23

Exactamente diez días más tarde, el padre de Will nos dejó en el aeropuerto de Gatwick. Nathan forcejeó para subir las maletas a un carrito mientras yo comprobaba una y otra vez que Will iba cómodo..., hasta que se hartó de mí.

—Cuidaos. Y que tengáis buen viaje —dijo el señor Traynor, que dejó caer una mano sobre el hombro de Will—. No hagáis demasiadas tonterías. —Y me guiñó el ojo al decir eso.

La señora Traynor no logró escaparse del trabajo para venir. Sospeché que en realidad eso significaba que no estaba dispuesta a pasar dos horas en coche junto a su marido.

Will asintió pero no dijo nada. Había permanecido en un silencio inquietante durante el trayecto en coche, mirando por la ventanilla con esa expresión impenetrable, sin hacer caso ni a Nathan ni a mí, que hablábamos del tráfico y de las cosas que se nos habían olvidado en casa.

Incluso mientras recorríamos la terminal del aeropuerto, dudé si estábamos haciendo lo correcto. La señora Traynor se había negado en redondo a que Will partiera. No obstante, desde el día en que él aceptó mi plan revisado, supe que temía decirle a su hijo que no debía ir. Durante esa última semana, pareció tener miedo de hablar con nosotros. Se sentaba junto a Will en silencio y solo se comunicaba con los médicos. O se atareaba en el jardín, podando con una eficacia asombrosa.

—Los de la aerolínea van a venir a recibirnos. Se supone que lo harán —dije al tiempo que llegábamos al mostrador de facturación, donde repasé todos los documentos.

—Tranquila. No van a tener a alguien ahí plantado ante la puerta —dijo Nathan.

—Pero la silla tiene que viajar como «equipo médico frágil». Lo pregunté tres veces a la mujer del teléfono. Y tenemos que asegurarnos de que no se van a poner raritos con el material sanitario que Will lleva a bordo.

La comunidad online de tetrapléjicos me había proporcionado un montón de información, advertencias, derechos legales y listas que repasar. Había comprobado tres veces con la línea aérea que nos asignarían asientos en primera fila, que Will embarcaría en primer lugar y que no lo sacarían de la silla hasta que nos encontráramos ante la puerta. Nathan permanecería junto a la silla para retirar la palanca de control y activar el funcionamiento manual, tras lo cual plegaría la silla con cuidado, protegiendo los pedales. Él en persona supervisaría el cargamento para evitar daños. Tendría una etiqueta rosa para avisar a los portadores de su fragilidad extrema. Nos habían asignado tres asientos en la misma fila para que Nathan pudiera llevar a cabo cualquier intervención médica a salvo de miradas entrometidas. La aerolínea nos había asegurado que los reposabrazos de los asientos se podían alzar, de modo que Will no sufriría moratones en las caderas al pasarlo de la silla de ruedas a su asiento. Will permanecería con nosotros todo el tiempo. Y seríamos los primeros en bajar del avión.

Todo esto formaba parte de mi «lista del aeropuerto». Venía antes de la «lista del hotel», pero después de la «lista del día anterior a la partida» y el itinerario. Incluso con todas esas precauciones, los nervios me traicionaban.

Cada vez que miraba a Will me preguntaba si había hecho lo correcto. Él había recibido la autorización para viajar apenas la noche anterior. Comió poco y pasó gran parte del día durmiendo. Parecía no solo agotado por su enfermedad, sino cansado de la vida, extenuado por nuestras interferencias, por nuestras evidentes tentativas de iniciar una conversación, por nuestra incesante determinación a mejorar su vida. Toleraba mi presencia, pero tuve la sensación de que preferiría estar solo. Will no sabía que estar solo era lo único que no podría hacer.

—Ahí está la azafata —dije cuando una joven uniformada, de sonrisa luminosa, se acercó con una tablilla hacia nosotros.

—Vaya, pues sí que va a ser de mucha ayuda al montar a Will —rezongó Nathan—. Me apuesto algo a que no es capaz de levantar una gamba congelada.

—Ya nos apañaremos —dije—. Nosotros solos nos arreglamos.

Se había convertido en mi lema desde que decidí qué quería hacer. Desde esa conversación con Nathan en el pabellón, me dominaba el afán renovado de demostrar que se equivocaban. Solo porque no tuviéramos ocasión de disfrutar de las vacaciones que había planeado no significaba que Will fuera a quedarse mirando por la ventana.

Me conecté a los foros y los inundé de preguntas. ¿Cuál sería un buen lugar para que convaleciera un Will más débil? ¿Alguien más sabía dónde podíamos ir? El clima era mi principal preocupación: el de Inglaterra era demasiado inestable (no hay nada más deprimente que un centro turístico en la costa inglesa bajo una lluvia incesante). En gran parte de Europa hacía demasiado calor en julio, lo que descartaba Italia, Grecia, el sur de Francia y otras zonas costeras. Porque tuve una visión. Vi a Will relajándose junto al mar. El problema era que, con solo unos pocos días para planearlo antes de ir, las posibilidades de convertirla en realidad eran cada vez más escasas.

En el foro me dijeron que lo sentían mucho y compartieron muchas, muchísimas historias acerca de la neumonía. Al parecer, era la espada de Damocles que los acechaba a todos. Me sugirieron unos cuantos lugares adonde ir, pero ninguno me atrajo. O, mejor dicho, no creí que a Will le encandilaran. No quería llevarlo a un balneario ni a un lugar donde viera a gente en su mismo estado. En realidad, no sabía qué quería, pero repasé la lista de sugerencias hasta el final y supe que ninguna era lo que buscaba.

Fue Ritchie, ese incondicional del chat, quien al fin acudió a mi rescate. La misma tarde que dieron el alta a Will escribió:

Dame tu dirección de correo electrónico. Mi primo es agente de viajes. Le he hablado del caso.

