataclismo. Me interrogó acerca de cuánto tiempo exactamente había dejado solo a Will, por qué motivo, cuánto había tardado en limpiar el desastre. En realidad, no me criticó (era tan cortés que ni siquiera alzaba la voz), pero esa manera parsimoniosa de parpadear ante mis respuestas, sus leves mmmm, mmmm mientras yo hablaba, me dijeron todo lo que necesitaba saber. No me sorprendí en absoluto cuando Nathan me contó que era juez.
Pensaba que sería buena idea si no dejaba solo a Will tanto tiempo la próxima vez, por muy incómoda que fuera la situación, ¿mmmm? Pensaba que quizá la próxima vez que limpiara el polvo me debería asegurar de que las cosas no estuvieran tan cerca del borde como para caerse accidentalmente al suelo, ¿mmmm? (Al parecer, prefería creer que había sido un accidente). Me hacía sentirme tonta de capirote y, por tanto, me volvía tonta de capirote cerca de ella. Siempre llegaba justo cuando se me acababa de caer algo o me hacía un lío con los mandos de la cocina, o me la encontraba en el pasillo con una mirada levemente irritada cuando yo volvía con el cesto de la leña, como si hubiera permanecido fuera mucho más tiempo de lo que en realidad había estado.
Por extraño que parezca, su actitud me afectó más que las groserías de Will. Un par de veces tuve la tentación de preguntarle si algo iba mal. Usted me dijo que me iba a contratar por mi actitud y no por mis destrezas profesionales, quería decirle. Bueno, aquí estoy, alegre todo el maldito día. Fuerte, como usted quería. Entonces, ¿cuál es el problema?
Pero Camilla Traynor no era el tipo de mujer a quien se le podía hacer ese tipo de comentarios. Y, además, tenía la sospecha de que nadie en esa casa se decía las cosas a la cara.
«Lily, nuestra última chica, tenía una costumbre inteligente: usar esa sartén para dos verduras al mismo tiempo» quería decir Lo estás poniendo todo perdido.
«Tal vez te apetezca una taza de té, Will» quería decir No tengo ni idea de qué hablar contigo.
«Creo que tengo unos documentos que comprobar» quería decir Estás siendo un grosero, así que me voy.
Todo ello pronunciado con esa expresión de leve sufrimiento, mientras los esbeltos dedos recorrían de arriba abajo la cadena del crucifijo. Qué comedida era, qué circunspecta. A su lado mi madre parecía Amy Winehouse. Yo sonreía con educación, fingía que no lo notaba y hacía el trabajo por el que me pagaban.
O, al menos, lo intentaba.
—¿Por qué diablos intentas poner zanahorias a escondidas en el tenedor?
Miré abajo, al plato. Había estado contemplando a la presentadora de televisión mientras me preguntaba cómo me quedaría el pelo si me lo tiñera del mismo color.
—¿Eh? No lo he intentado.
—Claro que sí. Las aplastas y luego las ocultas con la salsa. Te he visto.
Me sonrojé. Tenía razón. Estaba dando de comer a Will mientras ambos mirábamos las noticias del mediodía sin prestar demasiada atención. Su madre me había pedido que le sirviera tres tipos de verduras en cada plato, aunque él había dejado muy claro que no quería comer verduras ese día. No creo que me pidieran preparar una sola comida que no estuviera nutricionalmente equilibrada casi hasta la exasperación.
—¿Por qué intentas darme zanahorias a escondidas?
—No lo intento.
—Entonces, ¿no hay zanahorias ahí?
Contemplé los diminutos pedazos naranjas.
—Bueno..., vale...
Will esperaba, con las cejas alzadas.
—Hum... Supongo que pensé que las verduras te sentarían bien.
Era, en parte, por deferencia a la señora Traynor, en parte por la fuerza del hábito. Estaba acostumbrada a dar de comer a Thomas, para quien había que reducir las verduras a puré y ocultarlas entre montones de patatas o trocitos de pasta. Cada vez que comía un pedacito era una pequeña victoria.
—A ver si lo entiendo bien. ¿Crees que una cucharada de zanahorias mejoraría mi calidad de vida?
Dicho así, sonaba bastante estúpido. Pero había aprendido que no debía mostrarme intimidada por nada de lo que Will decía o hacía.
—Tienes razón —dije con calma—. No lo volveré a hacer.
