14

Mayo fue un mes extraño. Los periódicos y la televisión se llenaron de titulares acerca de lo que llamaban el «derecho a morir». Una mujer que padecía una enfermedad degenerativa había solicitado que la ley protegiera a su marido si la acompañaba a Dignitas una vez que el sufrimiento se volviera insoportable. Un joven futbolista se había suicidado tras convencer a sus padres de que lo llevaran ahí. La policía se involucró en el caso. Se iba a celebrar un debate en la Cámara de los Lores.

Vi las noticias y escuché las discusiones legales de los defensores de la vida y de célebres moralistas, y no supe muy bien qué partido tomar. Extrañamente, me parecía que todo esto no guardaba relación alguna con Will.

Mientras tanto, poco a poco fuimos aumentando la frecuencia de sus salidas... y la distancia a la que viajábamos. Habíamos ido al teatro, a ver una danza tradicional en su calle (Will mantuvo una expresión impasible ante los pañuelos y los cencerros, pero acabó un poco colorado por el esfuerzo), a un concierto al aire libre en una finca cercana (idea suya) y, una vez, a los multicines, donde, por no haberme informado bien, acabamos viendo una película sobre una joven que padecía una enfermedad terminal.

Pero yo sabía que él también había visto esos titulares. Había comenzado a usar el ordenador más a menudo desde que le compramos el nuevo programa, y había aprendido a usar el ratón moviendo el pulgar por el panel táctil. Ese laborioso ejercicio le permitía leer los periódicos del día por Internet. Una mañana, al llevarle una taza de té, lo encontré leyendo sobre el joven futbolista, un artículo extenso acerca de los pasos que había dado para poner fin a su vida. Cambió de página en cuanto se dio cuenta de que yo estaba detrás de él. Ese pequeño detalle me dejó un nudo en el pecho que tardó una media hora en deshacerse.

Repasé esa misma crónica en la biblioteca. Había comenzado a leer periódicos. Me esforzaba en encontrar los razonamientos más profundos: ese tipo de información no era siempre útil cuando se reducía a los hechos más básicos y crudos.

Los padres del futbolista fueron despedazados en los periódicos sensacionalistas. «¿CÓMO HAN PODIDO DEJARLE MORIR?», gritaban desde los titulares. No logré evitar sentirme de la misma manera. Leo McInerney tenía veinticuatro años. Había convivido con su lesión casi tres, es decir, no mucho más que Will. Sin duda, ¿no era demasiado joven para decidir que no quedaba nada por lo que vivir? Y entonces leí lo mismo que Will: no un artículo de opinión, sino una crónica con una concienzuda investigación acerca de lo que en verdad había ocurrido en la vida de este joven. Daba la impresión de que el escritor había tenido acceso a los padres.

Leo, decía, había jugado al fútbol desde los tres años. El fútbol lo era todo para él. La lesión ocurrió en un accidente que, según contaban, sucede «una vez entre un millón», en una fuerte entrada que salió mal. Los padres lo intentaron todo para animarlo, para mostrarle que su vida aún tenía sentido. Pero se hundió en una depresión. No era un deportista al que solo habían arrebatado la posibilidad de hacer deporte, sino incluso la de moverse o, en ocasiones, la de respirar sin asistencia médica. No disfrutaba de nada. Su vida, sembrada de infecciones, un sufrimiento, y dependía de la atención constante de los demás. Echaba de menos a sus amigos, pero se negaba a verlos. Le dijo a su novia que prefería no volver a verla. Les dijo a sus padres que ver a otras personas vivir una vida semejante a la que había planeado para sí mismo era insoportable, una especie de tortura.

Trató de suicidarse dos veces matándose de hambre hasta que lo hospitalizaron y, cuando volvía a casa, rogaba a sus padres que lo ahogaran mientras dormía. Al leer estas palabras, me erguí en mi asiento y me tapé los ojos con las manos hasta que fui capaz de respirar sin sollozar.

