19

Nathan

Pensaban que no nos daríamos cuenta. Al día siguiente, cuando por fin volvieron de la boda, más o menos a la hora de comer, la señora Traynor estaba tan enfadada que a duras penas atinaba a hablar.

—Podríais haber llamado —dijo.

Se había quedado tan solo para asegurarse de que volvían bien. Desde que yo había llegado a las ocho de la mañana, la había oído recorriendo el pasillo de un lado a otro.

—Os habré llamado y enviado mensajes a los dos unas dieciocho veces. Hasta que no llamé a la casa de los Dewar y alguien me dijo que «el hombre en silla de ruedas» se había ido a un hotel, no supe que no habíais sufrido un accidente de coche.

—«El hombre en silla de ruedas». Qué bonito —observó Will.

Pero se notaba que no le había molestado. Estaba relajado y sobrellevaba la resaca con humor, aunque me daba la impresión de que algo le dolía. Solo cuando su madre comenzó a ir contra Louisa, Will dejó de sonreír. La interrumpió y le dijo que, si tenía algo que decir, se lo dijese a él, pues había sido decisión suya pasar la noche fuera y Louisa solo había accedido.

—Por lo que a mí respecta, madre, ya tengo treinta y cinco años y no he de dar explicaciones a nadie si decido pasar una noche en un hotel. Ni siquiera a mis padres.

La señora Traynor se quedó mirando a ambos, masculló algo acerca de una «simple cortesía» y se fue.

Louisa parecía un poco inquieta, pero Will se acercó y le murmuró algo, y fue en ese momento cuando lo vi. Ella se puso un poco colorada y se rio, una de esas risas de cuando sabemos que no deberíamos reírnos. Una de esas risas que revelan una complicidad. Y entonces Will se volvió hacia ella y le pidió que se lo tomara con calma el resto del día. Ve a casa, cámbiate, tal vez échate una siestecilla.

—No voy a dar un paseo por el castillo con alguien que acaba de pasar una noche de desenfreno y depravación.

—¿Una noche de desenfreno? —No logré ocultar mi sorpresa.

—No ese tipo de desenfreno —dijo Louisa, que me dio con el pañuelo y agarró el abrigo para marcharse.

—Llévate el coche —dijo Will—. Así te va a resultar más fácil volver.

Observé los ojos de Will, que la siguieron hasta que desapareció por la puerta.

Habría apostado siete contra cuatro basándome solo en esa mirada.

Se hundió un poco cuando ella se fue. Era como si se hubiera estado conteniendo hasta que tanto su madre como Louisa se hubieran ido. Lo había estado observando con atención y, en cuanto dejó de sonreír, me di cuenta de que no me gustaba su aspecto. Tenía manchas en el cutis, había hecho dos muecas de dolor cuando pensaba que nadie estaba mirando y noté, incluso desde esta distancia, que tenía la piel de gallina. Una pequeña señal de alarma comenzó a sonar, distante pero estridente, en mi cabeza.

—¿Estás bien, Will?

—Estoy bien. No te preocupes.

—¿Me vas a decir dónde te duele?

Se mostró un poco resignado entonces, como si supiera que no era posible ocultármelo. Llevábamos mucho tiempo trabajando juntos.

—Vale. Un pequeño dolor de cabeza. Y..., eh... Necesito que me cambies los tubos. Creo que cuanto antes mejor.

Lo había pasado de la silla a la cama y ahora comenzaba a preparar el material.

—¿A qué hora lo hizo Lou esta mañana?

—No lo hizo. —Se le escapó un gesto de dolor. Y parecía que se sentía culpable—. Anoche tampoco.

—¿Qué?

Le tomé el pulso y cogí el medidor de presión arterial. Cómo no, estaba por las nubes. Cuando le puse la mano en la frente, la retiré cubierta de una fina capa de sudor. Fui al botiquín y trituré unas medicinas vasodilatadoras. Se las di con agua y comprobé que se bebía hasta la última gota. Entonces lo incorporé, le pasé las piernas a un lado de la cama y cambié los tubos sin perder tiempo y sin quitarle el ojo de encima.