Y entonces, sin razón aparente, Will Traynor se rio. Fue una explosión que salió de él a ráfagas, como si le resultara del todo inesperado.
—Por amor de Dios —dijo, negando con la cabeza.
Lo miré fijamente.
—¿Qué más cosas has estado escondiendo en mi comida? Vas a acabar diciéndome que abra el túnel para que el señor Tren pueda entregar las coles de Bruselas en la maldita estación.
Reflexioné durante un minuto.
—No —dije, sin reír—. Yo solo trato con el señor Tenedor. El señor Tenedor no parece un tren.
Eso me había dicho Thomas, muy firme, hace unos meses.
—¿Fue mi madre quien te pidió hacer esto?
—No. Mira, Will, lo siento. Es que... no estaba pensando.
—Como si eso no fuera lo habitual.
—Vale, vale. Voy a quitar las malditas zanahorias, si tanto te molestan.
—No son las malditas zanahorias lo que me molesta. Lo que me molesta es que las esconda en mi comida una loca que se refiere a los cubiertos como el señor y la señora Tenedor.
—Era una broma. Mira, déjame que me lleve las zanahorias y...
Se apartó de mí.
—No quiero nada más. Me basta con una taza de té —añadió cuando yo salía de la habitación—. Y no intentes echarle un maldito calabacín.
Nathan entró cuando ya acababa de lavar los platos.
—Está de buen humor —dijo, y me entregó su taza.
—¿De verdad? —Yo estaba comiendo mis sándwiches en la cocina. Hacía muchísimo frío fuera y, por algún motivo, últimamente la casa ya no me resultaba tan hostil.
—Dice que estás intentando envenenarlo. Pero lo dijo, ya sabes, con buen talante.
Sentí una extraña satisfacción ante esa noticia.
—Sí..., bueno... —dije, intentando ocultarla—. Dame tiempo.
—También está un poco más hablador. Hubo semanas en las que apenas abrió la boca, pero estos últimos días ha tenido ganas de charlar.
Recordé cómo Will me dijo que, si no paraba de silbar de una puñetera vez, se vería obligado a atropellarme.
—Creo que su definición de buen conversador y la mía son un poco diferentes.
—Bueno, acabamos de hablar un buen rato de críquet. Y tengo que decírtelo —Nathan bajó la voz—: la señora T me preguntó, hace más o menos una semana, si yo pensaba que estabas haciendo bien tu trabajo. Le dije que te consideraba muy profesional, pero sabía que no se refería a eso. Ayer vino y me dijo que os había oído a los dos riendo.
Recordé la noche anterior.
—Se estaba riendo de mí —dije. A Will le pareció desternillante que yo no supiera qué era el pesto. Le había dicho que había cenado «pasta con salsa verde».
—Ah, eso a ella le da igual. Hacía mucho tiempo desde la última vez que Will se rio de algo.
Era cierto. Will y yo parecíamos haber encontrado una forma más sencilla de estar juntos. Consistía sobre todo en que él fuera grosero conmigo y yo de vez en cuando le devolviera la grosería. Él me decía que yo había hecho algo mal y yo le decía que, si de verdad era importante para él, me lo pidiera con amabilidad. Me soltaba palabrotas o me decía que era un dolor de huevos, y yo le respondía que tratara de vivir sin ese dolor en concreto, a ver cómo le iba. Era un poco forzado, pero parecía funcionar para ambos. A veces daba la impresión de que era un alivio para él que alguien se mostrara dispuesto a ser grosero, a contradecirlo o a decirle que se portaba de un modo horrible. Tenía la sensación de que todo el mundo era muy cauteloso con él desde el accidente (aparte de, tal vez, Nathan, a quien Will trataba con respeto de modo instintivo y quien, de todos modos, era probablemente inmune a sus comentarios más hirientes. Nathan era como un vehículo blindado con forma humana).
—Pues asegúrate de ser el blanco de más bromas suyas, ¿vale?
Dejé la taza en el fregadero.
—No creo que vaya a ser difícil.
El otro gran cambio, aparte del ambiente de la casa, era que Will no me pedía dejarle solo tan a menudo como antes, y un par de tardes incluso me preguntó si quería quedarme con él a ver una película. No me importó mucho cuando vimos Terminator, pero, cuando me mostró una película francesa con subtítulos, eché un vistazo a la portada y le dije que no era lo mío.
