Supongo que en otras circunstancias habría parecido extraño que yo, Lou Clark, una muchacha que apenas se había alejado de su pueblo durante más de veinte años, se dispusiera a volar a su tercer país en menos de una semana. Pero preparé el equipaje con la rápida eficacia de una azafata de vuelo, con solo lo esencial. Treena se apresuró a mi alrededor, en silencio, a coger otras cosas que creía que me vendrían bien, y a continuación bajamos por las escaleras. Nos detuvimos a medio camino. Nuestros padres ya estaban en la entrada, de pie, juntos, de un modo que no presagiaba nada bueno, como cuando hace tiempo llegábamos tarde de una fiesta.
—¿Qué pasa aquí? —Mi madre miraba mi maleta.
Treena se situó frente a mí.
—Lou va a ir a Suiza —dijo—. Y tiene que salir ya. Hoy ya solo queda un vuelo.
Estábamos a punto de movernos cuando mi madre dio un paso al frente.
—No. —En su boca se dibujaba una línea desconocida y cruzó los brazos con torpeza—. De verdad. No quiero que te involucres en eso. Si es lo que creo que es, entonces no.
—Pero... —comenzó Treena, que me miró.
—No —dijo mi madre y su voz adquirió un tono cortante muy poco habitual—. No hay peros que valgan. He estado pensando sobre lo que nos contaste. Está mal. Moralmente mal. Y si te ves envuelta en ello y consideran que has ayudado a un hombre a matarse a sí mismo, entonces podrías meterte en un buen lío.
—Tu madre tiene razón —dijo mi padre.
—Lo hemos visto en las noticias. Esto podría afectarte toda la vida, Lou. Esa entrevista para entrar en la universidad, por ejemplo. Si tienes antecedentes penales, no te van a conceder un título universitario, ni un buen trabajo, ni nada...
—Le ha pedido que vaya. No querrás que no le haga caso, sin más —interrumpió Treena.
—Sí. Sí, eso quiero. Ha dado seis meses de su vida a esa familia. Y menudo bien le ha hecho, a juzgar por cómo están las cosas. Menudo bien ha hecho a esta familia, con gente llamando a la puerta y todos los vecinos pensando que nos han pillado por fraude o algo así. No, por fin tiene la oportunidad de hacer algo con su vida y ahora quieren que vaya a ese maldito lugar de Suiza y formar parte de sabe Dios qué. Bueno, yo digo que no. No, Louisa.
—Pero tiene que ir —dijo Treena.
—No, no tiene que ir. Ya ha hecho bastante. Ella misma lo dijo anoche, ha hecho todo lo que estaba en sus manos. —Mi madre negó con la cabeza—. Sea lo que sea el lío en el que se van a meter los Traynor por hacer..., hacer lo que vayan a hacer a su hijo, no quiero que Louisa tenga nada que ver. No quiero que eche a perder su vida.
—Creo que soy capaz de tomar mis propias decisiones —dije.
—No sé si eres capaz. Es tu amigo, Louisa. Es un joven que tiene toda la vida por delante. No puedes formar parte de eso. Yo..., me escandaliza que siquiera te lo plantees. —Su voz adquirió un nuevo tono, más duro—. ¡No te he criado para que ayudes a alguien a acabar con su vida! ¿Acabarías con la vida del abuelo? ¿Crees que deberíamos enviarlo a Dignitas también?
—El abuelo es diferente.
—No, no lo es. Ya no puede hacer las cosas que solía hacer. Pero su vida es preciosa. Igual que la de Will es preciosa.
—No es mi decisión, mamá. Es de Will. Todo esto es para apoyarlo.
—¿Apoyar a Will? Jamás he oído semejante disparate. Eres una niña, Louisa. No has visto nada, no has hecho nada. Y no tienes ni idea de cómo te va a afectar esto. En nombre de Dios, ¿cómo vas a dormir por la noche si le ayudas a hacer esto? Vas a ayudar a un hombre a morir. ¿De verdad comprendes eso? Vas a ayudar a Will, ese hombre encantador e inteligente, a morir.
—Voy a dormir por las noches porque confío en que Will sabe lo que es mejor para él y porque nada ha sido tan duro para él como no poder tomar decisiones, hacer cosas por sí mismo... —Miré a mis padres, intentando que comprendieran—. No soy una niña. Le quiero. Le quiero, y no debería haberlo dejado solo, y no soporto no estar ahí y no saber qué..., qué está... —Tragué saliva—. O sea, que sí. Que voy. No necesito que me cuidéis ni que me comprendáis. Ya me las arreglaré. Pero voy a ir a Suiza... digáis lo que digáis.
