Fui corriendo a urgencias. Gracias a la distribución laberíntica del hospital y mi natural incapacidad para orientarme, tardé siglos en encontrar el ala de cuidados intensivos. Tuve que preguntar tres veces antes de que alguien me señalara la dirección correcta. Por fin, abrí las puertas de la sala C12, jadeante y sin aliento, y ahí, en el pasillo, estaba Nathan, leyendo un periódico. Alzó la vista cuando me acerqué.
—¿Cómo está?
—Con oxígeno. Estable.
—No lo entiendo. El viernes por la noche se sentía bien. Tosió un poco el sábado por la mañana, pero..., pero ¿esto? ¿Qué ha pasado?
Mi corazón latía a toda prisa. Me senté un momento para intentar recuperar el aliento. Llevaba corriendo casi desde que recibí el mensaje de Nathan una hora antes. Nathan se incorporó y dobló el periódico.
—No es la primera vez, Lou. Le entra alguna bacteria en los pulmones, su tos no funciona como debería y se viene abajo enseguida. El sábado por la tarde intenté algunas técnicas expectorantes, pero le dolía demasiado. Le entró fiebre de repente y luego un dolor punzante en el pecho. Tuvimos que llamar a una ambulancia por la noche.
—Mierda —dije, doblada sobre mí misma—. Mierda, mierda, mierda. ¿Puedo entrar?
—Está muy grogui. No creo que puedas hablar con él. Y la señora T está ahí dentro.
Dejé la mochila junto a Nathan, me lavé las manos con loción antibacteriana, abrí la puerta y entré.
Will yacía en medio de la cama del hospital, cubierto con una manta azul, conectado al suero y rodeado de varias máquinas que emitían ruidos intermitentes. La cara estaba parcialmente oculta tras una máscara de oxígeno y tenía los ojos cerrados. El cutis presentaba un aspecto grisáceo, con un tono azul blanquecino que me cortó la respiración. La señora Traynor estaba sentada junto a él, una mano apoyada en el brazo tapado de Will. Tenía la mirada perdida en la pared de enfrente.
—Señora Traynor —dije.
Alzó la vista, sobresaltada.
—Oh. Louisa.
—¿Cómo...? ¿Cómo está? —Quise acercarme y tomar la otra mano de Will, pero no fui capaz de sentarme. Me quedé ahí, junto a la puerta. En la cara de la señora Traynor había tal expresión de abatimiento que temí que mi mera presencia la importunara.
—Un poco mejor. Le han dado unos antibióticos muy fuertes.
—¿Hay... algo que pueda hacer?
—No creo, no. Solo..., solo nos queda esperar. El médico se pasará dentro de una hora más o menos. Espero que nos pueda dar algo más de información.
El mundo pareció haberse detenido. Me quedé ahí un poco más, dejando que los ruidos incesantes de las máquinas marcaran su ritmo en mi conciencia.
—¿Quiere que me encargue yo un rato? ¿Para que pueda tomarse un descanso?
—No. Creo que me voy a quedar.
Una parte de mí albergaba la esperanza de que Will oyera mi voz. Una parte de mí deseaba que abriera los ojos sobre esa máscara de plástico y que murmurara: «Clark, ven y siéntate, por el amor de Dios. Haces que el lugar parezca desordenado».
Pero no se movió.
Me limpié la cara con una mano.
—¿Quiere..., quiere que le traiga algo de beber?
La señora Traynor alzó la vista.
—¿Qué hora es?
—Las diez menos cuarto.
—Vaya, ¿de verdad? —Negó con la cabeza, como si le costara creerlo—. Gracias, Louisa. Eso sería..., eso sería muy amable. Tengo la sensación de llevar aquí muchísimo tiempo.
