No tenía vuelta de hoja. La organización para dormir seguía siendo un rompecabezas. Cada vez que Treena pasaba un fin de semana en casa, la familia Clark se adentraba en un juego nocturno y laborioso de intercambio de camas. El viernes por la noche, después de la cena, mis padres ofrecían su habitación y Treena la aceptaba, una vez que le habían asegurado que no era molestia alguna para ellos y que Thomas dormiría mucho mejor ahí. Así, decían, todo el mundo pasaría una buena noche.
Pero que mi madre durmiera abajo implicaba que necesitaba su edredón de siempre, sus almohadas e incluso las sábanas, ya que ella no dormía bien a menos que la cama estuviera tal y como le gustaba. Así, después de cenar, mi madre y Treena deshacían la cama de mis padres y ponían un nuevo juego de sábanas, junto a un protector de colchón, por si Thomas sufría un percance. La ropa de cama de mis padres, mientras tanto, era doblada y colocada en un rincón del salón, donde Thomas se lanzaba contra ella para luego atar las sábanas a las sillas y hacer una tienda de campaña.
El abuelo ofrecía su habitación, pero nadie la aceptaba. Olía a copias amarillentas del Racing Post y a tabaco rancio y habría sido necesario el fin de semana entero para limpiarla. Yo me sentía culpable (todo esto, al fin y al cabo, era culpa mía), pero al mismo tiempo sabía que no me ofrecería a volver al trastero. Para mí, se había convertido en una especie de fantasma, esa habitación angosta sin ventanas ni aire fresco. La sola idea de dormir ahí de nuevo bastaba para oprimirme el pecho. Tenía veintisiete años. Era quien traía el dinero a casa. No quería volver a dormir en un armario.
Un fin de semana sugerí ir a dormir a casa de Patrick y todo el mundo pareció secretamente aliviado. Pero entonces, mientras yo estaba fuera, Thomas toqueteó con sus dedos pegajosos mis cortinas nuevas y dibujó en mi edredón también nuevo con un rotulador, tras lo cual mis padres decidieron que ellos serían quienes dormirían en mi habitación, mientras Treena y Thomas se quedaban en la de ellos, donde, al parecer, esas travesuras no tenían importancia.
Con todos esos cambios de ropa de cama y todas esas coladas, que yo me fuera a casa de Patrick, admitió mi madre, no era demasiada ayuda.
Y, además, estaba Patrick. Patrick se había convertido en un hombre obsesionado. Comía, bebía, vivía y respiraba el Norseman. Su piso, por lo general inmaculado y de decoración espartana, rebosaba horarios de entrenamientos y planes dietéticos. Tenía una nueva bicicleta ligera que siempre estaba en el pasillo y que no me permitía ni tocar, por si interfería con sus ligerísimas y perfectamente ajustadas prestaciones.
Y rara vez estaba en casa, ni siquiera los viernes o sábados por la noche. Entre sus entrenamientos y mi horario laboral, nos habíamos habituado a pasar cada vez menos tiempo juntos. O bien lo seguía a la pista y lo veía correr en círculos hasta que hubiera completado un número exacto de kilómetros o bien me quedaba en casa y veía la televisión yo sola, acurrucada en un rincón de su enorme sofá de cuero. No había comida en la nevera aparte de unos palitos de pechuga de pavo y unas repugnantes bebidas energéticas con la misma densidad de los huevos de rana. Una vez Treena y yo probamos una y la escupimos, en medio de arcadas teatrales, como niñas pequeñas.
Lo cierto es que no me gustaba el apartamento de Patrick. Lo había comprado el año anterior, cuando al fin se convenció de que a su madre le iría bien sola. Su negocio prosperaba y me dijo que era importante que uno de los dos se convirtiese en propietario. Supongo que ese debería haber sido el momento de tener una conversación acerca de vivir juntos, pero no llegó a ocurrir, y a ninguno de los dos le gusta plantear temas incómodos. Como resultado, no había nada mío en ese apartamento, a pesar de todos los años que llevábamos juntos. Nunca se lo había dicho, pero yo prefería vivir en casa de mis padres, con todos sus ruidos y sus cosas, que en este apartamento de soltero, sin personalidad y sin encanto alguno, con sus plazas de aparcamiento adjudicadas y sus vistas privilegiadas del castillo.
