18

Disneyworld está bien.

—Ya se lo he dicho, nada de parques temáticos.

—Ya sé que lo ha dicho, pero es que no son solo montañas rusas y tazas de té girantes. En Florida están los estudios de cine y el centro científico. En realidad, es muy educativo.

—No creo que un directivo de treinta y cinco años necesite actividades educativas.

—Hay baños para discapacitados en cada esquina. Y el personal es increíblemente atento. Hacen todo lo que está en sus manos.

—Y ahora me va a decir que hay atracciones especiales para discapacitados, ¿verdad?

—Acogen a todo el mundo. ¿Por qué no prueba Florida, señorita Clark? Si no le gusta, vaya a SeaWorld. Y siempre hace un tiempo estupendo.

—Si es Will contra la orca, sé quién saldría peor parado.

No dio muestras de haberme oído.

—Y es una de las empresas mejor valoradas por su trato a los discapacitados. ¿Sabía que cumplen muchas de las peticiones que hacen a la fundación Make-a-Wish personas que se están muriendo?

—Will no se está muriendo. —Colgué al agente de viajes justo cuando Will entraba. Me hice un lío al dejar el auricular en su sitio y cerré el bloc de golpe.

—¿Todo bien, Clark?

—Sí. —Sonreí de buen humor.

—Estupendo. ¿Tienes un buen vestido?

—¿Qué?

—¿Qué haces este sábado?

Will esperó expectante mi respuesta. Mi cerebro aún estaba atascado en el combate entre una orca y un agente de viajes.

—Eh... Nada. Patrick va a estar entrenando todo el día. ¿Por qué?

Esperó unos segundos antes de decirlo, como si quisiera paladear el placer de sorprenderme.

—Vamos a ir a una boda.

No llegué a saber muy bien por qué Will había cambiado de opinión acerca del enlace de Alicia y Rupert. Sospeché que en su decisión pesó en gran medida su tendencia a llevar la contraria: nadie esperaba que fuera, tal vez Alicia y Rupert menos que nadie. Quizá se tratara de una forma de ponerle punto final a la historia. Pero creo que, a lo largo de los dos últimos meses, Alicia había perdido el poder de hacerle daño.

Decidimos que nos las podríamos arreglar sin la ayuda de Nathan. Llamé para asegurarme de que la carpa donde se celebraba no sería un problema para la silla de ruedas de Will. Alicia se atolondró de tal modo al enterarse de que no íbamos a declinar la invitación que comprendí que esa tarjeta estampada solo era para mantener las apariencias.

—Eh..., bueno..., hay un escalón muy pequeño para subir a la carpa, pero creo que los operarios que lo están instalando dijeron que podían poner una rampa... —Se quedó sin palabras.

—Eso sería maravilloso. Gracias —dije—. Nos vemos entonces.

Nos conectamos a Internet y escogimos el regalo de bodas. Will se gastó ciento veinte libras en un marco plateado y sesenta en un jarrón que le pareció «nauseabundo del todo». Me asombró que se gastara tanto dinero en alguien a quien ni siquiera apreciaba, pero después de semanas de trabajar para los Traynor había comprendido que su concepto del dinero era diferente. Escribían cheques de cuatro cifras sin pensárselo dos veces. Una vez vi un extracto bancario de Will, olvidado en la mesa de la cocina. Tenía bastante dinero para comprar nuestra casa dos veces..., y eso solo en esa cuenta.

Decidí llevar mi vestido rojo, en parte porque sabía que a Will le gustaba (y supuse que ese día necesitaría muchas pequeñas alegrías), y en parte porque no me atrevía a ponerme ningún otro vestido mío para semejante ocasión. Will no tenía ni idea de cuánto miedo me daba ir a una boda de la alta sociedad, más aún de ayudante. Cada vez que pensaba en esas voces estridentes y las miradas críticas, me entraban ganas de pasar el día viendo correr a Patrick. Tal vez era una tontería que me preocuparan tales cosas, pero no lograba evitarlo. Solo pensar en los invitados mirándonos de arriba abajo se me hacía un nudo en el estómago.

No le conté nada a Will, pero temía por él. Ir a la boda de una ex era un acto masoquista en el mejor de los casos, pero asistir a una celebración llena de antiguos conocidos y colegas del trabajo, para verla casarse con un viejo amigo, me parecía un método infalible para sumirse en una depresión. Intenté sugerirlo el día anterior, pero no me hizo caso.

—Si a mí no me preocupa, Clark, no veo por qué ha de preocuparte a ti —dijo.

Llamé a Treena y se lo conté todo.

—Mira a ver si lleva ántrax o explosivos en la silla de ruedas —se limitó a decir.

—Es la primera vez que consigo llevarlo a cierta distancia de casa y va a ser un desastre.

—¿Tal vez quiera recordarse a sí mismo que hay cosas peores que morir?

