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No soy tonta. Me gustaría dejarlo claro ya mismo. Pero es muy difícil no sentir carencias en el Departamento de Neuronas Cerebrales al crecer junto a una hermana pequeña a quien no solo adelantaron un curso para ponerla en mi clase, sino que encima avanzó al curso siguiente.

Todo lo que era razonable o inteligente lo hacía Katrina en primer lugar, a pesar de ser dieciocho meses más joven que yo. Todos los libros que yo leía ya los había leído ella primero, todas las noticias que yo mencionaba durante la cena ya las sabía ella. Es la única persona que conozco a quien de verdad le gusta hacer exámenes. A veces pienso que me visto como me visto porque lo único que Treena no sabe hacer es vestirse bien. Es una de esas chicas de vaqueros con camiseta. Su idea de la elegancia consiste en plancharse los vaqueros.

Mi padre dice que soy un personaje porque tiendo a decir lo primero que se me viene a la cabeza. Dice que soy como mi tía Lily, a quien no llegué a conocer. Es un poco raro ser comparada sin cesar con alguien a quien no has conocido. Si bajo por las escaleras con botas de color púrpura, mi padre hace un gesto a mi madre y dice: «¿Te acuerdas de la tía Lily y sus botas de color púrpura?», y mi madre chasquea la lengua y comienza a reír como si le hubieran contado un chiste privado. Mi madre dice que soy todo un carácter, que es su forma educada de no comprender por qué me visto así.

Pero, sin contar con un breve periodo de mi adolescencia, jamás he querido asemejarme a Treena, ni a las otras chicas del colegio; preferí la ropa de chico hasta los catorce años, y ahora tiendo a dejarme llevar por mis gustos, según mi estado de ánimo de cada día. No tiene sentido que intente parecer convencional. Soy baja, morena y, según mi padre, tengo cara de elfo. Y no se refiere a la «belleza élfica». No soy fea, pero creo que nadie me va a llamar nunca guapa. No cuento con esa grácil cualidad. Patrick me dice que soy preciosa cuando quiere que me abra de piernas, pero él es así de transparente. Nos conocemos desde hace casi siete años.

Tenía veintiséis años y no sabía quién era. Hasta que perdí el trabajo ni siquiera me lo había planteado. Suponía que probablemente me casaría con Patrick, que tendría unos cuantos hijos, que viviría a unas calles del lugar donde siempre había vivido. Aparte de un gusto exótico en cuestiones de ropa y de ser un poco baja, no había gran cosa que me diferenciase de cualquier persona con quien me cruzaba por la calle. Probablemente, no me mirarías dos veces. Una muchacha del montón, que llevaba una vida corriente. En realidad, me iba bien así.

—A una entrevista tienes que ir trajeada —insistió mi madre—. La gente es demasiado informal estos días.

—Porque llevar un traje oscuro a rayas es esencial si voy a dar de comer a un vejestorio.

—No te hagas la listilla.

—No puedo comprarme un traje. ¿Y si no me dan el trabajo?

—Puedes llevar el mío, y te voy a planchar una bonita blusa azul, y por una vez no te recojas el pelo con esas —señaló con un gesto mi pelo, que estaba, como de costumbre, enroscado en dos nudos negros a cada lado de la cabeza— cosas de princesa Leia. Intenta parecer una persona normal.

Sabía que no era buena idea discutir con mi madre. Y noté que mi padre había recibido instrucciones para no hacer comentarios acerca de mi ropa cuando salí de casa, caminando con torpeza en esa falda demasiado ajustada.

—Adiós, cielo —dijo, con un temblor en las comisuras de la boca—. Buena suerte. Tienes un aspecto muy... profesional.

Lo bochornoso no es que yo vistiera un traje de mi madre o que ese corte hubiera dejado de estar de moda en los años ochenta, sino que me quedara un poco pequeño. Sentí que la cinturilla se me clavaba en el estómago y tiré de la chaqueta cruzada. Como mi padre solía decir de mi madre, hay más grasa en una horquilla.

Me senté en el corto trayecto de autobús, un poco mareada. No había ido antes a una entrevista de trabajo de verdad. Empecé en The Buttered Bun cuando Treena apostó a que no lograría encontrar trabajo en un día. Entré y pregunté a Frank si necesitaba que le echaran una mano. Era el primer día del café y Frank pareció casi cegado por la gratitud.