—¿DA?

—Sí. No ha sido tu decisión más sensata, Will.

La disreflexia autonómica era nuestra peor pesadilla. Era la exageradísima sobrerreacción del cuerpo de Will ante el dolor, la incomodidad (o, por ejemplo, un catéter que no se había vaciado), la tentativa vana y torpe del sistema nervioso para permanecer al mando. Podía aparecer sin previo aviso y causar una debacle en su cuerpo. Estaba pálido y tenía la respiración entrecortada.

—¿Cómo está tu piel?

—Me pica un poco.

—¿La vista?

—Bien.

—Ah, tío. ¿Crees que necesitamos ayuda?

—Dame diez minutos, Nathan. Estoy seguro de que ya has hecho todo lo necesario. Dame diez minutos.

Will cerró los ojos. Comprobé de nuevo la presión arterial y me pregunté cuánto debería esperar antes de llamar a una ambulancia. La DA me causaba pavor porque era imposible saber cómo iba a evolucionar. La había padecido una vez antes, cuando yo comenzaba a trabajar con él, y acabó en un hospital durante dos días.

—De verdad, Nathan. Yo te diré si creo que tenemos un problema.

Suspiró, y le ayudé a reclinarse, apoyado contra la cabecera de la cama. Me explicó que Louisa se había emborrachado tanto que él no había querido arriesgarse a dejarle manejar el equipamiento.

—A saber dónde habría metido Lou esos condenados tubos. —Se rio a medias al decirlo. Louisa casi tardó media hora en sacarlo de la silla y llevarlo a la cama, dijo. Ambos acabaron por los suelos dos veces—. Por fortuna, estábamos tan borrachos por entonces que creo que ninguno de los dos sintió nada. —Lou tuvo suficiente lucidez como para llamar a recepción y pedir la ayuda de un portero para levantarlo—. Buen tipo. Tengo el vago recuerdo de haber insistido a Louisa para que le diera una propina de cincuenta libras. Así supe que estaba borracha como una cuba, pues estuvo de acuerdo.

Will temió que Louisa, cuando al fin salió de la habitación, no llegara a la suya. Tuvo visiones de ella acurrucada en las escaleras, como una bolita roja.

Mi propia visión de Louisa Clark fue un poco menos generosa en esos momentos.

—Will, colega, creo que la próxima vez deberías preocuparte un poco más por ti mismo, ¿eh?

—Estoy bien, Nathan. Estoy bien. Ya me siento mejor.

Sentí que me miraba mientras le tomaba el pulso.

—De verdad. No fue culpa de ella.

La presión arterial le había bajado. Su color volvía a la normalidad a ojos vista. Dejé escapar un suspiro antes de saber que lo estaba conteniendo.

Charlamos un rato, para pasar el tiempo mientras todo volvía a la normalidad, y hablamos de los eventos del día anterior. No parecía ni siquiera un poco apesadumbrado respecto a su ex. No dijo gran cosa, pero, a pesar de estar a todas luces agotado, tenía buen aspecto.

Le solté la muñeca.

—Bonito tatuaje, por cierto.

Me miró con un gesto irónico.

—Ni se te ocurra pedirme que te tire a la basura.

A pesar de los sudores, del dolor y de la infección, por una vez me dio la impresión de que tenía algo en mente que no era esa obsesión que lo consumía. No pude evitar pensar que, si la señora Traynor lo hubiera sabido, no habría reaccionado de esa forma tan destemplada.

No le hablamos de lo ocurrido a la hora de la comida (Will me obligó a darle mi palabra), pero, cuando volvió esa tarde, Lou estaba muy callada. Se la veía pálida, con el pelo recién lavado y recogido, como si intentara tener un aspecto de persona sensata. Más o menos supe cómo se sentía; a veces, cuando se está de parranda hasta altas horas de la madrugada, uno se siente bien por la mañana, pero solo porque la borrachera aún persiste. La vieja resaca solo está jugueteando, intentando decidir dónde soltar la dentellada. Supuse que le habría mordido más o menos a la hora de comer.