—Qué graciosa.

Solo me prestó atención a medias. Estaba preparándose para un curso de una semana para «líderes empresariales en potencia» y necesitaba que mi madre y yo cuidáramos de Thomas. Iba a ser maravilloso, dijo. Algunos de los nombres principales de la industria estarían presentes. Su tutor la había recomendado y Treena era la única participante que no tendría que pagarse las tasas. Noté que, mientras hablaba conmigo, también hacía algo en el ordenador. Oía los dedos sobre el teclado.

—Qué bien —dije.

—Es en una facultad de Oxford. Y no es en el antiguo politécnico. Es en Oxford de verdad, la ciudad de las agujas de ensueño.

—Genial.

Treena hizo una pausa.

—No tiene tendencias suicidas, ¿verdad?

—¿Will? No más que de costumbre.

—Bueno, algo es algo. —Oí la notificación de la llegada de un correo electrónico.

—Me tengo que ir, Treen.

—Vale. Que lo pases bien. Ah, y no te pongas ese vestido rojo. Tiene demasiado escote.

La mañana de la boda amaneció luminosa y agradable, como me esperaba. Las mujeres como Alicia siempre se salían con la suya. Alguien se habría encargado de avisar a los dioses de la meteorología.

—Qué comentario tan resentido, Clark —dijo Will cuando se lo conté.

—Sí, bueno, ya sabes de quién he aprendido.

Nathan llegó temprano para preparar a Will y así salir antes de las nueve. Era un trayecto de dos horas y yo había planeado el viaje con esmero, con paradas solo donde había buenas instalaciones. Me preparé en el baño: me cubrí con medias las piernas recién depiladas, me maquillé y me desmaquillé de nuevo, no fuera a ser que los invitados pijos pensaran que era una fulana. No osé pasarme el pañuelo por el cuello, pero llevé un chal con el que podría envolverme si me sentía demasiado expuesta.

—No está mal, ¿eh? —Nathan dio un paso atrás y ahí estaba Will, con traje oscuro, camisa azul lavanda y corbata. Iba recién afeitado y lucía un leve bronceado. La camisa resaltaba la viveza del color de sus ojos. De repente, tenían el reflejo de la luz del sol.

—No está mal —dije..., porque, por alguna extraña razón, no quise comentar lo guapo que estaba—. Va a lamentar casarse con ese cubo de grasa.

Will alzó los ojos al cielo.

—Nathan, ¿ya está todo en la mochila?

—Sí. Todo listo. —Se volvió hacia Will—. Nada de besuquear a las damas de honor, ¿eh?

—Como si tuviera ganas —dije—. Van a ir todas con cuellos altos festoneados y van a oler a caballo.

Los padres de Will vinieron a despedirse. Sospeché que acababan de tener una discusión, pues la señora Traynor no se podría haber mantenido más alejada de su marido a menos que hubiera estado en un condado diferente. Mantuvo los brazos cruzados, tensa, y siguió así hasta que di marcha atrás para que Will entrara en el coche. No me miró ni una sola vez.

—No lo emborraches demasiado, Louisa —dijo la señora Traynor mientras limpiaba una pelusa imaginaria del hombro de su hijo.

—¿Por qué? —replicó Will—. Yo no voy a conducir.

—Cuánta razón tienes, Will —comentó su padre—. Yo siempre he necesitado un buen trago o dos para sobrevivir a una boda.

—Incluso a la tuya —murmuró la señora Traynor, que añadió en voz alta—: Estás muy guapo, cariño. —Se arrodilló para ajustar el dobladillo de los pantalones de Will—. De verdad, muy guapo.

—Tú también —dijo el señor Traynor, que me lanzó una mirada zalamera cuando salí del coche—. Muy llamativa. Da una vuelta para que te veamos, Louisa.

Will apartó la silla.

—No tiene tiempo, papá. Nos vamos, Clark. Creo que es de mala educación llegar en silla de ruedas detrás de la novia.

Me subí al coche, aliviada. Con la silla de Will bien acoplada en la parte de atrás y la chaqueta del traje en el asiento de al lado para que no se arrugara, nos pusimos en marcha.

Habría sido capaz de describir la casa de los padres de Alicia incluso antes de llegar. De hecho, mi imaginación acertó tan de pleno que Will me preguntó por qué me reía cuando aminoré la marcha. Una enorme rectoría georgiana, de largos ventanales en parte ocultos tras las glicinas, con un camino de entrada de guijarros diminutos, era la casa perfecta para un coronel. Ya veía la infancia de Alicia entre esas paredes, con el pelo dividido en dos pulcras trenzas rubias mientras montaba a horcajadas en su primer poni.

Dos hombres con chalecos reflectantes dirigían el tráfico hacia un campo entre la casa y la iglesia de al lado. Bajé la ventanilla.

—¿Se puede aparcar junto a la iglesia?