Reinó el silencio en esa pequeña entrada. Mi madre me miró como si no me conociera en absoluto. Di un paso para acercarme a ella, para hacerla comprender. Pero ella dio un paso atrás.
—¿Mamá? Se lo debo a Will. Le debo estar ahí. ¿Quién crees que me convenció para que solicitara plaza en una universidad? ¿Quién crees que me animó a hacer algo con mi vida, a viajar, a tener ambiciones? ¿Quién ha cambiado mi forma de pensar respecto a todo? ¿Acerca de mí misma incluso? Se lo debo a Will. He hecho más, he vivido más en estos últimos seis meses que en el resto de los veintisiete años de mi vida. Así que, si él quiere que vaya a Suiza, entonces, sí, voy a ir. Pase lo que pase.
Hubo un breve silencio.
—Es como la tía Lily —dijo mi padre, en voz baja.
Todos permanecimos ahí, observándonos. Mi padre y Treena intercambiaban miradas, como si esperasen que el otro dijera algo.
Pero fue mi madre quien rompió el silencio.
—Si te vas, Louisa, no vuelvas.
Las palabras cayeron de su boca como piedras. La miré conmocionada. Su mirada era inflexible. Se puso tensa al ver mi reacción. Había surgido entre nosotras un muro del que no sabía nada hasta entonces.
—¿Mamá?
—Lo digo en serio. Esto no es mejor que un asesinato.
—Josie...
—Es la verdad, Bernard. No voy a ser parte de esto.
Recuerdo que pensé, como si ya estuviera lejos, que jamás había visto tan insegura a Katrina. Vi que la mano de mi padre se extendía hasta posarse en el brazo de mi madre, no sé si en un gesto de reproche o de consuelo. Por un momento, mi mente se quedó en blanco. Entonces, casi sin saber qué estaba haciendo, bajé despacio las escaleras y pasé junto a mis padres. Y, al cabo de un segundo, mi hermana me siguió.
Las comisuras de la boca de mi padre se vinieron abajo, como si estuviera haciendo un esfuerzo para contener todo tipo de emociones. Entonces, se volvió hacia mi madre y le puso una mano en el hombro. Sus ojos contemplaron el rostro de ella y me dio la impresión de que ella ya sabía qué iba a decir él.
Y entonces le arrojó a Treena las llaves, que las cogió al vuelo.
—Toma —dijo—. Salid por la puerta trasera, por el jardín de la señora Doherty, y coged la furgoneta. No os verán en la furgoneta. Si salís ahora y no hay mucho tráfico, a lo mejor llegáis a tiempo.
—¿Sabes cómo va a acabar todo esto? —dijo Katrina. Me miró de soslayo mientras conducía a toda velocidad por la autopista.
—No.
No la podía mirar mucho tiempo: estaba hurgando en el bolso, intentando decidir si había olvidado algo. No dejaba de oír el sonido de la voz de la señora Traynor al otro lado de la línea. ¿Louisa? Por favor, ¿podrías venir? Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero, por favor... Es esencial que vengas ya.
—Mierda. Nunca había visto así a mamá —continuó Treena.
Pasaporte, cartera, llaves de casa. ¿Llaves de casa? ¿Para qué? Ya no tenía casa.
Katrina me miró de soslayo.
—Es decir, está enfadada ahora, pero es por la impresión. Ya sabes que al final las aguas volverán a su cauce, ¿verdad? Es decir, cuando vine a casa y le dije que estaba embarazada pensé que no me iba a volver a dirigir la palabra. Pero solo tardó, ¿cuánto?, dos días para volver en sí.
La oía parlotear a mi lado, pero no le prestaba atención. Apenas lograba concentrarme en nada. Las terminaciones nerviosas habían despertado a la vida y casi gritaban de ansiedad. Iba a ver a Will. Pasara lo que pasara, al menos no me iban a quitar eso. Casi sentí cómo encogían los kilómetros que nos separaban, como si fueran los extremos de un hilo elástico e invisible.
—¿Treen?
—¿Sí?
Tragué saliva.
—No permitas que pierda ese vuelo.