Había tenido libre el viernes, en parte porque los Traynor insistieron en que me debían un día, pero sobre todo porque para conseguir el pasaporte no me quedaba más remedio que ir a Londres en tren y hacer cola en Petty France. Me pasé por la casa el viernes por la noche, en el camino de vuelta, para mostrar a Will mi botín y para comprobar que su pasaporte aún era válido. Me pareció que estaba un poco callado, pero no había nada extraño en ello. Algunos días se sentía más incómodo que otros. Supuse que se trataba de uno de esos días. Para ser sincera, estaba tan concentrada en los planes del viaje que apenas lograba pensar en nada más.
Dediqué el sábado por la mañana a recoger mis cosas de la casa de Patrick junto a mi padre, y por la tarde fui a comprar a la calle mayor con mi madre (necesitaba un bañador y algunos artículos imprescindibles durante un viaje) y pasé en casa de mis padres las noches del sábado y el domingo. Estuvimos un tanto apretados, ya que Treena y Thomas también habían venido. El lunes por la mañana me levanté a las siete, lista para ir a casa de los Traynor antes de las ocho. Llegué para encontrarme la casa cerrada, tanto la puerta delantera como la trasera. No había ninguna nota. Me quedé ante el porche y llamé a Nathan tres veces sin recibir respuesta. Por fin, tras haber permanecido sentada en el porche durante cuarenta y cinco minutos, llegó un mensaje de Nathan.
Estamos en el hospital del condado. Will tiene neumonía. Sala C12
Nathan se marchó y yo me quedé sentada frente a la habitación de Will durante otra hora. Hojeé las revistas que al parecer alguien había dejado olvidadas sobre la mesa en 1982, tras lo cual saqué un libro de bolsillo de la mochila e intenté leer, pero me resultó imposible concentrarme.
Vino la doctora, pero no osé seguirla a la habitación, con la madre de Will ahí dentro. Cuando salió, quince minutos más tarde, la señora Traynor apareció tras ella. No sé si me lo contó solo porque necesitaba hablar con alguien y yo era la única persona que tenía cerca, pero lo hizo con una voz entrecortada por el alivio, pues la doctora confiaba en que la infección estaba bajo control. Se trataba de una cepa bacteriana de especial virulencia. Había sido una suerte que Will fuera al hospital en el momento oportuno. Su «o...» tiñó el silencio que se abrió entre nosotras.
—Entonces, ¿qué tenemos que hacer ahora? —pregunté.
La señora Traynor se encogió de hombros.
—Esperar.
—¿Quiere que le traiga algo de comer? ¿O tal vez prefiere que me quede con Will mientras sale un rato?
Muy de vez en cuando, entre la señora Traynor y yo se establecía algo cercano a la comprensión. Su expresión se ablandó un instante, y, de repente sin su habitual rigidez, noté que estaba cansadísima. Creo que había envejecido diez años desde que me contrató.
—Gracias, Louisa —dijo—. Me encantaría ir a casa a cambiarme de ropa, si no te importa quedarte. No quiero que Will esté solo.
Cuando se marchó, entré, cerré la puerta tras de mí y me senté a su lado. Will tenía un aspecto extrañamente ausente, como si el Will que yo conocía se hubiera ido de viaje y hubiera dejado atrás un cuerpo vacío. Me pregunté, por un momento, si morir era así. Enseguida me obligué a mí misma a dejar de pensar en la muerte.
Me senté y observé cómo el reloj marcaba las horas y oí los murmullos ocasionales del exterior y el suave rumor de los zapatos sobre el linóleo. Dos veces vino una enfermera y comprobó varios medidores, pulsó un par de botones y tomó su temperatura, pero Will ni se movió.
—Está... bien, ¿verdad? —le pregunté.
—Está dormido —dijo, con un tono tranquilizador—. Probablemente, lo mejor para él ahora mismo. Intenta no preocuparte.