Ahora, al pensar en ello, ni siquiera recuerdo haber hablado con él acerca de dinero. Frank sugirió una paga semanal, yo estuve de acuerdo y una vez al año me decía que la había subido un poco, por lo general un poco más de lo que yo habría pedido.

En cualquier caso, ¿qué se preguntaba en las entrevistas? ¿Y si me pedían hacer algo práctico con el anciano, como darle de comer, bañarle o algo así? Syed había dicho que un cuidador se encargaba de ciertas «necesidades íntimas» (esa expresión me dio un escalofrío). Los deberes del cuidador auxiliar, dijo, eran «un tanto vagos en estos momentos». Me imaginé a mí misma limpiando las babas de la boca del anciano, tal vez preguntando a voz en grito: «¿QUERÍA USTED UNA TAZA DE TÉ?».

Cuando comenzó la recuperación tras el derrame cerebral, el abuelo no era capaz de hacer nada por sí mismo. Mi madre se encargó de todo. «Tu madre es una santa», decía mi padre, lo cual yo venía a interpretar como que le limpiaba el culo sin salir corriendo de la casa entre alaridos. Yo estaba bastante segura de que nadie me había descrito así jamás. Yo le cortaba la comida al abuelo y le preparaba tazas de té, pero, en cuanto a lo demás, no estaba segura de si yo estaba hecha de la pasta que se requería.

Granta House estaba al otro lado del castillo de Stortfold, cerca de las murallas medievales, en ese largo tramo sin asfaltar en el que solo había cuatro casas y la tienda del National Trust, justo en medio de la zona turística. Había pasado ante esa casa millones de veces sin mirarla de verdad. Ahora, al andar ante el aparcamiento y el ferrocarril en miniatura, ambos vacíos y con ese aspecto lúgubre que solo una atracción estival puede tener en febrero, vi que era más grande de lo que me había imaginado, de ladrillo rojo con doble fachada, ese tipo de casas que vemos en los viejos ejemplares de Country Life en las salas de espera del médico.

Caminé por la larga entrada para coches, intentando no pensar en si alguien me estaría observando por la ventana. Recorrer una entrada tan larga te pone en desventaja; automáticamente te hace sentir inferior. Mientras meditaba si apartar o no el mechón de la frente, la puerta se abrió y me sobresalté.

Una mujer no mucho mayor que yo salió al porche. Vestía unos pantalones blancos y una chaqueta como de médico y llevaba un abrigo y una carpeta bajo el brazo. Al pasar junto a mí me sonrió con educación.

—Y muchas gracias por venir —dijo una voz desde dentro—. Estaremos en contacto. Ah. —Apareció la cara de una mujer, de mediana edad pero hermosa, con un corte de pelo caro. Llevaba un traje que daba la impresión de costar más que el salario mensual de mi padre.

—Usted debe de ser la señorita Clark.

—Louisa. —Extendí la mano, tal y como mi madre me había pedido que hiciera. En estos tiempos los jóvenes ya no ofrecían la mano, en eso mis padres coincidían. En sus tiempos ni se les habría ocurrido presentarse con un «Eh, ¿qué tal?» y mucho menos con un beso al aire. Esta mujer no tenía aspecto de ver con buenos ojos los besos al aire.

—Bueno. Sí. Entre. —Retiró la mano en cuanto le fue humanamente posible, pero sentí que su mirada se detenía en mí, como si ya estuviera evaluándome.

—¿Le gustaría pasar? Podríamos hablar en el recibidor. Me llamo Camilla Traynor. —Parecía cansada, como si ese día ya hubiera pronunciado las mismas palabras demasiadas veces.

La seguí por una sala enorme con cristaleras que iban del suelo al techo. Unas tupidas cortinas caían con elegancia desde unas barras de caoba maciza y alfombras persas de decoración barroca cubrían los suelos. Olía a cera de abeja y a muebles antiguos. Había elegantes mesillas por todas partes, sobre cuyas superficies bruñidas reposaban cajas decorativas. Me pregunté por un momento dónde diablos dejarían los Traynor sus tazas de té.

—Entonces, ha venido por el anuncio de la Oficina de Empleo, ¿verdad? Siéntese.

