Esto es el pabellón anexo. Antes era el establo, pero comprendimos que Will estaría mejor aquí que en la casa, ya que está todo en una planta. Esta es la habitación para invitados, donde se queda Nathan si es necesario. Los primeros días necesitábamos a alguien muy a menudo.
La señora Traynor caminaba con brío por el pasillo, mientras señalaba gesticulando a una y otra puerta, sin mirar atrás, con los tacones altos repicando en las losas. Parecía dar por hecho que yo mantendría el paso.
—Las llaves del coche están aquí. La he añadido a nuestro seguro. Confío en que los datos que me proporcionó fueran correctos. Nathan le enseñará cómo funciona la rampa. Lo único que tiene que hacer es ayudar a Will a colocarse bien y el vehículo hará el resto. Aunque... en estos momentos no se muere de ganas de ir a ninguna parte.
—Hace un poco de frío —dije.
La señora Traynor no dio muestras de haberme oído.
—Puede prepararse té y café en la cocina. Siempre mantengo los armarios bien repletos. El baño está por aquí...
Abrió la puerta y me quedé mirando al asidero metálico blanco que pendía sobre el baño. Había una zona abierta bajo la ducha, con una silla de ruedas plegada al lado. En la esquina, un armario con puertas de cristal revelaba unas pulcras hileras de material retractilado. Desde esta distancia no veía de qué se trataba, pero llegaba un leve aroma a desinfectante.
La señora Traynor cerró la puerta y se giró un momento para mirarme.
—Debo repetirlo: es muy importante que Will tenga a alguien a su lado en todo momento. Una de las cuidadoras anteriores desapareció durante varias horas para que le arreglaran el coche y Will... se hirió a sí mismo durante su ausencia. —Tragó saliva, como si el recuerdo aún la traumatizara.
—No iré a ninguna parte.
—Por supuesto, va a necesitar... descansos suficientes. Solo quiero que quede claro que no le puede dejar solo más de, digamos, diez o quince minutos. Si surge algo inevitable, llame por el interfono, pues mi marido, Steve, tal vez esté en casa, o llámeme al móvil. Si necesita tiempo libre, le agradecería que me avisara con la mayor antelación posible. No es siempre fácil encontrar un sustituto.
—No, no lo es.
La señora Traynor abrió el armario del pasillo. Hablaba como alguien que recita un discurso muy ensayado.
Me pregunté por un momento cuántos cuidadores me habían precedido.
—Si Will está ocupado, sería de gran ayuda que se encargara de algunas de las tareas básicas del hogar. Lavar la ropa de cama, pasar la aspiradora, ese tipo de cosas. Los materiales de limpieza están bajo el fregadero. Tal vez Will no quiera que esté a su alrededor todo el tiempo. Tendrán que decidir entre ustedes cómo se relacionan.
La señora Traynor miró mi ropa, como si fuera la primera vez. Llevaba ese chaleco de lana que, según mi padre, me hacía parecer un emú. Intenté sonreír. El esfuerzo resultó evidente.
—Como es obvio, espero que... se lleven bien. Sería maravilloso si él pensara en usted como en una amiga en lugar de una profesional.
—Vale... ¿A él qué le gusta..., hum..., hacer?
—Ve películas. A veces escucha la radio o música. Tiene una de esas cosas digitales. Si lo colocas cerca de la mano, por lo general es capaz de manejarlo él mismo. Tiene algo de movimiento en los dedos, aunque le cuesta agarrar.
Sentí que mi ánimo mejoraba. Si le gustaban la música y las películas, sin duda, encontraríamos algo en común. Vi una repentina imagen de mí misma y este hombre riéndonos de alguna comedia de Hollywood, de mí pasando la aspiradora Hoover por la habitación mientras él escuchaba música. Tal vez todo fuera a salir bien. Tal vez acabaríamos siendo amigos. No había tenido un amigo discapacitado antes: solo David, el amigo de Treena, que estaba sordo, pero que montaba un numerito si alguien sugería que eso era una discapacidad.
—¿Tiene alguna pregunta?
—No.
—Entonces, vamos a hacer las presentaciones. —Echó un vistazo al reloj—. Nathan ya habrá terminado de vestirlo.
Ambas titubeamos junto a la puerta y la señora Traynor llamó.