Qué fácil era decirlo. Pero, en esa habitación de hospital, me sobraba tiempo para meditar. Pensé en Will y en la velocidad aterradora en que había caído gravemente enfermo. Pensé en Patrick y en cómo, mientras recogía mis cosas de su apartamento, descolgaba y enrollaba el calendario de pared, doblaba y guardaba la ropa que había colocado con tanto esmero en los cajones, mi tristeza nunca alcanzó la opresora sensación que esperaba. No me sentí desolada ni abrumada, ni nada de lo que cabría esperar tras romper con tu pareja de varios años. Me sentía tranquila, un poco triste, y tal vez algo culpable, tanto por mi parte de responsabilidad en la ruptura como por no sentir lo que tal vez debería estar sintiendo. Le envié dos mensajes para decirle que lo lamentaba muchísimo y que le deseaba lo mejor en el Norseman. No me respondió.
Al cabo de una hora, me incliné, retiré la manta que cubría el brazo de Will y ahí, pálida contra la sábana blanca, yacía su mano. Tenía una cánula al dorso, sujeta con gasa. Cuando le di la vuelta, las cicatrices aún estaban amoratadas en las muñecas. Me pregunté si alguna vez perderían intensidad o si siempre le recordarían lo que había intentado hacer.
Con delicadeza, tomé esos dedos entre los míos y cerré la mano en torno a ellos. Eran cálidos, los dedos de alguien lleno de vida. Extrañamente, me calmaron tanto, ahí, entre los míos, que los dejé así, contemplando esos callos que delataban una vida no del todo vivida ante un escritorio, esas uñas rosadas que ya para siempre tendrían que ser cortadas por otra persona.
Las manos de Will eran manos de hombre, atractivas y firmes, con dedos cuadrados. Era difícil mirarlas y creer que carecían de fuerza, que jamás volverían a recoger algo de una mesa, acariciar un brazo o cerrar el puño.
Recorrí los nudillos con mi dedo. Una parte de mí se preguntó si debería sentirme avergonzada si Will abría los ojos en ese momento, pero no me importó. Tuve casi la total certeza de que para él era bueno tener la mano así, en la mía. Con la esperanza de que, al otro lado de la barrera de su sueño narcotizado, él estaría de acuerdo, cerré los ojos y aguardé.
Al fin Will despertó, poco después de las cuatro. Yo estaba fuera, en el pasillo, tumbada sobre las sillas, leyendo un periódico viejo, y me levanté de un salto cuando la señora Traynor salió para avisarme. Parecía haberse quitado un peso de encima cuando me explicó que Will estaba hablando y que quería verme. Dijo que iba a bajar a llamar al señor Traynor.
Y entonces, como si fuera incapaz de contenerse, añadió:
—Por favor, no lo canses.
—Claro que no —contesté.
Mi sonrisa fue encantadora.
—Hola —dije, asomando la cabeza por la puerta.
Giró lentamente su rostro hacia mí.
—¿Qué hay?
Tenía la voz ronca, como si hubiera pasado las últimas treinta y seis horas gritando y no en la cama de un hospital. Me senté y lo miré. Will bajó la vista.
—¿Quieres que levante la máscara un momento?
Asintió. Agarré la máscara y la subí con cuidado por la cabeza. Dejó una fina capa de humedad en la piel, así que tomé un pañuelo de papel y le limpié la cara con delicadeza.
—Entonces, ¿cómo te sientes?
—He tenido días mejores.
Sin previo aviso, se me formó un nudo en la garganta e intenté tragar.
—No sé. Harías cualquier cosa por llamar la atención, Will Traynor. Seguro que todo esto solo ha sido...
Will cerró los ojos, lo que me interrumpió en medio de la frase. Cuando los abrió de nuevo, había un amago de disculpa.
—Lo siento, Clark. Creo que hoy no estoy para bromas.
Nos quedamos ahí, sentados. Y yo hablé, permitiendo que mi voz llenara esa pequeña habitación verde pálido, y le conté cómo había sacado mis cosas del apartamento de Patrick, qué fácil fue encontrar mis discos entre los suyos, gracias a su insistencia en mantener un sistema de catalogación.
—¿Estás bien? —preguntó cuando acabé. Su mirada era compasiva, como si esperara que me doliera más de lo que me dolía.
