13

Patrick se encontraba al borde de la pista, donde corría sin moverse del sitio, con su camiseta y pantalones cortos nuevos de Nike que se le pegaban levemente a los muslos sudorosos. Me había acercado a saludarlo y a decirle que no iría a la reunión de los Diablos del Triatlón de esa noche. Nathan estaba librando y yo me había ofrecido a encargarme de los cuidados del final del día.

—Ya te has perdido tres reuniones seguidas.

—¿De verdad? —Conté con los dedos—. Supongo que sí.

—Tienes que venir la semana que viene. Vamos a planear el viaje del Norseman. Y no me has dicho qué quieres que hagamos en tu cumpleaños. —Comenzó a hacer estiramientos, alzando la pierna y llevando la rodilla al pecho—. ¿Y si vamos al cine? No quiero una cena a lo grande, no mientras entreno.

—Ah. Mis padres quieren preparar una cena especial.

Se agarró el talón y apuntó con la rodilla al suelo.

No pude evitar percibir que su pierna se estaba volviendo extrañamente fibrosa.

—No es lo mismo que una cita romántica, ¿verdad?

—Bueno, tampoco los multicines. De todos modos, creo que debería decirles que sí, Patrick. Mamá está un poco desanimada.

Treena se había ido el fin de semana anterior (sin mi bolsa de aseo con limones, que recuperé la noche previa a su marcha). Mi madre estaba devastada; se sentía incluso peor que cuando Treena se fue a la universidad por primera vez. Echaba de menos a Thomas como a un miembro amputado. Sus juguetes, tirados por el suelo del salón desde que era bebé, estaban recogidos en cajas. No había dedos de chocolate ni pequeños cartones de leche en el armario de la cocina. Ya no tenía una razón para pasear hasta la escuela a las tres y cuarto de la tarde, nadie con quien hablar en el breve trayecto a casa. Eran los únicos momentos que mi madre pasaba fuera de casa. Ahora no iba a ningún lugar, salvo por el viaje semanal al supermercado con mi padre.

Deambuló por la casa con aire ausente durante tres días, hasta que comenzó la limpieza de primavera con un vigor que asustó incluso al abuelo. Él le mostraba las encías en señal de protesta mientras ella intentaba pasar la aspiradora bajo la silla donde estaba sentado o le sacudía los hombros con un plumero. Treena había dicho que no volvería a casa durante las primeras semanas, para que Thomas tuviera ocasión de adaptarse. Cuando mi hermana llamaba por la noche, mi madre hablaba con ambos, tras lo cual lloraba media hora encerrada en su habitación.

—Últimamente siempre trabajas hasta tarde. Casi no te veo.

—Bueno, te pasas el día entrenando. De todos modos, me pagan bien, Patrick. No les voy a decir que no si me ofrecen horas extras.

Le fue imposible poner reparos a eso.

Nunca antes había ganado tanto dinero. Dupliqué la cantidad que daba a mis padres, depositaba un poco en una cuenta de ahorros cada mes y aún me sobraba más de lo que podía gastar. En parte se debía a que trabajaba tantas horas que casi siempre estaba en Granta House cuando las tiendas aún seguían abiertas. Además, no tenía ganas de ir de compras. Las horas libres las pasaba en la biblioteca, mirando cosas en Internet.

Un mundo nuevo se abrió ante mí en la pantalla de ese PC, página a página, y comencé a dejarme seducir por su canto de sirena.

Todo empezó con la carta de agradecimiento. Un par de días después del concierto, le dije a Will que deberíamos escribir a su amigo, el violinista, para darle las gracias.

—He comprado una bonita tarjeta al venir —expliqué—. Dime qué quieres que ponga y lo escribo. Hasta he traído mi mejor bolígrafo.

—Mejor que no —dijo Will.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—¿Mejor que no? Ese hombre nos regaló dos asientos en primera fila. Tú mismo dijiste que fue fantástico. Al menos podrías darle las gracias.

Las mandíbulas de Will estaban tensas, inamovibles.

Dejé el bolígrafo.

—¿Tan acostumbrado estás a que la gente te regale cosas que ya ni te molestas en darles las gracias?

—No tienes ni idea, Clark, de lo frustrante que es depender de otra persona para que escriba tus propias palabras. La frase «escribo en nombre de...» es humillante.

