Katrina
Tras volver de sus vacaciones, Louisa no salió de su habitación durante treinta y seis horas. Llegó del aeropuerto el domingo por la noche, ya tarde, pálida como un fantasma bajo el bronceado..., y, al principio, no logramos comprenderlo, pues nos había dicho con claridad que nos veríamos el lunes por la mañana. Tengo que dormir, dijo, y se encerró en su habitación y fue derecha a la cama. Nos pareció un poco extraño, pero ¿qué sabíamos nosotros? Lou ha sido rara desde que nació, al fin y al cabo.
Mi madre le llevó una taza de té por la mañana y Lou ni se movió. A la hora de cenar, mi madre ya estaba preocupada y la sacudió, para comprobar que estaba viva. (Es un tanto melodramática, mi madre: aunque, para ser justos, había cocinado pastel de pescado y tal vez quería que Lou no se lo perdiese). Pero Lou se negó a comer, y ni habló ni bajó con nosotros. Solo quiero estar aquí un rato, mamá, dijo, contra la almohada. Por fin, mi madre la dejó sola.
—No es la misma —dijo mi madre—. ¿Crees que es una reacción atrasada por lo de Patrick?
—Le importa un rábano Patrick —replicó mi padre—. Le conté que nos llamó para decirnos que había llegado en el puesto 157 en eso del Norseman y no se interesó ni una pizca.—Tomó un sorbo del té—. Aunque, para ser justos, hasta a mí me parece difícil entusiasmarse por el puesto 157.
—¿Crees que está enferma? Está palidísima a pesar del bronceado. Y tanto dormir... No es propio de ella. Tal vez haya contraído una enfermedad tropical.
—Es solo el jet lag —aseguré. Lo dije con cierta autoridad, sabedora de que mis padres me consideraban una experta en todo tipo de asuntos sobre los que, en realidad, ninguno de nosotros sabía nada.
—¡El jet lag! Vaya, si así te dejan los viajes largos, creo que seguiré yendo a Tenby. ¿Qué te parece, Josie, cariño?
—No sé... ¿Quién habría pensado que unas vacaciones te harían parecer tan enferma? —Mi madre negó con la cabeza.
Subí después de la cena. No llamé a la puerta. (Aún era, en sentido estricto, mi habitación, al fin y al cabo). El aire estaba cargado y rancio, así que subí la persiana y abrí una ventana, de modo que Lou se dio la vuelta atontada bajo el edredón, tapándose los ojos, y a su alrededor revolotearon motas de polvo.
—¿Me vas a contar qué ha pasado? —Dejé una taza de té en la mesilla de noche.
Lou parpadeó al mirarme.
—Mamá cree que tienes el virus del Ébola. Está avisando a todas las vecinas que han reservado plaza en el viaje del club de bingo a PortAventura.
No dijo nada.
—¿Lou?
—He dejado el trabajo —dijo, en voz queda.
—¿Por qué?
—¿Por qué va a ser? —Se incorporó, cogió con torpeza la taza y tomó un largo sorbo de té.
Para alguien que acaba de pasar casi dos semanas en las islas Mauricio, mostraba un aspecto horrible. Tenía los ojos empequeñecidos y rojizos y, sin el bronceado, se vería su piel cubierta de manchas. El pelo estaba aplastado a un lado. Se diría que había estado despierta durante varios años. Pero, sobre todo, parecía triste. Nunca la había visto tan triste antes.
—¿Crees que lo va a hacer?
Asintió. Luego tragó saliva, con dificultad.
—Mierda. Oh, Lou. Lo siento mucho.
Le pedí con un gesto que me hiciera sitio y me subí a la cama junto a ella. Tras tomar otro sorbo de té, apoyó la cabeza en mi hombro. Llevaba una camiseta mía. No le dije nada al respecto, de tan mal que me sentía por ella.
—¿Qué hago ahora, Treen?
Su voz era frágil, como la de Thomas cuando se hace daño e intenta ser valiente. Fuera oímos al perro de los vecinos corriendo de un lado a otro de la cerca del jardín, persiguiendo a los gatos del vecindario. De vez en cuando soltaba una ráfaga de ladridos enloquecidos; debía de tener la cabeza asomando por encima de la valla y los ojos se le saldrían de la cara, por la frustración.
—No sé si hay algo que puedas hacer. Dios. Todo lo que has hecho por él. Todo ese esfuerzo...