Llamé al número que me dio y hablé con un hombre de mediana edad con el acento cerrado de Yorkshire. Cuando me dijo lo que tenía en mente, en algún rincón de mi memoria sonó una señal de aprobación. Y, al cabo de dos horas, lo teníamos todo decidido. Me sentí tan agradecida que casi lloré.

—No es nada, pequeña —dijo—. Lo que importa es que consigas que ese amigo tuyo se lo pase bien.

Resumiendo, para cuando partimos me sentía casi tan extenuada como Will. Pasé días enteros solucionando las más nimias necesidades a la hora de viajar con un tetrapléjico y, hasta la misma mañana en que salimos, no tuve la convicción de que Will se sentiría con fuerzas para venir. Ahora, sentada junto al equipaje, le eché una ojeada. Se le veía retraído y pálido en ese aeropuerto ajetreado, y me pregunté de nuevo si no me habría equivocado. Me dio un súbito ataque de pánico. ¿Y si caía enfermo otra vez? ¿Y si cada minuto se le hacía insufrible, al igual que en el hipódromo? ¿Y si había malinterpretado toda la situación y lo que Will necesitaba no era un viaje de aventuras, sino diez días en casa, en la cama de siempre?

Pero no disponíamos de diez días. Era ahora o nunca. Era mi única oportunidad.

—Es nuestro vuelo —dijo Nathan, al volver de las tiendas libres de impuestos. Me miró y alzó una ceja. Respiré hondo.

—Vale —respondí—. Vamos.

El vuelo, a pesar de esas doce largas horas en el aire, no fue la pesadilla que me temía. Nathan demostró ser un experto en llevar a cabo los cuidados de Will bajo una manta. El personal de la aerolínea era solícito y discreto, y trataron con cuidado la silla. Tal como prometieron, Will subió en primer lugar y lo pasaron a su asiento sin lastimarlo, tras lo cual se acomodó junto a nosotros.

Al cabo de una hora de vuelo, comprendí que ahí, sobre las nubes, extrañamente, con el asiento inclinado y bien sujeto para permanecer estable, Will era más o menos igual a todos los que estábamos a bordo. Atrapados frente a una pantalla, sin lugar al que ir y sin nada que hacer: a diez mil metros de altura, muy poco lo diferenciaba de los otros pasajeros. Comió, vio una película y, durante la mayor parte del tiempo, durmió.

Nathan y yo sonreímos cautelosos e intentamos comportarnos como si todo fuera de maravilla. Miré por la ventanilla, absorta en pensamientos tan desdibujados como las nubes sobre las que volábamos, incapaz de pensar todavía en que para mí este viaje no se trataba solo de un desafío logístico, sino de una gran aventura: yo, Lou Clark, al fin me dirigía a la otra punta del mundo. No lo veía. Por aquel entonces, no veía nada salvo a Will. Me sentía como mi hermana cuando dio a luz a Thomas. «Es como si mirara por un embudo», me dijo. «El mundo se ha encogido y solo somos él y yo».

Me había enviado un mensaje cuando estábamos en el aeropuerto:

Tú puedes. Estoy orgullosísima de ti. Bss

Saqué el teléfono solo para leerlo, emocionada de repente, tal vez por su elección de palabras. O tal vez porque estaba cansada y asustada y aún me costaba creer que había llegado tan lejos. Por fin, para bloquear mis pensamientos, encendí mi pequeña pantalla de televisión y vi sin prestar atención una serie cómica estadounidense hasta que los cielos se oscurecieron a nuestro alrededor.

Y entonces me desperté para descubrir que una azafata junto a nosotros servía el desayuno, que Will hablaba con Nathan acerca de una película que acababan de ver y (qué sorpresa tan increíble) que nos encontrábamos a una hora de aterrizar en las islas Mauricio.

No llegué a creer que nada de esto fuera a ocurrir hasta que llegamos al aeropuerto internacional Sir Seewoosagur Ramgoolam. Aparecimos algo mareados en Llegadas, rígidos aún tras el vuelo, y casi lloré de alivio al ver al conductor del taxi adaptado. Esa primera mañana, mientras el taxista nos llevaba al complejo turístico a toda velocidad, apenas me fijé en la isla. Cierto, los colores eran más llamativos que en Inglaterra, el cielo más intenso, de un azul celeste que se extendía hasta el infinito. Vi que era exuberante y verde, bordeada por kilómetros de cultivos de caña de azúcar. El mar se veía como una franja de mercurio entre las colinas volcánicas. En el aire flotaba el aroma a jengibre. El sol reinaba tan alto en el cielo que tuve que entrecerrar los ojos bajo esa luz blanca. Estaba tan agotada que me sentía como si alguien me hubiera despertado dentro de las páginas de una revista de sociedad.

Pero, incluso mientras mis sentidos forcejeaban con ese entorno desconocido, mi mirada volvía una y otra vez a Will, a ese rostro pálido y de gesto cansado, a esa cabeza hundida entre los hombros. Y entonces recorrimos una entrada de vehículos flanqueada por palmeras, nos detuvimos frente a un edificio bajo y el taxista salió antes de que nos diéramos cuenta y descargó nuestro equipaje.

Declinamos el té helado y el paseo alrededor del hotel. Encontramos la habitación de Will, dejamos las maletas, lo acostamos en su cama y, casi antes de correr las cortinas, se durmió de nuevo. Y ahí estábamos. Lo había conseguido. Al salir de su habitación, por fin exhalé un gran suspiro mientras Nathan contemplaba por la ventana las olas blancas del arrecife de coral. No sé si se debió al viaje o a encontrarme en el lugar más bello que jamás había visto, pero me sentí conmovida hasta las lágrimas.

—Está bien —dijo Nathan, al ver mi expresión. Y entonces, de un modo inesperado, se acercó a mí y me envolvió en un abrazo de oso—. Relájate, Lou. Todo va a salir bien. De verdad. Lo has hecho de maravilla.