—¿Estás ahí? Aquí está la señorita Clark, que ha venido a conocerte, Will.
No hubo respuesta.
—¿Will? ¿Nathan?
—Está presentable, señora T —dijo alguien con un marcado acento neozelandés.
La señora Traynor abrió la puerta. El salón del pabellón era engañosamente amplio y una pared estaba cubierta por completo de cristaleras que daban al campo. Una estufa de leña refulgía en silencio en un rincón y había un sofá, bajo y beis, frente a una enorme televisión de pantalla plana, con los asientos tapados con un cubrecama de lana. La habitación presentaba un ambiente elegante y tranquilo: un apartamento de soltero escandinavo.
En el centro del cuarto había una silla de ruedas negra, con el asiento y el respaldo forrados de piel de cordero. Un individuo de constitución robusta, vestido con un uniforme blanco de enfermero, estaba agachado, colocando los pies de un hombre en el reposapiés de la silla de ruedas. Cuando entramos en la habitación, el hombre de la silla de ruedas alzó la vista bajo un cabello despeinado y enmarañado. Su mirada se cruzó con la mía y, al cabo de una pausa, dejó escapar un gruñido espeluznante. Entonces, su boca se retorció y soltó otro grito intempestivo.
Sentí que la madre se ponía rígida.
—¡Will, basta ya!
Ni siquiera la miró. Otro sonido prehistórico emergió de algún lugar cercano a su pecho. Era un ruido terrible, agónico. Intenté no estremecerme. El hombre hacía muecas, con la cabeza ladeada y hundida en los hombros, mientras me miraba con los rasgos crispados. Parecía grotesco, y vagamente enfadado. Me di cuenta de que, ahí donde agarraba mi bolso, tenía los nudillos blancos.
—¡Will! Por favor. —Había una leve nota de histeria en la voz de la madre—. Por favor, no te portes así.
Oh, Dios, pensé. No voy a poder con esto. Tragué saliva. El hombre aún tenía la mirada clavada en mí. Daba la impresión de que esperaba a que yo hiciera algo.
—Me... llamo Lou. —Mi voz, de una timidez desacostumbrada, rompió el silencio. Me pregunté por un momento si debía tenderle la mano y entonces, al recordar que no sería capaz de estrecharla, saludé con la mano de un modo poco convincente—. Diminutivo de Louisa.
En ese momento, para asombro mío, el semblante del hombre se aclaró y la cabeza se irguió sobre los hombros.
Will Traynor se me quedó mirando con una sonrisa sutil en los labios.
—Buenos días, señorita Clark —dijo—. Por lo que he oído, es usted mi última niñera.
Nathan había acabado de ajustar el reposapiés. Negó con la cabeza al levantarse.
—Qué malo eres, señor T. Muy malo. —Sonrió y extendió una mano grande, que estreché lánguidamente. Nathan transmitía un carácter imperturbable—. Me temo que acaba de ver la mejor representación de Will de Christy Brown. Ya se acostumbrará a él. Ladra más de lo que muerde.
La señora Traynor se había aferrado al crucifijo que le colgaba del cuello con unos dedos blancos y finos. Se movía hacia delante y hacia atrás al compás del collar, un tic nervioso. Tenía la cara rígida.
—Les dejo para que se vayan conociendo. Llame por el interfono si necesita ayuda. Nathan le va a explicar los cuidados habituales de Will y sus aparatos.
—Mamá, estoy aquí. No tienes por qué hablarles solo a ellos. Mi cerebro no está paralizado. Todavía.
—Sí, bueno, si vas a ser tan insensato, Will, creo que es mejor que la señorita Clark hable directamente con Nathan. —Me fijé en que la madre ni siquiera lo miraba al hablar. Mantenía los ojos clavados en algún lugar del suelo—. Hoy voy a trabajar en casa. Así que me pasaré a la hora de comer, señorita Clark.
—Vale. —Mi voz surgió como un graznido.
La señora Traynor desapareció. Nos quedamos callados, escuchando el ruido de los tacones que se alejaba por el pasillo, hacia la casa principal.
Fue Nathan quien rompió el silencio.
—¿Te importa si hablo con la señorita Clark acerca de tus medicinas, Will? ¿Quieres que te ponga la televisión? ¿Algo de música?