—¿Por qué?
—No me gustan las películas con subtítulos. —Me encogí de hombros.
—Eso es como decir que no te gustan las películas con actores. No seas ridícula. ¿Qué es lo que no te gusta? ¿Tener que leer algo al mismo tiempo que lo ves?
—Es solo que no me gustan las películas extranjeras.
—Todo lo que ha venido después de Un tipo genial han sido películas extranjeras. ¿O es que te crees que Hollywood es un barrio de Birmingham?
—Qué gracioso.
Cuando admití que nunca había visto una película con subtítulos, no se lo creyó. Pero mis padres solían reclamar la propiedad del mando a distancia por la noche, y Patrick tenía las mismas ganas de ver una película extranjera que de apuntarse a clases nocturnas de ganchillo. Los multicines del pueblo de al lado solo exhibían las últimas películas de acción o comedias románticas, y estaban tan infestados de adolescentes ruidosos y encapuchados que casi nadie en el pueblo se tomaba la molestia de ir.
—Tienes que ver esta película, Louisa. De hecho, te ordeno que veas esta película. —Will movió la silla hacia atrás y señaló el sillón con un gesto de la cabeza—. Ahí. Tú te sientas ahí. No te muevas hasta que se haya acabado. Nunca ha visto una película extranjera. Por amor de Dios —farfulló.
Era una película antigua, acerca de un jorobado que hereda una casa en el campo, y Will dijo que estaba basada en un libro famoso, pero a mí no me sonaba de nada. Los primeros veinte minutos me sentí un poco inquieta, un poco irritada por los subtítulos, y me preguntaba si Will se pondría borde si le decía que tenía que ir al baño.
Y entonces ocurrió algo. Dejé de pensar en lo difícil que era leer y escuchar al mismo tiempo, olvidé el horario de las medicinas de Will y, aunque la señora Traynor pensaría que estaba haciendo el vago, comencé a preocuparme por el destino de ese pobre hombre y su familia, engañados por unos vecinos sin escrúpulos. Cuando el jorobado murió, yo lloraba en silencio y tuve que limpiarme los mocos.
—Entonces —dijo Will, que apareció a mi lado y me echó una mirada burlona—, no te ha gustado nada de nada.
Alcé la vista y, para mi sorpresa, comprobé que ya había oscurecido.
—Te vas a ensañar, ¿verdad? —balbuceé, alcanzando la caja de pañuelos de papel.
—Un poco. Es que me sorprende que hayas llegado a la madura edad de... ¿cuántos eran?
—Veintiséis.
—Veintiséis, y que todavía no hubieras visto una película con subtítulos. —Observó cómo me limpiaba los ojos.
Eché un vistazo al pañuelo y comprendí que ya no me quedaba rímel.
—No sabía que fuera obligatorio —rezongué.
—Vale. Entonces, ¿qué haces, Louisa Clark, si no ves películas?
Estrujé el pañuelo en el puño.
—¿Quieres saber qué hago cuando no estoy aquí?
—Tú eras la que quería que nos conociéramos. Venga, háblame de ti.
Will siempre hablaba de tal modo que no sabía con certeza si estaba burlándose de mí. Yo me temía un ajuste de cuentas.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué quieres saberlo, tan de repente?
—Oh, por amor de Dios. Ni que tu vida social fuera un secreto de Estado. —Comenzó a parecer irritado.
—No lo sé... —dije—. Voy al bar a tomar algo. Veo un poco la tele. Voy a ver a mi novio cuando sale a correr. Nada fuera de lo común.
—Vas a ver a tu novio correr.
—Sí.
—Pero tú no corres.
—No. No estoy hecha —me miré el pecho— para eso.
Eso le hizo sonreír.
—¿Y qué más?
—¿Cómo que qué más?
—¿Aficiones? ¿Viajes? ¿Lugares a los que te gustaría ir?
Comenzaba a hablar como un viejo profesor mío. Intenté pensar.
—En realidad, no tengo aficiones. Leo un poco. Me gusta la ropa.
—Qué útil —dijo Will, con sequedad.
—Tú has preguntado. No soy una persona de aficiones. —Mi voz sonaba extrañamente a la defensiva—. No hago gran cosa, ¿vale? Trabajo y voy a casa.
—¿Dónde vives?
—Al otro lado del castillo. Renfrew Road.