Mi padre perdió su trabajo. Fue muy valiente al respecto. Vino a casa esa tarde, se puso una camisa y una corbata y se dirigió al centro del pueblo en el siguiente autobús para registrarse en la Oficina de Empleo.

Ya había decidido, le explicó a mi madre, que se iba a presentar a lo que fuera, a pesar de ser un experto operario con muchos años de experiencia.

—No creo que pueda permitirme el lujo de ser tiquismiquis en estos momentos —le dijo, sin hacer caso a las protestas de mi madre.

A pesar de todo, si a mí me resultó difícil encontrar empleo, las perspectivas de un hombre de cincuenta y cinco años que solo había tenido un oficio no eran muy halagüeñas. Ni siquiera logró trabajo en un almacén o de guardia de seguridad, como reconocía, en un tono cada vez más desesperado, al volver a casa de otra entrevista. Siempre contrataban a un mocoso de diecisiete años poco de fiar, pues el gobierno pagaba parte de su salario, pero no mostraban interés en un hombre maduro con un excelente historial laboral. Tras un par de semanas de rechazos, a mis padres no les quedó más remedio que admitir que debían solicitar el subsidio, solo hasta pasar el bache, y dedicaban las tardes intentando descifrar incomprensibles formularios de cincuenta páginas en los que se les preguntaba cuántas personas usaban su lavadora y cuándo fue la última vez que habían salido del país (mi padre creía que había sido en 1988). Guardé el dinero que me había regalado Will por mi cumpleaños en el armario de la cocina. Pensé que se sentirían mejor al saber que disponían de un pequeño colchón.

Cuando me desperté por la mañana, descubrí que habían pasado el dinero, metido en un sobre, bajo la rendija de mi puerta.

Llegaron los turistas y el pueblo comenzó a animarse. El señor Traynor cada vez estaba menos tiempo en casa; su horario se volvió más exigente a medida que aumentaban las visitas al castillo. Lo vi en el pueblo un jueves por la tarde, cuando volvía a casa tras pasar por la tintorería. No habría sido nada inusual en sí mismo, salvo por el hecho de que iba abrazado a una pelirroja que claramente no era la señora Traynor. Cuando me vio, la soltó como si fuera una patata caliente.

Me di la vuelta, fingiendo contemplar un escaparate, sin saber muy bien si quería que él supiera que los había visto, e intenté con todas mis fuerzas no volver a pensar en ello.

El viernes siguiente al día en que mi padre se quedó sin trabajo, Will recibió un sobre: una invitación a la boda de Alicia y Rupert. En realidad, la tarjeta iba firmada por el coronel Timothy Dewar y su señora, los padres de Alicia, que invitaban a Will a celebrar el enlace de su hija con Rupert Freshwell. Llegó en un sobre de pergamino que también contenía el horario de las celebraciones y una nutrida lista de objetos que se podían comprar en tiendas de las que ni siquiera había oído hablar.

—Qué cara más dura tiene —observé al estudiar la caligrafía dorada y los bordes bruñidos de esa gruesa tarjeta—. ¿Quieres que la tire?

—Como quieras. —El cuerpo entero de Will era la viva imagen de la indiferencia.

Miré la lista.

—¿Qué diablos es una cuscusera?

Tal vez fue por la velocidad con que se giró y se enfrascó en el teclado del ordenador. Tal vez se debió al tono de su voz. Por alguna razón, guardé cuidadosamente la tarjeta en la carpeta de la cocina.

Will me dio otro libro de relatos, uno que había comprado en Amazon, y un ejemplar de La reina roja. Supe enseguida que no era mi tipo de libro.

—Ni siquiera cuenta una historia —dije tras leer la contraportada.

—¿Y? —respondió Will—. Sé un poco exigente contigo misma.