—Radio Cuatro, por favor, Nathan.
—Claro.
Caminamos hacia la cocina.
—Según dice la señora T, no tienes mucha experiencia con tetrapléjicos.
—No.
—Vale. Hoy no te voy a complicar las cosas. Aquí hay una carpeta que te explica casi todo lo que necesitas saber acerca de los cuidados de Will, y contiene todos los números de emergencia. Te aconsejo que lo leas, si encuentras un momento libre. Me parece que vas a tener unos cuantos.
Nathan sacó una llave del cinturón y abrió un botiquín, abarrotado de medicinas en cajas y pequeños envases de plástico.
—Vale. De esto me encargo yo, pero tienes que saber dónde está cada cosa por si surge una emergencia. Hay un horario aquí en la pared, así que puedes ver cuándo le toca qué durante el día. Todo lo que le des lo apuntas aquí —señaló con el dedo—, pero es mejor que lo consultes todo con la señora T, al menos por ahora.
—No sabía que iba a tener que administrar medicinas.
—No es difícil. Por lo general, él sabe qué tiene que tomar. Pero tal vez necesite un poco de ayuda al tragarlas. Solemos usar esta taza. O puedes triturarlas con este mortero y mezclarlas en una bebida.
Cogí una de las etiquetas. No estaba segura de haber visto antes tantas medicinas fuera de una farmacia.
—Vale. Entonces, toma dos medicinas para la presión arterial, esta para bajarla al acostarse y esta para subirla al despertar. Estas las necesita a menudo para controlar los espasmos musculares: tienes que darle una a media mañana y otra a media tarde. No le cuesta tragarlas porque son pequeños comprimidos recubiertos. Estas son para los espasmos de la vejiga y estas de aquí para el reflujo ácido. Esto es el antihistamínico de por las mañanas y estos son los espráis nasales, pero es una de las últimas cosas que hago antes de irme, así que no debería tocarte. Puede tomar paracetamol para los dolores y de vez en cuando alguna píldora para dormir, pero le vuelven más irritable al día siguiente, así que intentamos evitarlas.
»Estas —alzó otro frasco— son los antibióticos que toma cada dos semanas para el cambio del catéter. Eso lo hago yo a menos que esté fuera, en cuyo caso dejaría instrucciones muy claras. Ahí están las cajas de los guantes de látex, por si necesitas limpiarlo. También hay pomada para las irritaciones, pero ha estado mucho mejor desde que compramos el colchón de aire.
Mientras yo estaba ahí, de pie, Nathan buscó en el bolsillo y me entregó otra llave.
—Es la llave de repuesto —dijo—. No se la des a nadie más. Ni siquiera a Will, ¿vale? Guárdala como si te fuera la vida en ello.
—Son demasiadas cosas que recordar. —Tragué saliva.
—Está todo ahí escrito. Lo único que necesitas recordar hoy son los antiespasmódicos. Esos de ahí. Ahí está el número de mi móvil, por si necesitas llamarme. Me dedico a estudiar cuando no estoy aquí, así que preferiría que no me llamaras a menudo, pero no dudes en hacerlo hasta que te sientas segura.
Me quedé mirando la carpeta que tenía enfrente. Me sentí como si estuviera a punto de hacer un examen para el que no había estudiado.
—¿Y si... necesita ir al baño? —Pensé en el asidero—. No sé si podría, ya sabes, levantarlo. —Intenté que mi expresión no delatara el pánico que me atenazaba.
Nathan negó con la cabeza.
—No tienes que hacer nada de eso. El catéter se encarga de ello. Yo vengo a la hora de comer para cambiarlo todo. No estás aquí para las cuestiones físicas.
—¿Para qué estoy aquí?
Nathan estudió el suelo antes de mirarme.
—¿Para intentar animarlo un poco? Está..., está un poco arisco. Comprensible, dadas... las circunstancias. Pero vas a tener que ser muy dura. Ese pequeño numerito de esta mañana es su manera de desestabilizarte.
—¿Por eso pagan tan bien?
—Oh, sí. Nadie da nada gratis, ¿eh? —Nathan me dio un golpecito en el hombro. Sentí que mi cuerpo retumbaba—. Ah, es buen tipo. No debes tener pelos en la lengua con él. —Dudó—. A mí me cae bien.