Will me miró perplejo. No era de extrañar. Había muy poco contacto humano entre ambos lados del castillo.
—Está al salir de la calzada doble. Cerca del McDonald’s.
Will asintió, si bien sospeché que no sabía a qué lugar me refería.
—¿Vacaciones?
—He estado en España, con Patrick. Mi novio —añadí—. De niña solo íbamos a Dorset. O a Tenby. Mi tía vive en Tenby.
—¿Y qué quieres?
—¿Qué quiero?
—Hacer con tu vida.
Parpadeé.
—Eso es un poco demasiado profundo, ¿no?
—Solo a grandes rasgos. No te estoy pidiendo que te psicoanalices. Solo pregunto: ¿qué quieres? ¿Casarte? ¿Tener pequeñajos? ¿Un trabajo de ensueño? ¿Viajar por el mundo?
Hubo un largo silencio.
Creo que sabía que mi respuesta lo decepcionaría incluso antes de decir las palabras en voz alta.
—No lo sé. No lo he pensado mucho.
El viernes fuimos al hospital. Menos mal que no supe de la cita de Will hasta que llegué por la mañana, pues me habría pasado toda la noche despierta, preocupada por tener que llevarlo en coche. Sé conducir, sí. Pero digo que sé conducir de la misma manera que aseguro que sé hablar francés. Sí, hice ese examen tan importante y lo aprobé. Pero no he puesto en práctica esa destreza en concreto más de una vez al año desde entonces. Pensar en cargar a Will y a su silla en el monovolumen adaptado y llevarlo sano y salvo al pueblo de al lado me aterrorizaba.
Durante semanas había deseado que mi trabajo conllevara alguna escapada de esa casa. Sin embargo, en ese momento habría dado cualquier cosa por quedarme dentro. Encontré su tarjeta sanitaria entre las carpetas de papeles relacionados con su salud (carpetas grandes y abarrotadas, divididas en Transporte, Seguro médico, Vivir con incapacidades y Citas). Cogí la tarjeta y comprobé que llevaba la fecha de hoy. Una pequeña parte de mí albergaba la esperanza de que Will se equivocara.
—¿Va a venir tu madre?
—No. No viene a mis citas.
No logré ocultar mi sorpresa. Supuse que ella querría supervisar todos los aspectos del tratamiento.
—Antes venía —dijo Will—. Ahora hemos llegado a un acuerdo.
—¿Va a acompañarnos Nathan?
Estaba arrodillada frente a él. Me sentía tan nerviosa que se me había caído un poco de comida en el regazo de Will y ahora intentaba en vano limpiarlo, de modo que un buen trozo de sus pantalones estaba empapado. Will no reaccionaba, salvo para decir que por favor dejara de disculparme, pero no me ayudó a apaciguar los nervios.
—¿Por qué?
—Porque sí. —Yo no quería que supiera cuánto miedo tenía. Había pasado gran parte de esa mañana (tiempo que por lo general dedico a limpiar) leyendo y releyendo el manual de instrucciones de la plataforma elevadora para subir la silla al coche, pero no por ello había dejado de temer el momento en que fuera la única responsable de izar a Will a más de cincuenta centímetros del suelo.
—Vamos, Clark. ¿Cuál es el problema?
—Vale. Es solo que... Me parece que sería más sencillo si la primera vez hubiera alguien más que supiera cómo se hacen las cosas.
—Alguien que no sea yo —dijo.
—No es eso lo que quería decir.
—¿Porque es impensable que yo sepa algo acerca de mis necesidades?
—¿Manejas tú la plataforma? —pregunté, sin rodeos—. Tú me puedes decir exactamente qué hacer, ¿a que sí?
Me observó con una mirada desapasionada. Si antes tenía ganas de enzarzarse en una discusión, ahora cambió de idea.
—Tienes razón. Sí, Nathan va a venir. Nos va a echar una mano. Además, pensé que no te alterarías tanto con él al lado.
—No me he alterado —protesté.
—Es evidente. —Se miró el regazo, que yo aún limpiaba con un trapo. Ya había quitado la salsa, pero aún estaba mojado—. Entonces, ¿voy disfrazado de incontinente urinario?
—Aún no he terminado. —Enchufé el secador y apunté a la entrepierna.
Cuando la ráfaga de aire caliente se topó con los pantalones, Will alzó las cejas.