Lo intenté (no porque me interesara la genética), sino porque no habría soportado que Will se metiera una y otra vez conmigo si desistía. Así era él. En realidad, casi un abusón. Y lo más molesto de todo es que me interrogaba para saber cuánto llevaba leído de un libro, solo para asegurarse de que leía de verdad.

—No eres mi profesor —refunfuñaba yo.

—Gracias a Dios —respondía él, ofendido.

Este libro (que, para mi sorpresa, se leía muy bien) trataba de la batalla por la supervivencia. Aseguraba que las mujeres no escogían a los hombres por amor. Sostenía que las hembras de una especie siempre elegirían al macho más fuerte, para que su descendencia tuviera una buena oportunidad de sobrevivir. Ellas no podían evitarlo. Era la naturaleza la que elegía.

Yo no estaba de acuerdo. Y no me gustaba esa tesis. Percibía una inquietante segunda intención de la que intentaba convencerme. Will era físicamente débil, lisiado, a ojos de este autor. Eso lo convertía en una irrelevancia biológica. Por lo tanto, su vida no tendría valor alguno.

Habló y habló al respecto durante la mayor parte de la tarde, hasta que yo intervine.

—Hay una cosa en la que este tal Matt Ridley no ha pensado —dije.

Will alzó la vista de la pantalla del ordenador.

—¿Ah, sí?

—¿Y si el macho genéticamente superior es un gilipollas?

El tercer sábado de mayo, Treena y Thomas vinieron a casa. Mi madre salió por la puerta y recorrió el camino del jardín antes de que hubieran cruzado la calle. Thomas, juraba mientras lo agarraba con fuerza, había crecido varios centímetros desde la última vez. Cómo había cambiado, cuánto había crecido, qué hombrecito estaba hecho. Treena se había cortado el pelo y parecía extrañamente sofisticada. Vestía una chaqueta que no le había visto antes y unas sandalias de tiras. Me pregunté, mezquinamente, dónde habría encontrado el dinero.

—Entonces, ¿qué tal todo? —dije mientras mi madre acompañaba a Thomas alrededor del jardín, mostrándole las ranas del diminuto estanque. Mi padre veía un partido de fútbol con el abuelo y maldecía frustrado cuando desaprovechaban otra oportunidad.

—Genial. Muy bien. Es decir, es difícil sin tener ninguna ayuda con Thomas, y tardó un tiempo en adaptarse a la guardería. —Se inclinó hacia mí—. Pero no se lo digas a mamá: yo le dije que todo iba bien.

—Pero te gustan las clases.

Por la cara de Treena se extendió una sonrisa.

—Son maravillosas. No puedo explicarte, Lou, cómo me alegra usar de nuevo el cerebro. Siento que me ha faltado algo durante siglos... y que lo he encontrado de nuevo. ¿Suena muy tonto?

Negué con la cabeza. En realidad, me alegraba por ella. Quería hablarle de la biblioteca, de los ordenadores y de lo que había hecho por Will. Pero pensé que este era su momento. Nos sentamos en las sillas plegables, bajo el toldo maltrecho, y bebimos té. Noté que sus dedos eran del color perfecto.

—Mamá te echa de menos —dije.

—A partir de ahora vamos a volver casi todos los fines de semana. Solo necesitaba... Lou, no era para que Thomas se adaptara. Solo necesitaba un poco de tiempo para estar lejos de todo. Solo quería tiempo para ser otra persona.

Tenía un poco el aspecto de ser otra persona. Era extraño. Unas cuantas semanas fuera de casa y alguien no resultaba ya tan familiar. Tuve la sensación de que se estaba convirtiendo en una mujer de quien apenas sabía nada. Me sentí, por extraño que parezca, como si me estuviera dejando atrás.

—Mamá me contó que tu paralítico vino a cenar.

—No es mi paralítico. Se llama Will.

—Perdona. Will. Entonces, ¿va todo bien, la lista para no diñarla?

