Lo peor de trabajar de cuidadora no es lo que la gente piensa. No es cargar ni limpiar, ni las medicinas y las toallitas y el distante pero siempre perceptible olor a desinfectante. Ni siquiera el hecho de que la mayoría de la gente dé por supuesto que te dedicas a ello porque no eres bastante inteligente para hacer otra cosa. Es el hecho de que, al pasar el día entero tan cerca de alguien, resulta imposible escaparse de su estado de ánimo. Y tampoco del propio.
Will se había mantenido distante conmigo toda la mañana, desde que le revelé mis planes. Un extraño ni lo habría notado, pero había menos bromas, menos parloteo intrascendente. No me preguntó nada de las noticias de los periódicos.
—Eso... ¿es lo que quieres hacer? —Sus ojos parpadearon, pero su rostro no reveló nada.
Me encogí de hombros. A continuación, asentí de un modo más contundente. Sentí que mi respuesta era un tanto infantil, evasiva.
—Ya era hora —dije—. Es decir, tengo veintisiete años.
Will estudió mi rostro. Algo se tensó en su mandíbula.
De repente me atrapó un cansancio insoportable. Sentí la extraña necesidad de disculparme, y no sabía muy bien por qué.
Will asintió, de un modo leve, y sonrió.
—Me alegro de que lo hayas resuelto todo —dijo, y salió de la cocina.
Estaba comenzando a enfadarme con él. No me había sentido tan juzgada por nadie como ahora por Will. Daba la impresión de que había concluido que, ahora que yo había decidido ir a vivir con mi novio, me había vuelto menos interesante. Como si hubiera dejado de ser su proyecto favorito. No le dije nada de todo esto, por supuesto, pero lo traté con la misma frialdad con que me trataba él a mí.
Fue, sinceramente, agotador.
Por la tarde, alguien llamó a la puerta de atrás. Me apresuré por el pasillo, con las manos aún mojadas de fregar, y abrí la puerta para encontrarme con un hombre de traje oscuro que sostenía un maletín.
—Oh, no. Somos budistas —dije con firmeza, cerrando la puerta al mismo tiempo que el hombre comenzaba a protestar.
Dos semanas antes un par de testigos de Jehová habían retenido a Will en la puerta de atrás durante un cuarto de hora, porque no funcionó la marcha atrás de la silla ante el felpudo mal colocado. Cuando por fin cerré la puerta, abrieron la rejilla de las cartas para gritar que él «más que nadie» debería esperar con ilusión la otra vida.
—Hum... He venido a ver al señor Traynor —dijo el hombre, así que entreabrí la puerta, cautelosamente. Durante todo el tiempo que llevaba en Granta House, nadie había venido a ver a Will por la puerta de atrás.
—Que entre —indicó Will, que apareció detrás de mí—. Le he pedido que viniera. —Como no me aparté, añadió—: Está bien, Clark... Es un amigo.
El hombre cruzó el umbral y me estrechó la mano.
—Michael Lawler —dijo.
Estaba a punto de añadir algo más, pero Will movió la silla entre nosotros y cortó cualquier amago de conversación.
—Vamos a estar en el salón. ¿Podrías hacernos café y dejarnos a solas un rato?
—Eh... Vale.
El señor Lawler me sonrió, un poco incómodo, y siguió a Will al salón. Cuando entré con la bandeja del café unos minutos más tarde, los dos hombres hablaban de críquet. Esa conversación sobre vueltas y carreras persistió hasta que se me acabaron los motivos para seguir ahí.
Tras limpiarme una mancha de polvo invisible de la falda, me erguí y dije:
—Bueno, os dejo.
—Gracias, Louisa.
—¿Seguro que no queréis nada más? ¿Unas galletas?
—Gracias, Louisa.
Will nunca me llamaba Louisa. Y nunca me había echado del salón antes.
El señor Lawler se quedó durante casi una hora. Tras completar mis tareas, me quedé en la cocina, preguntándome si tendría valor para escucharles sin que se dieran cuenta. No lo tenía. Me senté, comí dos dulces de bourbon, me mordí las uñas, escuché el bajo murmullo de sus voces y me pregunté por enésima vez por qué Will habría pedido a ese hombre que no usara la entrada principal.
No tenía aspecto de ser médico. Tal vez fuera asesor financiero, pero no tenía pinta de ello. Sin duda no era fisioterapeuta, terapeuta ocupacional o experto en dietética... u otro especialista de la legión que enviaban las autoridades locales para evaluar las necesidades siempre cambiantes de Will. A esos se los distinguía a kilómetros de distancia. Siempre parecían agotados, pero hacían gala de un buen humor animado y enérgico. Vestían prendas de lana de colores apagados, con zapatos cómodos, y conducían polvorientos coches familiares llenos de archivos y cajas con material sanitario. El señor Lawler tenía un BMW azul marino. Ese resplandeciente vehículo no era propio de un empleado del ayuntamiento.
Al fin, el señor Lawler reapareció. Cerró el maletín y se echó la chaqueta al brazo. Ya no tenía ese aspecto incómodo.
Llegué al vestíbulo en cuestión de segundos.
—Ah. ¿Le importaría indicarme dónde está el baño?
Así lo hice, sin decir palabra, y me quedé ahí, inquieta, hasta que apareció de nuevo.
—Muy bien. Eso es todo por ahora.
—Gracias, Michael. —Will no me miró—. Espero noticias tuyas.
—Te cuento a finales de esta semana —dijo el señor Lawler.
—Prefiero un correo electrónico a una carta, al menos por ahora.
—Sí, por supuesto.
