15

Vamos, Clark. ¿Qué apasionantes eventos has planeado para esta noche?

Estábamos en el jardín. Nathan hacía la fisioterapia de Will, moviendo con delicadeza las rodillas, arriba y abajo, hacia el pecho, mientras Will yacía sobre una manta, la cara al sol, los brazos estirados, como si hubiera ido a broncearse a la playa. Yo estaba sentada en la hierba junto a ellos y comía un sándwich. Ya rara vez salía a la hora de comer.

—¿Por qué?

—Curiosidad. Me interesa saber qué haces cuando no estás aquí.

—Bueno... Esta noche tengo una sesión rápida de artes marciales, luego un helicóptero me va a llevar a Montecarlo a cenar. Y luego tal vez tome un cóctel en Cannes de camino a casa. Si alzas la vista más o menos a las dos de la madrugada, te saludaré al pasar —dije. Aparté los dos lados del sándwich para comprobar su interior—. Supongo que voy a terminarme mi libro.

Will miró a Nathan.

—Diez libras —dijo, sonriendo.

Nathan metió la mano en el bolsillo.

—Siempre igual —rezongó.

Clavé la mirada en ellos.

—Siempre igual ¿qué? —pregunté, mientras Nathan dejaba un billete en las manos de Will.

—Él dijo que ibas a leer un libro. Yo dije que ibas a ver la tele. Siempre gana.

Se me atragantó el sándwich.

—¿Siempre? ¿Habéis estado apostando sobre lo aburrida que es mi vida?

—Nosotros no lo diríamos así —contestó Will. Esa sutil mirada de culpabilidad desmentía sus palabras.

Me erguí.

—A ver si lo entiendo bien. ¿Habéis apostado dinero de verdad a que este viernes por la noche me quedaría en casa o leyendo un libro o viendo la tele?

—No —dijo Will—. Yo también había apostado a que irías a ver correr al Hombre Maratón.

Nathan soltó la pierna de Will. Le estiró el brazo y comenzó a masajearlo por la muñeca.

—¿Y si os dijera que iba a hacer algo completamente diferente?

—Pero nunca lo haces —señaló Nathan.

—En realidad, me lo quedo. —Arranqué el billete de la mano de Will—. Porque esta noche os habéis equivocado.

—¡Dijiste que ibas a leer! —protestó.

—Ahora tengo esto —dije, mostrando el billete de diez libras—. Voy a ir al cine. Toma ya. La ley de las consecuencias inesperadas, o como se llame.

Me levanté, guardé el dinero en el bolsillo y arrojé los restos de mi almuerzo en una bolsa de papel marrón. Estaba sonriendo cuando me alejé de ellos, pero, extrañamente, y por alguna razón que no comprendí de inmediato, mis ojos se cubrieron de lágrimas.

Esa mañana, antes de llegar a Granta House, había pasado una hora ante el calendario. Algunos días me sentaba y lo miraba desde la cama, rotulador en mano, intentando decidir adónde llevar a Will. Todavía no estaba convencida de ir mucho más lejos y, aun con la ayuda de Nathan, la idea de pasar la noche fuera me intimidaba.

Hojeé el periódico local, echando un vistazo a los partidos de fútbol y las ferias de pueblo, pero temía que, después de la debacle hípica, la silla de Will pudiera atascarse en el césped. Me preocupaba que se sintiera vulnerable en medio de la multitud. Descarté todo lo que estuviera relacionado con caballos, lo cual, en una zona como la nuestra, suponía una sorprendente cantidad de actividades al aire libre. Sabía que no querría ir a ver una carrera de Patrick, y el críquet y el rugby le resultaban indiferentes. Algunos días me sentía atrapada por mi incapacidad para tener nuevas ideas.

Tal vez Will y Nathan estaban en lo cierto. Tal vez yo era aburrida. Tal vez fuera la persona menos indicada en el mundo para planear aventuras que espoleasen las ganas de vivir de Will.

O un libro o la televisión.

Visto así, era difícil no estar de acuerdo al respecto.