Pasaron casi tres días antes de que comenzara a creérmelo. Will durmió la mayor parte de las primeras cuarenta y ocho horas... y de repente, de un modo asombroso, empezó a tener mejor aspecto. Su cutis recuperó el color y desaparecieron esas ojeras azuladas. Sus espasmos disminuyeron y recuperó el apetito de nuevo: recorría despacio ese bufé interminable y extravagante, diciéndome qué quería en el plato. Supe que había vuelto a su ser cuando me desafió a probar cosas que no habría probado de otro modo: curris criollos picantes y mariscos cuyos nombres no reconocía. Enseguida, antes que yo, pareció estar como en casa. Y no era de extrañar. Tuve que recordarme que, durante la mayor parte de su vida, este era su dominio (el mundo, la inmensidad de las costas), no ese pequeño pabellón a la sombra del castillo.

Tal como prometió, el hotel le proporcionó una silla de ruedas especial, de ruedas anchas, y casi todas las mañanas Nathan lo montaba en ella y los tres paseábamos hasta la playa, yo con una sombrilla para protegerlo si el sol se volvía demasiado intenso. Pero nunca fue así; esa parte sureña de la isla era célebre por sus brisas marinas y, fuera de temporada, las temperaturas del complejo rara vez sobrepasaban los veintipocos grados. Nos parábamos en una pequeña playa cerca de un paraje rocoso, que no quedaba a la vista del hotel principal. Desplegaba mi silla, la colocaba junto a la de Will, bajo una palmera, y observábamos a Nathan, que intentaba surfear o hacer esquí acuático (a veces lo animábamos a gritos, con alguna que otra burla ocasional), desde nuestro lugar en la arena.

Al principio el personal del hotel quería ayudar a Will casi demasiado: se brindaban a empujar la silla y le ofrecían refrescos sin cesar. Les explicamos qué era lo que no necesitábamos y de buen humor cesaron en sus intentos. De todos modos, estaba bien, durante esos momentos en que yo no estaba junto a él, ver que los conserjes o los recepcionistas se acercaban a conversar con él o le indicaban algún lugar que creían sería de su agrado. Un joven desgarbado, Nadil, pareció nombrarse a sí mismo el cuidador extraoficial de Will cuando Nathan no estaba. Un día salí y me lo encontré, junto a un amigo, bajando a Will de su silla a una tumbona que había colocado bajo nuestro árbol.

—Así mejor —dijo, alzando los pulgares cuando me acerqué por la arena—. Llámeme cuando el señor Will quiera volver a la silla.

Estaba a punto de protestar y decirles que no deberían haberlo movido. Pero Will, tumbado y con los ojos cerrados, tenía tal expresión de satisfacción inesperada que me limité a cerrar la boca y asentir.

En cuanto a mí, a medida que mi ansiedad respecto a la salud de Will comenzó a mitigarse, llegué a sospechar, poco a poco, que me encontraba en el paraíso. Jamás, en ningún momento de mi vida, había imaginado que me alojaría en un lugar como este. Todas las mañanas me despertaba el sonido de las olas que rompían, suavemente, en la costa y el canto de pájaros desconocidos que se llamaban desde los árboles. Miraba al techo y veía la luz del sol jugueteando entre las hojas y, en la puerta de al lado, oía una conversación apagada que me hacía saber que Will y Nathan se habían despertado mucho antes que yo. Me vestía con pareos y bañadores y disfrutaba así de la calidez del sol sobre los hombros y la espalda. Mi piel se volvió pecosa, mis uñas clarearon y comencé a sentir la rara felicidad de los pequeños placeres de la existencia en semejante lugar: caminar por la playa, comer platos desconocidos, nadar en un agua cálida y cristalina donde los peces negros miraban con timidez bajo las rocas volcánicas, o contemplar el rojo intensísimo de la puesta de sol en el horizonte. Poco a poco, los últimos meses comenzaron a desvanecerse. Para mi vergüenza, apenas pensé en Patrick.

Nuestros días adquirieron una rutina. Desayunábamos juntos, los tres, en mesas suavemente protegidas del sol alrededor de la piscina. Will solía tomar macedonia, que yo le acercaba a la boca con la mano, y a veces seguía con una tortita de plátano, a medida que su apetito fue aumentando. A continuación íbamos a la playa, donde nos quedábamos (yo leía, Will escuchaba música) mientras Nathan practicaba deportes acuáticos. Will insistía en que lo intentara, pero al principio me negué. Solo quería estar cerca de él. Como no dejó de insistir, dediqué una mañana a hacer surf y piragüismo, pero prefería pasar el tiempo junto a él.

De vez en cuando, si Nadil estaba por ahí y no había mucha actividad en el complejo, entre el joven y Nathan metían a Will en las cálidas aguas de la piscina más pequeña. Nathan lo sujetaba bajo la cabeza para que flotara. Will no decía gran cosa cuando lo hacían, pero se mostraba satisfecho, como si el cuerpo recuperara sensaciones hacía mucho tiempo olvidadas. El torso, tan pálido hasta entonces, adquirió un tono dorado. Las cicatrices palidecieron y comenzaron a desaparecer. Cada vez se sentía más cómodo sin camisa.

A la hora de comer volvíamos a uno de los tres restaurantes del complejo. Todas las superficies del complejo estaban revestidas de baldosas, salvo unos pequeños escalones y pendientes, lo que significaba que Will se desplazaba en su silla con total autonomía. Era un logro pequeño, pero ser capaz de ir a pedir una bebida sin que lo acompañáramos suponía, más que un descanso para mí o Nathan, la momentánea eliminación de una de las frustraciones cotidianas de Will: depender por completo de otras personas. Aunque aquí no teníamos muchas razones para movernos. Estuviéramos donde estuviéramos, en la playa o junto a la piscina, o incluso en el balneario, un miembro sonriente del personal aparecía con un refresco que suponía de nuestro agrado, decorado, por lo general, con una flor rosada y aromática. Incluso tumbados en la playa, pasaba un pequeño buggy y un camarero sonriente nos ofrecía agua, zumo de frutas o una bebida más fuerte.