Lo dijo como si tal vez fuera la única persona que pensara así.
Lo seguí de vuelta al salón. La silla de Will Traynor se había movido hasta la ventana, y él nos daba la espalda y miraba hacia fuera, escuchando algo en la radio.
—Ya he terminado, Will. ¿Quieres algo antes de que me vaya?
—No. Gracias, Nathan.
—Te dejo en las buenas manos de la señorita Clark, entonces. Nos vemos a la hora de comer, tío.
Observé cómo el afable auxiliar se ponía la chaqueta con una creciente sensación de pánico.
—Divertíos, jóvenes. —Nathan me guiñó un ojo y se fue.
Me quedé en medio de la habitación, las manos en los bolsillos, sin saber qué hacer. Will Traynor seguía mirando por la ventana como si yo no estuviera ahí.
—¿Quiere que le haga una taza de té? —dije, al fin, cuando el silencio se volvió insoportable.
—Ah. Sí. La chica que se gana la vida haciendo té. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que quisiera demostrar sus talentos. No. No, gracias.
—¿Café, entonces?
—Nada de bebidas calientes por ahora, señorita Clark.
—Me puede llamar Lou.
—¿Ayudaría en algo?
Parpadeé, con la boca un poco abierta. La cerré. Mi padre siempre decía que me hacía parecer más estúpida de lo que era.
—Bueno..., ¿quiere que le traiga algo?
Se volvió para mirarme. Tenía el mentón cubierto de una barba de varias semanas y su mirada era inaccesible. Se dio la vuelta.
—Yo... —Miré alrededor de la habitación—. Voy a ver si hay algo que lavar.
Salí de la habitación con el corazón latiendo con fuerza. En la seguridad de la cocina, saqué el móvil y tecleé un mensaje para mi hermana.
Esto es horrible. Me odia.
La respuesta solo tardó unos segundos en llegar.
Solo has estado ahí una hora, ¡blandengue! P y M muy preocupados por el dinero. Cálmate y piensa en la paga. X
Cerré el móvil y resoplé. Rebusqué en el cesto de la colada del baño y conseguí reunir una mísera carga para la lavadora, tras lo cual pasé varios minutos comprobando las instrucciones del aparato. No quería escoger el programa erróneo ni hacer nada por lo cual Will o la señora Traynor me volvieran a mirar como si fuera estúpida. Puse en marcha la lavadora y me quedé ahí, intentando decidir qué más hacer. Saqué la aspiradora del armario del vestíbulo y la pasé por el pasillo y los dos dormitorios, sin dejar de pensar ni un momento que, de haberme visto mis padres, habrían insistido en hacerme una fotografía conmemorativa. La habitación para invitados estaba casi vacía, como la de un hotel. Sospeché que Nathan no se quedaba a menudo. Pensé que probablemente no podía culparle.
Dudé ante el cuarto de Will Traynor, hasta que concluí que tenía que limpiarlo igual que las demás habitaciones. Había un estante empotrado en una pared, en el cual reposaban unas veinte fotografías enmarcadas.
Mientras pasaba la aspiradora alrededor de la cama, me permití echarles un vistazo. Había un joven que hacía puenting en un acantilado, con los brazos abiertos como una estatua de Cristo. Había un hombre que tal vez fuera Will en lo que parecía una selva, y de nuevo en medio de un grupo de amigos borrachos. Llevaban pajarita y esmoquin y se pasaban el brazo por los hombros.
En otra aparecía en una pista de esquí, junto a una joven de gafas oscuras y larga melena rubia. Me agaché para verle mejor con sus gafas de esquí. Iba bien afeitado en la fotografía e incluso bajo esa luz brillante en su cara se apreciaba el bronceado que adquirían las personas de dinero al ir de vacaciones tres veces al año. Tenía hombros anchos y musculosos que se hacían notar incluso bajo el anorak de esquí. Con cuidado, dejé la fotografía en la mesilla y seguí pasando la aspiradora alrededor de la cama. Por fin, apagué la aspiradora y comencé a enrollar el cable. Al agacharme para desconectarla, percibí un movimiento por el rabillo del ojo y me sobresalté, de modo que solté un pequeño chillido. Will Traynor estaba ante la puerta, observándome.