Una vez que se fue Nathan, Will me encontró en la cocina. Estaba sentada ante la mesa pequeña, donde pelaba patatas para la cena, y no alcé la vista cuando situó la silla de ruedas en el umbral. Me observó tanto tiempo que las orejas se me pusieron rojas bajo ese escrutinio.

—Sabes —dije al fin—, podría haber sido muy antipática contigo antes. Podría haber dicho que tú tampoco haces nunca nada.

—No creo que Nathan estuviera dispuesto a apostar si le dijeras que yo iba a salir a bailar esta noche —dijo Will.

—Sé que era solo una broma —continué, tirando una larga monda de patata—. Pero me hiciste sentir muy mal. Si teníais que apostar acerca de mi aburrida vida, ¿acaso era necesario que Nathan y tú me lo dijerais? ¿No habría sido mejor que fuera una broma privada entre vosotros?

No dijo nada durante un tiempo. Cuando al fin alcé la vista, me estaba observando.

—Lo siento —se disculpó.

—No parece que lo sientas mucho.

—Bueno... Vale... Tal vez quería que lo oyeras. Quería que pensaras en lo que estás haciendo.

—¿En qué? ¿En cómo dejo pasar la vida...?

—Sí, eso mismo.

—Dios, Will. Ojalá dejaras de decirme qué tengo que hacer. ¿Y si me gusta ver la tele? ¿Y si no quiero hacer nada salvo leer un libro? —Mi voz se crispó—. ¿Y si estoy cansada cuando vuelvo a casa? ¿Y si no necesito que mis días estén llenos de una actividad frenética?

—Pero tal vez un día desees que hubiera sido así —murmuró, en voz baja—. ¿Sabes qué haría yo en tu lugar?

Dejé el pelador.

—Sospecho que me lo vas a decir de todos modos.

—Sí. Y no me da ninguna vergüenza hacerlo. Me apuntaría a clases nocturnas. Me formaría como costurera o diseñadora o lo que sea, con tal de que te guste de verdad. —Señaló con un gesto mi vestido, inspirado en los años sesenta, estilo Pucci, elaborado con la tela de unas cortinas del abuelo.

La primera vez que me vio con el vestido puesto mi padre me señaló con el dedo y gritó: «¡Eh, Lou, deja ya de disfrazarte!». Tardó cinco minutos en parar de reírse.

—Buscaría actividades que no costaran mucho: clases de gimnasia, natación, trabajos de voluntario, lo que sea. Aprendería música por mí mismo o saldría a dar largos paseos con el perro de alguien, o...

—Vale, vale. Me queda claro —dije, irritada—. Pero yo no soy tú, Will.

—Por fortuna para ti.

Nos quedamos ahí un rato. Will se acercó y subió la silla para que nos miráramos a los ojos por encima de la mesa.

—Vale —dije—. Entonces, ¿qué hacías tú cuando salías del trabajo? ¿Tan maravilloso era?

—Bueno, no tenía mucho tiempo después de trabajar, pero intentaba hacer algo cada día. Iba a escalar a un rocódromo, jugaba al squash, iba a conciertos, probaba nuevos restaurantes...

—Es fácil hacer esas cosas si se tiene dinero —protesté.

—Y salía a correr. Sí, de verdad —dijo cuando alcé una ceja—. E intentaba aprender los idiomas de los lugares que quería visitar. Y veía a mis amigos... o a esa gente que consideraba amigos míos. —Dudó un instante—. Y planeaba viajes. Buscaba lugares donde no había estado, cosas que me asustaran o me llevaran al límite. Una vez crucé el Canal de la Mancha a nado. Practiqué parapente. Subí montañas y las bajé esquiando. Sí —dijo, cuando vio que estaba dispuesta a interrumpirlo—. Sé que hay que tener dinero para muchas de estas cosas, pero no para otras. Además, ¿cómo crees que ganaba tanto dinero?

—¿Timando a la gente en Londres?

—Averigüé qué me haría feliz y averigüé qué quería hacer, y me formé para el trabajo que haría posible esas dos cosas.