—Sí. Claro. —Me encogí de hombros—. En realidad, no está tan mal. De todos modos, tengo otras cosas en las que pensar.
Will se quedó en silencio.
—El caso es que —dijo, al cabo de un tiempo— no creo que vaya a hacer puenting dentro de unos días.
Lo sabía. Me lo había esperado desde que recibí el mensaje de Nathan. Pero oír esas palabras fue como recibir un golpe.
—No te preocupes —dije, intentando que mi voz pareciera serena—. Está bien. Ya iremos en otra ocasión.
—Lo siento. Sé que te hacía mucha ilusión.
Llevé la mano a su frente y le alisé el pelo.
—Shh. De verdad. No tiene importancia. Solo quiero que te pongas bien.
Cerró los ojos con una leve mueca de dolor. Sabía qué significaban esas líneas alrededor de los ojos, esa expresión resignada. Significaban que tal vez no habría otra ocasión. Significaban que Will pensaba que nunca volvería a sentirse bien.
Me pasé por Granta House al volver del hospital. El padre de Will, con un aspecto casi tan exhausto como el de la señora Traynor, me abrió la puerta. Vestía un chaquetón encerado algo desgastado, como si estuviera a punto de salir. Le dije que la señora Traynor estaba con Will de nuevo, y que los antibióticos habían surtido efecto, pero que me había pedido que le dijera que iba a pasar la noche en el hospital otra vez. Por qué no se lo decía ella misma, no lo sé. Tal vez tenía demasiadas cosas en la cabeza.
—¿Qué aspecto tiene?
—Un poco mejor que esta mañana —dije—. Bebió algo mientras yo le hacía compañía. Ah, y le soltó una grosería a una de las enfermeras.
—Genio y figura.
—Sí, genio y figura.
Solo por un momento vi que la boca del señor Traynor se contraía y sus ojos relucían. Miró por la ventana y luego me volvió a mirar a mí. Pensé que tal vez él habría preferido que yo apartara la mirada.
—Tercer ataque. En dos años.
Tardé un minuto en comprender sus palabras.
—¿De neumonía?
El señor Traynor asintió.
—Pobrecillo. Will es muy valiente, ya sabes. Bajo toda esa bravuconería. —Tragó saliva y asintió, como si hablara consigo mismo—. Es bueno que tú seas capaz de verlo, Louisa.
No supe qué hacer. Estiré la mano y le toqué el brazo.
—Lo veo.
Asintió levemente, tras lo cual tomó su panamá del perchero del vestíbulo. Farfulló algo que tal vez fuera un agradecimiento o una despedida, pasó junto a mí y salió por la puerta principal.
Sin Will, en el pabellón reinaba un extraño silencio. Comprendí cuánto me había acostumbrado al distante sonido de su silla eléctrica al moverse de un lado a otro, a los susurros de las conversaciones con Nathan en la habitación de al lado, al discreto murmullo de la radio. Ahora las habitaciones estaban silenciosas y el aire formaba un vacío a mi alrededor.
Preparé una bolsa de viaje con todas las cosas que podría necesitar al día siguiente, como ropa limpia, cepillo de dientes, peine y medicinas, además de los auriculares, por si se sentía bastante bien para escuchar música. Mientras lo hacía, tuve que reprimir una sensación de pánico extraña y creciente. Una vocecilla subversiva no dejaba de susurrar dentro de mí: Así sería todo si él hubiera muerto. Para acallarla, encendí la radio, en un intento de insuflar vida en el pabellón. Limpié un poco, hice la cama de Will con sábanas recién lavadas y recogí unas flores del jardín, que puse en el salón. Y entonces, cuando ya lo tenía todo preparado, eché un vistazo a mi alrededor y vi la carpeta de las vacaciones sobre la mesa.