Abrí la puerta trasera para que saliera. Entonces, cuando Will volvió al salón, lo seguí al patio y dije en tono desenfadado:
—¿Le espera un largo camino de vuelta?
Vestía un traje de buen corte; lucía un diseño urbano y un tejido caro.
—Londres, por desgracia. Aun así, espero que el tráfico no esté muy mal a estas horas de la tarde.
Salí a la calle detrás de él. El sol estaba en lo alto del cielo y tuve que entrecerrar los ojos para mirarle.
—Entonces..., hum..., ¿en qué parte de Londres trabaja?
—Regent Street.
—¿La famosa Regent Street? Qué bien.
—Sí. No es mal lugar, no. Muy bien. Gracias por el café, señorita...
—Clark. Louisa Clark.
El hombre se detuvo y me miró durante un instante, mientras me preguntaba si había reparado en mis torpes intentos de sonsacarle quién era.
—Ah, la señorita Clark —dijo, y su sonrisa profesional reapareció de inmediato—. Gracias.
Dejó el maletín en el asiento de atrás, con cuidado, se subió al coche y se fue.
Esa noche me pasé por la biblioteca antes de ir a la casa de Patrick. Podría haber usado su ordenador, pero no quería hacerlo sin pedirle permiso, así que esto me pareció más sencillo. Me senté ante el terminal y en el motor de búsqueda tecleé Michael Lawler y Regent Street, Londres. La información es poder, dije a Will en silencio.
Hubo 3.290 resultados, y los tres primeros revelaron a un tal «Michael Lawler, abogado, especialista en testamentos, albacea y poderes notariales», que trabajaba en esa misma calle. Me quedé mirando la pantalla durante unos minutos, hasta que tecleé de nuevo su nombre, esta vez en el buscador de imágenes, y ahí estaba, en alguna sala de juntas, con un traje oscuro: Michael Lawler, especialista en testamentos y albacea, el mismo hombre que había pasado una hora a solas con Will.
Me fui a vivir con Patrick esa noche, en esa hora y media entre el final de mi jornada y el momento en que él se dirigía a la pista de atletismo. Me lo llevé todo, salvo la cama y las nuevas cortinas. Patrick llegó en su coche y cargamos mis cosas en bolsas de basura. En dos viajes lo llevamos todo, menos mis libros escolares, a su apartamento.
Mi madre lloró; pensaba que me estaba obligando a marcharme.
—Por el amor de Dios, cariño. Ya es hora de que se marchara. Ya tiene veintisiete años —le dijo mi padre.
—Pero aún es mi niña —replicó ella, obligándome a aceptar una tarta de frutas y una bolsa de viaje llena de productos de limpieza.
No sabía qué decirle. Ni siquiera me gustaba la tarta de frutas.
Fue sorprendentemente fácil encontrar sitio para mis pertenencias en el apartamento de Patrick. Él tenía muy pocas cosas y yo, casi nada, después de todos esos años en el trastero. Lo único que no encajó fue mi colección de CD, que al parecer solo podía combinar con la suya tras pegarles una pegatina a los míos y ponerlos en orden alfabético.
—Como si estuvieras en tu casa —no dejaba de decir, como si yo fuera una invitada. Los dos estábamos nerviosos, y nos tratábamos con una extraña torpeza, como si fuese nuestra primera cita. Mientras sacaba mis cosas de las bolsas, Patrick me trajo té y dijo:
—Pensé que esta podría ser tu taza. —Me mostró dónde estaba todo en la cocina, tras lo cual repitió, varias veces—: Por supuesto, pon las cosas donde quieras. No me importa.
Había vaciado dos cajones y un armario en la habitación libre. Los otros dos cajones estaban llenos de su ropa de entrenamiento. Yo no sabía que existían tantas variantes de prendas de licra y lana. Mi ropa, con sus colores brillantes, dejó un buen espacio vacío y las perchas colgaban desoladas en el armario.
—Tendré que comprarme más cosas para llenarlo —dije mientras lo miraba.
Patrick se rio nervioso.
—¿Qué es eso?
Miraba mi calendario, clavado en la pared desnuda, con sus ideas en verde y los eventos ya planeados en negro. Cuando algo salía bien (la música, la cata de vinos), dibujaba una cara sonriente al lado. Cuando no era así (el hipódromo, la galería de arte), se quedaba vacío. Había pocos eventos para las próximas dos semanas: Will se había aburrido de los lugares cercanos y aún no era capaz de convencerlo para aventurarse más lejos. Miré a Patrick. Vi que observaba la fecha del 12 de agosto, ahora subrayada y con marcas de exclamación.
—Hum... Son solo recordatorios del trabajo.
—¿Crees que no te van a renovar el contrato?
—No lo sé, Patrick.
Patrick cogió el bolígrafo, miró el mes siguiente y anotó bajo la semana 28: «Hora de comenzar a buscar trabajo».
—Así estás cubierta, pase lo que pase —dijo. Me besó y me dejó sola.
Coloqué las cremas con cuidado en el baño, metí mis cuchillas, la hidratante y los tampones en el armario de espejo. Puse algunos libros en una pulcra fila en el suelo de la habitación vacía, bajo la ventana, incluyendo los nuevos títulos que Will me había comprado en Amazon. Patrick me prometió instalar unos estantes cuando tuviera tiempo.
Y entonces, cuando se marchó a correr, me senté a mirar por la ventana la zona industrial hacia el castillo, y practiqué, en silencio, a decir la palabra «casa».
Soy un desastre guardando secretos. Treena dice que me toco la nariz en cuanto pienso en decir una mentira. Es un indicador infalible. Mis padres aún bromean sobre las notas que escribía para disculpar mi ausencia tras unos novillos. «Querida señorita Trowbridge», decía. «Por favor, disculpe la ausencia de Louisa Clark en las clases de hoy, pues me siento muy mal, con problemas de mujeres». A mi padre le costó no estallar en carcajadas mientras me soltaba el sermón.