—Tal como lo dices, parece muy sencillo.

—Es sencillo —dijo—. Pero lo cierto es que también supone un grandísimo esfuerzo. Y la gente no está dispuesta a hacer ese tipo de sacrificio.

Había terminado con las patatas. Tiré las mondas en el cubo, puse la sartén en el fogón y la dejé lista para luego. Me giré y me levanté con los brazos, de modo que me quedé sentada encima de la mesa, con las piernas colgando.

—Tuviste una vida grandiosa, ¿no?

—Sí. —Se acercó un poco y volvió a alzar la silla para que estuviéramos casi a la misma altura—. Por eso me pones de los nervios, Clark. Porque veo todo este talento, todo esta... —Se encogió de hombros—. Toda esta energía e inteligencia, y...

—No digas potencial.

—... potencial. Sí. Potencial. Y, por más que lo intento, no entiendo cómo puedes estar satisfecha con una vida tan minúscula. Esta vida que tiene lugar en un radio de poco más de cinco kilómetros y que no incluye a nadie capaz de sorprenderte, exigirte o mostrarte cosas que te dejen boquiabierta y no te dejen dormir de noche.

—Esa es tu forma de decirme que debería estar haciendo algo mucho más interesante que pelar patatas para ti.

—Te estoy diciendo que existe un mundo ahí fuera. Pero que te agradecería mucho si me pelaras las patatas primero. —Me sonrió y no pude evitar devolverle la sonrisa.

—¿No crees...? —comencé, pero me interrumpí.

—Sigue.

—¿No crees que en realidad para ti es más difícil... adaptarte, quiero decir? ¿Después de haber hecho todo lo que has hecho?

—¿Me estás preguntando si desearía no haber hecho todo eso?

—Solo me pregunto si te habría resultado más sencillo. Si tu vida hubiera sido minúscula. Vivir así, quiero decir.

—Nunca, jamás me arrepentiré de las cosas que he hecho. Porque casi todos los días, si estás atrapado en un cacharro como este, lo único que te queda son los lugares de tus recuerdos que aún puedes visitar. —Sonrió. Estaba tenso, como si le costara hablar—. Es decir, si me preguntas si preferiría recordar las vistas del castillo desde el mercado o esa bonita hilera de tiendas de la rotonda, la respuesta es no. Mi vida estuvo muy bien, gracias.

Me bajé de la mesa. No estaba segura de cómo había ocurrido, pero una vez más me había quedado sin palabras, en un callejón sin salida. Cogí la tabla de cortar del escurridor.

—Y, Lou, lo siento. Por lo de la apuesta.

—Sí. Bueno. —Me di la vuelta y comencé a aclarar la tabla de cortar en el fregadero—. No creas que te voy a devolver el billete.

Dos días más tarde Will acabó en el hospital con una infección. Una medida preventiva, según dijeron, si bien era evidente para todo el mundo que Will sufría dolores punzantes. Algunos tetrapléjicos no conservaban las sensaciones corporales, pero, si bien era insensible a la temperatura, por debajo del pecho Will percibía tanto el dolor como el tacto. Fui a verlo dos veces, y le ofrecía música y comidas apetitosas, así como mi compañía, pero sentí que me convertía en un estorbo, y no tardé en comprender que Will no deseaba que le prestaran tanta atención ahí dentro. Me dijo que fuera a casa y disfrutara de mi tiempo libre.

Un año antes habría desperdiciado esos días libres; habría curioseado por las tiendas, tal vez habría ido a ver a Patrick a la hora de comer. Probablemente habría visto la televisión durante el día y tal vez habría hecho un vago esfuerzo por ordenar la ropa. Habría dormido un montón.

Ahora, sin embargo, me sentía inquieta, fuera de lugar. Echaba de menos tener un motivo para levantarme temprano, un objetivo que llenara el día.