Si mi hermana es algo, es decidida. Nos saltamos la cola, aceleramos en el carril interior, sobrepasamos la velocidad permitida y escuchamos los informes de tráfico de la radio, pero por fin el aeropuerto apareció a la vista. Se detuvo de un frenazo y yo casi estaba ya fuera del coche cuando la oí:
—¡Eh! ¡Lou!
—Lo siento. —Me di la vuelta y corrí los pocos pasos que nos separaban.
Me dio un abrazo, muy fuerte.
—Estás haciendo lo correcto —dijo. Casi parecía al borde de las lágrimas—. Y, ahora, a correr como una loca. Si no logras coger ese maldito avión tras hacerme perder seis puntos del carné de conducir, no te vuelvo a hablar en la vida.
No miré atrás. Corrí hasta el mostrador de Swiss Air y tuve que repetir mi nombre tres veces hasta pronunciarlo con bastante claridad para solicitar los billetes.
Llegué a Zúrich poco después de la medianoche. Dada la hora tan tardía, la señora Traynor, tal como prometió, me había hecho una reserva en un hotel cerca del aeropuerto y me había dicho que me enviaría un coche a recogerme a las nueve en punto de la mañana. Pensé que no dormiría, pero lo hice (un sueño extraño, pesado e inconexo de varias horas) y desperté a las siete de la mañana sin saber dónde estaba.
Miré atontada alrededor de esa habitación desconocida, a las tupidas cortinas de color burdeos, diseñadas para bloquear la luz, a la enorme televisión de pantalla plana, a mi equipaje, que ni me había molestado en deshacer. Miré el reloj, que anunciaba que eran las siete pasadas en Suiza. Y, al comprender dónde estaba, de repente se me encogió el estómago por el miedo.
Salí de la cama a duras penas justo a tiempo para vomitar en el pequeño aseo. Me arrodillé en el suelo de baldosas, con el pelo pegado a la frente y la mejilla aplastada contra la fría porcelana. Oí la voz de mi madre, sus protestas, y sentí un miedo lúgubre que me envolvía. No estaba preparada. No quería volver a fracasar. No quería ver cómo moría Will. Con un gruñido, me incorporé, tambaleante, solo para vomitar de nuevo.
No logré comer. Atiné a tomar una taza de café solo y me duché y me vestí, con lo que me dieron las ocho de la mañana. Miré el vestido verde pálido que había echado al equipaje la noche anterior y me pregunté si sería apropiado para el lugar al que iba. ¿Iría todo el mundo de negro? ¿Debería vestir algo más vívido e intenso, como ese vestido rojo que le gustaba a Will? ¿Por qué me habría llamado la señora Traynor? Comprobé si había recibido llamadas en el móvil y me pregunté si podría llamar a Katrina. Allí serían las siete de la mañana. Era probable que estuviera vistiendo a Thomas y desistí al pensar que tal vez respondiera mi madre. Me puse algo de maquillaje y me senté junto a la ventana, y los minutos pasaron, poco a poco.
Creo que nunca en la vida me había sentido tan sola.
Cuando se me hizo insoportable permanecer en esa pequeña habitación, arrojé mis últimas cosas a la maleta y salí. Iba a comprar un periódico y esperar en el vestíbulo. Era imposible que fuera más desagradable que aguardar sentada en esa habitación en silencio o con los canales de noticias y la oscuridad sofocante de las cortinas. Cuando pasé ante la recepción, vi el ordenador, situado con discreción en un rincón. Un cartel decía: Para uso de los huéspedes. Por favor, pregunte en recepción.
—¿Puedo usarlo? —pregunté a la recepcionista.
Asintió y compré un pase de una hora. De repente, supe con claridad con quién quería hablar. El instinto me dijo que sería una de las pocas personas conectadas en ese preciso instante. Entré en el chat y escribí un mensaje:
Ritchie. ¿Estás ahí?
Buenos días, Abeja. ¿Te has despertado temprano?
Dudé solo un momento antes de escribir:
Estoy a punto de comenzar el día más extraño de mi vida. Estoy en Suiza.
Él sabía qué quería decir. Todos sabían qué quería decir. La clínica había suscitado muchos debates acalorados. Escribí:
Estoy asustada.
Entonces, ¿por qué estás ahí?
Porque no puedo no estar. Él me lo ha pedido. Estoy en un hotel, a la espera de ir a verlo.