Por las tardes, cuando más subían las temperaturas, Will volvía a su habitación y se echaba una siesta de un par de horas. Yo nadaba en la piscina o leía mi libro, tras lo cual, ya de noche, nos encontrábamos de nuevo para cenar en el restaurante que había junto a la playa. No tardé en aficionarme a los cócteles. Nadil dedujo que, si colocaba un vaso alto, con una pajita del tamaño correcto, en el portavasos de Will, Nathan y yo no necesitábamos ayudarle. Al caer la noche, los tres hablábamos de nuestras infancias y nuestras primeras parejas, de nuestros primeros trabajos y nuestras familias, de otras vacaciones que habíamos vivido, y poco a poco vi a Will renacer.

Salvo que Will era diferente. Este lugar le había proporcionado una paz que no había sentido en ningún momento desde que lo conocí.

—Se lo pasa bien, ¿eh? —dijo Nathan cuando se reunió conmigo en el bufé.

—Sí, creo que sí.

—¿Sabes? —Nathan se inclinó hacia mí, reacio a que Will notara que hablábamos de él—. Creo que el rancho y todas esas aventuras habrían estado bien. Pero, al verlo ahora, pienso que este lugar era la mejor opción.

No le revelé lo que había decidido el primer día, cuando nos registramos, con un nudo en el estómago por la ansiedad, calculando ya cuántos días quedaban hasta el regreso a casa. Tenía que intentar, cada uno de esos diez días, olvidar por qué estábamos aquí: el contrato de seis meses, mi calendario cuidadosamente elaborado, todo lo que había ocurrido antes. Solo debía vivir el momento e intentar animar a Will a hacer lo mismo. Tenía que ser feliz, con la esperanza de que él también lo fuera.

Me serví otra rodaja de melón y sonreí.

—Entonces, ¿cuál es el plan de esta noche? ¿Vamos a un karaoke? ¿O tus orejas aún no se han recuperado de la sesión de anoche?

La cuarta noche, Nathan anunció, solo con el más leve de los rubores, que tenía una cita. Karen era una compatriota que se alojaba en el hotel de al lado y habían quedado en ir al pueblo juntos.

—Solo para asegurarme de que está a salvo. Ya sabéis... No sé si este es un buen lugar para que vaya sola.

—No —dijo Will, que asintió juiciosamente—. Muy caballeroso por tu parte, Nate.

—Creo que eres muy responsable. Muy cívico —añadí yo.

—Siempre he admirado a Nathan por su generosidad. Especialmente, cuando se trata del sexo opuesto.

—Idos a la mierda, los dos —sonrió Nathan, y desapareció.

Karen no tardó en convertirse en parte de nuestras costumbres. Nathan desaparecía con ella casi todas las noches y, si bien regresaba para cumplir con sus deberes nocturnos, le concedimos tácitamente todo el tiempo para que se divirtiera.

Además, en secreto, me alegré. Me caía bien Nathan y le agradecía haber venido, pero prefería estar a solas con Will. Me gustaba el tono cáustico al que recurría cuando no había nadie más alrededor, la intimidad que se había establecido entre nosotros. Me gustaba cómo giraba la cara y me miraba divertido, como si yo hubiese resultado ser mucho más de lo que se esperaba al principio.

En la penúltima noche, le dije a Nathan que no me importaba si quería traer a Karen al complejo. Estaba pasando las noches en su hotel y sabía que eso le creaba dificultades, pues debía caminar veinte minutos para volver y encargarse de Will por la noche.

—No me importa. Si te da..., ya sabes..., un poco de privacidad.

Estaba contento, perdido ya en la perspectiva de la noche que se avecinaba, y no pensó más en mí salvo para decir:

—Gracias, colega.

—Qué amable eres —dijo Will cuando se lo conté.

—Qué amable eres tú, querrás decir —repliqué—. Es tu habitación la que he cedido para la causa.

Esa noche llevamos a Will a la mía y Nathan lo ayudó a subirse a la cama y le dio sus medicinas mientras Karen esperaba en el bar. Me cambié en el baño, donde me puse una camiseta y unas bragas, abrí la puerta y fui al sofá con la almohada bajo el brazo. Percibí que Will me miraba y sentí una extraña timidez considerando que había pasado la mayor parte de la semana caminando de un lado a otro en biquini. Ahuequé la almohada sobre el brazo del sofá.

—¿Clark?

—¿Qué?

—De verdad, no tienes por qué dormir ahí. En esta cama cabe un equipo de fútbol entero.

Lo extraño es que ni siquiera me lo pensé. Así eran las cosas, a esas alturas. Tal vez pasar los días semidesnudos en la playa nos había relajado a todos. Tal vez fue saber que Nathan y Karen se abrazaban al otro lado de la pared, en un refugio que nos excluía. Tal vez solo quería estar cerca de él. Comencé a acercarme a la cama, hasta que me estremeció el súbito estrépito de un trueno. Las luces vacilaron y alguien gritó en el exterior. En la habitación de al lado oímos las carcajadas de Nathan y Karen.

Fui hacia la ventana y descorrí la cortina, sintiendo una brisa repentina, la abrupta bajada de las temperaturas. Allá en el mar la tormenta se había desatado con furia. El destello de unos rayos espectaculares y centelleantes iluminó el cielo durante un instante y entonces, como un añadido de última hora, el impetuoso golpeteo de un diluvio cayó sobre el tejado de nuestro pequeño bungaló, con tal intensidad que al principio apagó todos los otros sonidos.