Tardé media mañana en comprender que estas horas podían ser útiles. Fui a la biblioteca y comencé a investigar. Miré todas las páginas sobre tetrapléjicos que encontré y averigüé cosas para hacer con Will cuando se recuperara. Escribí listas, detallando el equipamiento o el material necesario para cada evento.

Descubrí chats para quienes sufrían lesiones medulares y encontré a varios miles de hombres y mujeres similares a Will (que vivían ocultos en Londres, Sídney, Vancouver o al otro lado de la calle), ayudados por amigos o familiares o, en ocasiones, en una soledad desgarradora.

Yo no era la única cuidadora interesada en estas páginas. Había novias que preguntaban cómo ayudar a sus parejas a recuperar la confianza para salir de nuevo, maridos en busca de consejos sobre nuevo equipamiento médico. Había anuncios para sillas de ruedas que no se atascaban sobre la arena o el barro, ingeniosos asideros o accesorios hinchables para el baño.

Había unos códigos en las conversaciones. Deduje que LME era una lesión medular, que FC eran los físicamente capacitados, que ITU era una infección en el tracto urinario. Vi que las lesiones C4 y C5 eran mucho más graves que las C11 o C12: la mayoría de quienes sufrían estas últimas aún conservaban el uso de los brazos o el torso. Había historias de amor y duelo, de cónyuges a quienes les costaba sobrellevar las discapacidades de las esposas o de hijos pequeños. Había esposas que se sentían culpables por haber rezado para que sus esposos dejaran de maltratarlas..., solo para descubrir que nunca más lo harían. Había maridos que deseaban separarse de sus esposas discapacitadas pero temían la reacción de la comunidad. Se percibía fatiga y desesperación, y mucho humor negro: chistes sobre bolsas del catéter que explotaban, estupideces bienintencionadas de los que pretendían ayudar o accidentes de borrachos. Las caídas de las sillas era un tema recurrente. Y había debates acerca del suicidio: de quienes querían practicarlo y de quienes les animaban a concederse más tiempo, a aprender a ver la vida de otra forma. Leí todo sobre el tema y sentí que había descubierto una rendija secreta para adentrarme en los pensamientos de Will.

A la hora de comer salí de la biblioteca y fui a dar un breve paseo por el pueblo para aclararme las ideas. Me concedí el capricho de un sándwich de gambas y me senté en el muro, desde donde miré los cisnes del lago bajo el castillo. Hacía bastante calor para quitarme la chaqueta y dejé que el sol me bañara la cara. Era curiosamente relajante contemplar el ajetreo del resto de la gente. Tras pasar toda la mañana en el mundo de los confinados, caminar y comer al aire libre, bajo el sol, me dio la sensación de libertad.

Cuando terminé, caminé de vuelta a la biblioteca, donde me volví a sentar ante el ordenador. Respiré hondo y escribí un mensaje.

Hola. Soy la amiga/cuidadora de un tetrapléjico C5/C6 de 35 años. Era una persona exitosa y dinámica en su vida anterior y le resulta difícil adaptarse a su nueva existencia. De hecho, sé que no quiere vivir y estoy intentando encontrar un modo de hacerle cambiar de opinión. Por favor, ¿podría alguien decirme cómo hacerlo? Ideas de actividades que le podrían gustar o maneras de hacerle pensar de otro modo... Agradecería cualquier consejo.

Me llamé a mí misma Abeja Atareada. Me recliné en la silla, me mordí la uña un rato y al fin pulsé Enviar.

Cuando me senté ante el terminal a la mañana siguiente, vi que había recibido catorce respuestas. Entré en el chat y me quedé perpleja al ver la lista de nombres y las respuestas procedentes de personas de todo el mundo, a lo largo del día y de la noche. La primera decía:

Querida Abeja Atareada:

Bienvenida a los foros. Estoy seguro de que para tu amigo será un gran consuelo tener a alguien que se preocupa por él.

No estoy tan segura, pensé.

