Pasaron dos semanas en las que se estableció cierta rutina, más o menos. Todas las mañanas yo me presentaba en Granta House a las ocho, anunciaba que había llegado y, una vez que Nathan había ayudado a Will a vestirse, escuchaba con atención mientras me explicaba lo que tenía que saber acerca de sus medicinas... o, más importante aún, su estado de ánimo.
Cuando Nathan se iba, yo programaba la radio o la televisión para Will, le administraba sus píldoras, que a veces trituraba con el pequeño mortero de mármol. Por lo general, al cabo de unos diez minutos Will dejaba bien claro que le irritaba mi presencia. En ese momento yo me entregaba a las pequeñas tareas domésticas del pabellón, y lavaba paños de cocina que no estaban sucios o usaba al azar los complementos de la aspiradora para limpiar un pequeño tramo de un rodapié o de una repisa, asomando religiosamente la cabeza por la puerta cada quince minutos, tal como me indicó la señora Traynor. Cuando lo hacía, Will estaba sentado en su silla con la vista perdida en el desolado jardín.
Más tarde le llevaba un vaso de agua o una de esas bebidas llenas de calorías que se suponía que le ayudaban a no perder peso y tenían el aspecto de cola para papel pintado, o le daba de comer. Will movía las manos un poco, pero no los brazos, de modo que había que darle de comer cucharada a cucharada. Era la peor parte del día: por algún motivo, parecía una vileza dar de comer así a un adulto y mi vergüenza me volvía torpe e insegura. Will lo detestaba tanto que ni siquiera me miraba a los ojos mientras le llevaba la comida a la boca.
Y entonces, poco antes de la una, Nathan llegaba y yo agarraba mi abrigo y desaparecía para caminar por las calles, a veces para comer el almuerzo en la parada de autobús cercana al castillo. Hacía frío y era probable que yo tuviera un aspecto patético, ahí encogida, mientras comía mis sándwiches, pero no me importaba. Era incapaz de pasar un día entero en esa casa.
Por las tardes ponía una película (Will era socio de un videoclub y cada día llegaban nuevos DVD por correo), pero no me invitaba nunca a verlas un junto a él, así que yo solía ir a sentarme a la cocina o a la habitación de invitados. Comencé a llevarme libros y revistas, pero sentía una extraña culpabilidad al no trabajar de verdad, así que no lograba concentrarme en las palabras. De vez en cuando, al final del día, aparecía la señora Traynor..., si bien no me decía gran cosa, salvo: «¿Todo bien?», ante lo cual la única respuesta aceptable parecía ser: «Sí».
Preguntaba a Will si quería algo, a veces le sugería alguna actividad para el día siguiente (una excursión o visitar a un amigo que había preguntado por él) y Will casi siempre respondía desdeñosamente, cuando no con franca grosería. La señora Traynor se mostraba dolida, recorría con los dedos, arriba y abajo, esa pequeña cadena de oro, y desaparecía una vez más.
El padre, un hombre rellenito y de aspecto amable, solía llegar en el mismo momento en que yo me iba. Era el tipo de hombre que iba a ver partidos de críquet con sombrero de panamá, y al parecer había supervisado la gestión del castillo desde que se retirara de un trabajo muy bien pagado en Londres. Yo sospechaba que era como un afable terrateniente que de vez en cuando sembraba patatas para tener algo que hacer. Acababa todos los días a las cinco de la tarde y se sentaba a ver la televisión junto a Will. A veces le oía hacer algún comentario acerca de las noticias cuando me iba.
Tuve ocasión de estudiar a Will Traynor muy de cerca en el transcurso de ese primer par de semanas. Vi que se mostraba decidido a no parecerse en nada al hombre que había sido; se había dejado crecer el pelo, castaño claro, en una mata sin forma, con una barba que se enmarañaba por el mentón. Los ojos grises denotaban cansancio o los efectos de un malestar incesante (Nathan dijo que rara vez se sentía a gusto). Tenía la mirada vacía de alguien que siempre se encontraba apartado del mundo que lo rodeaba. A veces me preguntaba si era un mecanismo de defensa, si la única manera de sobrellevar esa vida era fingir que no era a él a quien le ocurría todo eso.