—Voy a cerrar las contraventanas —dije.

—No, no las cierres.

Me di la vuelta.

—Abre las puertas. —Will señaló hacia fuera con un gesto—. Quiero verlo.

Vacilé, tras lo cual abrí poco a poco las puertas de cristal de la terraza. La lluvia arreciaba contra el complejo hotelero y en nuestra terraza se formaban ríos de agua que iban a dar al mar. Sentí la humedad en la cara, la electricidad en el aire. El vello de los brazos se me erizó.

—¿Lo sientes? —dijo Will, detrás de mí.

Me quedé ahí, dejando que esa carga me anegara, que esos destellos luminosos se grabaran bajo mis párpados. Mi respiración quedó ahogada en la garganta.

Me di la vuelta, me acerqué a la cama y me senté en el borde. Mientras Will observaba, me incliné hacia delante y con delicadeza tiré de su cuello bronceado hacia mí. Ya sabía cómo moverlo, sabía cómo servirme de su peso, de su solidez, para lograrlo. Mientras lo sostenía cerca de mí, me incliné y coloqué una almohada grande y blanca bajo sus hombros antes de soltarlo sobre esa suave blandura. Will olía a sol, como si le hubiera penetrado bajo la piel, y me descubrí a mí misma oliéndolo en silencio, como si Will fuera un manjar delicioso.

Entonces, sintiendo aún la humedad, subí a la cama junto a él, tan cerca que nuestras piernas se tocaron, y juntos contemplamos ese fuego blanco azulado de los rayos que caían sobre las olas, esas escaleras plateadas de lluvia, esa masa de agua turquesa que se mecía con delicadeza y yacía a tan solo unos treinta metros de distancia.

Alrededor de nosotros, el mundo se encogió hasta ser solo el sonido de la tormenta, el mar malva y azul oscuro y las cortinas de gasa que ondeaban al viento. Olí las flores del loto en la brisa nocturna, oí los sonidos distantes de vasos que se entrechocaban y de sillas arrastradas de forma apresurada, de la música de una fiesta lejana, sentí la carga de la naturaleza desatada. Llevé la mano hasta la mano de Will y la tomé en la mía. Pensé, por un instante, que no volvería a sentir una conexión tan intensa con el mundo, con otro ser humano.

—No está mal, ¿eh, Clark? —dijo Will en medio del silencio. Ante la tormenta, su expresión se quedó fija y tranquila. Se volvió un momento y me sonrió, y vi algo en su mirada, algo triunfante.

—No —dije—. No está nada mal.

Me quedé ahí, escuchando su respiración, cada vez más lenta y profunda, el sonido de la lluvia, sentí sus dedos cálidos entrelazados con los míos. No quise volver a casa. Pensé que tal vez nunca volvería. Aquí, Will y yo nos sentíamos seguros, encerrados en nuestro pequeño paraíso. Cada vez que pensaba en viajar de vuelta a Inglaterra, la garra del miedo se aferraba a mi estómago y comenzaba a apretar.

Todo va a salir bien. Intenté repetirme las palabras de Nathan. Todo va a salir bien.

Al fin, me giré sobre un costado, de espaldas al mar, y miré a Will. Él volvió la cabeza para mirarme en la penumbra y sentí que me estaba diciendo lo mismo. Todo va a salir bien. Por primera vez en la vida, intenté no pensar en el futuro. Intenté existir sin más, dejar que las sensaciones de la noche me invadieran. No sé cuánto tiempo permanecimos así, mirándonos el uno al otro, pero poco a poco los párpados de Will comenzaron a pesar, hasta que murmuró, con tono de disculpa, que creía que se iba a... Su respiración se volvió más honda y cayó en las profundidades del sueño, así que ahora estaba solo yo, mirándole a la cara, observando esos párpados que se separaban un poco cerca de la comisura de los ojos, y esas nuevas pecas de su nariz.

Me dije a mí misma que estaba en lo cierto. Tenía que estar en lo cierto.

La tormenta por fin amainó poco después de la una de la madrugada y desapareció en algún lugar del mar, con sus destellos de furia cada vez más débiles, hasta que al fin cesaron del todo, y se dispuso a imponer su tiranía meteorológica en algún otro lugar distante. Poco a poco el aire se serenó a nuestro alrededor, las cortinas se aquietaron, las últimas gotas de agua cayeron como un borboteo. En algún momento de la madrugada me levanté, soltando con delicadeza la mano de Will, y cerré los ventanales, de modo que la habitación volvió al silencio. Will dormía: un sueño plácido y profundo del que rara vez disfrutaba en casa.

Yo no dormí. Me quedé ahí, tumbada, mirándolo, e intenté no pensar en nada.

Ocurrieron dos cosas el último día. Una fue que, debido a la presión de Will, me animé a hacer submarinismo. Había insistido durante días, diciendo que no podía viajar hasta aquí, tan lejos, y no meterme bajo el agua. Se me había dado fatal el windsurf (a duras penas logré alzar la vela sobre las olas) y en mis tentativas con el esquí acuático había pasado casi todo el tiempo recorriendo boca abajo la bahía. Pero Will insistió y el día anterior se presentó a la hora de comer diciendo que me había apuntado en un curso de submarinismo para principiantes.

No empezó bien. Will y Nathan se sentaron al otro lado de la piscina, mientras mi instructor intentaba convencerme de que no dejaría de respirar bajo el agua, pero al saber que esos dos me miraban me sentí un cero a la izquierda. No soy estúpida: comprendía que la botella de oxígeno que cargaba a la espalda mantendría funcionando mis pulmones, que no me iba a ahogar. Pero cada vez que metía la cabeza bajo el agua me daba un ataque de pánico y salía a toda prisa a la superficie. Era como si mi cuerpo se negase a creer que iba a respirar bajo varios miles de litros de la mejor agua clorada de las islas Mauricio.