Y, además, era un tanto solitario.
—Tengo que respetar el horario, preciosa —decía, si le hablaba al respecto—. Si hago menos de treinta y cinco kilómetros a estas alturas, no voy a conseguir un buen tiempo. —A continuación, me ofrecía las últimas noticias acerca de sus calambres en las piernas o me pedía que le pasara el protector térmico.
Cuando no entrenaba, iba a interminables reuniones con otros miembros de su equipo, con quienes comparaba materiales y repasaba los planes del viaje. Estar junto a ellos era como verme rodeada de gente que hablaba coreano. No tenía ni idea de qué significaban sus palabras ni demasiado interés en averiguarlo.
Y, dentro de siete semanas, se suponía que debía acompañarlos a Noruega. Aún no había decidido cómo decirle a Patrick que no había pedido tiempo libre a los Traynor. ¿Cómo iba a hacerlo? El Norseman se celebraba a menos de una semana del final de mi contrato. Supongo que era infantil por mi parte negarme a resolver ese asunto, pero, con toda sinceridad, por aquel entonces yo solo veía a Will y a un reloj que marcaba la cuenta atrás. Nada más me llamaba la atención.
Lo más irónico de todo era que ni siquiera dormía bien en el apartamento de Patrick. No sé a qué se debía, pero llegaba desde allí al trabajo sintiéndome como si hablara a través de una jarra de cristal, con aspecto de que me hubieran dado un puñetazo en cada ojo. Comencé a disimular las ojeras mediante maquillaje con la misma generosidad chapucera de cuando decoraba.
—¿Qué ocurre, Clark? —dijo Will.
Abrí los ojos. Estaba justo a mi lado, la cabeza ladeada, observándome. Tuve la sensación de que llevaba ahí un tiempo. Me llevé la mano a la boca en un gesto reflejo, por si había estado babeando.
La película que se suponía que habíamos estado viendo era ahora una lenta sucesión de títulos de crédito.
—Nada. Lo siento. Es que hace calorcito aquí. —Me incorporé.
—Es la segunda vez en tres días que te quedas dormida. —Estudió mi cara—.Y tienes un aspecto horrible.
Así que se lo dije. Le hablé de mi hermana y de los problemas para dormir en casa, de cómo no quería montar un jaleo porque cada vez que miraba la cara de mi padre veía una desesperación a duras penas contenida porque ni siquiera proporcionaba a su familia una casa donde todos pudiéramos dormir.
—¿Aún no ha encontrado nada?
—No. Creo que es por la edad. Pero no hablamos de ello. Es... —Me encogí de hombros—. Es demasiado incómodo para todos nosotros.
Esperamos a que la película se acabara, tras lo cual me acerqué al reproductor, saqué el DVD y lo devolví a su estuche. Me sentía mal al confesar a Will mis problemas. Eran vergonzosamente triviales comparados con los suyos.
—Ya me acostumbraré —dije—. Todo va a ir bien. Seguro.
Will pareció preocupado durante el resto de la tarde. Fui a lavarme, volví y le preparé el ordenador. Cuando le traje una bebida, giró la silla hacia mí.
—Es muy sencillo —dijo, como si reanudáramos una conversación—. Quédate a dormir aquí los fines de semana. Hay una habitación libre, estaría bien que alguien la usara.
Me quedé quieta, con la taza en la mano.
—No puedo aceptar.
—¿Por qué no? No voy a pagarte las horas extras que pases aquí.
Dejé la taza en el portavasos.
—Pero ¿qué pensaría tu madre?
—No tengo ni idea.
Supongo que se me notó la inquietud, porque añadió:
—No pasa nada. No muerdo.
—¿Qué?
—Si te preocupa que tenga un ingenioso plan secreto para seducirte, desenchufa la silla y punto.
—Qué gracioso.
—En serio. Piénsalo. Sería una opción para cuando la necesites. Las cosas tal vez cambien antes de lo que piensas. Tal vez tu hermana se canse de pasar los fines de semana en casa. O tal vez conozca a alguien. Pueden pasar un millón de cosas.
Y tú tal vez no estés aquí dentro de dos meses, le dije en silencio, y de inmediato me odié a mí misma por pensarlo.