Aquí casi todos hemos pasado un bache en algún momento de nuestras vidas. Tal vez tu amigo esté pasando el suyo. No permitas que te aleje de él. Sé optimista. Y recuérdale que no es a él a quien corresponde decidir cuándo llegamos y nos vamos de este mundo, sino al Señor. Él decidió cambiar la vida de tu amigo, en Su sabiduría infinita, y tal vez haya una lección que...

Pasé a la siguiente respuesta.

Querida Abeja:

No hay vuelta de hoja: ser tetrapléjico es un asco. Si tu amigo fue un tipo de acción, entonces le va a resultar más duro. Esto es lo que a mí me ayudó. Mucha compañía, incluso cuando quería estar solo. Buena comida. Buenos médicos. Buenas medicinas, antidepresivos de ser necesarios. No has dicho dónde vivís, pero, si es posible que entre en contacto con otras personas de la comunidad LME, tal vez sea de ayuda. Al principio, yo no tenía muchas ganas (creo que una parte de mí no quería admitir que era tetrapléjico), pero ayuda saber que no estás solo.

Ah, y no le dejes ver películas como La escafandra y la mariposa. Qué deprimente.

Dinos qué tal te va.

Un abrazo,

Ritchie

Busqué La escafandra y la mariposa. «La historia de un hombre que sufre una embolia que lo paraliza y de sus intentos de comunicarse con el mundo exterior», decía. Anoté el título en la libreta, sin saber muy bien si lo hacía para asegurarme de que Will no se topara con ella o para recordar que debía verla.

Las dos respuestas siguientes eran de un adventista del séptimo día y de un hombre cuyas sugerencias para que animara a Will ciertamente no formaban parte de mi contrato laboral. Me sonrojé y bajé hasta otro mensaje, temerosa de que alguien leyera la pantalla por encima del hombro. Y entonces vacilé ante la siguiente respuesta.

Hola, Abeja Atareada.

¿Por qué piensas que tu amigo, paciente o lo que sea ha de cambiar de opinión? Si yo supiera una manera de morir con dignidad, y si no supiera que iba a destrozar a mi familia, lo haría. He estado atrapado en esta silla ocho años ya, y mi vida es una constante sucesión de humillaciones y frustraciones. ¿De verdad te puedes poner en su piel? ¿Sabes qué se siente al ser incapaz de hacer de vientre sin ayuda? ¿Saber que para siempre jamás vas a estar atrapado en tu cama, incapaz de comer, vestirte, comunicarte con el mundo exterior sin que alguien te ayude? ¿No volver a tener relaciones sexuales? ¿Saber que vas a padecer llagas, mala salud e incluso necesitar respirador artificial? Pareces buena persona y no dudo de que tengas buenas intenciones. Pero tal vez no seas tú quien vaya a cuidarlo la semana que viene. Tal vez sea alguien que lo deprime o es incluso antipático. Eso, como todo lo demás, está fuera de su control. Nosotros sabemos que hay muy pocas cosas que controlemos: quién nos da de comer, quién nos viste, quién nos lava, quién nos receta medicinas. Vivir siendo consciente de ello es muy duro.

Por tanto, creo que estás haciendo la pregunta incorrecta. ¿Quiénes se creen los demás para decidir cómo han de ser nuestras vidas? Si esta no es la vida que quiere tu amigo, ¿no deberías estar preguntando cómo ayudarle a poner el punto final?

Un abrazo,

Gforce, Misuri, EE UU

Me quedé mirando el mensaje, con los dedos inmóviles sobre el teclado. Al cabo, bajé a las siguientes respuestas. Eran de otros tetrapléjicos que criticaban a Gforce por sus deprimentes palabras, que aseguraban haber encontrado un camino, que vivían una vida que merecía ser vivida. Se entabló una discusión que no tenía demasiado que ver con Will.

Y al fin el debate volvió a encauzarse. Hubo sugerencias de antidepresivos, masajes, recuperaciones milagrosas, relatos de cómo los miembros del foro habían hallado un nuevo sentido para sus vidas. Había unas cuantas sugerencias prácticas: catas de vino, música, arte y, especialmente, teclados adaptados.