—Creo que no puedo hacerlo —dije al salir por séptima vez, resoplando.

James, mi instructor, echó un vistazo a Will y a Nathan.

—No puedo —insistí, enfadada—. No estoy hecha para esto.

James dio la espalda a los dos hombres, me dio un golpecito en el hombro y señaló con un gesto las aguas abiertas.

—Para algunas personas es más fácil ahí fuera —dijo, con tranquilidad.

—¿En el mar?

—Algunas personas se sienten mejor cuando están en lo más profundo. Vamos. Salgamos con la barca.

Tres cuartos de hora más tarde, contemplaba bajo el agua un colorido paisaje oculto hasta entonces, sin pensar, olvidados ya todos mis temores, que la botella de oxígeno tal vez fallara, que me hundiría en el fondo del mar y moriría bajo el agua. Me distrajeron los secretos de un mundo nuevo. En el silencio, roto solo por el amplificado sonido de mi propia respiración, admiré bancos de diminutos peces iridiscentes y otros más grandes, negros y blancos, que me miraban con caras inexpresivas e indagadoras, entre anémonas de mar que se mecían suavemente y filtraban las dulces corrientes de agua en busca de su alimento invisible. Vi paisajes distantes, dos veces más coloridos y variados que los de la tierra. Vi cuevas y hondonadas donde acechaban criaturas desconocidas, seres furtivos que relucían bajo los rayos del sol. No quería salir. Me podría haber quedado ahí para siempre, en ese mundo silencioso. Solo cuando James comenzó a gesticular señalando el manómetro comprendí que no tenía otra opción.

Apenas atiné a hablar cuando, radiante, recorrí la playa para acercarme a Will y Nathan. Mi mente aún estaba poblada de las imágenes que acababa de ver y mis extremidades aún me impulsaban a avanzar bajo el agua.

—¿A que está bien? —dijo Nathan.

—¿Por qué no me lo dijiste? —exclamé a Will, arrojando las aletas sobre la arena, frente a él—. ¿Por qué no me obligaste a hacerlo antes? ¡Todo eso! ¡Estaba todo justo ahí, todo este tiempo! ¡Justo bajo mis narices!

Will me miró sin apartar la vista. No dijo nada, pero una amplia sonrisa se extendió por su rostro.

—No lo sé, Clark. Hay gente con la que no sirve de nada hablar.

Esa noche me concedí permiso para emborracharme. No era solo porque nos íbamos al día siguiente. Por primera vez sentí que Will se encontraba bien y que podía dejarme llevar. Me puse un vestido de algodón blanco (ahora que estaba bronceada, vestir de blanco no me daba el aspecto de un cadáver envuelto en una mortaja) y unas sandalias de tiras plateadas y, cuando Nadil me ofreció una flor escarlata y me pidió que me la pusiera en el pelo, no me mofé de él como habría hecho una semana antes.

—Vaya, hola, Carmen Miranda —dijo Will cuando me uní a ellos en el bar—. Qué belleza.

Estaba a punto de replicar con un comentario sarcástico cuando comprendí que me observaba con sincera admiración.

—Gracias —dije —. Tú tampoco estás nada mal.

Había una discoteca en el hotel principal del complejo, así que, poco antes de las diez de la noche (cuando Nathan ya se había marchado con Karen), nos dirigimos a la playa, desde donde se oía la música, con el agradable cosquilleo de tres cócteles que ralentizaban mis movimientos.

Oh, pero qué playa tan hermosa. Era una noche cálida y la brisa traía los aromas de barbacoas distantes, de lociones de piel, del olor leve y salado del mar. Will y yo nos detuvimos junto a nuestro árbol favorito. Alguien había encendido una fogata en la playa, tal vez para cocinar, y no quedaba más que un montón de brasas resplandecientes.

—No quiero volver a casa —declaré en la oscuridad.

—Es difícil irse de un lugar como este.

—Creía que lugares como este solo existían en las películas —dije, volviéndome para mirarlo—. En realidad, me ha hecho preguntarme si estarías diciendo la verdad sobre todo lo demás.

Will sonrió. Tenía una expresión relajada y feliz y entornó los ojos al mirarme. Por primera vez, observé a Will sin que el miedo me royera las entrañas.

—Te alegras de haber venido, ¿verdad? —pregunté, cautelosa.

—Oh, sí —asintió.

—¡Ja! —Solté un puñetazo al aire.

Y entonces, cuando alguien subió el volumen de la música del bar, me quité las sandalias y comencé a bailar. Era una tontería, una actitud de la que me habría avergonzado cualquier otro día. Pero en ese momento, en esa oscuridad envolvente, desinhibida por haber dormido tan poco, ante el fuego y el mar inabarcable y bajo el cielo infinito, entre los sonidos de la música y la sonrisa de Will y los latidos de mi corazón, a punto de explotar con algo que no supe identificar, solo necesitaba bailar. Bailé, entre risas, olvidada mi timidez, sin preocuparme de si alguien nos veía. Percibí cómo me miraba Will y supe que él lo sabía: esta era la única respuesta posible a los últimos diez días. Qué diablos, a los últimos seis meses.

La canción terminó y me dejé caer, sin aliento, a sus pies.

—Tú... —dijo Will.

—¿Qué? —Mi sonrisa era pícara. Me sentía receptiva, eléctrica. Casi dejé de considerarme responsable de mí misma.

Will negó con la cabeza.

Me levanté, despacio, aún descalza, caminé hasta su silla y me dejé caer en su regazo, de modo que mi cara quedó a unos centímetros de la suya. Después de la noche anterior, ya no parecía un atrevimiento tan enorme.

—Tú... —Sus ojos azules, que fulguraban con la luz del fuego, se clavaron en los míos. Olía a sol, a hoguera, a un aroma intenso y cítrico.