—Sí, bueno —dije—. No es exactamente lo que quería hacer un viernes por la tarde yo tampoco.
—Estás muy tensa, ¿no? —Sentí cómo me estudiaba—. Oh, anímate, Clark. Soy yo quien está recibiendo un chorro de aire ardiente en los genitales. —No respondí. Su voz me llegaba amortiguada por el rugido del secador—. Vamos, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Que yo acabe en una silla de ruedas?
Tal vez fuera una tontería, pero no pude contener la risa. Era lo más parecido que había hecho Will a intentar hacerme sentir mejor.
Por fuera el coche semejaba un vehículo para personas normales, pero, al abrir la puerta trasera, una rampa descendía de un lateral hasta llegar al suelo. Bajo la mirada atenta de Nathan, situé la silla de calle de Will (tenía una silla especial para cuando salía) directamente en la rampa, comprobé el freno eléctrico de bloqueo y lo programé para alzarle poco a poco hasta el coche. Nathan entró por la otra puerta de pasajeros, le abrochó el cinturón de seguridad y bloqueó las ruedas. Mientras intentaba que me dejaran de temblar las manos, solté el freno de mano y conduje despacio hacia el hospital.
Lejos de casa, Will parecía encogerse un poco. Hacía frío y Nathan y yo lo habíamos recubierto con una bufanda y un grueso abrigo, pero aun así permaneció callado, la mandíbula apretada, empequeñecido por el gran espacio que lo rodeaba. Cada vez que echaba un vistazo por el retrovisor (y lo hacía a menudo: incluso con Nathan ahí, me aterrorizaba que la silla se desprendiera de las amarras), Will miraba por la ventana, con una expresión indescifrable. Aun cuando paraba el coche en seco o daba un frenazo, lo que ocurrió unas cuantas veces, Will solo hacía una pequeña mueca de dolor y esperaba mientras yo procuraba salir del apuro.
Para cuando llegamos al hospital, yo ya estaba sudando. Di tres vueltas alrededor del aparcamiento del hospital, demasiado temerosa para aparcar salvo en los espacios más amplios, hasta que percibí que ambos hombres comenzaban a perder la paciencia. Entonces, por fin, bajé la rampa y Nathan ayudó a dejar la silla de Will sobre el asfalto.
—Bien hecho —dijo Nathan, que me dio un golpecito en la espalda al salir. Pero me resultó difícil creerle.
Hay cosas a las que uno nunca presta atención hasta que le toca acompañar a alguien en una silla de ruedas. Por ejemplo, las aceras, que son una porquería, llenas de agujeros mal arreglados o simplemente desniveladas. Al caminar despacio junto a Will notaba cómo hasta una pequeña losa mal colocada le causaba dolor o la frecuencia con que tenía que desviarse para evitar un obstáculo. Nathan fingía que no se fijaba, pero vi cómo también él prestaba atención. Will tenía un gesto adusto y decidido.
Además, qué maleducados son casi todos los conductores. Aparcan junto a las señales de las aceras o tan cerca unos de otros que es imposible cruzar la calle con una silla de ruedas. Estaba impresionada; un par de veces incluso sentí la tentación de dejar alguna nota grosera en un limpiaparabrisas, pero Nathan y Will parecían acostumbrados. Nathan señaló un buen lugar y, cada uno a un lado de Will, finalmente cruzamos la calle.
Will no había dicho una sola palabra desde que salimos de casa.
El hospital era un edificio reluciente de poca altura, cuya inmaculada recepción recordaba la de un hotel modernista, tal vez un legado de la medicina privada. Me quedé atrás mientras Will le decía el nombre a la recepcionista, y a continuación seguí a Will y a Nathan por un largo pasillo. Nathan llevaba una enorme mochila que contenía todo lo que Will podría necesitar durante esta breve visita, desde tazas hasta ropa limpia. La había preparado esa mañana frente a mí, explicando con gran lujo de detalles todo lo que podía salir mal. «Menos mal que no tenemos que hacer esto a menudo», concluyó al ver mi expresión desolada.
No acompañé a Will a la consulta. Nathan y yo nos sentamos en unas sillas cómodas. No olía a hospital y había flores frescas en un jarrón en la repisa. Y no eran unas flores cualesquiera. Enormes y exóticas, estaban dispuestas en grupos minimalistas y yo no sabía cómo se llamaban.