«Una compañera», escribió Grace31, desde Birmingham. «Si tiene un ser amado, se sentirá con fuerzas para seguir adelante. Si no, yo me habría hundido ya muchas veces».

Esa frase siguió resonando en mi cabeza mucho después de haberme ido de la biblioteca.

Will salió del hospital el jueves. Lo recogí con su coche adaptado y lo llevé a casa. Estaba pálido y agotado y miró por la ventana, apático, durante todo el trayecto.

—No hay forma de dormir en esos lugares —explicó cuando le pregunté si estaba bien—. Siempre hay alguien que se queja en la cama de al lado.

Le dije que le dejaba el fin de semana para recuperarse, pero que ya tenía unas cuantas salidas planeadas. Le conté que iba a seguir su consejo y probar cosas nuevas, y que él tendría que acompañarme. Era una forma sutil de cambiar de táctica, pero sabía que era la única manera de que aceptara.

De hecho, había ideado un horario muy detallado para las próximas dos semanas. Todos los eventos estaban marcados con esmero en mi calendario con rotulador negro, en tanto que enumeraba las precauciones necesarias en rojo, y en verde los accesorios que necesitaría. Cada vez que miraba a la puerta me dominaba una ráfaga de entusiasmo, tanto por haber sido tan organizada como por la esperanza de que una de esas actividades cambiara la visión del mundo de Will.

Como dice siempre mi padre, el cerebro de la familia es mi hermana.

El trayecto a la galería de arte duró poco menos de veinte minutos. Y eso incluyendo tres vueltas a la manzana en busca de un lugar donde aparcar. Llegamos y, casi antes de que yo cerrara la puerta, Will declaró que todas las obras eran horribles. Le pregunté por qué y me dijo que, si yo no lo notaba con mis propios ojos, él no iba a explicarlo. El plan de ir al cine hubo de ser abandonado cuando el acomodador nos dijo, con aire compungido, que el ascensor no funcionaba. Otros, como la fallida tentativa de ir a nadar, necesitaron de más tiempo y organización: llamar a la piscina de antemano, reservar las horas extras de Nathan y, por último, cuando llegamos allí, el termo de chocolate caliente que bebimos en silencio en el aparcamiento cuando Will se negó en redondo a entrar.

El siguiente miércoles por la noche fuimos a escuchar a un cantante a quien Will había visto actuar en Nueva York. Fue un viaje agradable. Cuando escuchaba música, Will adoptaba una expresión de concentración ensimismada. La mayor parte del tiempo daba la impresión de no encontrarse presente del todo, como si una parte de sí forcejeara con el dolor, los recuerdos o los pensamientos más lúgubres. Pero con la música era diferente.

Y al día siguiente lo llevé a una cata de vinos, parte de un evento promocional que un viñedo celebraba en una tienda especializada. Tuve que prometer a Nathan que no lo emborracharía. Alcé cada copa para que Will la oliera y siempre reconocía el vino antes de probarlo. Me costó contener las risotadas al verlo escupir en la escupidera (era muy divertido), y Will me miró ceñudo y me dijo que no era más que una niña. El dueño de la tienda pasó del desconcierto por encontrarse ante un hombre en una silla de ruedas a la admiración. A medida que avanzó la tarde, se sentó y comenzó a abrir botellas, hablando de regiones y uvas con Will, mientras yo caminaba de un lado a otro mirando etiquetas, cada vez, sinceramente, más aburrida.

—Vamos, Clark. Aprende un poco —dijo Will, y me indicó que me sentara a su lado con un gesto.

—No puedo. Mi madre me enseñó que escupir era una grosería.

Los dos hombres se miraron como si yo estuviera loca. Y, aun así, Will no escupía siempre. Lo observé. Y el resto de la tarde fue sospechosamente hablador, de risa fácil e incluso más provocador de lo habitual.

Y entonces, de camino a casa, al atravesar un pueblo al que no solíamos ir, sentados, inmóviles, en medio del tráfico, eché un vistazo y vi un local de tatuajes.

—Siempre he querido hacerme un tatuaje —dije.