—Dime una cosa —me pidió mientras se disponía a salir de la habitación—. ¿Por qué el Hombre Maratón no te ofrece su casa?
—Oh, lo ha hecho —dije.
Me miró, como si fuera a insistir en ese tema.
Y entonces cambió de opinión.
—Lo que he dicho. —Se encogió de hombros—. La oferta sigue en pie.
Cosas que le gustaban a Will:
1. Ver películas, en especial si eran extranjeras y con subtítulos. En ocasiones lograba convencerlo para poner un thriller de acción, incluso alguna dramática historia de amor, pero con las comedias románticas no había modo. Si osaba alquilar una, Will se pasaba las dos horas soltando pfffs despectivos o señalando los clichés de la trama, de modo que yo no disfrutaba de la película.
2. Escuchar música clásica. Sabía un montón al respecto. También le gustaban algunas cosas modernas, pero decía que el jazz era más que nada un ruido pretencioso. Cuando vio el contenido de mi reproductor de MP3, soltó tal carcajada que casi se le salió un tubo.
3. Sentarse en el jardín, ahora que hacía calorcito. A veces me asomaba a la ventana y lo observaba mientras disfrutaba del sol en el rostro, la cabeza ladeada. Cuando le señalé su capacidad de permanecer inmóvil y disfrutar del momento (algo que yo no he llegado a aprender), me comentó que, si no puedes mover las piernas y los brazos, no te quedan muchas opciones.
4. Hacerme leer libros y revistas y luego hablar de ellos. La información es poder, Clark, me decía. Al principio, lo detestaba; era como haber vuelto al colegio y hacer exámenes de memoria. Pero, al cabo de un tiempo, comprendí que, en opinión de Will, no existían las respuestas equivocadas. En realidad, le gustaba que discutiera con él. Me preguntaba qué opinaba de ciertas noticias de los periódicos, no estaba de acuerdo conmigo respecto a los personajes de los libros. Parecía tener opiniones acerca de todo: sobre qué hacía el gobierno, si una empresa debería comprar a esta otra, si alguien debería acabar en la cárcel. Si pensaba que yo estaba siendo perezosa o repetía como un loro las ideas de mis padres o las de Patrick, soltaba un terminante: «No. Eso no es suficiente». Qué decepcionado se mostraba si yo decía que no sabía nada al respecto; había comenzado a anticiparme a él y ahora leía un periódico en el autobús de camino al pabellón, solo para sentirme preparada. «Buena observación, Clark», decía, y yo me hinchaba de satisfacción. Y entonces me reprendía a mí misma por permitir una vez más que Will me tratara de un modo condescendiente.
5. Afeitarse. Ahora, cada dos días, le enjabonaba el mentón y lo volvía presentable. Si no tenía un mal día, Will se reclinaba en su silla, cerraba los ojos y algo muy parecido al placer físico se extendía por su rostro. Tal vez solo eran imaginaciones mías. Tal vez solo veía lo que quería ver. Pero Will se sumía en un silencio completo mientras le pasaba, con delicadeza, la cuchilla por la piel. Cuando abría los ojos su expresión era más dulce, como la de alguien que se despierta de un sueño agradable. Su cara había recuperado el color, al pasar tanto tiempo al aire libre; tenía ese tipo de cutis que se bronceaba con facilidad. Yo guardaba las cuchillas en el armario del baño, en lo más alto, tras una enorme botella de acondicionador.
6. Hacer cosas de hombre. En especial con Nathan. En ocasiones, antes de los cuidados vespertinos, iban a sentarse a un extremo del jardín y Nathan abría un par de cervezas. A veces lo oía hablar de rugby o bromear acerca de una mujer que habían visto en la televisión y no parecía en absoluto el Will al que yo estaba acostumbrada. Pero comprendí que era algo que necesitaba; necesitaba a alguien con quien hacer cosas de hombre. Era una pequeña parte «normal» en su vida extraña y retirada.
7. Hacer comentarios sobre mi ropa. En realidad, debería decir: hacer muecas al ver mi ropa. Salvo con los leotardos negros y amarillos. En las dos ocasiones en que me los había puesto, Will no dijo nada: se limitó a asentir, como si el mundo hubiera vuelto a ser un lugar acogedor.
—El otro día viste a mi padre por el pueblo.