Sentí que algo cedía, muy dentro de mí.

—Tú... eres de lo que no hay, Clark.

Hice lo único que se me ocurrió. Me incliné y junté mis labios con los suyos. Will vaciló, solo un momento, y me besó. Y solo durante un instante me olvidé de todo: de las mil y una razones por las que no debería hacerlo, de mis miedos y del motivo por el que habíamos venido. Lo besé, respirando el aroma de su piel, sintiendo su suave pelo bajo los dedos y cuando me devolvió el beso todo desapareció y quedamos únicamente Will y yo, en una isla en medio de ninguna parte, bajo miles de estrellas titilantes.

Y entonces él se apartó.

—Lo... Lo siento. No...

Mis ojos se abrieron. Alcé la mano para tocarle la cara, para recorrer esos huesos hermosos. Sentí la leve aspereza de la sal bajo los dedos.

—Will... —comencé—. Tú puedes. Tú...

—No. —Tenía el frío del acero, esa palabra—. No puedo.

—No comprendo.

—No quiero hablar de ello.

—Hum... Creo que vas a tener que hablar de ello.

—No puedo hacer esto porque no puedo ser... —Tragó saliva—. No puedo ser el hombre que quiero ser al estar contigo. Y eso significa que todo esto —me miró a la cara— solo es... otro recordatorio de lo que no soy.

No le solté la cara. Apoyé la frente en la suya y nuestras respiraciones se entremezclaron, y dije, en voz tan baja que solo él me podría oír:

—No me importa... lo que crees que puedes o no puedes hacer. No es todo blanco y negro. De verdad... He hablado con otras personas en la misma situación y... hay cosas que son posibles. Formas en que los dos podemos ser felices... —Comencé a trastabillarme un poco. Me sentí rara al mantener esta conversación. Alcé la vista y lo miré a los ojos—. Will Traynor —dije, en un susurro—. Así son las cosas. Creo que podemos...

—No, Clark —comenzó.

—Creo que podemos hacer todo tipo de cosas. Sé que esta no es una historia de amor convencional. Sé que hay muchísimas razones por las que ni siquiera debería decirte lo que te estoy diciendo. Pero te quiero. De verdad. Me di cuenta cuando dejé a Patrick. Y creo que tú tal vez me quieres un poquito.

Will no dijo nada. Sus ojos bucearon en los míos y vi en ellos el enorme peso de la tristeza. Le acaricié el pelo, que aparté de las sienes, como si así pudiera alejar sus penas, y Will inclinó la cabeza para apoyarse en la palma de mi mano, y se quedó así.

Tragó saliva.

—Tengo que contarte algo.

—Lo sé —susurré—. Lo sé todo.

La boca de Will se cerró. El aire se volvió inmóvil a nuestro alrededor.

—Sé lo de Suiza. Sé... por qué firmé un contrato de seis meses.

Apartó la cabeza de mi mano. Me miró y luego alzó la vista al cielo. Se le hundieron los hombros.

—Lo sé todo, Will. Lo he sabido durante meses. Y, Will, por favor, escúchame... —Tomé su mano derecha entre las mías y me la acerqué al pecho—. Sé que podemos con esto. Sé que no es lo que tú habrías escogido, pero sé que puedo hacerte feliz. Y solo puedo decir que tú me haces..., tú me haces ser alguien que ni siquiera había imaginado. Me haces feliz incluso cuando me tratas fatal. Prefiero estar contigo, incluso con ese tú que a ti te parece tan poca cosa, antes que con cualquier otra persona del mundo.

Durante una fracción de segundo, sus dedos estrecharon los míos y ese gesto me llenó de valor.

—Si te resulta demasiado raro porque trabajo para ti, entonces lo dejo y me voy a trabajar a otra parte. Quería decirte algo: he solicitado plaza en una universidad. He investigado mucho por Internet, he hablado con otros tetrapléjicos y cuidadores de tetrapléjicos y he aprendido muchísimo, muchísimo, sobre cómo hacer funcionar lo nuestro. Así que puedo hacerlo, y estar contigo. ¿Lo ves? Lo he pensado todo, lo he investigado todo. Así soy ahora. Es tu culpa. Me has cambiado. —Hablaba medio riendo—. Me has convertido en mi hermana. Pero con mejor gusto para la ropa.

Will había cerrado los ojos. Con su mano entre las mías, alcé los nudillos y los besé. Sentí su piel contra la mía y supe, con una certeza con la que nunca antes había sabido nada, que no podría dejarlo marchar.

—¿Qué dices? —susurré.

Podría haberlo mirado a los ojos para siempre.

Habló en voz tan baja que por un momento creí que no lo había oído bien.

—¿Qué?

—No, Clark.

—¿No?

—Lo siento. No es suficiente.

Bajé su mano.

—No entiendo.

Will esperó antes de hablar, como si, por una vez, le costara encontrar las palabras adecuadas.

—No es suficiente para mí. Esto, todo mi mundo, ni siquiera contigo en él. Y créeme, Clark, toda mi vida ha cambiado para mejor desde tu llegada. Pero no es suficiente para mí. Esta no es la vida que yo quiero.

Ahora fui yo quien se apartó.

—Y lo sé: sé que podría ser una buena vida. Sé que, contigo cerca, tal vez incluso fuera una muy buena vida. Pero no sería mi vida. Yo no soy como esas personas con quienes has hablado. Esta vida no se parece en nada a la vida a la que yo aspiro. Ni siquiera se acerca. —La voz se le entrecortó. Su expresión me dio miedo.

Tragué saliva, negando con la cabeza.

—Tú... una vez me dijiste que esa noche en el laberinto no tenía por qué definirme. Dijiste que podía escoger qué me definía. Bueno, tú no tienes que dejar que esa..., esa silla te defina.