Debería haber sabido que era mejor no hacer ese tipo de comentarios delante de Will. Will no se andaba por las ramas. De inmediato, quiso saber por qué no me había hecho uno.

—Oh... No lo sé. Por el qué dirán, supongo.

—¿Por qué? ¿Qué dirían?

—Mi padre odia los tatuajes.

—¿Cuántos años me dijiste que tienes?

—Patrick también los odia.

—Y él jamás haría algo que a ti te disgustase.

—Tal vez me entre claustrofobia. Quizá cambie de opinión cuando ya me lo hayan hecho.

—Entonces, te lo quitas mediante láser, ¿vale?

Lo miré por el retrovisor. Tenía una mirada risueña.

—Vamos —dijo—. ¿Qué te gustaría hacerte?

Me di cuenta de que estaba sonriendo.

—No lo sé. Una serpiente, no. Ni el nombre de nadie.

—No me esperaba un corazón con un cartel que dijera mamá.

—¿Me prometes no reírte?

—Ya sabes que nunca me río. Oh, Dios, no te vas a tatuar un proverbio indio en sánscrito o algo por el estilo, ¿no? «Lo que no me mata, me hace más fuerte».

—No. Una abeja. Una abeja pequeñita, negra y amarilla. Me encantan.

Will asintió, como si fuera algo perfectamente razonable.

—¿Y dónde te harías el tatuaje?, si me permites la pregunta.

Me encogí de hombros.

—No lo sé. ¿En el hombro? ¿La cintura?

—Aparca. Ahí hay un lugar. Mira, a tu izquierda.

Aparqué en la acera y miré a Will.

—Vamos —dijo—. No tenemos nada más que hacer hoy.

—Vamos ¿adónde?

—Al local de tatuajes.

Comencé a reírme.

—Sí, claro.

—¿Por qué no?

—Has tragado en vez de escupir.

—No has respondido a mi pregunta.

Me volví en mi asiento. Hablaba en serio.

—No puedo entrar y hacerme un tatuaje. Así, sin más.

—¿Por qué no?

—Porque...

—Porque tu novio te lo dice. Porque aún tienes que ser una niña buena, aunque ya tengas veintisiete años. Porque te da miedo. Vamos, Clark. Vive un poco. ¿Qué te lo impide?

Miré a la calle, a la fachada del local de tatuajes. El escaparate, un tanto mugriento, exhibía un enorme corazón de neón y unas fotografías enmarcadas de Angelina Jolie y Mickey Rourke.

La voz de Will interrumpió mis cavilaciones.

—Vale. Yo me hago uno si tú te haces otro.

Me volví a mirarlo.

—¿Te harías un tatuaje?

—Si eso te convence, aunque sea por una vez, a salir de tu pequeña jaula...

Apagué el motor. Nos quedamos ahí, escuchando el rumor del motor que disminuía y el sordo murmullo de los coches que enfilaban la calle, junto a nosotros.

—Es para siempre.

—No tanto.

—Patrick lo va a detestar.

—Ya lo has dicho.

—Y es probable que pillemos una hepatitis con esas agujas sucias. Y vamos a tener unas muertes lentas, horribles y dolorosas. —Me volví hacia Will—. Tal vez no puedan hacerlo ahora. No ahora mismo.

—Tal vez no. Pero ¿no sería mejor ir a preguntar?

Dos horas más tarde salimos del local, yo con ochenta libras menos en el bolsillo y una venda en la cadera, donde la tinta aún se secaba. Como era relativamente pequeño, dijo el tatuador, lo iba a trazar y colorear en una sola visita. O sea, lista. Tatuada. O, como sin duda diría Patrick, marcada de por vida. Bajo esa gasa blanca se ocultaba un pequeño abejorro, que escogí en un archivador de anillas que nos entregó el tatuador cuando entramos. Casi estaba histérica del entusiasmo. No dejaba de girar sobre mí misma para intentar verlo hasta que Will me dijo que parara o acabaría dislocándome algo.