—Le dije que lo quería —confesó, la voz apenas un susurro—. Y él solo dijo que eso no era suficiente. —Tenía los ojos sombríos, abiertos de par en par—. ¿Cómo voy a vivir después de eso?
Yo soy quien lo sabe todo en la familia. Leo más que nadie. Voy a la universidad. Debo tener respuestas para todo.
Pero miré a mi hermana mayor y negué con la cabeza.
—No tengo ni idea —dije.
Por fin salió al día siguiente, duchada y con ropa limpia, y les pedí a nuestros padres que no dijeran nada. Di a entender que eran problemas de novios y mi padre alzó las cejas y puso una cara como si eso lo explicara todo, y solo Dios sabe por qué nos habríamos preocupado tanto por algo así. Mi madre salió corriendo para llamar al club del bingo para avisar que había cambiado de idea acerca de los peligros de los viajes aéreos.
Lou comió una tostada (no quería almorzar), y se puso un sombrero enorme de alas anchas y fuimos a dar un paseo hasta el castillo con Thomas, para dar de comer a los patos. No creo que quisiera salir, pero mi madre insistió en que todos necesitábamos aire fresco. En el lenguaje de mi madre, eso quería decir que se moría de ganas por entrar en la habitación a airearla y cambiar la ropa de cama. Thomas fue dando saltitos delante de nosotras, con una bolsa de plástico llena de cortezas, y sorteamos a los turistas con la facilidad de quien tiene años de práctica: esquivábamos los golpes de mochila y nos separábamos de las parejas que posaban. El castillo se derretía al calor del sol estival, el suelo se agrietaba y la hierba rala se asemejaba a los últimos pelos en la cabeza de un hombre a punto de quedarse calvo. En las jardineras las flores parecían derrotadas, como si se preparasen para la llegada del otoño.
Lou y yo no dijimos gran cosa. ¿Acaso quedaba algo por decir?
Mientras caminábamos junto al aparcamiento de los turistas, vi que echaba un vistazo a la casa de los Traynor. Ahí estaba, elegante, con sus ladrillos rojos, las ventanas altas y oscuras que ocultaban los dolorosos eventos que ocurrían tras ellas, quizá incluso ahora.
—Podrías ir a hablar con él, ¿sabes? —propuse—. Te espero aquí.
Lou miró al suelo, cruzó los brazos sobre el pecho y seguimos caminando.
—No tiene sentido —contestó. Entendí la otra parte, la parte que no dijo: Probablemente, ni siquiera esté ahí.
Dimos una vuelta en torno al castillo, despacio, sin quitar el ojo a Thomas, que se arrojaba por las cuestas más pronunciadas de la colina, y dimos de comer a los patos, que a estas alturas de la temporada estaban ya tan atiborrados que casi ni se molestaron en acercarse. Observé a mi hermana mientras paseábamos, con la espalda bronceada que dejaba al descubierto su blusa de cuello halter y los hombros hundidos, y comprendí que, aunque aún no lo supiera, todo había cambiado para ella. Ya no se quedaría aquí, pasara lo que pasara con Will Traynor. Tenía cierto aire, el aire nuevo de quien ha aprendido, de quien ha visto lugares diferentes. Por fin mi hermana tenía nuevos horizontes.
—Ah —dije, cuando volvíamos hacia la puerta—, has recibido una carta de la universidad mientras estabas fuera. Lo siento..., la abrí. Pensé que sería para mí.
—¿La abriste?
Tenía la esperanza de que fuera el dinero de la beca.
—Tienes una entrevista.
Lou parpadeó, como si recibiera noticias de un pasado remoto.
—Sí. Y la gran noticia es que es mañana —continué—. Así que he pensado que tal vez deberíamos repasar esta noche algunas preguntas que quizá te hagan.
Negó con la cabeza.
—No puedo ir a la entrevista mañana.
—¿Qué otra cosa vas a hacer?
—No puedo, Treen —dijo, afligida—. ¿Cómo voy a pensar en eso en un momento como este?
—Escucha, Lou. No conceden entrevistas como si echaran migas a los patos, tontorrona. Esto es importante. Saben que eres una estudiante madura, que has solicitado plaza en el momento menos indicado del año y aun así te van a ver. No vayas a hacer una tontería ahora.
—No me importa. No soy capaz de pensar en eso.