Una cosa era no revelar los planes de Will a mis padres (se me daba bien guardar secretos a mis padres, es una de las cosas que aprendemos al crecer, al fin y al cabo), pero soportar toda esa ansiedad yo sola era algo muy diferente.
Pasé las siguientes noches tratando de descifrar las intenciones de Will, y pensando cómo detenerlo, sin dejar de darle vueltas ni cuando Patrick y yo charlábamos o cocinábamos juntos en esa pequeña cocina. (Ya estaba descubriendo nuevas cosas acerca de él, como que era cierto que conocía cien maneras diferentes de cocinar la pechuga de pavo). Por la noche hacíamos el amor: era casi obligatorio en estos momentos, como si debiéramos aprovechar hasta el límite nuestra nueva libertad. Daba la impresión de que Patrick sentía que yo le debía algo, dado que estaba siempre tan cerca de Will. Pero, en cuanto Patrick conciliaba el sueño, yo me perdía una vez más en mis pensamientos.
Solo quedaban siete semanas.
Y Will estaba haciendo planes, y yo no.
La semana siguiente, si Will percibió mi preocupación, no dijo nada. Cumplimos con las rutinas de nuestras costumbres diarias: lo llevaba a dar breves paseos por el campo, cocinaba su comida, cuidaba de él mientras estaba en casa. Will había dejado de bromear sobre el Hombre Maratón.
Hablaba con él acerca de los últimos libros que me había recomendado: El paciente inglés (me encantó) y un thriller sueco (que no me gustó tanto). Éramos atentos el uno con el otro, casi demasiado educados. Echaba de menos sus insultos, sus reproches, cuya ausencia solo realzaba la sensación de amenaza que se cernía sobre mí.
Nathan nos observó a ambos, como si contemplara una nueva especie.
—¿Habéis discutido? —me preguntó un día en la cocina, mientras yo colocaba la compra.
—Mejor que le preguntes a él —dije.
—Él me respondió con esas mismas palabras.
Me miró de refilón antes de entrar en el baño para abrir el botiquín de Will.
Tras la visita de Michael Lawler, aguanté tres días antes de llamar a la señora Traynor. Le pregunté si podríamos vernos en algún lugar que no fuera la casa y decidimos quedar en un pequeño café que acababa de abrir en los jardines del castillo. El mismo café, irónicamente, que me había costado mi empleo.
Era un local mucho más elegante que The Buttered Bun, con sillas y mesas de roble blanqueado. Servían sopa casera elaborada con hortalizas de verdad y tartas sofisticadas. Y no era posible pedir un café normal: solo tenían lattes, capuchinos o macchiatos. Entre los clientes no había obreros ni peluqueras. Me senté ante mi té y me pregunté si la Dama del Diente de León se sentiría cómoda aquí, leyendo el periódico toda la mañana.
—Louisa, siento el retraso. —Camilla Traynor entró apresurada, el bolso bajo el brazo, vestida con una camisa de seda gris y unos pantalones azul marino.
Contuve el impulso de levantarme. Aún me resultaba imposible hablar con ella y no sentir que me estaba haciendo una entrevista.
—Me retuvieron en el tribunal.
—Lo siento. Sacarla así del trabajo, quiero decir. Yo... Bueno, creo que esto no debía esperar.
Levantó una mano y movió los labios para pedir algo a la camarera, quien le trajo un capuchino en apenas unos segundos. Entonces, la señora Traynor se sentó frente a mí. Ante su mirada me sentí transparente.
—Will recibió la visita de un abogado en casa —dije—. He descubierto que es albacea y especialista en testamentos. —No se me ocurrió una manera más delicada de comenzar la conversación.
La señora Traynor me miró como si la hubiera golpeado en la cara. Comprendí, demasiado tarde, que tal vez albergaba la esperanza de que le iba a dar una buena noticia.
—¿Un abogado? ¿Estás segura?
—Lo busqué en Internet. Trabaja en Regent Street. En Londres —añadí innecesariamente—. Se llama Michael Lawler.
Parpadeó varias veces, como si intentara asimilar mis palabras.
—¿Te contó Will todo esto?
—No. Creo que él no quería que yo lo supiera. Yo... me enteré de su nombre y lo busqué.
Llegó el café. La camarera lo dejó en la mesa, frente a ella, pero la señora Traynor no pareció darse cuenta.
—¿Quería algo más? —preguntó la muchacha.
—No, gracias.
—El especial del día es tarta de zanahoria. La hacemos aquí mismo. Tiene un relleno de crema delicioso...
—No. —La voz de la señora Traynor fue cortante—. Gracias.
La muchacha se quedó ahí solo un momento, para que notáramos que se sentía ofendida, y se marchó con la libreta bailando en una mano de forma llamativa.
—Lo siento —dije—. Me pidió que, si pasaba algo importante, se lo contara. Casi no he dormido esta noche porque no sabía bien si hacerlo.
Casi no quedaba color en su rostro.
Supe cómo se sentía.
—¿Cómo está él? ¿Se..., se te han ocurrido otras ideas? ¿Salidas?
—No tiene muchas ganas. —Le hablé de París y de las listas que había recopilado.
Mientras yo hablaba, percibí cómo daba vueltas a la cabeza, cómo hacía cálculos, estimaciones.
—A cualquier sitio —dijo, al fin—. Yo lo pago. Un viaje a donde quieras. Pago tus gastos. Y los de Nathan. A ver si... A ver si consigues que se anime. —Asentí—. Si hay algo más que se te ocurra... para concedernos más tiempo. Como es obvio, te seguiría pagando el salario pasados los seis meses.