—Courchevel. Hace dos años y medio.
—Lo siento. Yo solo... —Me sonrojé.
—Solo mirabas mis fotografías. Y te preguntabas lo horrible que sería vivir así y luego convertirse en un lisiado.
—No. —Me sonrojé incluso más intensamente.
—El resto de mis fotografías están en el cajón de abajo, por si alguna vez vuelves a ser incapaz de contener la curiosidad —dijo.
Y entonces, con un ligero zumbido de la silla de ruedas, Will Traynor se giró a la derecha y desapareció.
La mañana decayó y decidió durar varios años. No recordaba la última vez que los minutos y las horas se habían estirado de una manera tan interminable. Intenté encontrar tantas tareas con las que mantenerme ocupada como pude, y fui al salón lo menos posible, sabedora de que me estaba portando como una cobarde, pero ignorándolo.
A las once llevé a Will una taza de agua y la medicina contra los espasmos, tal como me pidió Nathan. Coloqué la píldora sobre la lengua y le ofrecí la taza, tal como Nathan me había enseñado. Era de plástico opaco y claro, como las que usaba Thomas, salvo que no había dibujos de Bob el Constructor. Tragó con un poco de esfuerzo, tras lo cual me indicó que le dejara solo.
Quité el polvo a unos estantes que no tenían polvo y consideré limpiar algunas ventanas. A mi alrededor, el anexo estaba sumido en el silencio, aparte del leve murmullo de la televisión del salón donde Will estaba sentado. No me sentí con confianza suficiente para poner música en la cocina. Albergaba la sospecha de que Will diría algo punzante acerca de mis gustos musicales.
A las doce y media llegó Nathan, que trajo consigo el frío aire de la calle, y alzó una ceja.
—¿Todo bien? —dijo.
Rara vez en mi vida me había alegrado tanto de ver a alguien.
—Sí.
—Estupendo. Puedes tomarte media hora libre. Yo y el señor T tenemos que encargarnos de ciertas cosas.
Casi salí corriendo en busca del abrigo. No tenía pensado marcharme a comer, pero por poco no pegué un grito de alivio al irme de esa casa. Me subí el cuello, me eché el bolso al hombro y caminé a buen paso por la calzada, como si en realidad quisiera ir a algún lugar. De hecho, solo deambulé sin rumbo por las calles cercanas durante media hora, expulsando cálidas ráfagas de aire contra mi bufanda, bien ajustada.
No había cafeterías por esa parte del pueblo, ahora que The Buttered Bun había cerrado. El castillo estaba desierto. El lugar más cercano donde comer era un pub pijo donde dudaba que me pudiera permitir ni una bebida, no digamos un almuerzo rápido. Todos los coches del aparcamiento eran enormes y caros, con matrículas recientes.
Me quedé en el aparcamiento del castillo, tras asegurarme de que no se me veía desde Granta House, y tecleé el número de mi hermana.
—Hola.
—Ya sabes que no puedo hablar en el trabajo. No te has ido, ¿verdad?
—No. Solo necesito oír una voz amable.
—¿Tan antipático es?
—Treen, me odia. Me mira como si fuera una cosa que ha traído el gato. Y ni siquiera bebe té. Me estoy escondiendo de él.
—No me puedo creer lo que estoy oyendo.
—¿Qué?
—Habla con él, por amor de Dios. Claro que se siente fatal. Está atrapado en una silla de mierda. Y tú probablemente no le has ayudado en nada de nada. Habla con él. Conócelo. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir?
—No lo sé... No sé si puedo aguantar aquí.
—No le voy a decir a mamá que vas a dejar tu trabajo tras solo media jornada. No te van a dar ningún subsidio, Lou. No puedes irte. No podemos permitirnos que te vayas.
Tenía razón. Comprendí que odiaba a mi hermana.
Hubo un breve silencio. La voz de Treen se volvió inusualmente conciliadora. Eso sí que era preocupante. Quería decir que sabía que yo tenía el peor trabajo del mundo.
—Mira —dijo—. Son solo seis meses. Haz solo esos seis meses, consigue algo útil que añadir al currículo y así podrás encontrar un trabajo que te guste. Y, vaya, míralo así: al menos no estás haciendo turnos nocturnos en esa fábrica de pollos, ¿verdad?