Iba a dedicar el día siguiente a repasar todo ese papeleo para cancelar los viajes y las excursiones que había reservado. Era imposible saber cuándo se sentiría Will con fuerzas para hacerlos. La doctora había hecho hincapié en que necesitaba descansar, completar su tratamiento de antibióticos, mantenerse caliente y seco. Los descensos de ríos y el submarinismo no formaban parte de la convalecencia.
Me quedé mirando las carpetas, todo ese esfuerzo, trabajo e imaginación que había necesitado para prepararlas. Me quedé mirando el pasaporte para el que había tenido que esperar en una larga cola, recordando esa sensación creciente de entusiasmo mientras viajaba en tren a Londres y, por primera vez desde que había trazado el plan, me sentí del todo abatida. Solo quedaban tres semanas y había fracasado. Mi contrato iba a expirar y no había hecho nada para hacer cambiar a Will de idea. Temía incluso preguntarle a la señora Traynor qué haríamos a continuación. De repente, me sentí abrumada. Apoyé la cabeza en las manos y me quedé así, en ese pabellón silencioso.
—Buenas noches.
Alcé la cabeza, con un sobresalto. Nathan estaba ahí, llenando esa pequeña cocina con su corpulencia. Llevaba una mochila al hombro.
—Solo he venido a dejar unas medicinas que necesitan receta para cuando Will vuelva. ¿Estás... bien?
Me limpié los ojos con un gesto brusco.
—Sí, claro. Lo siento. Solo... un poco agobiada con todo lo que hay que cancelar.
Nathan se quitó la mochila del hombro y se sentó frente a mí.
—Es una putada, desde luego. —Cogió la carpeta y comenzó a hojear el contenido—. ¿Quieres que te eche una mano mañana? No me necesitan en el hospital, así que podría pasarme una hora por la mañana. Para ayudarte con las llamadas.
—Qué amable. Pero no. No pasa nada. Supongo que será más sencillo si lo hago yo todo.
Nathan preparó té y nos sentamos a tomarlo uno frente al otro. Creo que era la primera vez que Nathan y yo hablábamos de verdad... o, al menos, sin Will entre ambos. Me habló de un cliente anterior suyo, un tetrapléjico C3/C4 con ventilación mecánica, que había caído enfermo al menos una vez al mes durante el tiempo que trabajó para él. Me habló de los otros ataques de neumonía que había sufrido Will, el primero de los cuales casi acabó con su vida y del que tardó semanas en recuperarse.
—Se le pone una mirada... —dijo—. Cuando está muy enfermo. Da miedo. Como si... se batiera en retirada. Como si casi no estuviera ahí.
—Lo sé. Odio esa mirada.
—Will es... —comenzó. Y entonces, de repente, apartó los ojos de mí y cerró la boca.
Nos quedamos ahí, sentados, agarrando nuestras tazas. Por el rabillo del ojo estudié a Nathan, observando ese rostro abierto y amable que por un momento parecía haberse cerrado. Y comprendí que estaba a punto de hacerle una pregunta cuya respuesta ya conocía.
—Tú lo sabes, ¿verdad?
—¿El qué?
—Lo que... quiere hacer.
El silencio en esa cocina cayó de forma súbita e intensa.
Nathan me miró con atención, como si sopesara su respuesta.
—Lo sé —dije—. No debería saberlo, pero lo sé. Para eso..., para eso eran las vacaciones. Para eso eran todas las excursiones. Para intentar que cambiara de parecer.
Nathan dejó la taza en la mesa.
—Me lo preguntaba —comentó—. Parecías... estar llevando a cabo una misión.
—Lo estaba. Lo estoy.
Negó con la cabeza, no sé si para decirme que no me diera por vencida o que no había nada que hacer.
—¿Qué vamos a hacer, Nathan?
Se tomó unos momentos antes de volver a hablar.
—¿Sabes qué, Lou? Me cae muy bien Will. No me importa reconocerlo: quiero a ese tipo. Ya llevo con él dos años. Lo he visto en sus peores momentos y también en sus días buenos, y todo lo que tengo que decirte es que yo no me pondría en su piel ni por todo el dinero del mundo.