—Ah, sí. —Yo tendía la ropa. El tendedero estaba escondido en lo que la señora Traynor llamaba el Jardín de la Cocina. Creo que no deseaba que algo tan mundano como la colada contaminase la vista de las fronteras de su dominio vegetal. Mi madre exhibía la ropa blanca que colgaba casi como una cuestión de honor. Era como un desafío a las vecinas: ¡A ver si superáis esto, señoras! Mi padre tuvo que emplearse a fondo para impedirle que instalara otro tendedero giratorio en el porche.
—Me preguntó si lo habías contado.
—Oh. —Mantuve una expresión estudiadamente inexpresiva. Y a continuación, como parecía estar esperando, añadí—: Evidentemente, no.
—¿Estaba con alguien?
Dejé la última pinza en la bolsa. La enrollé y la puse en el cesto vacío de la colada. Me giré hacia Will.
—Sí.
—Una mujer.
—Sí.
—¿Pelirroja?
—Sí.
Will pensó en ello un momento.
—Lo siento si crees que te lo debería haber dicho —añadí—. Pero... no parecía asunto mío.
—Y no es una conversación sencilla.
—No.
—Si te sirve de consuelo, Clark, no es la primera vez —dijo, y se dirigió de vuelta a la casa.
Deirdre Bellows repitió mi nombre dos veces antes de que yo alzara la vista. Iba garabateando en mi libreta nombres de lugares y signos de interrogación, ventajas e inconvenientes, y hasta me había olvidado de que iba en un autobús. Estaba intentando encontrar la manera de llevar a Will al teatro. Solo había uno a menos de dos horas en coche, y representaban ¡Oklahoma! Era difícil imaginar a Will siguiendo con la cabeza el ritmo de «Oh, qué hermosa mañana», pero el teatro serio estaba en Londres. Y Londres aún parecía fuera de nuestro alcance.
Ya no era un problema sacar a Will de la casa, pero habíamos agotado las opciones disponibles a una hora de viaje y no tenía ni idea de cómo llevarlo más lejos.
—Perdida en tu mundo, ¿eh, Louisa?
—Ah. Hola, Deirdre. —Me eché a un lado en el asiento para dejarle sitio.
Deirdre era amiga de mi madre desde que eran niñas. Tenía una tienda de textiles y se había divorciado tres veces. Lucía una cabellera tan poblada que era casi como una peluca, así como un rostro carnoso y triste que daba la impresión de seguir soñando con el príncipe azul que la liberaría de todo esto.
—No suelo montarme en este autobús, pero tengo el coche en el garaje. ¿Qué tal estás? Tu madre me lo ha contado todo sobre tu trabajo. Parece muy interesante.
Así es crecer en un pueblo pequeño. Tu vida es del dominio público. No hay secretos: ni cuando me pillaron fumando en el aparcamiento de un supermercado a las afueras del pueblo con catorce años, ni cuando mi padre alicató de nuevo el aseo de abajo. Los detalles de la vida cotidiana eran el sustento de mujeres como Deirdre.
—Está bien, sí.
—Y bien pagado.
—Sí.
—Cómo me alegré por ti, después del cierre del café. Qué pena que lo cerraran. Estamos perdiendo todos los buenos comercios del pueblo. Recuerdo que antes teníamos un mercado, una panadería y una carnicería en la calle mayor. ¡Solo nos faltaba una tienda de candelabros!
—Mmm. —Vi cómo echaba un vistazo a mi lista y cerré la libreta—. En fin. Aún tenemos un lugar donde comprar cortinas. ¿Qué tal va la tienda?
—Oh, bien... Sí... ¿Qué es eso, entonces? ¿Algo del trabajo?
—Solo son cosas que a lo mejor le gustan a Will.
—¿Ese es tu paralítico?
—Sí. Mi jefe.
—Tu jefe. Bonita manera de decirlo. —Me dio un leve golpe con el codo—. Y a esa hermana tuya tan lista, ¿qué tal le va en la universidad?
—Le va bien. Y a Thomas.
—Va a acabar gobernando el país, esa. Aunque tengo que decirte, Louisa, que siempre me ha sorprendido que tú no te fueras antes que ella. Siempre pensamos que eras una niña brillante. No es que no lo seas ahora, claro.
Sonreí con educación. No sabía muy bien cómo reaccionar.