—Los invitados por ahí, señora.

—Bueno, llevamos una silla de ruedas y ahí se va a hundir en la hierba —dije—. Necesitamos quedarnos junto a la iglesia. Mire, voy a aparcar allí.

Los hombres se miraron el uno al otro y murmuraron algo entre ellos. Antes de que tuvieran ocasión de decir algo más, aparqué en ese lugar solitario junto a la iglesia. Y aquí empieza, me dije a mí misma, mirando a Will a los ojos por el retrovisor al mismo tiempo que apagaba el motor.

—Tranquila, Clark. Todo va a salir bien —dijo.

—Estoy muy tranquila. ¿Por qué dices eso?

—Eres de lo más transparente. Además, te has mordido cuatro uñas mientras conducías.

Aparqué, me bajé del coche, me envolví en el chal y pulsé los controles que bajaban la rampa.

—Vale —dije cuando las ruedas de la silla entraron en contacto con el suelo. Al otro lado de la calle, en el campo, la gente salía de enormes coches alemanes, mujeres vestidas de rosa que gruñían a sus maridos cuando los tacones se hundían en la hierba. Eran todas esbeltas, de piernas largas, vestidas con colores pálidos y sutiles. Me toqueteé el pelo, preguntándome si mi pintalabios sería demasiado llamativo. Sospeché que parecería uno de esos envases rojos de ketchup.

—Entonces..., ¿a qué jugamos hoy?

Will siguió mi mirada.

—¿Quieres que te sea sincero?

—Sí. Necesito saberlo. Y no me digas que a dejarlos boquiabiertos. ¿Estás planeando algo horrible?

Los ojos de Will me miraron. Azules, insondables. Se me hizo un nudo en el estómago.

—Vamos a portarnos de maravilla, Clark.

El nudo comenzó a estrecharse, como si quisiera encogerme el tórax. Me dispuse a decir algo, pero Will me interrumpió.

—Mira, vamos a hacer lo que sea para divertirnos —dijo.

Divertirnos. Como si ir a la boda de una ex fuera menos doloroso que una endodoncia. Pero era la elección de Will. El día de Will. Respiré hondo, intentando recuperar la compostura.

—Una excepción —dije, ajustándome el chal por decimocuarta vez.

—¿Cuál?

—No hagas de Christy Brown. Si haces de Christy Brown, me voy a casa y te dejo aquí con esta panda de pijos.

Cuando Will se dio la vuelta y comenzó a dirigirse a la iglesia, le oí murmurar: «Aguafiestas».

La ceremonia transcurrió sin incidentes. Alicia estaba tan ridículamente bella como me esperaba, el cutis bronceado, el vestido de seda color hueso cortado al bies, que se ceñía a su esbelta figura como si no osase apartarse sin pedir permiso. Me quedé mirándola mientras avanzaba flotando por el pasillo, y me pregunté qué se sentiría al ser alta y de piernas largas y tener el aspecto de alguien a quien la mayoría de nosotros solo veíamos en carteles publicitarios. Me pregunté si un equipo de profesionales se había encargado de peinarla y maquillarla. Me pregunté si llevaría faja. Por supuesto que no. Habría escogido algo de encaje, leve y sutil, esa ropa interior propia de mujeres cuyo cuerpo no necesita retoque alguno y que yo no podría pagar con el salario de una semana.

Mientras el párroco sermoneaba con monotonía y las damas de honor, con sus zapatillas de bailarina, cambiaban de postura en los bancos, eché un vistazo a mi alrededor, a los otros invitados. Casi todas las mujeres parecían recién salidas de las páginas de una revista de sociedad. Los zapatos, que combinaban a la perfección con el tono de sus vestidos, daban la impresión de no haber sido usados antes. Las más jóvenes se alzaban con elegancia sobre tacones de diez centímetros, con uñas cuidadas a la perfección. Las más maduras, con tacones menos llamativos, iban ataviadas con vestidos sobrios, de hombreras con costuras de seda y sombreros que desafiaban la fuerza de la gravedad.

Era menos interesante mirar a los hombres, pero casi todos tenían ese aspecto que a veces percibía en Will: el de riqueza, el de tener derecho a todo, esa certeza de que la vida va a ser agradable. Me pregunté qué empresas dirigirían, qué mundos habitaban. Me pregunté si se fijaban en las personas como yo, que cuidaban a sus hijos o les servían en los restaurantes. O que hacían estriptis a sus colegas de negocios, pensé, recordando mis entrevistas en la Oficina de Empleo.

En las bodas a las que yo iba se separaba a las familias del novio y de la novia, por miedo a que alguien se saltara los requisitos de su libertad condicional.