—Eso..., eso, de verdad, no es un problema.
Acabamos los cafés en silencio, ambas absortas en nuestros pensamientos. Mientras la observaba, discretamente, noté que su peinado inmaculado estaba salpicado de canas, que tenía unas ojeras tan grandes como las mías. Comprendí que no me sentía mejor por habérselo dicho, por compartir con ella la carga de mi ansiedad exacerbada..., pero ¿qué otra opción tenía? Cada día que pasaba, todo se volvía más importante. El sonido del reloj, que dio las dos, la despertó de su ensimismamiento.
—Supongo que debería volver al trabajo. Por favor, cuéntame cualquier cosa que... se te ocurra, Louisa. Tal vez sea mejor si mantenemos estas conversaciones lejos del pabellón.
Me levanté.
—Oh —dije—. Debería darle mi nuevo número. Me acabo de mudar. —Mientras la señora Traynor buscaba un bolígrafo en el bolso, añadí—: Me he ido a vivir con Patrick..., mi novio.
No sé por qué esta noticia le sorprendió tanto. Se quedó perpleja, y entonces me dio un bolígrafo.
—No sabía que tuvieras novio.
—No sabía que debía decírselo.
Se levantó y apoyó una mano en la mesa.
—Will mencionó el otro día que tú..., que pensaba que tal vez te mudaras al pabellón. Los fines de semana.
Garabateé el número de la casa de Patrick.
—Bueno, pensé que sería más sencillo para todo el mundo si me mudaba con Patrick. —Le entregué el trozo de papel—. Pero no está muy lejos. Es por la zona industrial. No va a afectar a mi horario. Ni a mi puntualidad.
Nos quedamos ahí, de pie. La señora Traynor parecía nerviosa, se pasaba la mano por el pelo, se tocaba la cadena que llevaba al cuello. Al fin, como si no pudiera evitarlo, lo soltó:
—¿Tanto te habría costado esperar? ¿Solo unas semanas?
—¿Perdone?
—Will... Creo que Will te tiene mucho cariño. —Se mordió el labio—. No veo cómo... No veo cómo esto ayuda en nada.
—Un momento. ¿Me está diciendo que no debería haberme ido a vivir con mi novio?
—Solo digo que no es el momento ideal. Will se encuentra en un estado muy vulnerable. Todos estamos haciendo lo posible para animarlo..., y tú...
—Y yo ¿qué? —Vi que la camarera nos observaba, con la libreta inmóvil en la mano—. Yo ¿qué? ¿Me he atrevido a tener una vida fuera del trabajo?
La señora Traynor bajó la voz.
—Estoy haciendo todo lo que está en mis manos, Louisa, para evitar... eso. Ya sabes a qué nos enfrentamos. Y solo digo que, dado que te tiene tanto cariño, ojalá hubieras esperado un poco más antes de... restregarle tu felicidad por la cara.
Me costó creer lo que estaba oyendo. Sentí que me sonrojaba y respiré hondo antes de hablar de nuevo.
—¿Cómo se atreve a sugerir que yo haría algo para herir los sentimientos de Will? Lo he hecho todo —bufé—. He hecho todo lo que se me ha ocurrido. Me he devanado los sesos, lo he sacado de casa, he hablado con él, le he leído, lo he cuidado. —Mis últimas palabras me salieron del pecho como explosiones—. Le he limpiado. Le he cambiado el maldito catéter. Le he hecho reír. He hecho más que su maldita familia.
La señora Traynor se quedó inmóvil. Se irguió todo lo que pudo y se metió el bolso bajo el brazo.
—Creo que esta conversación probablemente ha llegado a su fin.
—Sí. Sí, señora Traynor. Probablemente, sí.
Se dio la vuelta y salió del café a toda prisa.
Cuando la puerta se cerró de golpe, reparé en que yo también estaba temblando.
Esa conversación con la señora Traynor me dejó los nervios de punta durante un par de días. No dejaba de oír sus palabras, esa idea de que le estaba restregando mi felicidad por la cara. No creí que a Will le afectara nada de lo que yo hiciera. Cuando dio la impresión de desaprobar mi decisión de irme a vivir con Patrick, pensé que se debía a que Patrick no le caía bien y no a lo que sintiera por mí. Aún más, no creo que yo pareciera muy feliz al contárselo.
En casa no lograba deshacerme de la sensación de angustia. Era como una corriente subterránea que me recorría y se alimentaba de todo lo que hacía.
—¿Habríamos hecho esto si mi hermana no necesitara mi habitación? —pregunté a Patrick.
Me observó como si yo fuera boba. Se inclinó y me arrimó a él, besándome en la cabeza. Luego miró hacia abajo.
—¿Tienes que ponerte ese pijama? No me gustas cuando llevas pijamas.
—Son cómodos.
—Son como los que lleva mi madre.
—No voy a llevar corpiño y ligueros todas las noches solo para que estés contento. Y no has respondido a mi pregunta.
—No lo sé. Probablemente. Sí.
—Pero nosotros no hablábamos del tema, ¿verdad?
—Lou, casi todas las personas se van a vivir juntas porque es sensato. Que ames a alguien no significa que no veas las ventajas económicas y prácticas.
—Es que... No quiero que pienses que yo he forzado esta situación. No quiero sentir que he forzado esta situación.
Patrick suspiró y se tumbó de espaldas.
—¿Por qué las mujeres siempre tienen que analizar y analizar una situación hasta que se convierte en un problema? Yo te quiero, tú me quieres, llevamos juntos casi siete años y no quedaban habitaciones en la casa de tus padres. En realidad, es muy sencillo.