—Pero tú...
—Déjame en paz, Treen. ¿Vale? No puedo.
—Eh —dije. Me planté ante ella y le corté el paso. Thomas hablaba con una paloma, unos metros más adelante—. Este es el momento exacto en el que tienes que pensar en eso. Este es el momento, te guste o no, en que por fin vas a decidir qué vas a hacer durante el resto de tu vida.
Las dos bloqueábamos el camino. Los turistas tenían que separarse para rodearnos; lo hacían con las cabezas gachas o curioseando a esas hermanas que discutían.
—No puedo.
—Vaya, mala suerte. Porque, por si se te ha olvidado, ya no tienes trabajo. Ni a Patrick para sacarte las castañas del fuego. Y si no vas a esta entrevista, dentro de dos días vas a volver a la Oficina de Empleo para decidir si prefieres ganarte la vida en una fábrica de pollo procesado, en un club de estriptis o limpiando el culo a otra persona. Y, lo creas o no, ahora que ya te acercas a los treinta, ahí tienes un buen resumen de lo que va a ser tu vida. Y todo esto, todo lo que has aprendido durante los últimos seis meses, habrá sido una pérdida de tiempo. Todo ello.
Se me quedó mirando, con esa furia muda que la domina cuando sabe que tengo razón y no tiene nada que replicar. Thomas apareció junto a nosotras y me tiró de la mano.
—Mamá..., has dicho culo.
Mi hermana aún me fulminaba con la mirada. Pero noté que estaba pensando.
Me volví hacia mi hijo.
—No, cariño. He dicho chulo. Vamos a ir a casa y te vamos a dar algo muy chulo, ¿a que sí, Lou? Y luego, mientras la abuela te da un baño, voy a ayudar a la tía Lou a hacer los deberes.
Fui a la biblioteca al día siguiente y mi madre cuidó de Thomas, así que acompañé a Lou hasta el autobús y supe que no la volvería a ver hasta la hora de la merienda. Yo no albergaba grandes esperanzas respecto a la entrevista, pero, desde el momento en que nos despedimos, en realidad no volví a pensar en ello.
Tal vez suene egoísta, pero no me gusta atrasarme en mis estudios y fue un pequeño alivio no pensar en las desdichas de Lou. Es agotador estar junto a alguien tan deprimido. Aunque la compadezca, es inevitable sentir la tentación de decirle que se espabile. Guardé a mi familia, mi hermana y el desastre que era su vida en un archivador mental, cerré el cajón y centré toda mi atención en las exenciones del IVA. Obtuve la segunda nota más alta de mi promoción en Contabilidad 1 y por nada del mundo iba a retrasarme debido a los caprichos del sistema tributario del reino.
Llegué a casa a las seis menos cuarto, dejé las carpetas en la silla de la entrada y vi que ya estaban todos alrededor de la mesa de la cocina, mientras mi madre comenzaba a servir. Thomas se me echó encima, me rodeó la cintura con las piernas y yo lo besé, oliendo ese adorable aroma de niño pequeño.
—Siéntate, siéntate —dijo mi madre—. Papá acaba de llegar.
—¿Qué tal con tus libros? —dijo mi padre, que colgó la chaqueta en el respaldo de la silla. Siempre hablaba de «mis libros». Como si contaran con vida propia y los tuviera que llamar al orden.
—Bien, gracias. Ya he terminado tres cuartas partes de la unidad de Contabilidad 2. Y mañana empiezo con Derecho de Empresa. —Me quité a Thomas de encima, lo puse en la silla que tenía al lado y con una mano acaricié su suave pelo.
—¿Has oído, Josie? Derecho de Empresa. —Mi padre robó una patata de la fuente y se la llevó a la boca antes de que mi madre lo viera. Lo dijo como si gozara del sonido de esas tres palabras. Supongo que así era. Charlamos un rato acerca de todos los temas que abarcaba mi curso. A continuación, hablamos del trabajo de mi padre: sobre todo, de cómo los turistas lo rompían todo. Los costos de mantenimiento eran increíbles, al parecer. Hasta los postes de madera de la entrada del aparcamiento tenían que ser reemplazados cada pocas semanas porque los muy idiotas eran incapaces de introducir un coche por una abertura de tres metros y medio. Personalmente, habría añadido un suplemento al precio de entrada para cubrir esos gastos..., pero era cosa mía.