—Pero, bueno, alguien tiene que hacerlo, ¿eh? Y es beneficioso para tu madre que una de las dos esté contenta tan cerca de casa.
Quise contradecirla, y comprendí en ese momento que nada de lo que había hecho en los últimos siete años sugería que yo tuviera ambiciones o deseos que me llevaran más allá del final de mi calle. Seguí ahí sentada, mientras el viejo y cansado motor del autobús gruñía y trepidaba bajo nosotras, y tuve la súbita sensación de que el tiempo volaba, de estar perdiendo horas y horas en mis pequeños viajes por los mismos lugares. Dando vueltas y vueltas alrededor del castillo. Observando a Patrick dando vueltas y vueltas por la pista. Los mismos problemillas de siempre. Las mismas costumbres.
—Ah, vaya. Mi parada. —Deirdre se levantó pesadamente junto a mí, pasándose el bolso de charol por el hombro—. Dale un abrazo a tu madre de mi parte. Dile que mañana me paso a verla.
Alcé la vista, parpadeando.
—Me he hecho un tatuaje —dije de repente—. De una abeja.
Deirdre vaciló, agarrada a un lado del asiento.
—En la cadera. Un tatuaje de verdad. Es permanente —añadí.
Deirdre echó un vistazo a la puerta del autobús. Pareció un poco perpleja y entonces me dedicó lo que supuse que ella creía que era una sonrisa consoladora.
—Vaya, qué bien, Louisa. Como he dicho, dile a tu madre que me paso mañana.
Todos los días, mientras Will veía la televisión o estaba ocupado con sus cosas, yo me sentaba ante su ordenador y me esforzaba en encontrar ese evento mágico que le hiciera feliz. Pero, a medida que pasaba el tiempo, iba descubriendo que la lista de cosas que no podíamos hacer y de lugares a los que no podíamos ir había comenzado a superar a la otra de forma significativa. Así pues, regresé al foro de Internet en busca de consejos.
¡Ja!, dijo Ritchie. Bienvenida a nuestro mundo, Abeja.
Gracias a las conversaciones que siguieron, me enteré de que emborracharse sobre una silla de ruedas conllevaba unos riesgos muy concretos, como accidentes con el catéter, caídas por los bordillos de las aceras y acabar siendo llevado a la casa equivocada por otros borrachos. Me enteré de que no había un lugar donde las personas sanas fueran más o menos amables que en el resto, pero que París era el sitio del planeta menos indicado para las sillas de ruedas. Fue una decepción, pues una parte de mí, optimista y pequeña, aún albergaba la esperanza de viajar ahí con Will.
Empecé a elaborar una nueva lista: cosas que no se pueden hacer con un tetrapléjico.
1. Ir en el metro (casi todas las estaciones carecían de ascensores), lo que casi descartaba por completo la mitad de Londres a menos que estuviéramos dispuestos a pagar varios taxis.
2. Ir a nadar, sin ayuda, y a menos que el agua estuviera lo suficientemente cálida como para evitar los temblores involuntarios al cabo de unos pocos minutos. Incluso los vestuarios para discapacitados no son de gran ayuda sin un elevador de piscina. Y estaba por ver que Will accediera a utilizar un elevador de piscina.
3. Ir al cine, a menos que reserváramos una butaca en la primera fila o que los espasmos de Will fueran menores ese día. Al ver La ventana indiscreta, estuve veinte minutos a cuatro patas limpiando las palomitas que un inesperado rodillazo de Will mandó por los aires.
4. Ir a una playa, a menos que la silla tuviera unas ruedas especiales, muy gruesas. Las de Will no eran así.
5. Volar una vez que la aerolínea ya hubiese cumplido con el cupo de discapacitados.
6. Ir a comprar, a menos que las tiendas tuvieran las rampas reglamentarias en su sitio. En las cercanías del castillo, muchos comercios se aprovechaban de su condición de edificio histórico para asegurar que era imposible colocarlas. Algunos incluso decían la verdad.
7. Ir a un lugar demasiado caluroso o demasiado frío (problemas de temperatura corporal).
8. Ir a un lugar de forma improvisada (había que preparar la mochila, comprobar dos veces la accesibilidad del trayecto).