Pero no parecía tan sencillo.
Parecía que estaba viviendo una vida que no había sido capaz de prever.
Ese viernes llovió todo el día: gotas cálidas y pesadas, como si estuviéramos en los trópicos, que llenaban las canaletas y doblegaban los tallos de los nuevos brotes, como si suplicaran. Nathan vino y se fue, con una bolsa de plástico en la cabeza. Will vio un documental sobre pingüinos y más tarde, cuando se situó frente al ordenador, me mantuve ocupada, de modo que no fuera necesario que habláramos. Entre nosotros el malestar era punzante y estar en la misma habitación que él todo el tiempo solo empeoraba las cosas.
Por fin comencé a comprender los consuelos de la limpieza. Fregué los suelos, limpié las ventanas y cambié los edredones. Fui un remolino de actividad constante. Ni una mota de polvo escapó de mí, ni un rastro de té de mis atenciones forenses. Estaba limpiando los grifos del baño con papel de cocina humedecido con vinagre (consejo de mi madre) cuando oí la silla de Will detrás de mí.
—¿Qué haces?
Estaba agachada en la bañera. No me di la vuelta.
—Estoy quitando la cal de tus grifos.
Sentí que me observaba.
—Repite eso —dijo, al cabo de un rato.
—¿Qué?
—Repite lo que acabas de decir.
Me erguí.
—¿Por qué? ¿Tienes problemas de oído? Estoy quitando la cal de tus grifos.
—No, lo que quiero es que te escuches a ti misma. No hay ninguna razón para quitar la cal de mis grifos, Clark. Mi madre no lo va a notar, a mí no me importa y ahora el baño apesta como una pescadería. Además, me gustaría salir.
Me aparté un mechón de pelo de la cara. Era cierto. Sin duda flotaba un olorcillo a abadejo en el aire.
—Vamos. Por fin ha dejado de llover. Acabo de hablar con mi padre. Me ha dicho que nos va a dar las llaves del castillo después de las cinco, cuando se van los turistas.
No me agradaba la idea de tener que mantener una conversación educada mientras paseábamos por los jardines del castillo. Pero la idea de salir del pabellón era tentadora.
—Vale. Dame cinco minutos. A ver si consigo quitarme esta peste a vinagre de las manos.
La diferencia entre mi educación y la de Will era que él se sentía con derecho a todo sin ser altanero. Creo que si creces así, con padres ricos, en una buena casa, si vas a los mejores colegios y a restaurantes caros por costumbre, es probable que goces de la sensación de que las cosas buenas acabarán llegando, que tu lugar en el mundo es, cómo no, elevado.
Will hizo escapadas a los jardines vacíos del castillo durante toda su infancia, dijo. Su padre le permitía deambular por el lugar, confiando en que no tocaría nada. Tras las cinco y media de la tarde, cuando los últimos turistas se habían ido, y los jardineros comenzaban a podar y recortar, mientras el servicio de limpieza vaciaba las papeleras y barrían los cartones vacíos de refresco y las chocolatinas conmemorativas, el castillo se convertía en su patio de recreo. Al mismo tiempo que me lo contaba, consideré que, si a Treena y a mí nos hubieran dejado el castillo entero para nosotras solas, no nos habríamos creído nuestra suerte y nos habría dado un síncope.
—La primera vez que besé a una chica fue frente al puente levadizo —dijo, aminorando la marcha para mirar hacia el puente mientras caminábamos por la grava.
—¿A esa chica le dijiste alguna vez que eras el dueño del lugar?
—No. Tal vez debería haberlo hecho. Me dejó una semana más tarde por el tipo que trabajaba en el mercado.
Me di la vuelta y me quedé mirándolo, asombrada.
—¿Terry Rowlands? ¿De pelo negro y largo, con tatuajes hasta los codos?
Will alzó una ceja.
—Ese mismo.
—Aún trabaja ahí, ¿sabes? En el mercado. Por si te hace sentir mejor.
—No creo que se muriese de envidia al saber cómo he acabado —dijo Will, y una vez más dejé de hablar.
Era extraño ver el castillo así, en silencio, los dos únicos visitantes salvo el viejo jardinero, a lo lejos. En lugar de mirar a los turistas, distraída por sus acentos y sus vidas ajenas, me descubrí a mí misma observando el castillo quizá por primera vez, y comencé a absorber parte de su historia. Sus muros de piedra se alzaban en ese lugar desde hacía más de ochocientos años. Aquí habían nacido y muerto personas, había habido corazones llenos de amor y corazones rotos. Ahora, en silencio, casi oíamos esas voces, esos pasos en el camino.
—Vale, hora de la verdad —dije—. ¿Alguna vez has paseado por aquí y has fingido en secreto que eras una especie de príncipe guerrero?
Will me miró de refilón.
—¿Sinceramente?
—Claro.
—Sí. Una vez llegué a coger una espada de la pared del gran salón. Pesaba una barbaridad. Recuerdo que me quedé de piedra al pensar que no sería capaz de ponerla de nuevo en su sitio.
Habíamos llegado al pozo de la colina y desde ahí, frente al foso, veíamos el extenso tramo de hierba alta que iba hasta el muro en ruinas que una vez marcó los límites del castillo. Más allá se extendía el pueblo, los carteles de neón y las luces del tráfico, el ajetreo de la hora punta de un pueblo pequeño. Aquí arriba todo estaba en silencio, salvo los pájaros y el leve murmullo de la silla de Will.
Will detuvo la silla y la giró, para mirar los jardines.