—Más o menos. Algunos viajes han salido mejor que otros. —Le conté el desastre del hipódromo y el inesperado triunfo del concierto de violín. Le hablé de nuestros picnics y se rio cuando le relaté mi cena de cumpleaños.

—¿Crees...? —Vi que trataba de encontrar la mejor manera de expresarse—. ¿Crees que vas a ganar?

Como si fuera un concurso.

Arranqué un zarcillo de la madreselva y comencé a quitarle las hojas.

—No lo sé. Creo que voy a necesitar mejorar mi táctica. —Le conté qué había dicho la señora Traynor cuando sugerí ir al extranjero.

—No puedo creerme que fueras a un concierto de violín. ¡Tú, ni más ni menos!

—Me gustó.

Alzó una ceja.

—No. De verdad, me gustó. Fue... emotivo.

Me miró con atención.

—Mamá dice que es muy simpático.

—Es muy simpático.

—Y guapo.

—Una lesión medular no te convierte en Quasimodo. —Por favor, no digas tú también lo de qué trágica pérdida, le rogué en silencio.

Pero tal vez mi hermana era más inteligente que eso.

—Bueno. Mamá se quedó muy sorprendida. Creo que esperaba ver a Quasimodo.

—Ese es el problema, Treen —dije, y arrojé el resto del té en el lecho de flores—. La gente siempre espera eso.

Esa noche, a la hora de cenar, mi madre estuvo muy animada. Había cocinado lasaña, el plato favorito de Treena, y a Thomas le dejaron que se acostara tarde. Comimos y conversamos y reímos y hablamos sobre temas distendidos, como el equipo de fútbol y mi trabajo o cómo eran los compañeros de Treena. Mi madre debió de preguntar a Treena unas cien veces si de verdad le iba bien sola, si necesitaba algo para Thomas, como si ellos tuvieran de sobra y le pudieran prestar algo. Me alegró haber advertido a Treena de sus problemas económicos. Dijo que no, con buen gusto y convicción. Solo más tarde se me ocurrió que debía preguntarle si eso era cierto.

A medianoche me despertó el sonido de un llanto. Era Thomas, en el trastero. Oí a Treena, que intentaba consolarlo, calmarlo, el sonido de la luz que se encendía y apagaba, y una cama que cambiaba de lugar. Tumbada en la oscuridad, mirando la luz que se filtraba entre las cortinas y daba al techo recién pintado, esperé a que pasara. Pero ese mismo llanto comenzó de nuevo a las dos. Esta vez oí a mi madre recorrer el pasillo y una conversación entre murmullos. Entonces, al fin, Thomas guardó silencio de nuevo.

A las cuatro me despertó el sonido de mi puerta al abrirse. Abrí y cerré los ojos, atontada, girándome hacia la luz. La silueta de Thomas se recortaba contra el umbral, con un pijama demasiado grande, su mantita favorita medio tirada por el suelo. No le veía la cara, pero se quedó ahí, inseguro, como si no supiera qué hacer.

—Ven aquí, Thomas —susurré. Cuando se acercó a mí, vi que estaba medio dormido. Sus pasos eran vacilantes, tenía el pulgar en la boca, la manta tan querida a un lado. Abrí el edredón y trepó a la cama junto a mí, tras lo cual hundió la cabeza despeinada en la otra almohada y se acurrucó en posición fetal. Lo arropé y me quedé ahí, mirándolo, maravillada ante la certeza e inmediatez de su sueño.

—Buenas noches, corazón —susurré y le di un beso en la frente, y una manita gordezuela se extendió y me agarró la camiseta, como si quisiera tener la certeza de que no me iba a ir.

—¿Cuál es el mejor lugar que has visitado?

Estábamos sentados en el cobertizo, a la espera de que pasara un chaparrón repentino para caminar por los jardines traseros del castillo. A Will no le gustaba ir al área principal: demasiada gente se le quedaba mirando. Pero estos jardines eran un tesoro oculto, poco visitados. Sus apartados huertos y jardines de árboles frutales estaban separados por senderos de guijarros por los que Will maniobraba la silla con alegría.