Will se mostró tranquilo y contento en el local, por extraño que parezca. No le prestaron mayor atención. Ya habían tenido unos cuantos clientes tetrapléjicos, nos dijeron, lo que explicaba que se sintieran tan cómodos junto a él. Les sorprendió que Will dijera que sentía la aguja. Seis semanas antes habían terminado de trazar el diseño de una prótesis biónica a lo largo de la pierna de un tetrapléjico.

Un tatuador que llevaba un colgante en la oreja acompañó a Will a la habitación de al lado y, con ayuda de mi tatuador, lo tumbaron sobre una mesa especial, de modo que por la puerta abierta yo no veía más que sus piernas. Oí a los dos hombres que murmuraban y reían con el ruido de la aguja al fondo. El olor a antiséptico era punzante.

Cuando la aguja entró en contacto con mi piel, me mordí el labio, decidida a que Will no me oyera gritar. Me concentré en lo que estaría haciendo Will en la puerta de al lado, intenté escuchar su conversación, me pregunté qué habría escogido. Cuando por fin salió, una vez que el mío también estuvo listo, se negó a dejarme verlo. Sospeché que tendría algo que ver con Alicia.

—Eres muy mala influencia para mí, Will Traynor —dije, mientras abría la puerta del coche y bajaba la rampa. No lograba dejar de sonreír.

—Enséñamelo.

Eché un vistazo a la calle, me giré y bajé un poco la venda de la cadera.

—Está muy bien. Me gusta tu abejita. De verdad.

—Voy a tener que llevar pantalones de cintura alta cuando esté con mis padres durante el resto de mi vida. —Lo ayudé a acercar la silla a la rampa y la alcé—. Aunque si tu madre se entera de que tú también te has hecho uno...

—Le voy a decir que la chica de la Oficina de Empleo me llevó por el mal camino.

—Vale, Traynor, enséñame el tuyo.

Me miró fijamente con media sonrisa en los labios.

—Vas a tener que ponerle otra venda cuando lleguemos a casa.

—Sí. Ni que fuera la primera vez. Vamos. No nos vamos hasta que me lo enseñes.

—Entonces, levántame la camisa. A la derecha. Tu derecha.

Me incliné entre los asientos delanteros. Tiré de su camisa y retiré el trozo de gasa. Ahí, oscuro contra su piel pálida, había un rectángulo de tinta a franjas negras y blancas tan pequeño que tuve que mirarlo dos veces antes de comprender qué decía.

CONSUMIR ANTES DEL 19 DE MARZO DE 2007

Me quedé mirándolo. Casi me reí y luego mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Es ese el día de...?

—El día de mi accidente. Sí. —Alzó la mirada al cielo—. Oh, por amor de Dios, no te pongas sentimental, Clark. Es solo una broma.

—Es divertido. De un modo macabro.

—A Nathan le va a encantar. Oh, vamos, no me mires así. Ni que estuviera estropeando un cuerpo perfecto.

Bajé la camisa de Will y me volví para poner en marcha el coche. No sabía qué decir. No sabía qué significaba todo aquello. ¿Estaba reconciliándose con su estado? ¿O era otra forma de mostrar el desprecio que le inspiraba su propio cuerpo?

—Eh, Clark, hazme un favor —dijo, justo cuando estaba a punto de arrancar—. Busca algo en la mochila. En el bolsillo de la cremallera.

Miré por el retrovisor y volví a echar el freno. Me incliné entre los asientos delanteros y metí la mano en la mochila, donde hurgué según sus instrucciones.

—¿Quieres un calmante? —Yo estaba a unos centímetros de su cara. No le había visto de tan buen color desde que volvimos del hospital—. Tengo en mi...

—No. Sigue buscando.

Saqué un trozo de papel y me senté de nuevo. Era un billete de diez libras doblado.

—Ahí tienes. El billete de las emergencias.

—¿Y?

—Es tuyo.

—¿Por qué?

—Ese tatuaje. —Me sonrió—. Hasta que te vi en la silla, ni por un segundo me creí que ibas a hacerlo.