Quería sentir lástima por él. De verdad. Pensaba que era la persona más triste que había conocido en mi vida, en esos momentos en que lo veía con la mirada perdida más allá de la ventana. Y, a medida que pasaron los días y comprendí que sus circunstancias no se limitaban a estar atrapado en esa silla, a la pérdida de la libertad corporal, sino a una inacabable letanía de humillaciones y problemas de salud, de riesgos y molestias, decidí que, si yo fuera Will, sin duda también me sentiría muy mal.
Pero, cielo santo, qué mal genio tenía conmigo. Dijera lo que dijera, sus respuestas eran siempre cortantes. Si le preguntaba si tenía bastante calor, me respondía que era perfectamente capaz de decirme si necesitaba otra manta. Si le preguntaba si le molestaba el ruido de la aspiradora (no quería interrumpir la película que estaba viendo), me preguntaba si acaso había descubierto una manera de que funcionara en silencio. Cuando le daba de comer, se quejaba de que la comida estaba demasiado caliente o demasiado fría o que le había llevado el tenedor a la boca antes de que terminara de masticar. Tenía la capacidad de retorcer cualquier cosa que yo dijera o hiciera para dejarme como una estúpida.
Durante esas dos primeras semanas, mejoré mucho en mantener el semblante del todo impasible; me daba la vuelta y desaparecía en otra habitación y hablaba con él lo menos posible. Comenzaba a odiarlo, y estoy segura de que él lo sabía.
No me había imaginado que fuera posible echar de menos mi anterior trabajo incluso más que antes. Añoraba a Frank, su modo de alegrarse al verme cuando llegaba por la mañana. Echaba de menos a los clientes, su compañía y las charlas desenfadadas cuyo tono subía y descendía como un mar en calma que me rodeaba. Esta casa, por bella y lujosa que fuera, era silenciosa e inerte como una morgue. Seis meses, me repetía entre dientes cuando resultaba insoportable. Seis meses.
Y entonces, un jueves, mientras preparaba la bebida alta en calorías de Will, oí la voz de la señora Traynor en el pasillo. Salvo que, en esta ocasión, estaba acompañada de otras voces. Esperé, el tenedor en la mano, inmóvil. Apenas distinguía la voz de una mujer, joven, educada, y la de un hombre.
La señora Traynor apareció en el umbral de la cocina y yo intenté aparentar que estaba ocupada, batiendo con brío la bebida.
—¿Está hecha con sesenta por ciento de agua y cuarenta de leche? —preguntó, mientras echaba un vistazo a la bebida.
—Sí. Es la de fresa.
—Unos amigos de Will han venido a verlo. Es probable que sea mejor que usted...
—Tengo muchas cosas que hacer aquí —dije. En realidad, era un alivio verme libre de su compañía durante una hora más o menos. Enrosqué la tapa de la taza—. ¿Querrían sus invitados tomar té o café?
La señora Traynor casi pareció sorprendida.
—Sí. Sería muy amable. Café. Creo que yo...
Parecía más tensa de lo habitual y lanzaba miradas furtivas al pasillo, donde se oía el leve murmullo de unas voces. Supuse que Will no recibía visitas a menudo.
—Creo que... los voy a dejar a su aire. —Echó un vistazo al pasillo; daba la impresión de que sus pensamientos estaban muy lejos de ahí—. Rupert. Es Rupert, un viejo amigo del trabajo —dijo, dándose la vuelta, de repente, hacia mí.
Tuve la sensación de que se trataba de un momento importante, y que necesitaba compartirlo con alguien, aunque solo fuera yo.
—Y Alicia. Estuvieron... muy unidos... durante un tiempo. Algo de té sería maravilloso. Gracias, señorita Clark.
Vacilé durante un momento antes de abrir la puerta, con la ayuda de la cadera para que no se me cayera la bandeja de las manos.
—La señora Traynor sugirió que tal vez les apeteciera tomar café —dije al entrar, dejando la bandeja en la mesa de centro. Al colocar la taza de Will en el portavasos de la silla y girar la pajita de modo que solo necesitara cambiar la posición de la cabeza para alcanzarla, eché una mirada discreta a las visitas.