Will y yo nos sentamos al fondo de la iglesia, con la silla de Will a la derecha del banco. Observó brevemente a Alicia cuando recorrió el pasillo, pero, salvo ese momento, miró al frente, con una expresión impasible. Cuarenta y ocho coristas (los conté) cantaron en latín. Rupert sudaba bajo su esmoquin y alzó una ceja, como si se sintiera complacido y aturdido al mismo tiempo. Nadie aplaudió ni vitoreó cuando les proclamaron marido y mujer. Rupert estuvo un poco torpe, se lanzó hacia la novia como si fuera a darse una zambullida y no acertó con la boca. Me pregunté si las clases altas consideraban una vulgaridad demostrarse cariño en el altar.

Y entonces se acabó. Will ya se dirigía hacia la salida de la iglesia. Le miré a la nuca, erguida y curiosamente digna, y quise preguntarle si venir había sido un error. Quise saber si aún sentía algo por ella. Quise decirle que, a pesar de las apariencias, esa bobalicona bronceada no se merecía un hombre como él y que... No sabía qué más quería decirle.

Solo deseaba que se sintiera mejor.

—¿Estás bien? —pregunté, al llegar a su altura.

A fin de cuentas, el novio debería haber sido él.

Will parpadeó un par de veces.

—Sí —dijo. Soltó un pequeño suspiro, como si lo hubiera estado conteniendo. Y entonces alzó la vista para mirarme—: Venga, vamos a beber algo.

La carpa se encontraba entre las cercas de un jardín cuya puerta de entrada, de hierro forjado, estaba adornada con guirnaldas de rosas pálidas. El bar, al fondo, ya estaba abarrotado, así que sugerí a Will que me esperase fuera mientras iba a buscarle una bebida. Me abrí paso entre las mesas cubiertas de manteles de lino blanco, que tenían más cubiertos y copas de lo que había visto nunca. Las sillas de respaldos dorados eran como las que se ven en programas de moda, y un farol blanco colgaba sobre cada centro de mesa, de fresias y lilas. El aire estaba cargado del aroma de las flores, hasta tal punto que me resultó agobiante.

—¿Pimm’s? —preguntó el barman, cuando llegué al frente.

—Eh... —Miré a mi alrededor y vi que era la única bebida que servían—. Ah. Vale. Dos, por favor.

El barman me sonrió.

—Las otras bebidas vienen luego, al parecer. Pero la señorita Dewar quería que todo el mundo comenzara con Pimm’s. —Me lanzó una mirada de leve complicidad. Con un sutil movimiento de la ceja, me quedó muy claro qué pensaba al respecto.

Me quedé mirando esa limonada rosada. Mi padre decía que los más ricos eran siempre los más tacaños, pero me asombraba que ni siquiera comenzaran la boda con alcohol.

—Supongo que está bien así, entonces —dije y tomé ambas copas.

Cuando encontré a Will, un hombre hablaba con él. Joven, con gafas, estaba en cuclillas, con un brazo reposando sobre la silla de Will. El sol estaba en lo alto del cielo y tuve que entrecerrar los ojos para verlos. De repente comprendí la razón de todos esos sombreros de ala ancha.

—Qué gran alegría volver a verte, Will —decía—. La oficina no es lo mismo sin ti. No debería decirlo..., pero no es lo mismo. De ningún modo.

Parecía un joven contable, de esos que solo se sienten cómodos si llevan un traje.

—Eres muy amable.

—Fue muy extraño. Como si te hubieras caído de un acantilado. Un día estabas ahí, a cargo de todo, y al día siguiente tuvimos que...

Alzó la vista cuando reparó en mi presencia.

—Ah —dijo, y sentí que su mirada bajaba hasta mi pecho—. Hola.

—Louisa Clark, te presento a Freddie Derwent.

Puse la copa de Will en el portavasos de la silla y estreché la mano del joven.

Su mirada recuperó altura.

—Ah —dijo de nuevo—. Y...

—Soy amiga de Will —expliqué, y entonces, no sé muy bien por qué, apoyé la mano en el hombro de Will.

—La vida no te va tan mal, entonces —dijo Freddie Derwent, con una risa que recordaba un poco a una tos. Se ruborizó un poco al hablar—. Bueno..., hora de socializar. Ya sabes cómo son estas cosas... Al parecer, tenemos que verlas como una oportunidad de hacer nuevos contactos profesionales. Pero me alegro de verte, Will. De verdad. Y..., y a usted, señorita Clark.

—Parecía simpático —comenté cuando se fue. Levanté la mano del hombro de Will y tomé un largo sorbo de mi Pimm’s. En realidad, estaba más rico de lo que parecía. Me había alarmado un poco que llevara pepino.

—Sí. Sí, es un buen chico.

—No resultó demasiado incómodo.

—No. —Los ojos de Will se encontraron con los míos—. No, Clark, no fue incómodo en absoluto.