9. Salir a comer, si se sentía cohibido al darle de comer o (según el estado del catéter) si los aseos del restaurante estaban al fondo de unas escaleras.
10. Hacer viajes largos en tren (agotadores, y resulta demasiado difícil subir una pesada silla de ruedas eléctrica al tren sin ayuda).
11. Cortarse el pelo en un día lluvioso (el pelo se quedó pegado a las ruedas de la silla de Will, y fue nauseabundo para ambos).
12. Ir a casa de amigos, a menos que tuvieran rampas para sillas de ruedas. Casi todas las casas tienen escaleras. Casi nadie tiene rampas. Nuestra casa era una rara excepción. De todos modos, Will decía que no quería ir a ver a nadie.
13. Bajar la colina del castillo bajo una lluvia torrencial (los frenos no eran siempre fiables y esa silla era demasiado pesada para mí).
14. Ir a algún lugar donde existiera la probabilidad de que hubiera borrachos. Will era un imán para los borrachos. Se agachaban, le arrojaban humo de tabaco encima y lo miraban con ojos grandes y conmovidos. A veces, incluso, intentaban empujar la silla.
15. Ir a algún lugar donde hubiera multitudes. A medida que se acercaba el verano, eso implicaba que salir por las cercanías del castillo era cada vez más difícil, y había que descartar la mitad de los lugares que se me ocurrían (ferias, teatro al aire libre, conciertos).
Cuando, en un intento de descubrir nuevas opciones, pregunté a los tetrapléjicos del foro qué es lo que más les gustaría hacer en el mundo, la respuesta fue casi siempre la misma: «Tener relaciones sexuales». Recibí muchos detalles no solicitados al respecto.
No fue de gran ayuda. Me quedaban tan solo ocho semanas y se me habían acabado las ideas.
Un par de días tras nuestra conversación bajo el tendedero, volví a casa para encontrarme a mi padre de pie en el pasillo. Esto habría sido un hecho inusual en sí mismo (las últimas semanas parecía haberse retirado al sofá durante el día, con la excusa de hacer compañía al abuelo), pero además vestía una camisa recién planchada, se había afeitado e impregnaba el pasillo con el aroma de Old Spice. Estoy casi segura de que tenía ese frasco de loción desde 1974.
—Aquí estás.
Cerré la puerta detrás de mí.
—Aquí estoy.
Estaba cansada y nerviosa. Había dedicado todo el trayecto de autobús a hablar por teléfono con una agencia de viajes sobre lugares que podía visitar con Will, pero ambos habíamos llegado a un punto muerto. Necesitaba llevarlo más lejos de casa. Pero al parecer no existía ningún sitio más allá de un radio de ocho kilómetros del castillo que quisiera visitar.
—¿Te molesta prepararte la merienda?
—Claro que no. Luego tal vez vaya a ver a Patrick al bar. ¿Por qué? —Colgué el abrigo en el perchero.
En el perchero había mucho más espacio ahora que no estaban los abrigos de Treena y Thomas.
—Voy a llevar a tu madre a cenar fuera.
Hice un pequeño cálculo mental.
—¿Me he perdido su cumpleaños?
—No. Vamos a celebrar algo. —Bajó la voz, como si fuera a decirme un secreto—. He encontrado trabajo.
—¡No! —Y entonces lo comprendí: se notaba en todo su cuerpo que se había quitado un peso de encima. Estaba más erguido, más sonriente. Había rejuvenecido.
—Papá, es fantástico.
—Lo sé. Tu madre está que no se lo cree. Y, ya sabes, estos meses han sido duros para ella, con la marcha de Treena y el abuelo y todo. Así que quería salir con ella esta noche, mimarla un poco.
—¿Y cuál es el trabajo?
—Voy a ser el encargado del mantenimiento. Ahí, en el castillo.
Parpadeé.
—Pero eso...
—El señor Traynor. Es verdad. Me llamó y me dijo que estaba buscando a alguien, y tu hombre, Will, le había dicho que yo estaba disponible. Fui esta tarde y le enseñé lo que sabía hacer y voy a estar un mes de prueba. Empiezo este sábado.
—¿Vas a trabajar para el padre de Will?
—Bueno, dijo que tengo que estar un mes de prueba, y pasar por todos los trámites necesarios y eso, pero me aseguró que no veía razón alguna para que no me quedara.