Fue a la mujer a quien percibí en primer lugar. De piernas largas y cabello rubio, con cutis acaramelado y pálido, era el tipo de mujer que me lleva a preguntarme si todos los seres humanos pertenecemos a la misma especie. Tenía el aspecto de un caballo de carreras humano. Había visto a mujeres así en otras ocasiones; por lo general subían la colina hacia el castillo agarrando niños pequeños ataviados con ropa de la marca Boden, y cuando entraban en el café sus voces, claras como el cristal y despreocupadas, llenaban el ambiente al preguntar: «Harry, cariño, ¿te apetece un café? ¿Pregunto si tienen macchiato?». Sin duda, se trataba de una mujer macchiato. Todo en ella olía a dinero, a grandeza, a una vida que se asemejaba a las de las páginas de una revista de relumbrón.
Entonces, la miré más de cerca y comprendí con un sobresalto dos cosas: era la mujer de las fotografías de Will en la nieve y tenía todo el aspecto de estar muy muy incómoda.
Besó a Will en la mejilla y se apartó con una sonrisa torpe. Vestía un chaquetón marrón sin mangas de borrego con el que yo habría parecido el yeti, y una bufanda gris claro de cachemir, con la que comenzó a juguetear, como si no supiera si debía quitársela o no.
—Tienes buen aspecto —le dijo a Will—. De verdad. Te has dejado... el pelo largo.
Will no dijo nada. Se limitó a mirarla, con esa expresión indescifrable de siempre. Sentí una fugaz gratitud al comprobar que no me miraba de ese modo solo a mí.
—Una silla nueva, ¿eh? —El hombre dio un golpecito en el respaldo de la silla de Will, el mentón contra el pecho, y asintió en señal de aprobación, como si admirara un coche deportivo de gama alta—. Parece... muy elegante. De alta... tecnología.
Yo no sabía qué hacer. Me quedé ahí un momento, apoyándome en un pie y luego en el otro, hasta que la voz de Will rompió el silencio.
—Louisa, ¿te importa echar más leños al fuego? Estaría bien avivarlo un poco.
Era la primera vez que me tuteaba.
—Claro —dije.
Me afané junto a la chimenea, avivando el fuego y buscando leños del tamaño adecuado.
—Dios, qué frío hace fuera —dijo la mujer—. Qué bien tener un fuego de verdad.
Abrí la puertecilla del hogar y di golpecitos a los leños incandescentes con el atizador.
—Aquí el tiempo es unos cuantos grados más frío que en Londres.
—Sí, sin duda —convino el hombre.
—Estaba pensando en instalar una chimenea cerrada en casa. Al parecer, son mucho más eficientes que las abiertas. —Alicia se agachó un poco para observar el fuego, como si nunca hubiera visto uno.
—Sí, eso he oído —dijo el hombre.
—Tengo que enterarme bien. Es una de esas cosas que quieres hacer y luego... —Se quedó sin palabras—. Qué rico el café —añadió, tras una pausa.
—Entonces..., ¿qué has estado haciendo, Will? —La voz del hombre sonaba como con una especie de jovialidad forzada.
—No mucho, por raro que parezca.
—Pero la fisioterapia y todo eso. ¿Va todo bien? ¿Alguna... mejora?
—No creo que vaya a ir a esquiar esta semana, Rupert —dijo Will con una voz que rezumaba sarcasmo.
Casi sonreí. Este era el Will que yo conocía. Comencé a retirar las cenizas de la chimenea. Tenía la sensación de que los tres me miraban. Era un silencio cargado. Me pregunté por un momento si se vería la etiqueta de mis pantalones y tuve que contener las ganas de comprobarlo.
—Entonces... —dijo Will al final—. ¿A qué debo el placer? Han pasado... ¿ocho meses?
—Ah, lo sé. Lo lamento. Ha sido... He estado ocupadísima. Tengo un nuevo trabajo, en Chelsea. Dirigiendo la boutique de Sasha Goldstein. ¿Recuerdas a Sasha? Además, he trabajado un montón de fines de semana. Los sábados son de un ajetreo terrible. Resulta muy difícil encontrar tiempo libre. —La voz de Alicia se volvió crispada—. Llamé un par de veces. ¿Te lo dijo tu madre?
—En Lewins las cosas han sido una locura. Tú..., tú ya sabes cómo es, Will. Tenemos un nuevo socio. Un tipo de Nueva York. Bains. Dan Bains. ¿Te cruzaste con él alguna vez?
—No.