—Las noches en esa fábrica eran unas vacaciones comparadas con...
—Me tengo que ir, Lou. Luego te veo.
—Entonces, ¿le gustaría ir a algún lugar esta tarde? Podríamos ir en coche a alguna parte, si le apetece.
Nathan se había ido hacía casi media hora. Me había demorado en lavar las tazas tanto como era humanamente posible, y pensé que si pasaba una hora más en esa casa en silencio me acabaría explotando la cabeza.
Will se volvió hacia mí.
—¿Adónde tenía pensado ir?
—No lo sé. Podríamos conducir por el campo. —Estaba haciendo eso que hago a veces: fingir que soy Treena. Ella es una de esas personas completamente tranquilas y eficaces, por lo cual nunca nadie se mete con ella. Mis palabras sonaron, al menos para mí, profesionales y animadas.
—El campo —dijo, como si lo estuviera pensando—. Y ¿qué veríamos? ¿Árboles? ¿El cielo?
—No lo sé. ¿Qué hace normalmente?
—No hago nada, señorita Clark. Ya no puedo hacer nada. Me limito a existir.
—Bueno —observé—, me dijeron que tenía un coche adaptado a las sillas de ruedas.
—¿Y le preocupa que deje de funcionar si no lo usamos todos los días?
—No, pero yo...
—¿Me está diciendo que debería salir?
—Solo pensé que...
—¿Pensó que dar una vuelta me sentaría bien? ¿Un poco de aire fresco?
—Solo intento...
—Señorita Clark, mi vida no va a mejorar de un modo significativo por conducir por las carreteras rurales de Stortfold. —Se dio la vuelta.
Se le había hundido la cabeza entre los hombros y me pregunté si estaría cómodo. No parecía ser el momento oportuno para preguntarle. Nos quedamos sentados, en silencio.
—¿Quiere que le traiga el ordenador?
—¿Por qué? ¿Ha pensado en un buen grupo de ayuda para tetrapléjicos al que me podría unir? ¿El Club de las Ruedas de Hojalata?
Respiré hondo e intenté que mi voz sonara confiada.
—Vale... Bueno... Como veo que vamos a pasar todo el tiempo en compañía el uno del otro, tal vez podríamos intentar conocernos un poco mejor.
Vi algo en su cara que me hizo tambalearme. Will tenía la mirada clavada en la pared y un tic nervioso le recorría el mentón.
—Es que... Es pasar mucho tiempo a solas con alguien. Todo el día —continué—. Tal vez, si me hablara un poco de lo que quiere hacer, lo que le gusta, entonces yo podría... ¿hacer las cosas como le gustan?
Esta vez el silencio fue doloroso. Oí cómo mi voz era engullida poco a poco por ese silencio y no lograba decidir qué hacer con las manos. Treena y su actitud eficaz se habían evaporado.
Por fin, la silla de ruedas zumbó y Will se dio la vuelta poco a poco para mirarme.
—Esto es lo que sé sobre usted, señorita Clark. Mi madre dice que es habladora. —Lo dijo como si fuera una dolencia—. ¿Podemos hacer un trato? ¿Para que sea una gran no habladora en mi presencia?
Tragué saliva y sentí que mi rostro se encendía.
—Vale —dije, cuando recuperé el habla—. Voy a estar en la cocina. Si necesita algo, llámeme.
—No puedes darte por vencida tan pronto.
Estaba en mi cama, acostada sobre un costado, con las piernas estiradas sobre la pared, como cuando era adolescente. Había estado así desde la cena, lo cual era inusual en mí. Desde el nacimiento de Thomas, él y Treena se habían mudado a la habitación más amplia y yo dormía en el trastero, que era tan pequeño que me hacía sentir claustrofobia cuando pasaba más de media hora ahí sentada.
Pero no quería estar abajo, con mi madre y mi abuelo, porque mi madre no dejaba de mirarme con ansiedad diciendo cosas como: «Va a ir a mejor, cielo» y «El primer día de trabajo nunca es maravilloso», como si ella hubiera tenido un maldito trabajo en los últimos veinte años. Empezaba a sentirme culpable. Y ni siquiera había hecho nada todavía.
—No he dicho que me fuera a dar por vencida.