—Me sorprende que no nos hayamos conocido antes —dijo—. Cuando crecíamos, digo. Seguro que nuestros caminos se cruzaron.
—¿Por qué? No nos movíamos exactamente en los mismos círculos. Y yo habría sido el bebé que iba en su cochecito mientras tú blandías tu espada.
—Ah. Se me olvidaba... Soy un vejestorio comparado contigo.
—Ocho años más que yo, sin duda eso te convierte en un hombre maduro —dije—. Ni siquiera cuando era adolescente mi padre me habría dejado salir con alguien tan mayor.
—¿Ni aunque fuera el dueño del castillo?
—Bueno, eso habría cambiado las cosas, obviamente.
El dulce olor de la hierba se alzaba en torno a nosotros mientras paseábamos y la silla de Will silbaba entre los charcos del camino. Me sentí aliviada. Nuestra conversación no era como las de antes, pero tal vez eso era de esperar. La señora Traynor tenía razón: para Will siempre sería difícil ver cómo los demás continuaban con sus vidas. Apunté en una nota mental que debía pensar con más cuidado cómo influirían mis acciones en su vida. No quería volver a estar enfadada.
—Vamos a cruzar el laberinto. Hace siglos que no lo hago.
Estas palabras me arrancaron de mis pensamientos.
—Oh. No, gracias. —Eché un vistazo y vi al instante dónde estábamos.
—¿Por qué? ¿Te da miedo perderte? Vamos, Clark. Es un desafío. A ver si eres capaz de memorizar la ruta por la que entras y después regresar siguiendo tus pasos. Te voy a cronometrar. Antes lo hacía sin parar.
Miré hacia la casa.
—De verdad, no me apetece. —Solo pensar en ello me había creado un nudo en el estómago.
—Ah. Una vez más, eludiendo el riesgo.
—No es eso.
—No pasa nada. Vamos a seguir con nuestro aburrido y pequeño paseíto y volvamos al aburrido y pequeño pabellón.
Sabía que estaba bromeando. Pero su tono me afectó. Pensé en Deirdre, en el autobús, en su comentario sobre qué suerte que una de nosotras se hubiera quedado en casa. La mía iba a ser una vida pequeña, de ambiciones vulgares.
Eché un vistazo al laberinto, a esa jaula densa y oscura de setos. Me estaba portando de una forma ridícula. Tal vez llevaba años portándome de una forma ridícula. Ya todo formaba parte del pasado, al fin y al cabo. Y yo había seguido adelante.
—Solo recuerda hacia dónde giras y luego sigue tus pasos para salir. No es tan difícil como parece. De verdad.
Lo dejé solo en el camino antes de tener la oportunidad de pensarlo bien. Respiré hondo y pasé junto al cartel que advertía «Prohibido el paso a niños no acompañados por un adulto», a zancadas, apresurada, entre los setos oscuros y húmedos sobre los que aún resplandecían las gotas de lluvia.
No es tan difícil, no es tan difícil, me descubrí murmurándome a mí misma. Es solo un montón de setos viejos. Giré a la derecha, luego a la izquierda, por una abertura en los setos. Giré de nuevo a la derecha, a la izquierda, y mientras avanzaba repasaba en mi mente los pasos que me llevarían a la salida. Derecha. Izquierda. Abertura. Derecha. Izquierda.
Mi corazón se aceleró un poco, de modo que oí la sangre bombeando en mis orejas. Me obligué a pensar en Will, al otro lado de los setos, que estaría mirando el reloj. Era solo una prueba tonta. Yo ya no era esa joven inocente. Tenía veintisiete años. Vivía con mi novio. Tenía un empleo de responsabilidad. Era una persona diferente.
Giré, avancé en línea recta y giré de nuevo.
Y en ese instante, casi sin previo aviso, el pánico se alzó dentro de mí como la bilis. Creí ver a un hombre escabulléndose al final de un seto. Aunque me dije que no eran más que imaginaciones mías, el esfuerzo de tranquilizarme me hizo olvidar la dirección inversa. Derecha. Izquierda. Abertura. Derecha. ¿Derecha? ¿Fue ahí donde me equivoqué? El aliento quedó preso en mi garganta. Me obligué a seguir adelante, solo para descubrir que había perdido la orientación por completo. Me detuve y miré en torno a mí, hacia las sombras, en un intento de averiguar dónde quedaba el oeste.
Y, ahí, de pie, comprendí que sería incapaz. No podía seguir allí. Di vueltas frenéticas y comencé a caminar hacia lo que pensé que sería el sur. Iba a encontrar la salida. Ya tenía veintisiete años. No pasaba nada. Pero entonces oí de nuevo las voces, la rechifla, las risas burlonas. Vi cómo salían y entraban entre los resquicios del seto, sentí que mis pasos, ebrios, se tambaleaban sobre mis tacones altos, las despiadadas espinas del seto al caerme cuando intentaba enderezarme.
—Quiero irme ya —les dije, con una voz pastosa y titubeante—. Ya basta, tíos.
Y todos ellos desaparecieron. El laberinto quedó en silencio, salvo por unos murmullos distantes que tal vez fueran ellos al otro lado del seto..., o tal vez el viento entre las hojas.
—Quiero irme ya —repetí, con una voz que incluso a mis oídos sonaba insegura. Alcé la vista al cielo, desequilibrada unos instantes por esa vasta masa de espacio negro que se alzaba sobre mí. Y entonces me sobresalté cuando alguien me agarró por la cintura: el de pelo oscuro. El que había ido a África.
—No puedes irte aún —dijo—. Vas a estropearnos el juego.