—Eso... Eso es estupendo —dije. Me sentí un poco desconcertada por la noticia—. Ni siquiera sabía que buscaban a alguien.
—Yo tampoco. Pero es maravilloso. Es un hombre que aprecia la calidad, Lou. Hablé con él acerca de la madera de roble y me mostró parte del trabajo del empleado anterior. No te lo creerías. Asombroso. Dijo que estaba muy impresionado con mi trabajo.
Estaba animado, más de lo que le había visto en varios meses.
Mi madre apareció junto a él. Se había pintado los labios y llevaba tacones altos.
—Y hay una furgoneta. Tiene su propia furgoneta. Y pagan bien, Lou. Incluso un poquito más que en la fábrica de muebles.
Mi madre miraba a mi padre como si fuera un héroe capaz de todo. Cuando se volvió hacia mí, su expresión sugería que yo debería hacer lo mismo. La cara de mi madre era capaz de contener un millón de mensajes, y este me dijo que debíamos dejar a mi padre disfrutar de ese momento.
—Es maravilloso, papá. De verdad. —Di un paso al frente y le abracé.
—Bueno, en realidad es a Will a quien deberías dar las gracias. Qué gran tipo. Cómo le agradezco que se acordara de mí.
Escuché cómo se iban de casa, los sonidos de mi madre ante el espejo del pasillo, las palabras repetidas de mi padre, que le aseguraba que estaba muy guapa, que iba bien así. Lo oí buscando en los bolsillos las llaves, la cartera, el cambio, seguido de unas breves risitas. Y entonces la puerta se cerró, oí el murmullo del coche que se alejaba y solo quedó el sonido distante de la televisión en la habitación del abuelo. Me senté en las escaleras. Y saqué el teléfono y marqué el número de Will.
Tardó un tiempo en responderme. Lo imaginé acercándose al dispositivo de manos libres, presionando el botón con el pulgar.
—¿Diga?
—¿Esto es cosa tuya?
Hubo una breve pausa.
—¿Eres tú, Clark?
—¿Le has conseguido un trabajo a mi padre?
Will habló como si se hubiera quedado sin aliento. Me pregunté, distraída, si estaba sentado en una buena postura.
—Creí que te alegraría.
—Y me ha alegrado. Es solo que... No lo sé. Me siento rara.
—No te sientas rara. Tu padre necesitaba un trabajo. El mío necesitaba un encargado competente.
—¿De verdad? —No logré que el escepticismo no se me notara en la voz.
—¿Qué?
—¿Esto no tendrá que ver con lo que me preguntaste el otro día? ¿Sobre si lo había visto con otra mujer?
Hubo una larga pausa. Lo imaginé ahí, en el salón, mirando por los ventanales.
Cuando habló, su tono era cauteloso.
—¿Crees que haría chantaje a mi padre para que le diera un trabajo al tuyo?
Dicho así, no sonaba muy probable.
Me senté de nuevo.
—Lo siento. No lo sé. Es que es raro. El momento. Es demasiada coincidencia.
—Entonces, alégrate, Clark. Es una buena noticia. A tu padre se le va a dar bien ese trabajo. Y eso quiere decir... —Will vaciló.
—Quiere decir ¿qué?
—... que algún día podrás irte y extender las alas sin preocuparte por cómo se ganarán la vida tus padres.
Fue como si me hubiera golpeado. Sentí que me quedaba sin aire en los pulmones.
—¿Lou?
—¿Sí?
—Te has quedado muy callada.
—Yo... —Tragué saliva—. Lo siento. Algo me ha distraído. El abuelo me llama. Pero sí. Gracias... por recomendarlo. —Tuve que dejar el teléfono. Porque, sin previo aviso, se me había hecho un nudo en la garganta y creí que no sería capaz de decir nada más.
Caminé hasta el bar. El aire estaba cargado del aroma de las nuevas flores y la gente sonreía al pasar junto a mí por la calle. No conseguí responder a ningún saludo. Lo único que sabía era que ya no podía seguir en esa casa, a solas con mis pensamientos. Encontré a los Diablos del Triatlón en la terraza de la cervecería, donde habían juntado dos mesas en un rincón, de las que sobresalían piernas y brazos que formaban ángulos vigorosos y rosados. Recibí unos cuantos saludos educados (ninguno de las mujeres) y Patrick se puso en pie, creando un pequeño espacio para mí a su lado. Comprendí que me habría encantado que Treena estuviera ahí.