—El capullo parece trabajar veinticuatro horas al día y espera que todo el mundo haga lo mismo. —Era evidente el alivio del hombre al haber encontrado un tema de conversación que le resultaba cómodo—. Ya conoces la vieja ética de trabajo de los yanquis: nada de almuerzos largos, nada de chistes verdes. Will, ya te digo. Todo el ambiente ha cambiado.
—Vaya.
—Oh, Dios, sí. Presentismo a lo grande. A veces ni me atrevo a levantarme de la silla.
Todo el aire pareció desaparecer de la habitación en una ráfaga de aspiradora. Alguien tosió.
Me levanté y me limpié las manos en los vaqueros.
—Voy a... Voy a buscar más leña —farfullé, mirando más o menos hacia Will.
Cogí la cesta y hui.
Hacía muchísimo frío fuera, pero me entretuve ahí, matando el tiempo eligiendo los trozos de leña. Intentaba calcular si sería mejor perder algún dedo por congelación o volver dentro. Pero hacía demasiado frío y mi dedo índice, el que uso para coser, fue el primero en ponerse azul y al fin tuve que admitir la derrota. Acarreé la madera tan despacio como me fue posible, entré en el pabellón y recorrí el pasillo a paso lento. Al acercarme al salón oí la voz de la mujer, que se deslizó por la puerta entornada.
—En realidad, Will, es otro el motivo de nuestra visita —decía—. Tenemos que darte... una noticia.
Vacilé ante la puerta, con el cesto de leña en las manos.
—Pensé..., bueno, pensamos..., que lo mejor sería decírtelo..., pero, bueno, aquí va. Rupert y yo nos vamos a casar.
Me quedé inmóvil, calculando si podría alejarme sin que me oyeran.
La mujer continuó, sin convicción.
—Mira, sé que esto probablemente será una conmoción para ti. En realidad, lo fue también para mí. Nosotros..., lo nuestro..., bueno, solo comenzó mucho después de...
Me empezaron a doler los brazos. Miré la cesta, intentando decidir qué hacer.
—Bueno, ya sabes que tú y yo..., nosotros...
Otro silencio de plomo.
—Will, por favor, di algo.
—Enhorabuena —dijo al fin.
—Sé qué estás pensando. Pero ninguno de los dos quería que esto ocurriera así. De verdad. Durante muchísimo tiempo solo fuimos amigos. Amigos que se preocupaban por ti. Pero es que Rupert fue quien más me apoyó después de tu accidente...
—Qué amable.
—Por favor, no seas así. Esto es horrible. Me daba pavor decírtelo. A los dos.
—Es evidente —dijo Will en un tono cansino.
La voz de Rupert intervino.
—Mira, te lo contamos solo porque nos importas a los dos. No queríamos que te enteraras por otros. Pero, ya sabes, la vida sigue. Ya lo sabes. Han pasado dos años, al fin y al cabo.
Hubo un silencio. Comprendí que no quería seguir escuchando y comencé a apartarme de la puerta a toda prisa, y debido al esfuerzo se me escapó un leve gruñido. Pero la voz de Rupert, cuando volvió a sonar, aumentó de volumen, de modo que aún lo oía.
—Vamos, hombre. Sé que debe de ser durísimo... todo esto. Pero, si te importa Lissa al menos un poco, querrás que tenga una buena vida.
—Di algo, Will. Por favor.
Podía imaginar su cara. Vi esa mirada tan suya que lograba ser indescifrable al tiempo que transmitía un desprecio distante.
—Enhorabuena —dijo, al fin—. No me cabe duda de que seréis muy felices.
Alicia comenzó a protestar (de un modo que apenas se oía), pero Rupert la interrumpió.
—Vamos, Lissa. Creo que es mejor que nos vayamos. Will, no es que esperáramos tu bendición al venir. Ha sido una cortesía. Lissa pensaba..., bueno, los dos pensábamos que deberías saberlo. Lo siento, amigo. Yo... confío en que las cosas vayan a mejor para ti y espero que quieras seguir en contacto cuando las cosas..., ya sabes..., cuando las cosas se asienten un poco.
Oí pasos y me agaché sobre la cesta de la leña, como si acabara de llegar. Los oí en el pasillo y entonces Alicia apareció frente a mí. Tenía los ojos enrojecidos, como si estuviera a punto de llorar.
—¿Puedo usar el baño? —preguntó, con una voz pastosa y entrecortada.
Despacio alcé el dedo y señalé en silencio en qué dirección estaba.