—Pero me define, Clark. No me conoces, no realmente. Nunca me viste antes de este cacharro. Me encantaba mi vida, Clark. De verdad, me encantaba. Me encantaba mi trabajo, mis viajes, todo lo que yo era. Me gustaba la actividad física. Me encantaba montar en moto, arrojarme de edificios. Me encantaba aplastar a mis adversarios en los negocios. Me encantaba tener relaciones sexuales. Un montón de relaciones sexuales. La mía era una vida grandiosa. —Había alzado la voz—. No estoy diseñado para existir en este cacharro... y, desde todos los puntos de vista, es lo que me define. Es lo único que me define.

—Pero ni siquiera le estás dando una oportunidad —susurré. Mi voz parecía negarse a salir de mi pecho—. No me estás dando una oportunidad a mí.

—No se trata de darte una oportunidad. Durante estos seis meses, he observado cómo te convertías en una persona diferente, alguien que apenas comienza a ver sus posibilidades. No tienes ni idea de lo feliz que me ha hecho. No quiero que estés atada a mí, a mis citas en el hospital, a las restricciones de mi vida. No quiero que te pierdas todas las cosas que otro hombre podría ofrecerte. Y, egoístamente, no quiero que un día me mires y sientas un poco de remordimiento o pena por...

—¡Jamás pensaría eso!

—No lo sabes, Clark. No tienes ni idea de cómo saldrían las cosas. No tienes ni idea de cómo te vas a sentir dentro de otros seis meses. Y no quiero verte todos los días, verte desnuda, ver cómo caminas por el pabellón con esa ropa tuya tan alocada y no..., no ser capaz de hacerte lo que quiero hacerte. Oh, Clark, si supieras lo que quiero hacerte ahora mismo. Y yo... No puedo vivir con eso en la cabeza. No puedo. No soy yo. No puedo ser un hombre que simplemente... acepta.

Bajó la vista a la silla y se le descompuso la voz.

—Nunca aceptaré esto.

Yo estaba llorando.

—Por favor, Will. Por favor, no digas eso. Tan solo dame una oportunidad. Danos una oportunidad.

—Shh. Escucha. Tú, más que nadie. Escucha lo que digo. Esto..., esta noche..., es lo más maravilloso que podrías haber hecho por mí. Lo que me has dicho, lo que has hecho al traerme aquí..., sabiendo que al conocerte yo era un completo imbécil, es asombroso que hayas rescatado de dentro de mí algo digno de amar. Pero —sus dedos estrecharon los míos— tiene que acabar aquí. Basta de silla. Basta de neumonías. Basta de extremidades que escuecen. Basta de dolor y de cansancio y de despertarme ya de mañana deseando que se acabe el día. Cuando volvamos, voy a ir a Suiza. Y, si es verdad que me quieres, Clark, nada me haría más feliz que me acompañaras.

Mi cabeza salió disparada hacia atrás.

—¿Qué?

—No voy a mejorar. Lo más probable es que cada vez me ponga más enfermo y mi vida, ya tan limitada, se vaya reduciendo más. Es lo que me han dicho los médicos. Hay una serie de afecciones que me invaden por dentro. Las siento. No quiero seguir sufriendo, ni seguir atrapado en este cacharro, ni depender de nadie, ni temer el futuro. Por eso te pido, si sientes lo que dices que sientes, que lo hagas. Ven conmigo. Concédeme el final que deseo.

Lo miré horrorizada, la sangre bombeando en mis oídos. Apenas lograba comprender sus palabras.

—¿Cómo puedes pedirme algo así?

—Lo sé, es...

—Te digo que te quiero y que quiero compartir mi vida contigo, ¿y tú me pides que vaya a ver cómo te matas?

—Lo siento. No pretendía que sonara tan brusco. Pero no me queda mucho tiempo.

—¿Qué...? ¿Qué? ¿Por qué?, ¿ya tienes la reserva hecha? ¿Hay alguna cita que no quieras perderte?

Vi que la gente del hotel se detenía, tal vez al oír nuestras voces, pero no me importó.

—Sí —dijo Will, al cabo de una pausa—. Sí, tengo una cita. Ya he pasado la consulta. La clínica ha aceptado mi caso. Y mis padres han accedido a ir el 13 de agosto. Vamos a tomar un avión el día anterior.

La cabeza me daba vueltas. Quedaba menos de una semana.

—No me lo creo.

—Louisa...

—Pensé... Pensé que ibas a cambiar de parecer por mí.

Will inclinó la cabeza y me miró. Su voz era suave y su mirada amable.

—Louisa, no voy a cambiar de parecer por nada. Prometí a mis padres seis meses y eso es lo que les voy a dar. Gracias a ti, ese tiempo ha sido más precioso de lo que te imaginas. Gracias a ti, estos seis meses han dejado de ser una prueba de resistencia...

—¡No!

—¿Qué?

—No digas otra palabra. —Me ahogaba—. Qué egoísta eres, Will. Qué estúpido. Incluso si existiera la más remota posibilidad de que te acompañara a Suiza..., incluso si pensabas que yo, después de todo lo que he hecho por ti, estaría dispuesta a ello, ¿es eso todo lo que tienes que decirme? Te he abierto mi corazón de par en par. Y todo lo que se te ocurre decir es: «No, no eres bastante para mí. Y ahora quiero que vengas a ver la cosa más horrorosa que podrías imaginarte». Lo que más he temido desde que te conocí. ¿Es que no sabes lo que me estás pidiendo?

La furia me dominaba. Estaba de pie frente a él, aullando como una loca.

—Vete a la mierda, Will Traynor. A la mierda. Ojalá no hubiera aceptado este condenado trabajo. Ojalá no te hubiera conocido. —Rompí a llorar, salí corriendo por la playa y volví a mi habitación, lejos de él.

Su voz, que me llamaba, resonó en mis oídos mucho tiempo después de haber cerrado la puerta.