Treena irrumpió sin llamar, como todos los días, aunque yo siempre tenía que llamar a su habitación sin hacer ruido, por si Thomas estaba dormido.
—¿Y si hubiera estado desnuda? Al menos podrías haber avisado primero.
—He visto cosas peores. Mamá piensa que vas a presentar la renuncia.
Dejé caer las piernas a un lado y me incorporé para sentarme.
—Oh, Dios, Treena. Es peor de lo que pensaba. Él es tan infeliz...
—No puede moverse. Claro que es infeliz.
—No, pero es sarcástico y antipático conmigo. Cada vez que hablo o hago una sugerencia me mira como si fuera estúpida, o dice algo que me hace sentir como una niña de dos años.
—Es que probablemente dijiste algo estúpido. Solo necesitáis acostumbraros el uno al otro.
—No, de verdad que no. Tuve mucho cuidado. Casi no dije nada salvo: «¿Le gustaría salir a dar una vuelta en coche?» o «¿Quiere una taza de té?».
—Bueno, tal vez es así con todo el mundo al principio, hasta que sabe que no vas a irte enseguida. Me apuesto algo a que ha tenido muchos cuidadores.
—Ni siquiera quería que estuviera en la misma habitación que él. No creo que pueda quedarme, Katrina. De verdad que no. En serio: si hubieras estado ahí, lo comprenderías.
Treena no dijo nada entonces, solo me miró durante un tiempo. Se levantó y echó un vistazo por la puerta, como si comprobara si había alguien en el rellano.
—Estoy pensando en volver a la universidad —dijo al fin.
A mi cerebro le costó unos segundos apreciar este cambio de táctica.
—Oh, Dios mío —dije—. Pero...
—Voy a tener que pedir un préstamo para pagar las tasas. Pero también puedo obtener una beca especial por tener a Thomas, y la universidad me ofrece unas tarifas reducidas porque... —Se encogió de hombros, un poco avergonzada—. Dicen que podría sobresalir. Alguien ha dejado el curso de ciencias empresariales, así que me aceptarían desde el comienzo del próximo trimestre.
—¿Y Thomas?
—Hay una guardería en el campus. Nos podemos quedar en un apartamento subvencionado de lunes a viernes y volver aquí casi todos los fines de semana.
—Oh.
Sentí cómo me observaba. No sabía qué cara poner.
—Estoy realmente desesperada por usar de nuevo el cerebro. Hacer ramos de flores me está desquiciando. Quiero aprender. Quiero progresar. Y estoy harta de tener siempre las manos heladas por el agua.
Las dos nos quedamos mirando las manos de Treena, de un color rosáceo incluso en el calor tropical de la casa.
—Pero...
—Sí. No voy a trabajar, Lou. No voy a poder dar nada a mamá. Tal vez incluso necesite un poco de ayuda de ellos. —Esta vez pareció muy incómoda. Su expresión, cuando alzó la vista para mirarme, era casi afligida.
Abajo nuestra madre se rio de algo dicho en la televisión. La oímos exclamar dirigiéndose al abuelo. A menudo le explicaba la trama del programa, aunque le decíamos todo el rato que no hacía falta. Me quedé sin habla. La importancia de las palabras de mi hermana se reveló despacio pero de forma inexorable. Me sentí como imaginaba que se sentiría una víctima de la mafia al observar cómo el cemento se va endureciendo poco a poco alrededor de los tobillos.
—Lo necesito muchísimo, Lou. Quiero algo mejor para Thomas, algo mejor para los dos. Solo voy a conseguir algo en la vida si vuelvo a la universidad. Yo no tengo a alguien como Patrick. No estoy segura de si alguna vez tendré a alguien como Patrick, dado que nadie ha mostrado el más mínimo interés en mí desde que tuve a Thomas. Tengo que hacer lo que sea mejor para mí misma.
Como no dije nada, añadió:
—Para mí y para Thomas.
Asentí.
—¿Lou? ¿Por favor?
Era la primera vez que veía a mi hermana así. Me hizo sentir muy incómoda. Alcé la cabeza y logré sonreír. Mi voz, cuando surgió, no parecía mía.
—Bueno, como tú dices, solo se trata de que me acostumbre a él. Es normal que sea difícil los primeros días, ¿verdad?