Mi madre terminó de servir y por fin se sentó. Thomas comía con los dedos cuando pensaba que nadie le prestaba atención y decía «culo» entre dientes con una sonrisa pícara, y el abuelo comía mirando de soslayo, como si en realidad pensara en otros asuntos. Eché un vistazo a Lou. Tenía la mirada clavada en el plato y movía el pollo asado alrededor, como si intentara esconderlo. Vaya, pensé.
—¿No tienes hambre, cariño? —dijo mi madre, al seguir la dirección de mi mirada.
—No mucha —respondió.
—Hace demasiado calor para comer pollo —admitió mi madre—. Pensé que te vendría bien un poco de energía.
—Entonces..., ¿nos vas a decir qué tal te fue en la entrevista? —El tenedor de mi padre se quedó inmóvil a medio camino de la boca.
—Oh, eso. —Parecía distraída, como si le hubieran mencionado algo ocurrido cinco años atrás.
—Sí, eso.
Pinchó un trozo de pollo con el tenedor.
—Estuvo bien.
Mi padre me miró.
Me encogí de hombros, levemente.
—¿Solo bien? Seguro que te dijeron algo sobre cómo lo hiciste.
—Me la han concedido.
—¿Qué?
Lou seguía mirando el plato. Dejé de masticar.
—Dijeron que yo era exactamente el tipo de estudiante que estaban buscando. Tengo que hacer una especie de curso de adaptación, que dura un año, y luego puedo convalidarlo.
Mi padre se recostó en la silla.
—Qué fantástica noticia.
Mi madre le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ay, bien hecho, cielo. Es maravilloso.
—En realidad, no. No creo que pueda permitirme cuatro años de estudio.
—No te preocupes por eso ahora. De verdad. Mira cómo se las apaña Treena. Eh —le dio un ligero codazo—, ya encontraremos la manera. Siempre encontramos el modo, ¿a que sí? —Mi padre nos miró a ambas, radiante—. Creo que todo comienza a mejorar para nosotros, chicas. Creo que esta va a ser una buena época para esta familia.
Y entonces, sin previo aviso, Lou comenzó a llorar. Lágrimas de verdad. Lloró como llora Thomas, a berridos, reducida a mocos y lágrimas, sin importarle quién la oyera, y sus sollozos rompieron el silencio de la pequeña cocina como un cuchillo.
Thomas se quedó mirándola con la boca abierta, así que me lo subí al regazo y lo distraje, para que no comenzara él también. Y, mientras yo jugueteaba con trocitos de patatas y guisantes habladores y hacía voces raras, ella se lo contó.
Les contó todo: lo de Will y lo del contrato de seis meses, y todo lo que había ocurrido cuando fueron a las islas Mauricio. Mientras Lou hablaba, mi madre se llevó las manos a la boca. El abuelo se puso muy serio. El pollo se enfrió y la salsa se solidificó.
Mi padre negó con la cabeza, incrédulo. Y entonces, mientras mi hermana narraba con detalle el vuelo que la trajo a casa desde el océano Índico, con un voz que apenas era un susurro al contar las últimas palabras que le dijo a la señora Traynor, mi padre apartó la silla y se levantó. Caminó despacio alrededor de la mesa y la tomó en sus brazos, como cuando era una niña pequeña. Se quedó ahí y la estrechó muy muy fuerte contra sí.
—Oh, cielo santo, pobre muchacho. Y pobre hija mía. Oh, cielo santo.
No sé si alguna vez había visto a nuestro padre tan conmocionado.
—Qué desastre.
—¿Has tenido que soportar todo esto? ¿Sin decirnos ni una palabra? ¿Y no recibimos más que una postal sobre el submarinismo? —Mi madre estaba incrédula—. Pensábamos que te lo estabas pasando de maravilla.
—No estaba sola. Treena lo sabía —dijo, mirándome—. Treena fue maravillosa conmigo.
—Yo no hice nada —dije, abrazada a Thomas. Había perdido interés en la conversación ahora que mi madre había abierto un bote de chocolatinas frente a él—. Yo solo escuché. Tú hiciste todo. Tú fuiste quien tuvo todas esas ideas.
—Y menudas ideas fueron. —Se apoyó en mi padre, alicaída.
Mi padre le subió el mentón para que lo mirase.
—Pero has hecho todo lo que has podido.