Tomó un trago de té.
—Ha habido ocasiones en que me he quedado por la noche y él se despertaba gritando porque en su sueño aún caminaba y esquiaba y hacía cosas y, solo durante esos pocos minutos, cuando ha bajado la guardia y está todo demasiado reciente, le resulta insoportable saber que no volverá a hacer nada de eso. Le resulta insoportable. Me sentaba junto a él y nada de lo que decía, nada, servía para mejorar las cosas. Le han tocado las peores cartas que te puedes imaginar. ¿Y sabes qué? Lo miré anoche y pensé en su vida y en lo que probablemente le espera... y, aunque no hay nada en este mundo que me gustaría más que verlo feliz, yo..., yo no le juzgo por lo que quiere hacer. Es su elección. Debería ser su elección.
Había comenzado a quedarme sin respiración.
—Pero... eso era antes. Todos admitisteis que eso era antes de que yo llegara. Ahora Will es diferente. Es diferente conmigo, ¿verdad?
—Sí, claro, pero...
—Pero si no tenemos fe en que se puede sentir mejor, incluso estar mejor, ¿cómo va a mantener él la fe en que le esperan cosas buenas?
Nathan dejó la taza en la mesa. Me miró a los ojos.
—Lou. No va a mejorar.
—Eso no lo sabes.
—Lo sé. A menos que haya un espectacular avance en la investigación de células madre, Will va a pasar otra década en esa silla. Él lo sabe, aunque sus padres no quieran admitirlo. Y eso es solo una parte del problema. La señora T quiere mantenerlo con vida a toda costa. El señor T piensa que en cierto momento deberíamos dejarle decidir.
—Por supuesto que va a decidir, Nathan. Pero tiene que ver cuáles son sus opciones.
—Es un tipo inteligente. Sabe exactamente cuáles son sus opciones.
Mi voz se alzó en esa cocina angosta.
—No. Te equivocas. Me estás diciendo que estaba en esa situación antes de que yo viniera. Me estás diciendo que no ha cambiado de parecer ni siquiera un poquito desde que estoy aquí.
—No puedo leerle los pensamientos, Lou.
—Sabes que he cambiado su forma de pensar.
—No, sé que está dispuesto a hacer lo que sea para hacerte feliz.
Me quedé mirándolo.
—Entonces, si piensas que nada de esto le beneficia, ¿por qué te molestas en venir? ¿Por qué querías ir a ese viaje? ¿Solo porque eran unas bonitas vacaciones?
—No. Quiero que viva.
—Pero...
—Pero quiero que viva si él quiere vivir. Si no es así, al obligarlo a seguir adelante, tú, yo, por mucho que lo queramos, nos habremos convertido en otro hatajo de imbéciles que no sabe respetar su voluntad.
Las palabras de Nathan retumbaron en el silencio. Me limpié una lágrima solitaria de la mejilla e intenté que mi corazón volviera a latir con normalidad. Nathan, al parecer avergonzado ante mis lágrimas, se rascó distraído el cuello, tras lo cual, al cabo de un minuto, me pasó un trozo de papel de cocina.
—No puedo permitir que ocurra, Nathan.
Nathan no dijo nada.
—No puedo.
Miré mi pasaporte, que reposaba en la mesa de la cocina. La fotografía era horrible. Parecía otra persona. Alguien cuya vida y cuya forma de ser no tenían nada que ver con las mías. Me quedé mirándola, pensativa.
—¿Nathan?
—¿Qué?
—Si organizo otro tipo de viaje, algo que los doctores aprueben, ¿vendrías con nosotros? ¿Me ayudarías a pesar de todo?
—Por supuesto que sí. —Se levantó, aclaró la taza y se echó la mochila al hombro. Se dio la vuelta para mirarme antes de salir de la cocina—. Pero tengo que ser sincero contigo, Lou. No creo que ni siquiera tú seas capaz de lograrlo.