Para un transeúnte no hay nada más desconcertante que ver a un hombre en silla de ruedas implorando a la mujer que debería cuidarlo. Al parecer, no está muy bien visto enfadarse con el discapacitado al que atiendes.
Más aún cuando resulta evidente que es incapaz de moverse y dice, con una amabilidad exquisita: «Clark, por favor, ven aquí. Por favor».
Pero no pude. No podía ni mirarlo. Nathan se encargó de preparar el equipaje de Will y me reuní con ellos en el vestíbulo a la mañana siguiente (Nathan aún resacoso) y, desde el momento en que estuvimos juntos, me negué a hacer nada que tuviera que ver con él. Me sentía tan furiosa como desdichada. Una voz dentro de mi cabeza me exigía alejarme de Will tanto como fuera posible. Ir a casa. No volver a verlo.
—¿Estás bien? —dijo Nathan, que apareció a mi lado.
En cuanto llegamos al aeropuerto me había apartado de ellos para dirigirme al mostrador de facturación.
—No —dije—. Y no quiero hablar de ello.
—¿Resaca?
—No.
Hubo un breve silencio.
—¿Esto significa lo que creo que significa? —De repente, se volvió sombrío.
No me fue posible hablar. Asentí con la cabeza y observé que el mentón de Nathan se tensaba durante un instante. Sin embargo, era más fuerte que yo. Al fin y al cabo, era un profesional. Al cabo de unos minutos regresó junto a Will, le mostró algo que había visto en una revista y se preguntó en voz alta qué posibilidades tendría cierto equipo de fútbol del que eran aficionados. Al verlos, nadie se habría imaginado la trascendencia de la noticia que acababa de comunicarle.
Logré mantenerme ocupada durante la espera en el aeropuerto. Encontré miles de pequeñas tareas que hacer: me ocupé de las etiquetas de las maletas, compré café, leí periódicos, fui al baño..., todo lo cual significaba que no tenía ni que mirar a Will. Y que no tenía que hablar con él. Pero de vez en cuando Nathan desaparecía y nos quedábamos solos, sentados el uno al lado del otro, y en esa breve distancia que nos separaba retumbaban las recriminaciones que no nos decíamos en voz alta.
—Clark —comenzaba.
—No —le interrumpía—. No quiero hablar contigo.
Mi frialdad me sorprendió a mí misma. Sin duda, sorprendió a las azafatas del avión. Las vi susurrando entre ellas sobre cómo me giraba rígidamente para apartarme de Will, cómo me ponía los auriculares o miraba fijamente por la ventanilla.
Por una vez, Will no se enfadó. Eso era casi lo peor de todo. No se enfadó, no se volvió sarcástico y se limitó a guardar silencios cada vez más prolongados, hasta el punto de casi no hablar. Al pobre Nathan le correspondió mantener las conversaciones, preguntarnos por el té, el café o los envases que nos sobraban de cacahuetes tostados, o si nos importaba que pasara por encima de nosotros para ir al baño.
Tal vez ahora parezca una chiquillada, pero no se trataba solo de un problema de orgullo herido. No lo soportaba. No soportaba pensar que iba a perderlo, que fuera tan testarudo, tan decidido a negarse a ver el lado bueno de las cosas, que no cambiara de parecer. No podía creerme que ni siquiera fuera a posponer la fecha de la cita, como si estuviera escrita en piedra. Un millón de razones silenciosas retumbaban en mi mente. ¿Por qué esta vida no es suficiente para ti? ¿Por qué no soy yo suficiente para ti? ¿Por qué no confiaste en mí? Si hubiéramos tenido más tiempo, ¿habría sido diferente? De vez en cuando me sorprendía a mí misma mirando sus manos bronceadas, esos dedos cuadrados, a unos centímetros de los míos, y recordaba cómo nuestros dedos se entrelazaron (la calidez de su piel, la ilusión, incluso en esa inmovilidad, de un tipo de fuerza) y se me hacía un nudo en la garganta, hasta que apenas lograba respirar y debía ir al baño, donde me apoyaba contra el lavabo y sollozaba en silencio bajo la fría luz. En unas pocas ocasiones, cuando pensaba en lo que Will iba a hacer, tuve que contener la necesidad de ponerme a gritar; me sentía poseída por la locura y pensé que lo mejor sería sentarme en el pasillo y aullar y aullar hasta que apareciera alguien. Hasta que alguien me asegurara que no iba a hacerlo.