Dudé de nuevo y escribí:
No tengo ni idea de cómo va a acabar este día.
Oh, Abeja.
¿Qué le digo? ¿Cómo le hago cambiar de idea?
Hubo una pausa antes de que él escribiera de nuevo. Sus palabras aparecieron en la pantalla más despacio de lo habitual, como si se estuviera expresando con sumo cuidado.
Si está en Suiza, Abeja, no creo que vaya a cambiar de idea.
Se me hizo un nudo en la garganta, y me lo tragué. Ritchie aún estaba escribiendo:
No es mi elección. No es la elección de casi todos los que escribimos en este foro. Adoro mi vida, aunque desearía que fuera diferente. Pero comprendo por qué tu amigo ya habrá tenido bastante. Es agotadora, esta vida, agotadora de una manera que alguien sano es incapaz de comprender. Si está decidido, si de verdad no ve otra forma de mejorar las cosas, entonces supongo que lo mejor que puedes hacer es estar a su lado. No tienes por qué estar de acuerdo. Pero tienes que estar a su lado.
Comprendí que estaba conteniendo el aliento.
Buena suerte, Abeja. Y ven a verme cuando todo acabe. Las cosas tal vez se vuelvan un tanto complicadas para ti. En cualquier caso, me encantaría tener una amiga como tú.
Mis dedos permanecían inmóviles sobre el teclado. Escribí:
Iré.
Y entonces la recepcionista me dijo que me esperaba un coche fuera.
No sé qué esperaba. Tal vez un edificio blanco próximo a un lago o unas montañas nevadas. Tal vez una fachada de mármol de aspecto hospitalario con una placa bañada en oro en la pared. Lo que no me esperaba es que me condujeran por una zona industrial hasta llegar a lo que parecía una casa normal y corriente, rodeada de fábricas y, aún más extraño, un campo de fútbol. Caminé por un sendero de tablones, junto a un estanque de peces de colores, y entré.
La mujer que abrió la puerta supo de inmediato a quién buscaba.
—Está aquí. ¿Quiere que la acompañe?
Me quedé quieta. Miré la puerta cerrada, tan similar a la que vi durante todos esos meses en el pabellón de Will, y respiré hondo. Y asentí.
Vi la cama antes de verlo a él; dominaba la habitación con su madera de caoba, su edredón de pintorescos adornos florales y las almohadas que extrañamente no combinaban con nada en ese ambiente. La señora Traynor estaba sentada a un lado de Will, el señor Traynor al otro.
Ella tenía la palidez de un fantasma y se levantó al verme.
—Louisa.
Georgina se encontraba sentada en una silla de madera en un rincón, inclinada sobre las rodillas, las manos juntas como si rezara. Alzó la vista cuando entré, revelando las ojeras y unos ojos enrojecidos por la pena, y en mí afloró un breve sentimiento de compasión por ella.
¿Qué habría hecho yo si Katrina hubiera insistido en su derecho a hacer esto?
La habitación era luminosa y amplia, como una casa de vacaciones para gente pudiente. Había un suelo de baldosas y alfombras caras, y un sofá al otro lado que daba a un pequeño jardín. No supe qué decir. Era una visión tan ridícula, tan prosaica, los tres ahí sentados, como si fueran una familia que trataba de decidir si ir de excursión esa tarde.
Me volví hacia la cama.
—Entonces —dije, con el bolso al hombro—, supongo que el servicio de habitaciones no es gran cosa.
Los ojos de Will se clavaron en los míos y, a pesar de todo, a pesar de mis miedos, de haber vomitado dos veces, de la sensación de no haber dormido durante un año, de repente me alegré de haber venido. O, más que alegrarme, me sentí aliviada. Como si hubiese extirpado de mí una parte dolorosa y molesta.
Y en ese momento Will sonrió. Era adorable esa sonrisa: sosegada, llena de aprecio.
Por extraño que parezca, me descubrí a mí misma sonriéndole.
—Bonita habitación —añadí, y de inmediato me percaté de la estupidez del comentario. Vi que Georgina Traynor cerraba los ojos, y me ruboricé.
Will se giró hacia su madre.
—Quiero hablar con Lou. ¿Está bien?
La señora Traynor intentó sonreír. Vi un millón de cosas en esa forma de mirarme: alivio, gratitud, un leve resentimiento por verse privada de esos preciosos minutos, tal vez incluso la esperanza de que mi aparición significara algo, que su destino aún no estuviera escrito en piedra.