Entonces ella se me quedó mirando fijamente y comprendí que mis sentimientos se debían de reflejar a todas luces en mi expresión. Nunca se me ha dado bien ocultar mis emociones.
—Sé lo que piensas —aseguró, al cabo de una pausa—. Pero yo lo intenté. Lo intenté de verdad. Durante meses. Y él me alejó, sin más. —Tenía el mentón rígido y había una extraña furia en su expresión—. De hecho, él no quería que yo estuviera aquí. Me lo dejó muy claro.
Parecía esperar a que yo dijera algo.
—No es asunto mío —repliqué, al final.
Las dos nos quedamos mirándonos.
—¿Sabes?, en realidad solo podemos ayudar a alguien que quiere ser ayudado —dijo.
Y se fue.
Esperé un par de minutos, mientras escuchaba el sonido del coche que desaparecía por la calzada, y entonces fui a la cocina. Me quedé ahí y puse la tetera en el fuego aunque no me apetecía tomar té. Por fin, volví al pasillo y, con un gruñido, recogí la cesta de la leña y la arrastré al salón, dando un leve golpe en la puerta antes de entrar, para que Will supiera de mi llegada.
—Me preguntaba si quería que... —comencé.
Pero no había nadie ahí.
La habitación estaba vacía.
Fue entonces cuando oí el golpe. Salí corriendo al pasillo justo a tiempo para oír otro, seguido del sonido de cristal que se hacía añicos. Procedía de la habitación de Will. Oh, Dios, por favor, que no se haya hecho daño. Me entró un ataque de pánico: la advertencia de la señora Traynor retumbó en mi mente. Lo había dejado solo más de quince minutos.
Recorrí el pasillo apresurada, me paré en seco en el umbral y me quedé ahí, con ambas manos aferradas al marco. Will estaba en medio de la habitación, erguido en la silla, con un bastón apoyado en los reposabrazos, de tal modo que sobresalía unos cuarenta y cinco centímetros por la izquierda: era su lanza. No quedaba ni una sola fotografía en los estantes y la alfombra estaba tachonada de relucientes fragmentos de vidrio. Will tenía el regazo cubierto de añicos de cristal y marcos de madera astillados. Observé la escena de la destrucción, al mismo tiempo que sentía cómo disminuía la frecuencia de mis latidos al comprobar que Will estaba ileso. Respiraba con dificultad, como si se recuperase de un gran esfuerzo.
La silla se giró, entre cristales que crujían. Sus ojos se encontraron con los míos. Me desafiaban a ofrecerle consuelo.
Bajé la vista y miré su regazo y luego al suelo que lo rodeaba. Identifiqué la fotografía de Alicia y él, la cara de ella ahora oculta tras un marco de plata abollado, entre los otros desastres.
Tragué saliva sin dejar de mirarla, y poco a poco alcé los ojos para observarlo. Esos pocos segundos fueron los más largos que recordaba.
—¿Ese cacharro se puede pinchar? —dije al fin, señalando la silla de ruedas con un gesto de la cabeza—. Porque no tengo ni idea de dónde tendría que poner el gato.
Los ojos de Will se agrandaron. Solo por un momento pensé que había metido la pata del todo. Pero la más leve insinuación de una sonrisa se extendió por sus labios.
—Mira, no te muevas —dije—. Voy a buscar la aspiradora.
Oí que el bastón caía al suelo. Al salir de la habitación, pensé que tal vez le había oído decir que lo sentía.
Los jueves por la noche el pub The Kings Head siempre era un lugar concurrido, y el rincón de la sala estaba incluso más abarrotado. Me senté apretujada entre Patrick y un hombre a quien parecían llamar el Surcador, que miraba con frecuencia los arreos de caballo colgados de las traviesas de roble sobre mi cabeza y las fotografías del castillo que jalonaban las vigas, e intenté mostrarme al menos vagamente interesada en la conversación que me rodeaba, que giraba en torno a la proporción entre la grasa corporal y la ingesta de carbohidratos.
Siempre había pensado que esas reuniones quincenales de los Diablos del Triatlón de Hailsbury debían de ser la peor pesadilla del dueño de un bar. Yo era la única que bebía alcohol y mi solitaria bolsa de patatas fritas reposaba arrugada y vacía en la mesa. Todos los demás bebían agua mineral o comprobaban la cantidad de edulcorante de sus Coca-Colas light. Cuando, al fin, pedían comida, no había una ensalada a la que permitieran rociar con salsa aceitosa ni un trozo de pollo que conservara la piel. A menudo yo pedía patatas fritas solo para ver cómo fingían que no querían ni una.