—¿En qué sentido? ¿Y qué es eso?

Serví un poco de sopa de un termo y la llevé a sus labios.

—Tomate.

—Vale. Dios, está que arde. Espera un minuto. —Entrecerró los ojos, mirando a lo lejos—. Escalé el monte Kilimanjaro al cumplir los treinta. Fue increíble.

—¿Hasta qué altura?

—Casi seis mil metros, hasta el pico Uhuru. Eso sí, los últimos trescientos metros casi los hice a gatas. La altitud te destroza.

—¿Hacía frío?

—No... —Me sonrió—. No es como el Everest. No en la estación en la que yo fui, al menos. —Echó un vistazo a la lejanía, perdido por un momento en sus recuerdos—. Fue hermoso. El techo de África, lo llaman. Cuando estás ahí arriba, es como si pudieras ver el fin del mundo.

Will guardó silencio durante un momento. Lo observé, preguntándome dónde estaría. Cuando manteníamos estas conversaciones, era como ese chico de mi clase, el que se había distanciado de nosotros al viajar tan lejos.

—Entonces, ¿qué más sitios te han gustado?

—La bahía Trou d’Eau Douce, en las islas Mauricio. Gente encantadora, playas bellísimas, estupendo para el submarinismo. Eh... El Parque Nacional de Tsavo, en Kenia, lleno de tierra rojiza y animales salvajes. Yosemite. En California. Paredes de roca tan altas que el cerebro es incapaz de procesar esa escala.

Me habló de una noche que pasó escalando, agarrado a un saliente a varios cientos de metros de altura, cómo tuvo que inmovilizarse a sí mismo en el saco de dormir y atarlo a la pared, pues, de haberse dado la vuelta mientras dormía, habría sido catastrófico.

—Acabas de describir mi peor pesadilla.

—También me gustan lugares más sofisticados. Sídney, me encantó. Los Territorios del Norte. Islandia. Hay un lugar no demasiado lejos del aeropuerto donde te puedes bañar en aguas termales. Es un paisaje extraño, nuclear. Oh, y montar a caballo por la China central. Fui a un lugar a dos días de la capital de la provincia de Sichuan y los lugareños me escupieron porque nunca habían visto a una persona blanca.

—¿Hay algún lugar donde no hayas estado?

Tomó un poco más de sopa.

—¿Corea del Norte? —Meditó—. Oh, y tampoco Disneylandia. ¿Te vale? Ni siquiera Eurodisney.

—Yo una vez compré un billete de avión para Australia. Pero no fui.

Se volvió hacia mí, sorprendido.

—Pasó algo. No es nada. Tal vez vaya algún día.

—Tal vez, no. Tienes que salir de aquí, Clark. Prométeme que no vas a pasar el resto de tus días atrapada en esta maldita parodia de postal de vacaciones.

—¿Prometerte? ¿Por qué? —Intenté hablar con un tono despreocupado—. ¿Es que te vas a algún lado?

—Es que... no aguanto pensar que te vas a quedar aquí para siempre. —Tragó saliva—. Eres demasiado inteligente. Demasiado interesante. —Apartó la mirada de mí—. Solo se vive una vez. En realidad, es tu deber que sea una vida plena.

—Vale —dije, cautelosa—. Entonces, dime adónde debería ir. ¿Dónde viajarías tú si pudieras ir a cualquier lugar?

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo. Y no vale decir el monte Kilimanjaro. Tiene que ser un lugar donde me imagine a mí misma.

Cuando su cara se relajaba, Will parecía otra persona. Una sonrisa se extendió por su rostro y entrecerró los ojos de placer.

—París. Me sentaría en la terraza de una cafetería en Le Marais y me tomaría un café y me comería unos cuantos cruasanes calientes con mantequilla sin sal y mermelada de fresa.