—Y he fracasado.
—¿Quién dice que has fracasado? —Le acarició el pelo y lo apartó de la cara. Su expresión era tierna—. Estoy pensando en lo que sé acerca de Will Traynor, lo que sé acerca de hombres como él. Y te voy a decir una cosa. No creo que nadie en este mundo sea capaz de persuadir a ese hombre cuando ya ha tomado una decisión. Él es como es. No puedes cambiar a la gente.
—Pero ¡sus padres! No pueden permitir que se mate —dijo mi madre—. ¿Qué clase de personas son?
—Son personas normales, mamá. La señora Traynor no sabe qué otra cosa hacer.
—Bueno, no llevarlo a esa clínica sería un buen comienzo. —Mi madre estaba furiosa. En sus mejillas aparecieron dos manchas coloradas—. Yo lucharía por vosotras dos, por Thomas, hasta mi último aliento.
—¿Incluso aunque él ya hubiera intentado matarse? —observé—. De una forma espantosa.
—Está enfermo, Katrina. Está deprimido. A la gente que es vulnerable no hay que concederle la ocasión de hacer algo de lo que se... —Se quedó sin palabras, perdida en una rabia silenciosa, y se limpió los ojos con una servilleta—. Esa mujer no tiene corazón. No tiene corazón. Y pensar que ha involucrado a Louisa en todo esto. Una pensaría que una juez debería saber qué está bien y qué está mal. Mejor que nadie. Estoy por ir allí y traerlo a esta casa.
—Es complicado, mamá.
—No. No lo es. Es vulnerable y por nada del mundo ella debería pensar en hacer semejante cosa. Estoy escandalizada. Pobre hombre. Pobre hombre. —Se levantó de la mesa, llevándose las sobras del pollo, y se dirigió a la cocina.
Louisa la observó con una expresión un tanto perpleja. Mi madre nunca se enfadaba. Creo que la última vez que la oímos alzar la voz fue en 1993.
Mi padre negó con la cabeza, al parecer, pensando en otras cosas.
—Se me ha ocurrido... Ahora no me extraña que no haya visto al señor Traynor. Me preguntaba dónde se había metido. Pensé que se habrían ido todos de vacaciones.
—¿Se han..., se han ido?
—Él no ha ido a trabajar estos dos últimos días.
Lou se reclinó contra el respaldo y se hundió en la silla.
—Oh, mierda —dije, y luego aplaudí con las manos cerca de las orejas de Thomas.
—Es mañana.
Lou me miró y yo alcé la vista al calendario de la pared.
—El 13 de agosto. Es mañana.
Lou no hizo nada ese último día. Se levantó antes que yo y se quedó mirando por la ventana de la cocina. Llovió, aclaró y llovió de nuevo. Se tumbó en el sofá junto al abuelo y bebió el té que le hizo mi madre, y noté que más o menos cada media hora miraba lentamente al otro lado del mantel y comprobaba la hora. Resultaba doloroso mirarlo. Llevé a Thomas a nadar y traté de convencerla para que nos acompañara. Le dije que mamá lo cuidaría si quería ir de compras conmigo más tarde. Le dije que la llevaría a un bar, solo nosotras dos, pero declinó todas las ofertas.
—¿Y si he cometido un error, Treen? —dijo, en voz tan baja que solo yo la oí.
Eché un vistazo al abuelo, pero solo tenía ojos para la carrera. Pienso que mi padre aún apostaba a hurtadillas por él, aunque lo negara ante mi madre.
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si debiera ir con él?
—Pero... dijiste que no te sentías capaz.
Fuera el cielo era ceniciento. Miró por nuestras ventanas inmaculadas al desapacible día que nos esperaba.
—Ya sé lo que dije. Pero no soporto no saber qué está ocurriendo. —Su cara se descompuso un poco—. No soporto no saber cómo se siente. No soporto que ni siquiera me vaya a despedir de él.
—¿No podrías ir ahora? ¿Tal vez si intentas encontrar un vuelo?
—Es demasiado tarde —dijo. Y cerró los ojos—. No llegaría a tiempo. Solo quedan dos horas hasta..., hasta que cierren. Lo he mirado. En Internet.
Esperé.
—No lo... hacen... después de las cinco y media. —Negó con la cabeza, desconcertada—. Por algo de los funcionarios suizos que deben estar ahí. No les gusta... certificar... cosas fuera del horario laboral.