—Phil perdió el control a unos sesenta y cinco kilómetros. Dijo que llegó a oír voces. Se sintió como si fuera de plomo. Tenía esa cara de zombi, ¿sabes?
—Encargué un par de esas deportivas japonesas a medida. En los veinte kilómetros mis tiempos han bajado diez minutos.
—No viajes con una funda de bicicletas blanda. Nigel llegó al campamento y la suya parecía una percha arrugada.
No podía decir que disfrutaba de las reuniones de los Diablos del Triatlón de Hailsbury, pero, entre mi horario cada vez más exigente y el programa de entrenamiento de Patrick, era una de las pocas ocasiones en que sabía que podía verlo. Se sentó a mi lado, los muslos musculosos enfundados en unos pantalones cortos a pesar del frío despiadado que hacía fuera. Entre los miembros del club, era una cuestión de honor vestir con cuanta menos ropa mejor. Los hombres, delgados y fuertes, presumían de prendas deportivas desconocidas y caras que tenían propiedades extraabsorbentes y un peso más ligero que el aire. Se llamaban Scud o Trig y flexionaban partes del cuerpo para mostrar heridas o un supuesto desarrollo muscular. Las mujeres no llevaban maquillaje y tenían la complexión robusta de quien no teme correr durante kilómetros en un clima helado. Me miraban con un leve desprecio (o tal vez incluso incomprensión), sin duda calculando mi proporción de grasa y músculo, que les parecería deficiente.
—Fue horrible —dije a Patrick, mientras me preguntaba si podría pedir una tarta de queso sin que me mataran con la mirada—. Su novia y su mejor amigo.
—No puedes culparla —contestó—. ¿De verdad me dices que seguirías conmigo si me quedara paralizado de cuello para abajo?
—Claro que sí.
—No, de eso nada. Y yo no lo esperaría.
—Bueno, pues lo haría.
—Pero yo no querría. No querría que alguien estuviera conmigo solo por pena.
—¿Quién dice que sería por pena? Seguirías siendo la misma persona.
—No, claro que no. No sería la misma persona en absoluto. —Arrugó la nariz—. No querría vivir. Depender de otras personas hasta para las cosas más insignificantes... Que unos desconocidos me limpien el culo...
Un hombre con la cabeza afeitada irrumpió entre nosotros.
—Pat —dijo—, ¿has probado esa nueva bebida de gel? Una me explotó en la mochila la semana pasada. Nunca había visto algo así.
—No las he probado, Trig. Yo soy de plátano y Lucozade, y ya está.
—Dazzer se tomó una Coca-Cola light mientras hacía el Norseman. Lo vomitó todo a 900 metros de altura. Dios, cómo nos reímos.
Forcé una leve sonrisa.
El hombre de la cabeza afeitada desapareció y Patrick se giró hacia mí de nuevo, al parecer reflexionando aún acerca del destino de Will.
—Santo cielo. Piensa en todas las cosas que no podrías hacer... —Negó con la cabeza—. Se acabó correr o montar en bici. —Me miró como si se le acabara de ocurrir—. Se acabó el sexo.
—Claro que podrías tener relaciones sexuales. Solo que la mujer se tendría que poner encima.
—Estaríamos apañados, entonces.
—Qué gracioso.
—Además, si estás paralizado de cuello para abajo, supongo que..., hum..., el aparato no funciona como debería.
Pensé en Alicia. Pero yo lo intenté. dijo. Lo intenté de verdad. Durante meses.
—Seguro que a algunas personas sí. De todos modos, debe de haber una solución para todo esto si... te dejas llevar por la imaginación.
—Ja. —Patrick tomó un sorbo de agua—. Tendrás que preguntárselo mañana. Mira, has dicho que estar con él es horrible. Tal vez era horrible antes del accidente. Tal vez ese es el verdadero motivo por el que ella lo dejó. ¿Lo habías pensado?