—¿Le Marais?

—Es un pequeño barrio en el centro de París. Está lleno de calles adoquinadas y edificios destartalados, y de homosexuales y judíos ortodoxos y mujeres de cierta edad que antes se parecían a Brigitte Bardot. Es el mejor lugar donde quedarse.

Me giré para mirarlo y bajé la voz.

—Podríamos ir. Podríamos ir en el Eurostar. Sería sencillo. Ni siquiera creo que necesitemos a Nathan. No he estado nunca en París. Me encantaría ir. Me encantaría, de verdad. Más aún con alguien que lo conoce tan bien. ¿Qué te parece, Will?

No me costó imaginarme en ese café. Estaba ahí, en esa mesa, tal vez admirando mi nuevo par de zapatos franceses, comprados en una boutique pequeñita y elegante, o cogiendo una pasta entre los dedos, con las uñas pintadas de un rojo muy parisino. Saboreé el café, olí el humo de los Gauloises de la mesa de al lado.

—No.

—¿Qué? —Tardé un momento en apartarme de esa mesa al aire libre.

—No.

—Pero me acabas de decir...

—No lo entiendes, Clark. No quiero ir ahí con..., con este cacharro. —Señaló con un gesto la silla de ruedas y habló en un tono cada vez más quedo—. Quiero estar en París siendo yo mismo, mi viejo yo. Quiero sentarme en una silla, inclinarme hacia atrás, vestido con mi ropa favorita, y que las parisinas, tan guapas, se me queden mirando, al igual que mirarían a cualquier otro hombre. No que aparten la vista enseguida en cuanto se fijen en ese hombre montado en un cochecito para bebés gigantesco.

—Pero lo podríamos intentar —me atreví a decir—. No tiene que ser...

—No. No, no podríamos. Porque ahora mismo puedo cerrar los ojos y saber exactamente qué se siente al estar en la Rue des Francs Bourgeois, con un cigarrillo en la mano, un zumo de mandarinas recién exprimido en la mesa, el aroma de las patatas al freírse, el ruido de un ciclomotor a lo lejos. Conozco a la perfección todas esas sensaciones. —Tragó saliva—. En cuanto vaya, convertido en este maldito ser contrahecho, todos esos recuerdos, todas esas sensaciones desaparecerán, borrados por el esfuerzo de situarse ante la mesa, de subir y bajar por las aceras parisinas, con unos taxistas que se negarían a llevarnos y la maldita batería de la silla de ruedas que no se cargaría en un interruptor francés. ¿Vale?

Su voz se había ido volviendo más cortante. Tapé el termo de nuevo. Me estudié los zapatos con suma atención, pues no quería mirarle a la cara.

—Vale —dije.

—Vale. —Will respiró hondo.

Bajo nosotros un autobús se detuvo para soltar otra carga de turistas frente a las puertas del castillo. Los observamos en silencio mientras salían del vehículo y se dirigían a la vieja fortaleza en una sola fila, obedientes, preparados para contemplar las ruinas de un tiempo remoto.

Es posible que reparara en que me había quedado un poco callada, pues se inclinó levemente hacia mí. Y su expresión se suavizó.

—Bueno, Clark. Parece que ya no llueve. ¿Dónde vamos a ir esta tarde? ¿Al laberinto?

—No. —La palabra surgió de mí con más rapidez de lo que me habría gustado y vi la mirada que me lanzó Will.

—¿Eres claustrofóbica?

—Algo así. —Comencé a recoger las cosas—. Volvamos a casa.

El siguiente fin de semana bajé a mitad de la noche en busca de agua. Últimamente me costaba conciliar el sueño y había descubierto que levantarme era preferible, un poco, al menos, a quedarme en la cama enzarzada en una batalla contra mis pensamientos.