Fue entonces cuando lo supe, solo por el tacto de sus manos en mi cintura. Comprendí que el equilibrio se había roto, que el comedimiento había comenzado a evaporarse. Y me reí, le aparté la mano como si fuera una broma, reacia a hacerle saber que yo sabía. Le oí llamar a sus amigos a voz en grito. Y me escapé de su lado, corriendo de repente, los pies hundiéndose entre la hierba mojada. Los oí a todos en torno a mí, las voces que se alzaban, los cuerpos que no veía, y el pánico me cerraba la garganta. Estaba demasiado desorientada para saber dónde me encontraba. Los setos, que no dejaban de bambolearse, se arrojaban contra mí. Seguí caminando, giré en las esquinas, a trompicones, me metí por las aberturas, intenté alejarme de esas voces. Pero la salida no aparecía nunca. Allí donde girara me encontraba con otro tramo de seto, y otra voz burlona.
Me di de bruces con una abertura, eufórica durante un breve instante al creerme cerca de la libertad. Pero al cabo de un momento vi que había regresado al centro de nuevo, donde todo había comenzado. Casi me caí de bruces al verlos a todos ahí, de pie, como si se hubieran quedado a esperarme.
—Aquí estás —dijo uno de ellos, al tiempo que me agarraba del brazo—. Os dije que tenía ganas. Vamos, Lulú, dame un besito y te digo dónde está la salida. —Hablaba con una voz dulce y que se arrastraba.
—Danos un besito a todos y te decimos dónde está la salida.
Sus caras estaban borrosas.
—Yo solo... Yo solo quiero que...
—Vamos, Lou. Te gusto, ¿a que sí? Te has pasado toda la tarde sentada en mi regazo. Un besito. ¿Qué tiene de malo?
Oí una risilla.
—¿Y me dices dónde está la salida? —Mi voz resultaba patética, incluso para mí.
—Solo uno. —Se acercó.
Sentí su boca contra la mía, una mano que me estrujaba el muslo.
Se apartó, y oí cómo le cambiaba la respiración.
—Y ahora le toca a Jake.
No sé qué dije en ese momento. Alguien me tenía agarrada del brazo. Oí las risas, sentí una mano en el pelo, otra boca contra la mía, insistente, invasora, y entonces...
—Will...
Estaba sollozando, hecha un ovillo. Will. Decía su nombre, una y otra vez, con una voz rota que surgía de algún lugar remoto de mi pecho. Oí a alguien a lo lejos, más allá del seto.
—¿Louisa? Louisa, ¿dónde estás? ¿Qué pasa?
Yo estaba en un rincón, bajo un seto, tan dentro como me fue posible. Las lágrimas me nublaban la visión y me abrazaba a mí misma con fuerza. No iba a ser capaz de salir. Me quedaría ahí atrapada para siempre. Nadie me encontraría.
—Will...
—¿Dónde...?
Y ahí estaba, enfrente de mí.
—Lo siento. —Lo miré con el rostro crispado—. Lo siento. No... puedo.
Will levantó el brazo un par de centímetros..., tan alto como podía.
—Oh, cielos, ¿qué...? Ven aquí, Clark. —Se movió hacia delante y entonces se miró el brazo, frustrado—. Qué asco de brazos inútiles... No pasa nada. Respira hondo. Ven aquí. Respira. Despacio.
Me limpié los ojos. Al verlo, el pánico comenzó a mitigarse. Me levanté, de modo vacilante, e intenté recuperar la compostura.
—Lo siento. Yo... no sé qué ha pasado.
—¿Eres claustrofóbica? —La cara de Will, a unos centímetros de la mía, reflejaba preocupación—. Sabía que no querías ir. Pero... Pero pensé que solo era...
Cerré los ojos.
—Quiero irme ya.
—Agárrate a mi mano. Vamos a salir.
Solo tardó unos pocos minutos en sacarme. Se sabía el laberinto de memoria, me dijo mientras caminábamos, con esa voz tranquila, consoladora. De niño fue un desafío para él aprenderse el camino. Entrelacé mis dedos con los suyos y sentí la calidez de sus manos como una forma de consuelo. Qué tonta me sentí al darme cuenta de lo cerca que había estado de la entrada todo el tiempo.
Nos paramos ante un banco, al lado de la entrada, y busqué tras el respaldo de la silla un pañuelo de papel. Nos sentamos ahí, en silencio, yo al borde del banco, a su lado, mientras esperábamos a que se me pasara el sollozo.
Will me lanzaba miradas de refilón.
—Entonces... —dijo al fin, cuando tuvo la impresión de que yo podría hablar sin desmoronarme de nuevo—. ¿Me vas a decir qué ocurre?
Retorcí el pañuelo entre las manos.
—No puedo.
Will cerró la boca.
Tragué saliva.
—No es por ti —dije, atropelladamente—. No he hablado con nadie de... Es... Es una estupidez. Y pasó hace mucho tiempo. Creí que no..., que podría...
Sentí que tenía la mirada fija en mí y deseé que apartara la vista. Mis manos no dejaban de temblar y un millón de nudos me estrujaban el estómago.
Negué con la cabeza e intenté decirle que había ciertas cosas de las que no podía hablar. Quise volver a tomar su mano, pero no me atreví. Era consciente de su mirada, casi oía sus preguntas no formuladas.
Debajo de nosotros, dos coches habían aparcado cerca de la puerta. Salieron dos figuras (era imposible distinguirlas desde esta distancia) y se abrazaron. Se quedaron ahí unos minutos, hablando tal vez, y volvieron a montar en sus coches y partieron en direcciones opuestas. Los miré, pero no atiné a pensar. Mi mente era un yermo helado. Ya no sabía qué decir acerca de nada.