Como si ver a Freddie Derwent las hubiera inspirado, durante la siguiente hora varias personas se acercaron a Will para saludarlo. Algunos se mantuvieron un tanto apartados, como si eso les librara del dilema de darle la mano, mientras que otros se arremangaban los pantalones y se ponían en cuclillas, casi a sus pies. Yo permanecí al lado de Will y apenas abrí la boca. Noté que se ponía rígido cuando dos hombres se acercaron.

Uno de ellos, corpulento y pomposo, con un puro entre los dientes, se quedó sin palabras al llegar junto a Will y solo atinó a decir: «Qué bonita boda, ¿eh? La novia estaba guapísima». Supuse que no estaba al tanto de la vida romántica de Alicia.

El otro, que daba la impresión de ser un rival de negocios de Will, adoptó un tono más diplomático, pero esa mirada implacable y las preguntas directas acerca de su estado pusieron tenso a Will. Eran como dos perros que daban vueltas el uno en torno al otro, decidiendo si mostrar los colmillos.

—El nuevo director general de mi antigua empresa —dijo Will, cuando el hombre al fin se despidió con un gesto de la mano—. Creo que solo quería asegurarse de que no iba a intentar robarle el puesto.

El sol se volvió más fiero y el jardín se convirtió en un infierno fragante. La gente se refugió bajo la sombra de los árboles. Llevé a Will al umbral de la carpa, preocupada por su temperatura corporal. Dentro de la marquesina unos ventiladores gigantescos habían vuelto a la vida y ronroneaban perezosos sobre nuestras cabezas. En la distancia, bajo el cobijo de un cenador, tocaba un cuarteto de cuerda. Era como la escena de una película.

Alicia, que flotaba alrededor del jardín (una visión etérea, que besaba el aire y exclamaba), no se acercó a nosotros.

Observé cómo Will se bebía dos copas de Pimm’s y me alegré en secreto.

Sirvieron la comida a las cuatro de la tarde. Pensé que era una hora extraña para comenzar un banquete, pero, como señaló Will, se trataba de una boda. El tiempo se había dilatado y había perdido todo su significado, borrado, en cualquier caso, por bebidas sin fin y conversaciones sin rumbo. No sé si se debía al calor o al ambiente, pero cuando llegamos a nuestra mesa casi me sentí borracha. Cuando me puse a parlotear incoherentemente con el anciano sentado a mi izquierda, acepté que era una posibilidad evidente.

—¿El Pimm’s ese lleva algo de alcohol? —pregunté a Will, tras lograr derribar el contenido del salero sobre mi regazo.

—Más o menos lo mismo que una copa de vino. En cada uno.

Lo miré horrorizada. A ambos.

—Estás de guasa. ¡Era de frutas! Creí que eso significaba que no llevaba alcohol. ¿Cómo te voy a llevar a casa?

—Vaya cuidadora estás hecha —dijo. Alzó una ceja—. ¿Cuánto me das por no chivarme a mi madre?

La actitud de Will ese día me tenía boquiabierta. Pensé que me iba a encontrar con Will el Taciturno o con Will el Sarcástico. O, cuando menos, con Will el Silencioso. Pero se había mostrado encantador con todo el mundo. Ni la llegada de la sopa a la hora de comer lo ofuscó. Se limitó a preguntar con educación si alguien querría cambiarle la sopa por el pan, y las dos muchachas al otro lado de la mesa, que se declararon «intolerantes al trigo», casi le arrojaron sus panecillos.

Cuanto más nerviosa me ponía mi embriaguez, más animado y despreocupado se volvía Will. La anciana sentada a su derecha resultó ser una antigua parlamentaria que había luchado por los derechos de los discapacitados y era una de las pocas personas a las que había visto hablar con Will sin el menor desconcierto. En cierto momento vi que le llevaba a la boca un trocito de roulade. Cuando se levantó un momento de la mesa, Will masculló que esa anciana había escalado el Kilimanjaro.

—Me encantan estas viejas damas —dijo—. No me cuesta imaginarla con una mula y un paquete de sándwiches. Es fuerte como ella sola.

No fui tan afortunada con el hombre sentado a mi izquierda. Tardó cuatro minutos (tras un breve interrogatorio acerca de quién era yo, dónde vivía, a quién conocía en la fiesta) en decidir que nada de lo que yo dijera le resultaría de interés. Se volvió hacia la mujer a su izquierda y me dejó ahí, en silencio, enfrascada en mi comida. En cierto momento, cuando comenzaba a sentirme muy incómoda, sentí que el brazo de Will se movía en la silla, a mi lado, y su mano cayó en mi brazo. Alcé la vista y me guiñó un ojo. Tomé la mano y la estreché, agradecida por su atención. Y entonces Will echó para atrás la silla unos centímetros y así pasé a formar parte de la conversación con Mary Rawlinson.

—Me cuenta Will que cuidas de él —dijo. Tenía unos penetrantes ojos azules y unas arrugas que demostraban que era inmune a las tentaciones de los tratamientos cutáneos.