—No lo sé... —Pensé en la fotografía—. Parecían muy felices juntos. —De todos modos, ¿qué demostraba una fotografía? En casa tenía una enmarcada en la que sonreía encantada a Patrick como si me acabara de sacar de un edificio en llamas, aunque en realidad le acababa de llamar cabrón y él me había respondido con un efusivo «¡Vete a la mierda!».
Patrick había perdido el interés.
—Eh, Jim... Jim, ¿has visto esa nueva bici ligera? ¿Qué tal?
Le permití que cambiara de tema y pensé en lo que me había dicho Alicia. No me costaba imaginar que Will la ahuyentara. Pero, sin duda, si querías a alguien, ¿no era tu deber permanecer a su lado? ¿Ayudarlo a superar la depresión? ¿En la salud y en la enfermedad y todo eso?
—¿Otra ronda?
—Vodka con tónica. La tónica, light —añadí cuando Patrick alzó una ceja.
Se encogió de hombros y se dirigió a la barra.
Había comenzado a sentirme un poco culpable por el modo en que analizábamos a Will. En especial, cuando comprendí que le ocurriría eso todo el tiempo. Era casi imposible no conjeturar acerca de los aspectos más íntimos de su vida. Me desconecté. La conversación giraba en torno a un fin de semana de entrenamiento en España. Solo escuchaba a medias, hasta que Patrick reapareció a mi lado y me dio con el codo.
—¿Te apetece?
—¿El qué?
—Un fin de semana en España. En lugar de las vacaciones griegas. Podrías poner los pies a remojo en la piscina si no te apetece recorrer setenta kilómetros en bici. Seguro que encontramos vuelos baratos. Es dentro de seis semanas. Ahora que te estás forrando...
Pensé en la señora Traynor.
—No lo sé... No creo que vayan a ver con buenos ojos que me tome un tiempo libre tan pronto.
—¿Te importa si voy yo, entonces? Me apetece muchísimo entrenarme en altura. Estoy pensando en hacer el grande.
—El grande ¿qué?
—El Triatlón Extremo Norseman. Cien kilómetros en bicicleta, cincuenta kilómetros a pie y un buen chapuzón en las aguas heladas de los mares nórdicos.
Del Norseman hablaban con reverencia: quienes habían participado en esa competición llevaban sus heridas como los veteranos de una guerra lejana y brutal. Casi se relamía los labios por la expectación. Miré a mi novio y me pregunté si no sería un extraterrestre. Por un momento, pensé que lo prefería cuando trabajaba en la televenta y no pasaba ante una gasolinera sin rellenar la guantera de chocolatinas Mars.
—¿Vas a hacerlo?
—¿Por qué no? Nunca había estado tan en forma.
Pensé en todos esos entrenamientos, en las conversaciones interminables acerca del peso y la distancia, la forma física y la resistencia. Últimamente, era difícil lograr la atención de Patrick incluso en las mejores circunstancias.
—Podrías hacerlo conmigo —propuso, si bien ambos sabíamos que no lo creía.
—Lo dejo para ti —dije—. Claro. Ve.
Y pedí la tarta de queso.
Si había pensado que los eventos del día anterior servirían para romper el hielo en Granta House, me equivoqué.
Saludé a Will con una amplia sonrisa y un animado hola, y ni siquiera se molestó en apartar la mirada de la ventana.
—No tiene un buen día —murmuró Nathan mientras se ponía el abrigo.
Era una mañana lóbrega, de nubes bajas, con una lluvia desapacible que chispeaba contra las ventanas y era difícil imaginar que el sol volvería a salir de nuevo alguna vez. Incluso yo me sentía alicaída en días como este. En realidad, no era una sorpresa que Will estuviera peor. Comencé a realizar mis tareas matinales, diciéndome sin cesar que no importaba. No era obligatorio llevarse bien con el jefe, ¿verdad? A mucha gente le pasaba. Pensé en la jefa de Treena, una divorciada en serie de cara tensa que llevaba la cuenta de cuántas veces mi hermana iba al baño y hacía comentarios hirientes si pensaba que su vejiga había excedido una actividad razonable. Y, además, ya había completado dos semanas aquí. Eso quería decir que solo me quedaban cinco meses y trece días laborables para acabar.
Las fotografías estaban apiladas con esmero en el cajón de abajo, donde las había colocado el día anterior, y ahora, agachada en el suelo, comencé a sacarlas y ordenarlas, comprobando qué marcos sería capaz de arreglar. Se me da bien arreglar cosas. Además, pensé que sería una forma útil de matar el tiempo.