Pero, al cabo de un rato, resultó evidente que no era la resaca lo único que la molestaba.

Will le preguntó una y otra vez por qué estaba tan callada, hasta que ella dijo:

—Sí, bueno, he descubierto que no es muy sensato pasar la noche fuera cuando te acabas de ir a vivir con tu novio.

Sonrió al decirlo, pero era una sonrisa forzada, y Will y yo supimos que se habrían cruzado palabras muy duras.

No culpé al tipo. Yo no habría querido que mi señora pasara la noche con otro, aunque fuera tetrapléjico. Y ese tipo ni siquiera sabía cómo la miraba Will.

No hicimos gran cosa esa tarde. Louisa vació la mochila de Will y mostró los champús, acondicionadores, costureros y gorros de ducha que se había traído del hotel. («No os riáis», dijo. «A esos precios, Will pagó toda una fábrica de champú»). Vimos una película de animación japonesa que, según Will, era perfecta para las resacas, y me quedé, en parte porque quería estar pendiente de su presión arterial, y en parte, para ser sincero, porque me sentí un poco travieso. Quería ver cómo reaccionaban cuando dijese que les iba a hacer compañía.

—¿De verdad? —dijo Will—. ¿Te gusta Miyazaki?

Se corrigió de inmediato y dijo que sin duda me encantaría, claro que sí..., era una gran película..., bla, bla, bla. Pero ahí estaba. Me alegré por él, en cierto sentido. Había pensado en una única cosa durante demasiado tiempo, este chico.

Así pues, vimos la película. Bajé las persianas, desconecté el teléfono y observé esos extraños dibujos animados de una niña que acaba en un universo paralelo, entre un montón de criaturas raras, la mitad de las cuales no se sabía si eran buenas o malvadas. Lou se sentó justo al lado de Will. Le alcanzaba la bebida y, en una ocasión, le limpió el ojo cuando se le metió algo. Era muy tierno, en realidad, si bien una parte de mí se preguntaba cómo diablos acabaría todo esto.

Y entonces, mientras Louisa subía las persianas y nos preparaba té, se miraron el uno al otro como dos personas que se preguntaban si compartir un secreto, y me dijeron que se iban a ir. Diez días. Aún no sabían adónde, pero sería lejos y saldría bien. ¿Iría con ellos a ayudarlos?

¿Acaso un perro rechazaría un hueso?

Tuve que quitarme el sombrero ante la muchacha. Si alguien me hubiera dicho hace cuatro meses que Will haría un viaje largo (qué diablos, que lo sacarían de esa casa), le habría respondido que le hacían falta más cervezas para montar un guateque. Eso sí, antes de irnos, le hablé con discreción acerca de los cuidados médicos de Will. No podíamos volver a correr un riesgo como el de la noche anterior si nos veíamos atrapados en medio de ninguna parte.

Incluso se lo dijeron a la señora T cuando se pasó a saludar, justo cuando Louisa se marchaba. Fue Will quien lo soltó, como si fuera algo tan normal como un breve paseo alrededor del castillo.

Tengo que decirlo: yo estaba encantado. Esa condenada página de póquer se había tragado todo mi dinero y ni siquiera tenía planes para ir de vacaciones este año. Incluso le perdoné a Louisa ser tan estúpida como para escuchar a Will cuando le dijo que no le cambiara los tubos. Y, en serio, eso me había cabreado mucho. O sea, todo marchaba de maravilla, y yo iba silbando cuando me puse el abrigo, soñando ya con playas de arena blanca y mares azules. Incluso me puse a pensar si podría encajar una breve visita a casa, en Auckland.

Y entonces las vi: la señora Traynor de pie junto a la puerta trasera, mientras Lou esperaba a cruzar la calle. No sé de qué habrían hablado ya, pero las dos tenían un gesto sombrío.

Solo oí la última frase, pero, para ser sincero, con eso me bastó.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, Louisa.