—Eso intento —contesté, mirando a Will.

—¿Y siempre te has dedicado a esto?

—No. Antes... trabajaba en un café. —No creo que hubiera revelado ese detalle a ningún otro invitado a esa boda, pero Mary Rawlinson asintió en señal de aprobación.

—Siempre he pensado que ese sería un trabajo interesante. Si te gusta la gente y eres un poco cotilla, como yo. —Su sonrisa fue radiante.

Will llevó el brazo de vuelta a su silla.

—Estoy intentando animar a Louisa a que haga algo más con su vida, a que amplíe sus horizontes.

—¿Qué tenías pensado? —me preguntó.

—No lo sabe —dijo Will—. Louisa es una de las personas más inteligentes que conozco, pero no consigo que vea las posibilidades que tiene.

Mary Rawlinson le lanzó una mirada incisiva.

—No seas tan condescendiente, cariño. Ella puede responder muy bien por sí misma.

Parpadeé.

—Tú, mejor que nadie, deberías saber eso —añadió.

Will pareció a punto de decir algo, pero cerró la boca. Se quedó mirando la mesa y negó un poco con la cabeza, pero sonreía.

—Bueno, Louisa, imagino que tu trabajo actual te exige un esfuerzo mental agotador. Y no creo que este joven sea un cliente fácil.

—Qué razón tiene.

—Pero Will está en lo cierto en cuanto a estudiar posibilidades. Aquí tienes mi tarjeta. Formo parte de la junta directiva de una organización benéfica que promueve la educación para adultos. Tal vez te gustaría considerar algo diferente para tu futuro.

—Estoy muy contenta trabajando con Will, gracias.

Aun así, tomé la tarjeta que me ofrecía, un poco sorprendida con que a semejante mujer le interesara lo que hiciera con mi vida. Pero, en el momento de aceptar esa tarjeta, me sentí una impostora. Era del todo imposible que pudiera dejar de trabajar, aunque hubiese sabido qué quería estudiar. No estaba convencida de ser el tipo de persona que se adapta a la educación para adultos. Y, además, mi gran prioridad era que Will siguiera viviendo. Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que por un momento dejé de escucharlos.

—... es maravilloso que hayas superado el bache, por así decirlo. Sé que es durísimo adaptarse de forma tan drástica a una vida con nuevas expectativas.

Me quedé mirando los restos de mi salmón escalfado. No había oído a nadie hablar con Will de ese modo.

Will frunció el ceño y se giró para mirarla.

—No estoy seguro de haber superado el bache —dijo, en voz baja.

Ella lo observó durante un momento y me lanzó una mirada.

Me pregunto si mi cara me traicionó.

—Todo toma su tiempo, Will —dijo, posando un instante la mano en su brazo—. Y es algo que a tu generación le cuesta aceptar. Habéis crecido con la expectativa de que todo saldría como queríais casi al instante. Todos esperáis vivir la vida que habéis escogido. En especial, un joven de éxito como tú. Pero toma su tiempo.

—Señora Rawlinson... Mary... No tengo esperanzas de recuperarme —señaló Will.

—No hablo de una recuperación física —puntualizó ella—. Hablo de aprender a aceptar una nueva vida.

Y en ese momento, justo cuando esperaba oír la respuesta de Will, nos interrumpió el ruido de una cuchara que golpeaba contra un cristal y todos se callaron para los discursos.

Apenas escuché lo que dijeron. Me pareció una sucesión de invitados engreídos y emperifollados que hacían referencias a personas y lugares que yo no conocía y provocaban risillas educadas. Me senté y me dediqué a las trufas de chocolate negro que acababan de servir en cestas de plata, y me bebí tres tazas de café a tal velocidad que ya no solo me sentía borracha, sino además excitable e hiperactiva. Will, por otra parte, era la viva imagen de la tranquilidad. Observó cómo los invitados aplaudían a su exnovia y escuchó el soporífero discurso de Rupert acerca de lo perfecta y maravillosa que era. Nadie mencionó la presencia de Will. No sé si se debía a que no querían herir sus sentimientos o a que su presencia resultaba un tanto embarazosa para todos. En ocasiones, Mary Rawlinson se inclinaba y susurraba algo al oído de Will, y él asentía levemente, como si estuviera de acuerdo.

Cuando los discursos por fin terminaron, apareció un ejército de camareros que comenzó a despejar el centro de la sala para el baile. Will se inclinó hacia mí.

—Mary me ha recordado que hay un excelente hotel aquí cerca. Llama a ver si tienen habitaciones libres.

—¿Qué?

Mary me entregó un nombre y un teléfono garabateados en una servilleta.

—Está bien, Clark —dijo, en voz baja, para que ella no le oyera—. Yo pago. Vamos, así no tienes que seguir preocupándote por lo mucho que has bebido. Coge la tarjeta de crédito de la mochila. Es probable que te pidan el número.