Así, aunque parecía una chiquillada, aunque el personal de vuelo me considerara (pues no hablaba con Will, ni lo miraba, ni le daba de comer) la más despiadada de las mujeres, yo sabía que solo lograría sobreponerme a estas horas de forzosa proximidad si fingía que él no estaba ahí. Si hubiera creído que Nathan se las arreglaría solo, habría cambiado de vuelo, tal vez incluso habría desaparecido hasta saber que un continente entero nos separaba, no solo unos centímetros imposibles.
Los dos hombres se quedaron dormidos, lo que fue un pequeño alivio: un breve descanso en medio de tanta tensión. Me quedé mirando la televisión y, a cada kilómetro que nos acercábamos a casa, el corazón se volvía más sombrío y la ansiedad más intensa. Se me ocurrió que mi fracaso no era solo mío; los padres de Will se iban a sentir devastados. Probablemente, me culparían. No me extrañaría que la hermana de Will me demandara. Y mi fracaso también era el de Will. Había fracasado al intentar convencerlo. Le había ofrecido todo lo que tenía, incluso a mí misma, y nada de lo que le había mostrado le había convencido de que existía una razón para vivir.
Tal vez, llegué a pensar, se merecía a alguien mejor que yo. Alguien más inteligente. Alguien como Treena habría pensado en mejores alternativas. Habría encontrado un artículo desconocido sobre una investigación médica que le habría sido de gran ayuda. Tal vez le habría hecho cambiar de parecer. Saber que tendría que vivir con esta sospecha durante el resto de mi vida me hizo sentir vértigo.
—¿Quieres beber algo, Clark? —La voz de Will interrumpió mis pensamientos.
—No. Gracias.
—¿Mi codo ocupa demasiado espacio en tu reposabrazos?
—No. Está bien.
Solo durante esas últimas horas, en la oscuridad, me permití mirarlo. Mis ojos se apartaron poco a poco de la brillante pantalla de la televisión hasta que lo pude observar a hurtadillas en la penumbra de esa pequeña cabina. Y al mirar ese rostro, tan bronceado, tan apuesto, que dormía plácidamente, una lágrima solitaria cayó por mi mejilla. Tal vez, consciente de algún modo de mi escrutinio, Will se movió, sin despertarse. Y, ahora que no me veía el personal de vuelo, ni Nathan, le subí la manta hasta el cuello, lentamente, y le arropé con delicadeza para que, en el frescor del aire acondicionado de la cabina, Will no tuviera frío.
Nos esperaban en la puerta de llegada. Por alguna razón, supe que ahí estarían. Sentía cómo se expandía dentro de mí una sensación de malestar al empujar la silla de Will ante el control de pasaportes, donde nos despachó un funcionario bien intencionado, a pesar de mis oraciones para que nos viéramos obligados a esperar, atascados en una cola de horas, de días si fuera posible. Pero no: cruzamos esa vasta extensión de linóleo, mientras yo empujaba el carrito del equipaje y Nathan la silla de ruedas de Will, y, en cuanto se abrieron las puertas de cristal, ahí estaban, de pie tras la barrera, uno al lado del otro, en una extraña muestra de unidad. Vi que la cara de la señora Traynor se iluminaba un instante al ver a Will y pensé, distraída: Claro, tiene un aspecto estupendo. Y, para mi vergüenza, me puse las gafas de sol, no para ocultar mi extenuación, sino para que no viera en mi expresión lo que tendría que revelarle.
—¡Mírate! —exclamó—. Will, estás estupendo. De verdad, estupendo.
El padre de Will se agachó y dio unos golpecitos en la silla de su hijo, en la rodilla, en la cara sonriente.
—Cuando Nathan nos dijo que ibais a la playa todos los días, no nos lo creíamos. ¡Y a nadar! ¿Cómo estaba el agua? ¿Agradable y cálida? Por aquí ha llovido a raudales. ¡Un agosto típico!
Por supuesto. Nathan les habría enviado mensajes o los habría llamado. Como si fueran a dejarnos ir todo ese tiempo sin mantener algún tipo de contacto.
—Era... Era un lugar asombroso —dijo Nathan. Él, también, se había vuelto taciturno, pero intentó sonreír, aparentar que estaba como siempre.
Estaba petrificada, aferrada al pasaporte como si estuviera a punto de partir a otro país. Tuve que recordarme a mí misma que debía respirar.
—Bueno, pensamos que os apetecería una cena especial —dijo el padre de Will—. Hay un restaurante estupendo en el Intercontinental. Os invitamos a champán. ¿Qué os parece? Tu madre y yo pensamos que sería un buen trato.
—Claro —dijo Will. Estaba sonriendo a su madre, quien lo miraba como si quisiera preservar esa sonrisa para siempre. ¿Cómo te atreves?, quise gritarle. ¿Cómo te atreves a mirarla así cuando sabes lo que vas a hacerle?