Mientras ella ojeaba los papeles de una carpeta, yo eché un vistazo disimulado por la sala. Había pensado que la casa sería un poco como una residencia, todo limpísimo y muy accesible. Pero esto era más bien como uno de esos hoteles tan lujosos que daban miedo, bañado en dinero heredado, con objetos muy cuidados y de apariencia cara. En un aparador había fotografías con marcos de plata, pero estaban demasiado lejos para distinguir las caras. Mientras la mujer repasaba las páginas, cambié de postura para intentar verlas mejor.

Y fue entonces cuando lo oí: el sonido inconfundible de costuras que se rasgan. Miré abajo y vi un desgarrón entre las dos piezas de tela que se unían a un lado de la pierna derecha, y cómo las hebras de tejido habían pasado a formar un flequillo antiestético. Noté cómo mi cara se ruborizaba.

—Entonces..., señorita Clark..., ¿tiene alguna experiencia con tetrapléjicos?

Me volví para mirar a la señora Traynor, retorciéndome para que la chaqueta cubriera la falda lo más posible.

—No.

—¿Tiene mucha experiencia como cuidadora?

—Hum... En realidad, nunca lo he hecho —dije, tras lo cual añadí, como si oyera la voz de Syed en mi oído—, pero estoy segura de que podría aprender.

—¿Sabe qué es un tetrapléjico?

Titubeé.

—¿Alguien... atrapado en una silla de ruedas?

—Supongo que es una forma de definirlo. Hay varios niveles, pero en este caso estamos hablando de la pérdida completa del uso de las piernas y un uso muy limitado de las manos y los brazos. ¿Eso le molestaría?

—Bueno, no tanto como a él, obviamente. —Sonreí, pero la cara de la señora Traynor no mostró expresión alguna—. Lo siento, no quería decir...

—¿Sabe conducir, señorita Clark?

—Sí.

—¿Tiene el carné en regla?

Asentí.

Camilla Traynor marcó algo en la lista.

El desgarrón crecía. Lo imaginaba avanzando inexorablemente por el muslo. A este ritmo, cuando me levantara parecería una corista de Las Vegas.

—¿Está bien? —La señora Traynor me miraba fijamente.

—Tengo un poco de calor, eso es todo. ¿Le importa si me quito la chaqueta? —Antes de que pudiera responder, me zafé de la chaqueta y la pasé por la cintura, de modo que ocultara la abertura de la falda—. Qué calor —dije, sonriéndole—, al venir desde la calle. Ya sabe.

Se hizo un silencio brevísimo, tras el cual la señora Traynor dirigió la mirada a su carpeta una vez más.

—¿Qué edad tiene?

—Veintiséis años.

—Y en su anterior trabajo estuvo seis años.

—Sí. Supongo que tiene una copia de mis referencias.

—Mm... —La señora Traynor alzó la hoja y entrecerró los ojos—. Su anterior jefe dice que es usted una «presencia cálida, habladora, que da mucha vida».

—Sí, le pagué.

Una vez más, la cara de póquer.

Oh, diablos, pensé.

Me sentí como si me estuviera estudiando. Y no de un modo amable. De repente, la falda de mi madre parecía barata, con esos hilos sintéticos que relumbraban en la luz tenue. Debería haberme puestos unos pantalones y una camisa menos llamativos. Cualquier cosa menos este traje.

—Entonces, ¿por qué ha dejado ese trabajo, cuando es evidente que la aprecian tanto?

—Frank, el dueño, ha vendido el café. Es el que está al fondo del castillo. The Buttered Bun. Era —me corregí a mí misma—. Yo habría estado encantada de seguir ahí.

La señora Traynor asintió, ya fuera porque no sintió la necesidad de añadir nada al respecto o porque ella también habría estado encantada si yo hubiera seguido ahí.

—¿Y qué es lo que quiere hacer con su vida, exactamente?

—¿Disculpe?

—¿Aspira a tener una carrera profesional? ¿Sería este empleo un punto de partida hacia algo mejor? ¿Tiene algún sueño laboral que desee hacer realidad?

La miré sin comprender.

¿Era una pregunta con trampa?

—Yo... En realidad, no he pensado en eso. Desde que perdí mi trabajo. Yo solo... —tragué saliva—. Yo solo quiero trabajar de nuevo.

Sonó muy poco convincente. ¿Qué clase de persona iba a una entrevista sin ni siquiera saber a qué quería dedicarse? La expresión de la señora Traynor sugirió que pensaba lo mismo que yo.