Cogí la tarjeta y mi móvil y fui a un rincón remoto del jardín. Tenían dos habitaciones libres, dijeron: una individual y otra doble, en la planta baja. Sí, estaban adaptadas para discapacitados.

—Perfecto —contesté, y entonces tuve que contener un pequeño chillido cuando me dijeron el precio. Les di el número de la tarjeta de crédito de Will, un poco mareada al leer los números.

—¿Y bien? —preguntó Will cuando reaparecí.

—Las he reservado, pero... —Le dije el precio de las habitaciones.

—Está bien —comentó—. Ahora llama a tu chico para decirle que vas a pasar la noche fuera y luego ve a buscar otra bebida. De hecho, trae seis. No sabes cuánto me gustaría ver cómo te pillas una buena cogorza a costa del padre de Alicia.

Y así lo hice.

Algo ocurrió esa noche. Se atenuaron las luces, así que nuestra mesita quedó menos expuesta, la brisa nocturna moderó la fragancia embriagadora de las flores y la música y el vino y el baile nos ayudaron, aquí, en el más improbable de los lugares, a pasarlo bien. No había visto a Will tan relajado antes. Encajado entre Mary y yo, hablaba y sonreía a la anciana, y al verlo feliz por un instante se desviaron las habituales miradas de recelo o de pena de los demás. Me obligó a quitarme el chal y a sentarme erguida. Le quité la chaqueta y le aflojé la corbata, y ambos intentamos no reírnos de las personas que bailaban. Es imposible explicar lo bien que me sentí al ver cómo se movían esos pijos. Los hombres parecían haber sido electrocutados y las mujeres señalaban con el dedo a las estrellas y se mostraban acomplejadas incluso cuando giraban sobre sí mismas.

Mary Rawlinson murmuró «Cielo santo» varias veces. Me miró. Su lengua se volvía más vivaz tras cada bebida.

—¿No quieres ir a menear el trasero, Louisa?

—Dios, no.

—Muy sensato por tu parte. He visto mejores bailes en la discoteca para jóvenes granjeros.

A las nueve recibí un mensaje de Nathan.

¿Todo bien?

Sí. De maravilla, aunque parezca increíble. Will se lo está pasando muy bien.

Y era cierto. Lo observé soltar una carcajada por un comentario de Mary y en mi interior algo se volvió extraño y tenso. Para mí, este momento era una demostración de que las cosas podían salir bien. Podía ser feliz, rodeado de la gente indicada, si se le permitía ser Will en lugar del Hombre en Silla de Ruedas, la lista de síntomas, el objeto de la compasión ajena.

Y entonces, a las diez de la noche, comenzaron las canciones lentas. Observamos a Rupert dar vueltas con Alicia por la pista de baile y recibir el aplauso indulgente de los espectadores. El cabello de Alicia había comenzado a ponerse mustio y echó los brazos al cuello de Rupert como si necesitara ayuda para mantener el equilibrio. Los brazos de Rupert la rodearon y se posaron en la parte baja de su espalda. Hermosa y bella como era, sentí un poco de lástima por ella. Pensé que era probable que no comprendiera lo que había perdido hasta que fuera demasiado tarde.

A medias de la canción, otras parejas se unieron, de modo que quedaron parcialmente ocultos a la vista, y me distrajo Mary, que hablaba del salario de los cuidadores, hasta que de repente alcé la vista y ahí estaba, justo enfrente de nosotros, la supermodelo en su vestido de seda blanco. El corazón me dio un vuelco.

Alicia saludó a Mary con un gesto de la cabeza y se inclinó un poco por la cintura para que Will la oyera en medio de la música. Tenía una expresión un poco tensa, como si hubiera tenido que convencerse a sí misma para acercarse.

—Gracias por venir, Will. De verdad. —Me miró, pero no me dijo nada.

—Es un placer —dijo Will, con soltura—. Estás preciosa, Alicia. Ha sido un gran día.

Por un momento, la sorpresa se reflejó en el rostro de Alicia. Y, al cabo, una leve añoranza.

—¿De verdad? ¿Lo dices de verdad? Creo... Es decir, hay tantas cosas que quiero decirte...

—De verdad —dijo Will—. No hace falta. ¿Recuerdas a Louisa?

—Sí.

Hubo un breve silencio.

Vi que Rupert rondaba por atrás, sin quitarnos ojo de encima. Alicia lo miró y luego alzó una mano en un gesto desdibujado que tal vez era una despedida.

—Bueno, de todos modos, muchas gracias, Will. Eres una estrella por haber venido. Y gracias por el...

—El espejo.

—Por supuesto. Me encantó el espejo. —Se levantó y se dirigió a su marido, quien se dio la vuelta tras agarrarla del brazo.

Observamos cómo cruzaban la pista de baile.