—Por supuesto.
Pasó junto a mí en dirección al pasillo y, cuando me aparté de la puerta para dejarla pasar, ella estiró la mano y me tocó el brazo, levemente. Nuestras miradas se cruzaron y la de ella se suavizó, de modo que por un momento pareció otra persona, y entonces se apartó de mí.
—Vamos, Georgina —dijo cuando su hija no hizo ademán de moverse.
Georgina se levantó despacio y salió en silencio, y me bastó ver su espalda para percibir su renuencia.
Y al fin nos quedamos solos.
Will estaba medio incorporado en la cama, para poder mirar por la ventana que tenía a la izquierda, donde la fuente del pequeño jardín borboteaba con alegría un chorro de agua clara. En la pared había una fotografía de dalias mal enmarcada. Recuerdo que pensé que era una imagen horrible para que alguien la viera durante sus últimas horas.
—Bueno...
—No vas a...
—No voy a intentar convencerte.
—Si estás aquí, aceptas que es mi decisión. Esto es lo primero que ha estado bajo mi control desde el accidente.
—Lo sé.
Y ahí estaba. Él lo sabía, yo lo sabía. No me quedaba nada por hacer.
¿Sabes lo difícil que es no decir nada? ¿A pesar de que hasta el último átomo de tu cuerpo se esfuerza en lo contrario? Había practicado no decir nada durante todo el trayecto desde el aeropuerto, y me estaba matando. Asentí. Cuando por fin hablé, mi voz era algo pequeño y roto. Lo que salió fue lo único que podía decir sin riesgos.
—Te he echado de menos.
Will pareció relajarse entonces.
—Ven aquí. —Y añadió, cuando dudé—: Por favor. Ven. Aquí mismo, a la cama. A mi lado.
Comprendí entonces que su expresión reflejaba un profundo alivio. Que le alegraba verme de una manera que no iba a ser capaz de explicar. Y me dije a mí misma que eso tendría que ser suficiente. Haría lo que me había pedido. Eso tendría que ser suficiente.
Me tumbé en la cama, junto a él, y posé el brazo sobre su cuerpo. Apoyé la cabeza en su pecho y dejé que mi cuerpo absorbiera ese lento subir y bajar. Sentí la leve presión de las puntas de los dedos de Will en la espalda, su cálido aliento contra el pelo. Cerré los ojos, respirando su aroma, esa persistente fragancia cara a madera de cedro, a pesar del frescor aséptico de la habitación, del olor ligeramente desconcertante a desinfectante. Intenté no pensar en nada. Intenté existir, nada más, intenté absorber al hombre al que amaba mediante ósmosis, intenté grabar lo que quedaba de él sobre mi cuerpo. No hablé. Y entonces oí su voz. Estaba tan cerca de él que, cuando habló, su voz vibró delicadamente a través de mí.
—Eh, Clark —dijo—. Cuéntame algo bueno.
Miré por la ventana, al cielo azul y brillante de Suiza, y le conté una historia de dos personas. Dos personas que no deberían haberse conocido y que al principio no se cayeron demasiado bien, pero que descubrieron que eran las únicas dos personas en el mundo que podrían comprenderse. Y le conté las aventuras que compartieron, los lugares que visitaron y las cosas que vi y que no esperaba ver. Evoqué para él cielos eléctricos y mares iridiscentes y noches llenas de risas y bromas tontas. Le dibujé un mundo, un mundo lejos de una zona industrial de Suiza, un mundo en el que, por algún motivo, él era todavía la persona que quería ser. Dibujé el mundo que él había creado para mí, lleno de maravillas y posibilidades. Le hice saber que una herida había sido curada de un modo que él no podría ni imaginar, y solo por eso siempre habría una parte de mí que le estaría agradecida. Y, mientras hablaba, supe que estas serían las palabras más importantes que iba a decir en mi vida y que era importante que fueran las palabras adecuadas, que no se limitaran a ser propaganda, otra tentativa para convencerlo, sino que respetasen lo que Will había dicho.
Le conté algo bueno.