Casi me reí. Pero no supe qué decirle. No me imaginaba qué sería esperar, como ella esperaba, sabedora de lo que estaría ocurriendo en cierto lugar remoto. Yo no había amado a un hombre tanto como ella parecía amar a Will. Me habían gustado algunos hombres, cómo no, y deseé acostarme con ellos, pero a veces me preguntaba si me faltaba algún chip sensitivo. Ni me imaginaba a mí misma llorando por ninguno de los hombres con los que había estado. El único equivalente que se me ocurría era Thomas, esperando a morir en un país desconocido, y en cuanto recreé esa idea en mi mente algo dentro de mí dio un vuelco, de lo espantoso que resultaba. Así que lo guardé en mi archivador mental, en un cajón etiquetado Impensable.
Me senté junto a mi hermana en el sofá y vimos en silencio la carrera de caballos de las tres y media, a continuación la de las cuatro, luego las que retransmitieron acto seguido, con la intensidad hipnótica de quien había apostado todo su dinero al caballo ganador.
Y entonces sonó el timbre de la puerta.
Louisa se puso en pie y fue a la entrada en apenas unos segundos. Abrió la puerta y ese modo en que la empujó de par en par me sobresaltó incluso a mí.
Pero no era Will quien estaba ante el umbral. Era una mujer joven, de maquillaje llamativo y perfectamente aplicado, con el pelo cortado en una pulcra melena que le llegaba al mentón. Plegó el paraguas, sonrió y buscó algo en el bolso enorme que le colgaba del hombro. Me pregunté por un momento si sería la hermana de Will Traynor.
—¿Louisa Clark?
—¿Sí?
—Trabajo para The Globe. Me preguntaba si podríamos charlar un momento.
—¿The Globe?
Percibí la confusión en la voz de Lou.
—¿El periódico? —Salí detrás de mi hermana. Vi entonces la libreta que tenía la mujer entre las manos.
—¿Podría entrar? Solo quiero mantener una breve conversación con usted acerca de Will Traynor. Usted trabaja para Will Traynor, ¿no es así?
—Sin comentarios —dije. Y antes de que la mujer tuviera ocasión de añadir algo más, le cerré la puerta en las narices.
Mi hermana permaneció aturdida en la entrada. Se sobresaltó cuando el timbre sonó de nuevo.
—No respondas —dije entre dientes.
—Pero ¿cómo...?
Comencé a empujarla escaleras arriba. Dios, se movía con una lentitud exasperante. Parecía medio dormida.
—Abuelo, ¡no abras la puerta! —grité—. ¿A quién se lo has contado? —dije cuando llegamos al rellano—. Alguien ha tenido que contárselo. ¿Quién lo sabe?
—Señorita Clark —la voz de la mujer nos llegó por el buzón de la puerta—. Si me concede tan solo diez minutos... Comprendemos que se trata de un asunto muy delicado. Nos gustaría contar su versión de la historia...
—¿Significa esto que está muerto? —Sus ojos se cubrieron de lágrimas.
—No, solo significa que un imbécil está tratando de hacer caja. —Pensé por un minuto.
—¿Quién era, chicas? —La voz de nuestra madre subió por el hueco de la escalera.
—Nadie, mamá. No abras la puerta.
Eché un vistazo por encima de la barandilla. Nuestra madre sostenía una servilleta en las manos y contemplaba la figura en sombras que se veía a través de los paneles de vidrio de la puerta principal.
—¿Que no abra la puerta?
Agarré a mi hermana por el codo.
—Lou..., ¿no le contarías nada a Patrick?
No fue necesario que respondiera. Su cara, triste y desolada, lo dijo todo.
—Vale. No te acerques a la puerta. No respondas al teléfono. No les digas ni una palabra, ¿vale?
A nuestra madre no le divirtió la situación. Le hizo aún menos gracia cuando el teléfono comenzó a sonar. Tras la quinta llamada dejamos que respondiera siempre el contestador automático, pero aún tuvimos que escucharlos, esas voces que invadían nuestra pequeña entrada. Había cuatro o cinco, todos iguales. Todos ofrecían a Lou la oportunidad de contar su versión de «la historia», como la llamaban. Como si Will Traynor fuera un producto por el que se pelearan. Sonó el teléfono y sonó el timbre de la puerta. Nos sentamos con las cortinas echadas, escuchando a los reporteros que aguardaban en la acera, justo frente a nuestra puerta, mientras charlaban entre ellos y hablaban con sus teléfonos móviles.