—¿Qué hacen ahí dentro? —pregunté cuando ya había pasado media hora.
Nathan alzó la vista del libro.
—Es solo la revisión semestral.
—¿Para ver si está mejorando?
Nathan bajó el libro.
—No va a mejorar. Es una lesión en la médula espinal.
—Pero haces fisio y otras cosas con él.
—Eso es para intentar que mantenga la condición física..., para evitar que se atrofie y que los huesos se desmineralicen, para conservar la circulación de las piernas, ese tipo de cosas.
Cuando habló de nuevo, su voz era amable, como si pensara que me iba a decepcionar.
—No va a volver a caminar, Louisa. Eso solo ocurre en las películas de Hollywood. Lo único que hacemos es evitarle el dolor y conservar el poco movimiento que tiene.
—¿Contigo lo hace? ¿La fisioterapia? Nunca quiere hacer nada de lo que yo sugiero.
Nathan arrugó la nariz.
—Lo hace, pero sin ganas. Al principio, cuando comencé, estaba muy decidido. Había avanzado mucho en la rehabilitación, pero, tras un año sin mejoras, creo que le resultó muy difícil seguir creyendo que merecía la pena.
—¿Piensas que debería seguir esforzándose?
Nathan miró al suelo.
—¿Sinceramente? Es un tetrapléjico C5/C6. Eso quiere decir que por debajo de aquí nada funciona... —Se situó la mano en la parte superior del pecho—. No han descubierto todavía cómo curar la médula espinal.
Me quedé mirando la puerta, pensando en la cara de Will mientras conducíamos bajo el sol de invierno, y en la cara radiante del hombre durante sus vacaciones en la nieve.
—Pero hay avances médicos de todo tipo, ¿verdad? Es decir..., en algún lugar como este... estarán trabajando en ello todo el tiempo.
—Es un hospital muy bueno —dijo en un tono impasible.
—¿Acaso la esperanza no es lo último que se pierde?
Nathan me miró y luego bajó la vista, al libro.
—Claro —dijo.
Fui en busca de un café a las tres menos cuarto, con el visto bueno de Nathan. Dijo que estas citas a veces tardaban mucho y que él se haría cargo hasta que yo volviera. Me entretuve un poco en la recepción, donde hojeé las revistas de la tienda y me demoré ante las chocolatinas.
Tal vez predeciblemente, me perdí al intentar volver al pasillo y tuve que preguntar a varias enfermeras por dónde ir, dos de las cuales ni siquiera lo sabían. Cuando llegué, con el café ya frío, el pasillo estaba vacío. Al acercarme, vi que la puerta del médico estaba entreabierta. Vacilé, pero oía la voz de la señora Traynor todo el tiempo, que me criticaba por dejarlo solo. Lo había hecho de nuevo.
—Entonces, nos vemos dentro de tres meses, señor Traynor —decía una voz—. He ajustado la medicación contra los espasmos y me aseguraré de que alguien le llame con los resultados de las pruebas. Probablemente este lunes.
Oí la voz de Will.
—¿Las puedo comprar en la farmacia de abajo?
—Sí. Aquí. Seguro que también tienen de estas.
Y una voz de mujer:
—¿Le cojo esa carpeta?
Comprendí que estarían a punto de salir. Llamé a la puerta y alguien me dijo que entrara. Dos pares de ojos se volvieron hacia mí.
—Lo siento —se disculpó el médico, que se levantó de la silla—. Pensé que era el fisioterapeuta.
—Soy la... asistente de Will —dije, agarrándome a la puerta. Will estaba apoyado en la silla mientras Nathan le bajaba la camisa—. Lo siento... Pensé que habían terminado.
—Danos un minuto, ¿vale, Louisa? —La voz de Will llenó la sala.
Farfullando disculpas, me retiré, con la cara roja.
No fue ver el cuerpo de Will al descubierto lo que me conmocionó, a pesar de estar tan delgado y cubierto de cicatrices. No fue la mirada vagamente irritada del médico, esa clase de mirada que la señora Traynor me lanzaba un día tras otro..., una mirada que me hacía comprender que yo seguía siendo la misma tonta de capirote, por mucho que ahora ganase un salario mejor.
No, fueron las líneas rojas y amoratadas que recorrían las muñecas de Will, las cicatrices largas e irregulares que no había forma de disimular, por muy rápido que Nathan le bajara las mangas de la camisa.