El tiempo pasó más despacio, hasta quedarse inmóvil. Éramos nosotros dos, solos, y yo murmuraba en la habitación soleada y vacía. Will no dijo gran cosa. No me respondió, ni realizó ningún comentario sarcástico, ni se burló. De vez en cuando, asentía, con la cabeza apoyada contra la mía, y murmuraba o emitía un leve sonido que tal vez reflejase su satisfacción ante otro bello recuerdo.
—Han sido —le dije— los mejores seis meses de toda mi vida.
Hubo un largo silencio.
—Qué extraño: también los míos, Clark.
Y entonces, así, sin más, mi corazón se rompió. Se me desencajó el gesto, me abandonó la compostura y lo abracé con todas mis fuerzas, sin que me importara ya que sintiera el temblor de mi cuerpo sollozante porque la pena me había anegado. Me abrumaba y me desgarraba el corazón y el estómago y la cabeza y tiraba de mí hacia abajo, y no lo soporté. De verdad, pensé que no sería capaz de soportarlo.
—No, Clark —murmuró Will. Sentí sus labios en el pelo—. Oh, por favor. No. Mírame.
Cerré los ojos con fuerza y negué con la cabeza.
—Mírame. Por favor.
No podía.
—Estás furiosa. Por favor. No quiero herirte ni hacerte...
—No —negué con la cabeza de nuevo—. No es eso. No quiero... —Apreté la mejilla contra su pecho—. No quiero que lo último que veas sea esta cara tan triste y descompuesta.
—Aún no lo comprendes, Clark, ¿verdad? —Sentí en su voz que sonreía—. No es una decisión tuya.
Me tomó un tiempo recuperar la compostura. Me soné la nariz, respiré muy hondo. Por fin, me apoyé en el codo y le devolví la mirada. Sus ojos, no hace tanto extenuados e infelices, ahora parecían extrañamente claros y relajados.
—Estás guapísima.
—Qué gracioso.
—Ven aquí —dijo—. Aquí a mi lado.
Me tumbé de nuevo, mirándolo. Vi el reloj sobre la puerta y tuve la súbita sensación de que se acababa el tiempo. Me pasé su brazo por encima, enrosqué las piernas y los brazos en torno a él y quedamos entrelazados. Tomé su mano (la buena) y pasé los dedos entre los suyos, besando los nudillos mientras sentía que él estrechaba los míos. Qué familiar me resultaba ya su cuerpo. Lo conocía de un modo en que nunca llegué a conocer el de Patrick: sus fuerzas y debilidades, sus cicatrices y aromas. Puse la cara tan cerca de la suya que sus rasgos se volvieron borrosos y comencé a extraviarme en ellos. Le acaricié el pelo, la piel, la frente, con la punta de los dedos, mientras las lágrimas corrían por mis mejillas, la nariz contra la suya, y todo el tiempo él me observó en silencio, estudiándome con intensidad, como si estuviera almacenando hasta la última de mis moléculas. Comenzaba ya a retirarse, a recluirse en un lugar donde no lograría alcanzarlo.
Lo besé, para ver si así volvía. Lo besé y posé mis labios en los suyos de modo que nuestras respiraciones se entremezclaron y las lágrimas de mis ojos se convirtieron en sal en su piel, y me dije a mí misma que, en algún lugar, unas diminutas partículas de él serían parte de mí, ingeridas, tragadas, vivas, perpetuas. Quise apretar mi cuerpo por completo contra él. Quise inspirarle un deseo. Quise entregarle toda la vida que sentía y obligarle a vivir.
Comprendí que tenía miedo a vivir sin él. ¿Cómo es que tienes el derecho a destrozarme la vida, quise preguntarle, pero yo no tengo ningún poder en la tuya?
Pero se lo había prometido.
Así que lo abracé, Will Traynor, experto exnegociador en Londres, exsubmarinista temerario, deportista, viajero, amante. Lo abracé con fuerza y no dije nada, sin dejar de decirle en silencio que era amado. Oh, pero cómo era amado.
Ni siquiera sé cuánto tiempo permanecimos así. Yo era vagamente consciente de una conversación al otro lado de la puerta, del ruido de los zapatos, del campanario de una iglesia distante que repicaba en algún lugar. Por fin, noté que exhalaba un gran suspiro, casi un estremecimiento, y apartó la cabeza apenas un centímetro para que nos viéramos con claridad.
Parpadeé al mirarlo.
Me dedicó una leve sonrisa, casi una disculpa.
—Clark —dijo, en voz baja—. ¿Te importa pedirles a mis padres que entren?