Era casi como estar sitiados. Nuestra madre se retorcía las manos y gritaba por el buzón para que salieran de nuestro jardín, maldita sea, cada vez que uno se aventuraba más allá de la puerta. Thomas observaba desde la ventana del baño de arriba y quería saber por qué había tanta gente en nuestro jardín. Nos llamaron cuatro vecinos para saber qué ocurría. Nuestro padre aparcó en Ivy Street y entró en casa por la puerta de atrás, y mantuvimos una conversación muy seria acerca de castillos y aceite hirviendo.
Entonces, después de pensármelo un poco, llamé a Patrick y le pregunté cuánto le habían pagado por ese soplo tan sórdido. Esa sutil demora antes de negarlo todo me reveló lo que necesitaba saber.
—Eres un mierda —grité—. Te voy a patear esas canillas de maratoniano con tal fuerza que vas a pensar que el puesto 157 fue un buen resultado.
Lou, sentada en la cocina, tan solo lloraba. No era un llanto de verdad, sino unas lágrimas silenciosas que le corrían por la cara y que se limpiaba con la palma de la mano. No se me ocurrió qué decirle.
Lo que no vino mal. Tenía muchísimas cosas que decir al resto del mundo.
Menos uno, todos los reporteros se marcharon antes de las siete y media. No supe si se habían dado por vencidos o si el gesto de Thomas de responder con piezas de Lego a todas las notas que metían en el buzón les acabó aburriendo. Le dije a Louisa que bañara a Thomas por mí, sobre todo porque quería sacarla de la cocina, pero también porque así podría repasar todos los mensajes del contestador y borrar los de los periódicos mientras ella no me oía. Veintiséis. Veintiséis capullos. Y todos tan simpáticos, tan comprensivos. Algunos incluso le ofrecieron dinero.
Pulsé la tecla Borrar en todos los casos. Incluso los que ofrecían dinero, aunque admito que me tentó un poquillo ver cuánto ofrecían. Mientras tanto, oía a Lou hablar con Thomas en el baño, los quejidos y las salpicaduras al arrojar contra los quince centímetros de espuma su Batmóvil. Eso es lo que no sabes de los niños hasta que tienes uno: entre el baño, el Lego y el pescado, no puedes regodearte en tus penas mucho tiempo. Y entonces llegué al último mensaje.
«¿Louisa? Soy Camilla Traynor. ¿Me podrías llamar? Cuanto antes, mejor».
Me quedé mirando al contestador. Lo rebobiné y lo volví a reproducir. A continuación, salí corriendo y saqué a Thomas de la bañera tan rápido que mi hijo ni siquiera supo qué había pasado. Estaba ahí, de pie, con la toalla enrollada a su alrededor, como un vendaje compresivo, y Lou, vacilante y confundida, ya estaba en mitad de las escaleras, pues la llevaba agarrada del hombro.
—¿Y si me odia?
—No me dio la impresión de que te odiase.
—Pero ¿y si la prensa los tiene rodeados? ¿Y si piensan que todo es culpa mía? —Abrió los ojos de par en par, aterrorizada—. ¿Y si me llama para decirme que ya lo ha hecho?
—Oh, por el amor de Dios, Lou. Por una vez en tu vida, tranquilízate. No vas a saberlo a menos que llames. Llámala. Llámala, vamos. No tienes otra opción.
Fui corriendo al baño, a liberar a Thomas. Le puse el pijama, le dije que la abuela tenía una galleta para él si iba corriendo a la cocina superrápido. Y entonces eché un vistazo por la puerta del baño, a mi hermana, con el teléfono de la entrada.
Me daba la espalda y con una mano se alisaba el pelo de la nuca. Estiró la mano para no perder el equilibrio.
—Sí —decía—. Entiendo. —Y a continuación—: Vale.
Y al cabo de una pausa:
—Sí.
Se miró los pies durante un buen minuto después de colgar.
—¿Y bien? —dije.
Alzó la vista como si acabara de verme y negó con la cabeza.
—No era por lo de la prensa —dijo, aún aturdida por la emoción—. Me pidió..., me rogó que fuera a Suiza. Y me ha reservado una plaza en el último vuelo de esta tarde.