Dejó el bolígrafo.

—Entonces, señorita Clark, ¿por qué debería contratarla a usted en lugar de, por ejemplo, a la candidata anterior, que tiene varios años de experiencia con tetrapléjicos?

La miré.

—Hum... ¿Quiere que sea sincera? No lo sé. —Su única respuesta fue el silencio, así que añadí—: Supongo que es su decisión.

—¿No me podría dar una sola razón por la que debería contratarla?

La cara de mi madre de repente apareció ante mí. Pensar en volver a casa con un traje echado a perder y otro fracaso en una entrevista me resultó insoportable. Y en este trabajo pagaban más de nueve libras por hora.

Me incorporé un poco.

—Bueno... Aprendo rápido, nunca me pongo enferma, vivo aquí mismo, al otro lado del castillo, y soy más fuerte de lo que parezco... Probablemente, lo bastante fuerte para ayudar a su marido a moverse...

—¿Mi marido? No es para mi marido para quien va a trabajar. Es para mi hijo.

—¿Su hijo? —Parpadeé—. Hum... No me da miedo trabajar duro. Se me da bien tratar a personas de todo tipo y..., y hago un té de rechupete. —Comencé a parlotear hasta quedarme callada. Pensar que era su hijo me había desconcertado—. Es decir, mi padre no cree que sea la mejor de las referencias. Pero por experiencia sé que hay muy pocas cosas que no pueda arreglar una buena taza de té...

Hubo algo extraño en la forma en que la señora Traynor me miraba.

—Lo siento —balbuceé, al darme cuenta de lo que había dicho—. No quiero decir que eso..., la paraplejia..., la tetraplejia... de... su hijo... se pudiera curar con una taza de té.

—He de decirle, señorita Clark, que no se trata de un contrato fijo. Sería por un máximo de seis meses. Por eso el salario es tan... elevado. Queríamos atraer a la persona indicada.

—Créame, tras haber hecho turnos nocturnos en una fábrica de procesados de pollo, dan ganas de trabajar seis meses hasta en Guantánamo. —Oh, cállate, Louisa. Me mordí el labio.

Pero la señora Traynor parecía ensimismada. Cerró la carpeta.

—Mi hijo, Will, resultó herido en un accidente de tráfico hace casi dos años. Necesita cuidado las veinticuatro horas del día, de lo cual se encarga en su mayor parte un enfermero cualificado. Yo he vuelto hace poco al trabajo y necesitamos que un cuidador le haga compañía durante todo el día, lo ayude a comer y beber, que le eche una mano con lo que sea y que se asegure de que no se hace daño. —Camilla Traynor miró hacia su regazo—. Es de suma importancia que Will tenga a alguien aquí que comprenda esa responsabilidad.

Todo lo que dijo, incluso la forma en que recalcaba las palabras, daba la impresión de insinuar que yo había dicho alguna estupidez.

—Lo entiendo. —Comencé a recoger mi bolso.

—Entonces, ¿acepta el trabajo?

Fue tan inesperado que al principio pensé que no lo había oído bien.

—¿Disculpe?

—Necesitamos que comience lo antes posible. La paga será semanal.

Por un momento, me quedé sin palabras.

—Me prefiere a mí antes que a... —comencé.

—Es un horario muy extenso: de ocho de la mañana a cinco de la tarde, a veces más. No hay un descanso para la comida como tal, aunque cuando Nathan, el enfermero, venga a la hora de comer debería tener una media hora libre.

—¿No necesitará ninguna... atención médica?

—Will dispone de todos los cuidados médicos que podemos proporcionarle. Lo que queremos para él es alguien fuerte... y optimista. Tiene una vida... complicada y es importante que lo animemos a... —Se interrumpió, la mirada clavada más allá de los ventanales. Al fin, se giró hacia mí—. Bueno, digamos que su bienestar mental es tan importante para nosotros como su bienestar físico. ¿Lo comprende?

—Creo que sí. ¿Debo... llevar uniforme?

—No. Nada de uniformes. —Echó un vistazo a mis piernas—. Aunque tal vez convenga que lleve... algo menos revelador.

Miré hacia abajo, donde la chaqueta se había movido, dejando al descubierto una generosa parte del muslo desnudo.