—No le has comprado un espejo.

—Lo sé.

La pareja aún hablaba, y Rupert nos lanzaba breves miradas. Daba la impresión de que no creía que Will hubiera sido amable. En realidad, yo tampoco podía creerlo.

—¿Es que... no te ha incomodado? —le pregunté.

Will apartó la vista de los novios.

—No —dijo, y me sonrió. Fue una sonrisa un tanto ladeada y alcohólica, y sus ojos estaban tristes y reflexivos al mismo tiempo.

Y entonces, cuando la pista de baile se despejó durante un momento, me descubrí a mí misma diciendo:

—¿Qué te parece, Will? ¿Nos echamos un bailecito?

—¿Qué?

—Venga. Vamos a dar a estos jodidos mequetrefes algo de lo que hablar.

—Ah, qué bien —dijo Mary, que alzó la copa—. Qué jodida maravilla.

—Vamos. Ahora que hay una canción lenta. Porque no creo que puedas dar saltitos con ese cacharro.

No le di opción. Con cuidado, me senté en el regazo de Will y le pasé los brazos por el cuello para no caerme. Me miró a los ojos durante un minuto, como si intentara decidir si sería capaz de rechazarme. Entonces, asombrosamente, Will se dirigió a la pista de baile y comenzó a trazar pequeños círculos bajo las luces centelleantes de la bola de espejos.

Me sentí, al mismo tiempo, cohibida y levemente exultante. Estaba sentada de tal modo que el vestido se me había subido hasta los muslos.

—Déjalo así —me murmuró Will al oído.

—Es que...

—Vamos, Clark. No me falles.

Cerré los ojos y rodeé el cuello de Will con los brazos, apoyé la mejilla contra la suya y respiré el aroma cítrico de su loción para después del afeitado. Sentí que tarareaba al compás de la música.

—¿Están ya horrorizados? —dijo. Abrí un ojo y eché un vistazo entre las penumbras.

Una pareja sonreía de modo alentador, pero la mayoría daba la impresión de no saber cómo reaccionar. Mary me saludó alzando la bebida. Y entonces vi que Alicia tenía la mirada clavada en nosotros, con una expresión, por un instante, decaída. Cuando vio que la miraba, se dio la vuelta y susurró algo a Rupert, que negó con la cabeza, como si estuviéramos haciendo algo bochornoso.

Sentí que una sonrisa pícara se extendía por mi rostro.

—Oh, sí —dije.

—Ja. Acércate más. Qué bien hueles.

—Y tú también. Aunque si sigues girando a la izquierda voy a acabar vomitando.

Will cambió de dirección. Con los brazos aún alrededor de su cuello, me aparté para mirarlo, ahora que ya no me sentía cohibida. Will me miraba el pecho. Para ser justa, en esa postura habría sido difícil que mirara a otra parte. Alzó la vista de mi escote y arqueó una ceja.

—¿Sabes? Solo arrimas tanto el pecho porque estoy en una silla de ruedas —murmuró.

Lo miré fijamente.

—Si no estuvieras en una silla de ruedas, ni me mirarías el pecho.

—¿Qué? Por supuesto que sí.

—No. Habrías estado demasiado ocupado siguiendo con los ojos a esas rubias tan altas de piernas interminables y pelo largo, esas que huelen el dinero a cuarenta pasos. Y, de todos modos, yo no habría estado aquí. Yo me encontraría ahí, sirviendo las bebidas. Sería una de los invisibles.

Will parpadeó.

—¿Y? ¿Tengo razón o no?

Will echó un vistazo primero al bar y luego a mí.

—Sí. Pero en mi defensa, Clark, yo era un imbécil.

Solté tal carcajada que nos miraron incluso más personas.

Intenté enderezar el gesto.

—Lo siento —farfullé—. Creo que estoy un poco histérica.

—¿Sabes qué?

Me habría pasado toda la noche mirando su cara. Las arrugas que se le formaban en el contorno de los ojos. El lugar donde el cuello se unía al hombro.

—¿Qué?

—A veces, Clark, tú eres la única razón que tengo para levantarme por las mañanas.

—Entonces, vamos a alguna parte. —Las palabras salieron de mi boca antes incluso de que supiera que iba a pronunciarlas.

—¿Qué?

—Vamos a alguna parte. Una semana, solo para divertirnos. Tú y yo. Ni uno solo de estos...

Will esperó.

—¿Imbéciles?

—... imbéciles. Di que sí, Will. Vamos.

Sus ojos no se apartaron de los míos.

No sé qué le estaba diciendo. No sé de dónde habían salido esas palabras. Solo sabía que si no lograba que aceptara esta noche, con las estrellas y las flores, las risas y Mary, no tendría otra ocasión.

—Por favor.

Los segundos que pasaron antes de oír su respuesta se me hicieron eternos.

—Vale —dijo.