No me gustaba estar despierta por la noche. No conseguía evitar preguntarme si Will estaría despierto, al otro lado del castillo, y mi imaginación no dejaba de intentar aventurarse en sus pensamientos. Era un lugar sombrío en el que adentrarse.

La verdad era esta: yo no había logrado nada. Y se me acababa el tiempo. Ni siquiera había sido capaz de convencerlo para viajar a París. Y, cuando me explicó el motivo, me resultó difícil llevarle la contraria. Tenía una razón excelente para declinar cualquier viaje que le sugiriese. Y, como me negaba a revelarle por qué tenía tantas ganas de que viniera conmigo, mi poder de persuasión era muy limitado.

Pasaba junto al salón cuando oí el sonido: una tos apagada, o tal vez una exclamación. Me paré, volví sobre mis pasos y fui hasta el umbral. Abrí la puerta con cuidado. En el suelo del salón, con los cojines del sofá colocados para formar una especie de cama improvisada, yacían mis padres, bajo el edredón para las visitas, con las cabezas a la altura de la estufa de gas. Nos quedamos mirándonos durante un momento en la penumbra, con el vaso inmóvil en la mano.

—¿Qué...? ¿Qué hacéis aquí?

Mi madre se apoyó en el codo para incorporarse.

—Chisss. No alces la voz. Solo... —Miró a mi padre—. Queríamos un cambio.

—¿Qué?

—Queríamos un cambio. —Mi madre miró a mi padre para que la respaldara.

—Le hemos dejado nuestra cama a Treena —dijo mi padre. Vestía una vieja camiseta azul con un desgarrón en el hombro y tenía el pelo aplastado sobre una sien—. Ella y Thomas no estaban a gusto en el trastero. Les dijimos que fueran a nuestra habitación.

—¡Pero no podéis dormir aquí! Así no vais a estar cómodos.

—Estamos bien, cielo —dijo mi padre—. De verdad.

Y entonces, mientras yo me esforzaba en vano en comprender, añadió:

—Solo son los fines de semana. Y tú no puedes dormir en ese trastero. Tienes que dormir bien, ahora que... —Tragó saliva—. Ahora que eres la única persona en esta familia que trabaja.

Mi padre, el muy zoquete, ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos.

—Vuelve a la cama, Lou. Vamos. Estamos bien. —Mi madre casi me echó.

Subí las escaleras, sin que los pies descalzos hicieran ruido alguno sobre la alfombra, consciente de la conversación entre susurros que tenía lugar abajo.

Vacilé ante la habitación de mis padres al oír algo que no había escuchado antes: los leves ronquidos de Thomas ahí dentro. A continuación, volví despacio por el rellano a mi habitación y cerré la puerta con cuidado. Me tumbé en mi cama enorme y me quedé mirando por la ventana a las luces de la calle, hasta que el amanecer (por fin, afortunadamente) me regaló unas escasas y preciosas horas de sueño.

Restaban setenta y nueve días en mi calendario. Comencé, una vez más, a sentirme inquieta.

Y no era la única.

La señora Traynor aguardó hasta que Nathan se hubo encargado de Will a la hora del almuerzo para pedirme que la acompañara a la casa. Se sentó en el salón y me preguntó cómo iban las cosas.

—Bueno, salimos más a menudo —dije. Ella asintió, como si estuviera de acuerdo—. Habla más que antes.

—Contigo, tal vez. —Soltó una risita que en realidad no se asemejaba a una risa en nada—. ¿Has hablado con él acerca de viajar al extranjero?

—Todavía no. Lo voy a hacer. Es que... ya sabe cómo es.

—En realidad, no me importa —dijo— si quieres ir a algún sitio. Sé que probablemente no nos mostráramos entusiasmados con tu idea, pero hemos hablado mucho al respecto y los dos estamos de acuerdo...

Nos quedamos ahí, sentadas, en silencio. Me había servido café en una taza con platillo. Tomé un sorbo. Siempre me sentía una ancianita al tener un platillo en el regazo.