La terraza estaba llena, con esa combinación tan inglesa de estudiantes gritones y vendedores recién salidos del trabajo en mangas de camisa. Este bar era uno de los favoritos de los turistas y, entre las voces inglesas, se alzaba una variedad de acentos: italianos, franceses, estadounidenses. Desde el muro occidental se veía el castillo y, tal como hacían cada verano, los turistas formaban colas para hacerse fotografías con el monumento al fondo.
—No te esperaba. ¿Quieres tomar algo?
—Dentro de un momento. —Solo quería sentarme, reposar la cabeza contra Patrick. Quería sentirme como antes: normal, sin preocupaciones. Quería dejar de pensar en la muerte.
—Hoy he hecho mi mejor tiempo. Veinticuatro kilómetros en 79,2 minutos.
—Qué bien.
—Lo estás bordando, ¿eh, Patrick? —dijo alguien.
Patrick apretó los puños e imitó el ruido de un motor que arranca.
—Qué bien. De verdad. —Intenté mostrarme complacida por él.
Tomé una bebida, y luego otra. Escuché sus conversaciones sobre distancias, arañazos en las rodillas y ataques de hipotermia al nadar. Dejé de escuchar y me dediqué a observar a las otras personas, a preguntarme cómo serían sus vidas. Todos ellos habrían vivido importantes sucesos en sus familias: bebés amados y perdidos, oscuros secretos, grandes alegrías y tragedias. Si ellos eran capaces de poner todo eso a un lado y disfrutar de una tarde soleada en el bar, yo también podía.
Y entonces le conté a Patrick que mi padre había encontrado trabajo. Su expresión fue similar a la mía al enterarme, imaginé. Tuve que repetirlo, solo para que estuviera seguro de haberme oído bien.
—Qué... oportuno. Los dos trabajando para él.
Quise contárselo todo en ese momento. Quise explicarle cómo todo dependía de mi batalla para mantener a Will con vida. Quise decirle cuánto miedo me daba que Will pareciera empeñado en liberarme de mis ataduras económicas. Pero sabía que no le diría nada. Aun así, mejor que le contase el resto mientras aún podía.
—Hum... Eso no es todo. Dice que me quede ahí cuando quiera, en la habitación de invitados. Para acabar con el problema que tenemos en casa con las habitaciones.
Patrick me miró.
—¿Vas a vivir en su casa?
—Tal vez. Es una buena oferta, Pat. Ya sabes cómo están las cosas en casa. Y tú nunca estás aquí. Me gusta ir a tu apartamento, pero... Bueno, si te soy sincera, ahí no me siento en casa.
Patrick aún tenía la mirada clavada en mí.
—Entonces, hazlo tu casa.
—¿Qué?
—Ven a vivir conmigo. Trae tus cosas. Tu ropa. Ya es hora de que vivamos juntos.
Solo más tarde, cuando pensé en ello, comprendí que Patrick parecía muy infeliz al decir estas palabras. No pareció un hombre que había comprendido al fin que ya no podía seguir viviendo lejos de su novia y quería celebrar la feliz unión de dos vidas. Pareció ser alguien que sentía que acababa de perder la partida.
—¿De verdad quieres que me mude a tu casa?
—Sí, claro. —Se frotó la oreja—. Es decir, no te estoy pidiendo que nos casemos ni nada. Pero tiene sentido, ¿verdad?
—Qué romanticón.
—Lo digo en serio, Lou. Ya tocaba hace tiempo, pero supongo que he estado liado con una cosa y luego con otra. Vente a vivir conmigo. Va a estar bien. —Me abrazó—. Va a estar muy bien.
A nuestro alrededor los Diablos del Triatlón habían reanudado diplomáticamente sus conversaciones. Se alzó una pequeña ovación cuando un grupo de turistas japoneses lograron la fotografía que querían. Los pájaros cantaban, el sol se ponía, el mundo daba vueltas. Quise formar parte de todo ello, no estar atrapada en una habitación silenciosa, preocupada por un hombre en silla de ruedas.
—Sí —dije—. Va a estar bien.