—Bien. A ver qué te parece —dijo Will, por fin. Me giré, pero no me estaba mirando—. Te voy a contar algo que no le he contado nunca a nadie. ¿Vale?
—Vale. —Expectante, estrujé el pañuelo hasta que se convirtió en una pelota en mis manos.
Will respiró hondo.
—Me da muchísimo miedo cómo va a acabar esto. —Dejó que esa frase flotara en el aire, entre nosotros, y entonces, en voz baja y tranquila, prosiguió—. Sé que casi todo el mundo piensa que vivir así es lo peor que le puede pasar a alguien. Pero podría ser mucho peor. Podría llegar a ser incapaz de respirar por mí mismo, incapaz de hablar. Podría tener problemas circulatorios que causaran la amputación de mis extremidades. Podría acabar hospitalizado indefinidamente. Esta vida no es gran cosa, Clark. Pero cuando pienso en cómo podría empeorar... algunas noches, tumbado en la cama, no logro ni respirar.
Tragó saliva.
—¿Y sabes qué? Nadie quiere oírme hablar de esas cosas. Nadie quiere que hable de tener miedo, o del dolor, o de sentir miedo a morir por cualquier estúpida infección. Nadie quiere saber qué se siente cuando sabes que nunca más volverás a acostarte con alguien, que nunca más vas a comer algo que tú mismo has cocinado, que no podrás abrazar a tus hijos. Nadie quiere saber que a veces siento tal claustrofobia, atrapado en esta silla, que me entran ganas de gritar como un loco al pensar que voy a pasar otro día así. Mi madre pende de un hilo y no me perdona que aún quiera a mi padre. Mi hermana me guarda rencor porque una vez más la he eclipsado... y porque mi lesión significa que no puede odiarme de verdad, como cuando éramos niños. Mi padre solo quiere que todo desaparezca. Al final, todos quieren ver el lado bueno. Necesitan que yo mire el lado bueno.
Hizo una pausa.
—Necesitan creer que existe un lado bueno.
Parpadeé ante la oscuridad.
—¿Yo también lo hago? —dije, en voz baja.
—Tú, Clark —se miró las manos—, eres la única persona con la que siento que puedo hablar desde que acabé en esta maldita silla.
Y, entonces, se lo conté todo.
Tomé su mano, la misma que me había guiado hasta la salida del laberinto, y clavé la mirada entre mis pies y respiré hondo y le conté la noche entera, y cómo se habían reído de mí y cómo se habían burlado de lo borracha que estaba, y cómo me había desmayado y cómo más tarde mi hermana dijo que tal vez fuera algo bueno no recordar lo que me habían hecho, pero esa media hora de no saber me acecharía para siempre desde entonces. Yo la llené. La llené con sus risas, sus cuerpos y sus palabras. La llené con mi humillación. Le conté cómo veía esas caras cada vez que me aventuraba a salir del pueblo, y cómo Patrick y mi madre y mi padre y mi vida pequeña estaban bien para mí, con todos sus problemas y limitaciones. Así me sentía a salvo.
Cuando terminamos de hablar, el cielo se había oscurecido y tenía catorce mensajes en el móvil para preguntar dónde estábamos.
—No hace falta que te diga que no fue culpa tuya —dijo, en voz baja.
Sobre nosotros el cielo se había vuelto inalcanzable e infinito.
Retorcí el pañuelo entre las manos.
—Sí. Bueno. Aún me siento... responsable. Bebí demasiado, para presumir. Coqueteé todo el rato. Yo fui...
—No. Los responsables fueron ellos.
Nadie me había dicho esas palabras antes. Incluso la mirada compasiva de Treena contenía una acusación velada. Bueno, si no te emborracharas y tontearas con hombres que no conoces...
Los dedos de Will estrecharon los míos. Un movimiento leve, pero sólido.
—Louisa. No fue culpa tuya.
Lloré. Esta vez no fueron unos sollozos. Las lágrimas me abandonaron en silencio, señal de que algo más me abandonaba. La culpa. El miedo. Otras emociones para las que no tenía palabras. Apoyé la cabeza en el hombro de Will, con delicadeza, y él inclinó la suya hasta que reposó contra la mía.
—De verdad. ¿Me estás escuchando?
Murmuré que sí.
—Entonces, te voy a contar algo bueno —dijo, y esperó, como si quisiera cerciorarse de que le estaba prestando toda mi atención—. Algunos errores... tienen consecuencias mayores que otros. Pero no dejes que sea esa noche lo que te defina.
Sentí que su cabeza se ladeaba contra la mía.
—Tú, Clark, tienes la opción de que eso no ocurra.
De mí salió un suspiro largo y estremecedor. Nos quedamos ahí, sentados en silencio, y dejé que sus palabras me impregnaran. Podría haber estado así toda la noche, por encima del resto del mundo, con la cálida mano de Will en la mía, sintiendo que lo peor de mí poco a poco se iba alejando.
—Hora de volver —dijo Will, al cabo de un rato—. Antes de que llamen a la policía para buscarnos.
Solté su mano y me levanté, un poco remisa, sintiendo la brisa fresca en la piel. Y entonces, casi lujuriosamente, tendí los brazos por encima de la cabeza. Estiré los dedos en el aire nocturno, mientras la tensión de las últimas semanas, quizás de los últimos años, se disipaba un poco, y exhalé un suspiro.
Debajo de mí las luces del pueblo titilaron, formando un círculo de luz entre la oscuridad del campo que nos rodeaba. Me volví hacia Will.
—¿Will?
—¿Sí?
Apenas lo veía en la penumbra, pero sabía que me estaba mirando.
—Gracias. Gracias por venir a buscarme.
Will negó con la cabeza y dirigió la silla hacia el camino.