—Lo... Lo siento. Se ha roto. Es que no es mío.

Pero la señora Traynor ya no parecía estar escuchando.

—Voy a explicarle qué debe hacer cuando comience. En estos momentos, no es nada fácil tratar a Will, señorita Clark. Este trabajo le va a exigir más una actitud mental que... cualquier destreza profesional que tenga. Entonces, ¿nos vemos mañana?

—¿Mañana? ¿No quiere...? ¿No quiere que lo conozca?

—Will no está teniendo un buen día. Creo que es mejor que empecemos desde cero mañana.

Me levanté al darme cuenta de que la señora Traynor aguardaba para acompañarme a la puerta.

—Sí —dije, echándome la chaqueta de mi madre encima—. Hum, gracias. Nos vemos a las ocho de la mañana.

Mi madre servía patatas en el plato de mi padre. Puso dos, él la esquivó cogiendo una tercera y una cuarta de la fuente. Ella lo bloqueó, dejó las patatas de nuevo en la bandeja y al fin le pegó en los nudillos con el cucharón cuando mi padre hacía un nuevo intento. En esa pequeña mesa se sentaban mis padres, mi hermana y Thomas, mi abuelo y Patrick, quien siempre venía a cenar los miércoles.

—Papá —dijo mi madre al abuelo—, ¿quieres que te cortemos la carne? Treena, ¿te importa cortar la carne de papá?

Treena se inclinó y comenzó a trocear la carne del plato del abuelo con movimientos diestros. Al otro lado ya había hecho lo mismo para Thomas.

—Entonces, ¿cómo está de mal ese hombre, Lou?

—No puede estar muy mal si están dispuestos a echarle encima a nuestra hija —comentó Bernard. Detrás de mí, la televisión estaba encendida, de modo que mi padre y Patrick pudieran seguir el partido de fútbol. De vez en cuando se paraban, miraban por encima de mí, con las bocas paralizadas, sin terminar de masticar, mientras contemplaban un pase o una ocasión perdida.

—Creo que es una gran oportunidad. Va a trabajar en una de esas casas grandes. Para una buena familia. ¿Son pijos, cielo?

En nuestra calle «pijo» es cualquier persona en cuya familia ningún miembro haya recibido una sanción por conducta antisocial.

—Supongo que sí.

—Espero que hayas practicado tus reverencias. —Mi padre sonrió burlón.

—¿Lo llegaste a conocer? —Treena se inclinó hacia delante para impedir que Thomas tirara el zumo al suelo con el codo—. ¿Al inválido? ¿Cómo era?

—Voy a conocerlo mañana.

—Qué raro. Vas a pasar el día entero con él, todos los días. Nueve horas. Lo vas a ver más que a Patrick.

—Eso no es difícil —dije.

Patrick, al otro lado de la mesa, fingió que no me oía.

—De todos modos, no vas a tener que preocuparte por el acoso sexual, ¿eh? —dijo mi padre.

—¡Bernard! —exclamó mi madre, con severidad.

—Solo digo lo que piensa todo el mundo. Probablemente, el mejor jefe que podrías encontrar para tu novia, ¿eh, Patrick?

Al otro lado de la mesa, Patrick sonrió. Estaba ocupado en rechazar las patatas, a pesar de la insistencia de mi madre. No iba a tomar carbohidratos este mes, con el fin de prepararse para una maratón a principios de marzo.

—Sabes, estaba pensando, ¿vas a tener que aprender el lenguaje de signos? Quiero decir, si él no puede comunicarse, ¿cómo vas a saber lo que quiere?

—No dijo que no pudiera hablar, mamá. —En realidad, no recordaba qué había dicho la señora Traynor. Aún estaba un poco conmocionada por haber encontrado trabajo.

—Tal vez habla con uno de esos aparatos. Como ese científico. El de Los Simpson.

—Capullo —dijo Thomas.

—No —dijo Bernard.

—Stephen Hawking —dijo Patrick.

—Ahí está, eso es por ti —dijo mi madre, mirando acusadoramente a Thomas y a mi padre. Era capaz de cortar filetes con esa mirada—. Ya le estás enseñando palabrotas.

—No. No sé dónde lo habrá aprendido.

—Capullo —repitió Thomas, mirando directamente a los ojos de su abuelo.

Treena torció el gesto.