Llevaba unos diez minutos dedicada a esta tarea cuando el discreto murmullo de la silla de ruedas motorizada me anunció la llegada de Will.
Se quedó ahí, ante el umbral, mirándome. Tenía unas ojeras oscuras. A veces, según me contó Nathan, apenas dormía. No quise pensar en cómo sería yacer atrapado en una cama de la que no podía salir sin otra compañía, a esas horas de la madrugada, que la de sus pensamientos más lóbregos.
—Pensé que a lo mejor podía arreglar algunos de estos marcos —dije, alzando uno. Era la fotografía donde Will hacía puenting. Intenté mostrarme animada. Necesita a alguien vivaz, alguien optimista.
—¿Por qué?
—Bueno... —Parpadeé—. Creo que aún se pueden aprovechar. He traído pegamento, si te parece bien que lo intente. O, si quieres reemplazarlos, puedo ir al pueblo a la hora de la comida a ver qué encuentro. O podríamos ir juntos, si te apetece salir...
—¿Quién te dijo que los arreglaras?
Su mirada era implacable.
Oh, oh, pensé.
—Solo... Solo intentaba ayudar.
—Querías arreglar lo que hice ayer.
—Yo...
—¿Sabes qué, Louisa? Estaría bien, solo por una vez, si alguien prestara atención a lo que yo quiero. Que destrozara esas fotografías no fue un accidente. No fue una tentativa de rediseño interior radical. En realidad, lo hice porque no quiero volver a verlas.
Me puse en pie.
—Lo siento. No pensé que...
—Pensaste que tú sabías lo que era mejor. Todo el mundo piensa que sabe lo que yo necesito. Vamos a volver a reparar esas malditas fotos. Para que el pobre lisiado tenga algo que mirar. No quiero que esas malditas fotos me contemplen cada vez que estoy apresado en la cama hasta que viene alguien y me saca de nuevo. ¿Vale? ¿Crees que te podrías meter eso en la cabeza?
Tragué saliva.
—No iba a arreglar la de Alicia... No soy tan estúpida... Solo pensé que dentro de un tiempo tal vez quisieras...
—Oh, cielo santo. —Se apartó de mí y habló en un tono mordaz—. Ahórrame la terapia psicológica. Ve a leer esas revistas tuyas de cotilleos de mierda o lo que sea que hagas cuando no estás preparando té.
Me ardían las mejillas. Observé cómo maniobraba la silla en ese pasillo estrecho y mi voz surgió antes incluso de saber qué iba a decir.
—No tienes por qué comportarte como un imbécil.
Las palabras retumbaron en el aire inmóvil.
La silla de ruedas se detuvo. Hubo una larga pausa, y entonces dio marcha atrás y giró despacio, para quedar frente a mí, la mano sobre esa pequeña palanca.
—¿Qué?
Lo miré a los ojos, con el corazón en un puño.
—A tus amigos los trataste como si fueran mierda. Vale. Es probable que lo merecieran. Pero yo estoy aquí un día tras otro intentando hacer mi trabajo lo mejor posible. Así que te agradecería que no me amargaras la vida igual que a todo el mundo.
Los ojos de Will se abrieron un poco. Me dio un vuelco el corazón antes de que hablara de nuevo.
—¿Y si te dijera que no quiero que sigas aquí?
—No trabajo para ti. Trabajo para tu madre. Y, a menos que ella me diga que no quiere que siga aquí, me voy a quedar. No porque me importes demasiado o porque me guste este estúpido trabajo o quiera cambiar tu vida de algún modo, sino porque necesito el dinero. ¿Vale? De verdad necesito el dinero.
La expresión de Will Traynor no cambió mucho en apariencia, pero creí ver asombro en su rostro, como si no estuviera acostumbrado a que alguien le llevara la contraria.
Oh, diablos, pensé cuando comencé a asimilar lo que acababa de hacer. Ahora sí que la he fastidiado.
Pero Will solo me miró durante un momento y, como no aparté la vista, dejó escapar un pequeño suspiro, como si estuviera a punto de decir algo desagradable.
—Vale —dijo, y la silla dio la vuelta—. Pero deja las fotografías en el cajón de abajo. Todas.
Y con el grave murmullo de siempre desapareció.