—Vamos, entonces. Tengo el coche en el aparcamiento para discapacitados. Está muy cerca. Estaba seguro de que estaríais sufriendo el desfase horario. Nathan, ¿quieres que lleve alguna maleta?
Mi voz interrumpió la conversación.
—En realidad —dije, mientras sacaba mi equipaje del carrito—, creo que me voy. Gracias, de todos modos.
Estaba concentrada en mi maleta, sin mirarlos a propósito, pero incluso en el alboroto del aeropuerto percibí el breve silencio que provocaron mis palabras.
Fue el señor Traynor quien rompió ese silencio.
—Vamos, Louisa. Va a ser una pequeña celebración. Queremos que nos contéis todo acerca de vuestras aventuras. Quiero saberlo todo sobre esa isla. Y te prometo que no hace falta que nos lo cuentes todo. —Casi se rio.
—Sí. —La voz de la señora Traynor tenía un tono discreto—. Ven, Louisa.
—No. —Tragué saliva, intenté sonreír. Mis gafas de sol eran un escudo—. Gracias. Pero prefiero volver.
—¿Adónde? —dijo Will.
Comprendí qué quería decir. En realidad, no tenía un lugar al que volver.
—Voy a ir a casa de mis padres. Está bien.
—Ven con nosotros —dijo. Habló con amabilidad—. No te vayas, Clark. Por favor.
Quise echarme a llorar. Pero supe con una certeza absoluta que no podría quedarme cerca de él.
—No. Gracias. Espero que disfrutéis de la comida. —Me eché la bolsa de viaje al hombro y, antes de que tuvieran ocasión de volver a hablar, me alejé de ellos y me engulleron las multitudes de la terminal.
Casi estaba en la parada del autobús cuando la oí. Camilla Traynor, cuyos tacones repicaban contra el suelo, se acercó a mí, casi a la carrera.
—Para. Louisa. Por favor, para.
Me di la vuelta y la vi abriéndose paso entre los viajeros de una cola de autobús, apartando adolescentes con mochilas igual que Moisés apartó las aguas. Las luces del aeropuerto le iluminaron el pelo y lo tiñeron de un color cobrizo. Llevaba una elegante pashmina gris, plegada artísticamente sobre un hombro. Recuerdo que pensé en lo hermosa que debió de ser tan solo unos pocos años atrás.
—Por favor. Por favor, para.
Me paré y eché un vistazo a la calle, deseando que apareciera el autobús cuanto antes, que me recogiera y me llevara muy lejos. Que ocurriera algo. Un pequeño terremoto, tal vez.
—¿Louisa?
—Se lo ha pasado bien. —Mi voz sonaba crispada. Qué extraño: igual que la de ella, pensé.
—Tiene buen aspecto. Muy buen aspecto. —Me miró fijamente, de pie en la acera. De repente, permaneció sumamente inmóvil, a pesar de la corriente de personas que pasaban a su lado.
No hablamos.
Y al cabo dije:
—Señora Traynor, me gustaría presentarle mi renuncia. No puedo... No puedo con estos últimos días. Renuncio al dinero que me deba. De hecho, no quiero que me pague el salario de este mes. No quiero nada. Solo...
En ese momento, la señora Traynor palideció. Vi cómo el color desaparecía de su cara, cómo se tambaleaba un poco bajo la luz de la mañana. Vi que el señor Traynor se acercaba tras ella, a zancadas, sosteniendo el panamá sobre la cabeza con una mano. Farfullaba sus disculpas al abrirse paso entre la multitud, con la mirada clavada en mí y en su esposa, que permanecíamos de pie, rígidas, a unos pasos la una de la otra.
—Tú..., tú dijiste que pensabas que era feliz. Dijiste que pensabas que esto le haría cambiar de idea. —Parecía desesperada, como si me rogara que no se lo confirmara, que el resultado fuera diferente.
No atiné a hablar. Me quedé mirándola y tan solo fui capaz de negar levemente con la cabeza.
—Lo siento —susurré, tan bajo que no pudo oírme.
El señor Traynor casi estaba ahí cuando ella se desplomó. Las piernas cedieron bajo su peso y el brazo izquierdo del señor Traynor salió disparado y la agarró en su caída. La boca de la señora Traynor se transformó en una gran O y su cuerpo se hundió contra el de su marido.
El panamá cayó a la acera. Él me miró, confundido, sin comprender qué acababa de ocurrir.
Y yo no pude mirar. Me di la vuelta, aturdida, y comencé a caminar, un pie, luego el otro, moviendo las piernas casi antes de que yo supiera qué estaban haciendo, lejos del aeropuerto, sin saber aún adónde me dirigía.