—Creo que me daría un ataque si me hablara con uno de esos cacharros. ¿Te imaginas? Dame-un-vaso-de-agua —imitó.

Qué inteligente..., pero no tan inteligente como para no quedarse preñada, como a veces farfullaba mi padre. Fue la primera persona de mi familia que fue a la universidad, hasta que la llegada de Thomas la obligó a dejar los estudios en el último curso. Mi madre y mi padre aún albergaban la esperanza de que algún día traería una fortuna a casa. O que tal vez trabajaría en un lugar con una recepción que no tuviera rejas de seguridad alrededor. Ambas opciones eran válidas.

—¿Por qué iba a hablar como un robot por estar en una silla de ruedas? —dije.

—Pero vas a estar muy cerca de él y a solas. Cuando menos vas a tener que limpiarle la boca y darle bebidas y cosas así.

—¿Y? Ni que tuviera que ser un genio para eso.

—Dice la mujer que solía ponerle a Thomas los pañales al revés.

—Eso fue solo una vez.

—Dos veces. Y solo le has cambiado tres.

Me serví judías verdes mientras me esforzaba en mostrar más confianza de la que sentía.

No obstante, incluso cuando iba en autobús de vuelta a casa, esas mismas ideas habían comenzado a revolotear por mi mente. ¿De qué hablaríamos? ¿Y si se quedaba mirándome, con la cabeza colgando, todo el día? ¿Me daría un ataque de nervios? ¿Y si no comprendía qué era lo que quería? A mí se me daba escandalosamente mal cuidar de las cosas; ya no teníamos plantas en casa, ni animales, tras el desastre de los hámsteres, los insectos palo y Randolph el pececito. Y esa madre tan estirada ¿estaría por ahí a menudo? No me gustaba la idea de sentirme observada todo el tiempo. La señora Traynor daba la impresión de ser el tipo de mujer cuya mirada implacable convertía unas manos hábiles en pulgares.

—Entonces, Patrick, ¿qué piensas de todo esto?

Patrick tomó un largo sorbo de agua y se encogió de hombros.

Fuera, la lluvia golpeaba contra los cristales de la ventana, apenas audible entre el ruido de los platos y los cubiertos.

—Pagan bien, Bernard. Mejor que trabajando por la noche en una fábrica de pollos, en cualquier caso.

Se extendió un murmullo generalizado de asentimiento por toda la mesa.

—Bueno, es curioso que lo mejor que podéis decir de mi nuevo trabajo es que es mejor que arrastrar cadáveres de gallinas por un una nave industrial —dije.

—Bueno, siempre cabe la posibilidad de que te pongas en forma mientras tanto y vayas a hacer de entrenadora personal con Patrick.

—Ponerme en forma. Gracias, papá. —Estaba a punto de servirme otra patata, pero cambié de opinión.

—Bueno, ¿por qué no? —Dio la impresión de que mi madre hacía ademán de sentarse: todo el mundo se detuvo un momento, pero no, ya estaba en pie de nuevo, sirviendo al abuelo un poco de salsa—. Tal vez merezca la pena pensar en ello para el futuro. Sin duda, tienes el don de conversar.

—Tiene el don de engordar —resopló mi padre.

—Acabo de conseguir trabajo —dije—. Y, además, que sepas que pagan más que en el que tenía.

—Pero es solo temporal —intervino Patrick—. Tu padre tiene razón. Tal vez sea bueno que te pongas en forma mientras lo haces. Podrías ser una buena entrenadora personal, si le dedicas un poco de esfuerzo.

—No quiero ser entrenadora personal. No me gusta... tanto... brincar. —Entre dientes, insulté a Patrick, que sonrió.

—Lo que Lou quiere es un trabajo donde pueda poner los pies en alto y ver la tele todo el día mientras da de comer al vejestorio con una pajita —dijo Treena.

—Sí. Porque poner dalias mustias en cubos de agua exige un gran esfuerzo físico y mental, ¿verdad, Treen?

—Solo estamos bromeando, cielo. —Mi padre alzó la taza de té—. Es estupendo que hayas encontrado trabajo. Ya estamos orgullosos de ti. Y te apuesto a que, una vez que estés a tus anchas en esa casa enorme, esos capullos no querrán librarse de ti.

—Capullo —dijo Thomas.

—Yo no he sido —aseguró mi padre, masticando, antes de que mi madre abriera la boca.