—Bueno..., Will me ha contado que fue a tu casa.

—Sí, era mi cumpleaños. Mis padres prepararon una cena especial.

—¿Cómo se lo pasó?

—Bien. Muy bien. Fue muy amable con mi madre. —No pude evitar una sonrisa al recordarlo—. Es decir, mi madre está un poco triste porque mi hermana y su hijo se han mudado. Los echa de menos. Creo que... él quería consolarla un poco.

La señora Traynor pareció sorprendida.

—Qué... atento por su parte.

—Eso mismo piensa mi madre.

Removió el café.

—No recuerdo la última vez que Will aceptó venir a cenar con nosotros.

Indagó un poco más. Sin hacer preguntas directas, por supuesto: ese no era su estilo. Pero no pude ofrecerle las respuestas que quería. Algunos días yo tenía la impresión de que Will era más feliz (salía sin rechistar ni una vez, bromeaba conmigo, me pinchaba, parecía un poco más interesado en el mundo exterior), pero ¿qué sabía yo en realidad? Dentro de Will percibía un inmenso mundo interior, al que nunca me consentía echar un vistazo. Las dos últimas semanas había tenido la incómoda sensación de que ese mundo iba creciendo.

—Parece un poco más feliz —dijo la señora Traynor. Casi me dio la impresión de querer consolarse a sí misma.

—Es verdad.

—Ha sido muy —su mirada osciló hasta llegar a mí— gratificante verlo un poco más como era antes. Soy muy consciente de que todas estas mejoras se deben a ti.

—No todas.

—A mí no me escucha. No lograba acercarme a él. —Posó la taza y el plato sobre una rodilla—. Es una persona especial, Will. Desde que llegó a la adolescencia, siempre tuve que reprimir la sensación de haber hecho algo mal a ojos suyos. Nunca he sabido muy bien qué era. —Intentó reírse, pero ese sonido no fue el de una risa. Me miró un momento y luego apartó la vista.

Fingí tomar un sorbo de café, aunque no quedaba nada en la taza.

—¿Te llevas bien con tu madre, Louisa?

—Sí—dije, y añadí—: Es mi hermana quien acaba con mi paciencia.

La señora Traynor miró por los ventanales a ese precioso jardín que había comenzado a florecer y ofrecía una agradable gama de tonos rosas, malvas y azules.

—Solo nos quedan dos meses y medio. —Habló sin volver la cabeza.

Dejé la taza sobre la mesa. Me moví con cuidado, para no hacer ruido.

—Hago lo que puedo, señora Traynor.

—Lo sé, Louisa. —Asintió con la cabeza.

Salí del salón.

Leo McInerney murió el 22 de mayo, en una habitación anónima de un apartamento en Suiza, con la camiseta de su equipo de fútbol y sus padres cerca de él. Su hermano menor se negó a ir, pero emitió un comunicado en el que afirmaba que nadie había recibido más amor o apoyo que su hermano. Leo bebió la solución letal de barbitúricos a las 3.47 de la tarde y sus padres dijeron que, al cabo de unos minutos, ya parecía sumido en un sueño profundo. Un observador, testigo de todo el suceso, dictaminó que murió poco después de las cuatro de la tarde y aportó una grabación para impedir acusaciones contra los padres.

—Parecía estar en paz —dijeron que declaró la madre—. Es lo único que me ofrece algo de consuelo.

Tanto ella como el padre de Leo fueron interrogados tres veces por la policía y corrieron el riesgo de ir a juicio. A su casa llegaban sin cesar cartas de odio. Ella parecía veinte años más vieja de lo que era. Y, a pesar de todo, había algo en su expresión cuando hablaba; algo que, junto al pesar y la furia y la ansiedad y la fatiga, revelaba un profundo, profundísimo, alivio.

—Por fin se pareció a nuestro Leo de nuevo.