—¿Sí? Bueno, es mejor que nada —farfullé—. Yo le voy a dar las gracias de todos modos. No voy a mencionar tu nombre si realmente te vas a portar como un imbécil.

Escribí la tarjeta y la envié. No hablé más al respecto. Pero esa noche, con las palabras de Will aún en la cabeza, me dirigí a la biblioteca y, al ver un ordenador libre, me conecté a Internet. Busqué si existía algún aparato que permitiera a Will escribir. Al cabo de una hora, había descubierto tres: una especie de programa de reconocimiento de voz, otro que se basaba en el parpadeo de un ojo y, como había mencionado mi hermana, un dispositivo de grabación que se ponía en la cabeza.

Como era de prever, puso reparos al dispositivo que se llevaba en la cabeza, pero admitió que el programa de reconocimiento de voz tal vez fuera útil y, al cabo de una semana, gracias a la ayuda de Nathan, lo instalamos en su ordenador y lo configuramos de modo que, con el teclado sujeto a la silla, Will ya no necesitaba que nadie escribiera en su nombre. Al principio le daba un poco de vergüenza, pero, cuando le sugerí que comenzara siempre diciendo: «Escriba una carta, señorita Clark», lo superó.

Incluso la señora Traynor fue incapaz de encontrar un motivo de queja.

—Si existen otros dispositivos que pudieran serle útiles —dijo, con los labios aún fruncidos, como si le costase creer que acabara de ocurrir algo bueno—, no dudes en decírnoslo. —Miró a Will, nerviosa, como si temiera que estuviera a punto de arrancarse el micrófono de la mandíbula.

Tres días más tarde, justo cuando salía para ir al trabajo, el cartero me entregó una carta. La abrí en el autobús, pensando que sería una felicitación de cumpleaños anticipada de algún primo lejano. Decía, con tipografía informática:

Querida Clark:

Quería mostrarte que no soy del todo un imbécil egoísta. Y que agradezco tus esfuerzos.

Gracias.

Will

Solté tal carcajada que el conductor del autobús me preguntó si me había tocado la lotería.

Después de todos esos años en el trastero, con la ropa colgada en un armario del pasillo, la habitación de Treena me pareció un palacio. La primera noche la pasé dando vueltas en la cama con los brazos estirados, disfrutando por no tocar ambas paredes al mismo tiempo. Fui a la tienda de bricolaje y compré pintura y cortinas nuevas, así como una lámpara para la mesilla y unos estantes, que instalé yo misma. No es que se me dé bien ese tipo de cosas; supongo que quería ver si era capaz de hacerlo.

Me dediqué a redecorar: todas las noches, al volver del trabajo, pintaba durante una hora y, antes de que pasara una semana, incluso mi padre admitió que había hecho un buen trabajo. Dedicó un rato a observar mi obra, toqueteó las cortinas que había colgado yo misma y al fin dejó caer una mano sobre mi hombro.

—Tras este trabajo eres otra persona, Lou.

Compré una funda nórdica, una alfombra y unos cojines enormes, por si recibía alguna visita y le apetecía pasar un rato ahí. Aunque no iba a venir nadie. Colgué el calendario en la puerta. Nadie lo veía, excepto yo. Nadie más habría sabido qué significaba, de todos modos.

Me sentí un poco mal porque, cuando pusimos la cama plegable de Thomas junto a la de Treena en el trastero, casi no quedaba espacio, pero lo racionalicé: al fin y al cabo, ya no vivían aquí. Y el trastero solo lo usarían para dormir. No tenía sentido dejar vacía la habitación más amplia durante semanas.

Cada día iba al trabajo pensando a qué otros lugares llevar a Will. No tenía un plan concreto, sino que me centraba en que saliera todos los días, en intentar que estuviera contento. Había días (cuando le escocían las extremidades o tenía una infección y yacía triste y con fiebre en la cama) más difíciles que otros. Pero en los buenos días había logrado varias veces sacarlo al aire libre, bajo el sol primaveral. Yo era consciente de que Will detestaba la compasión de los desconocidos más que nada en el mundo, así que lo llevaba en coche a parajes hermosos donde, durante una hora más o menos, podíamos estar a solas. Preparaba un picnic y nos sentábamos al borde de un campo, a disfrutar de la brisa, de estar lejos de casa.

—Mi novio quiere conocerte —le conté una tarde, mientras le ofrecía los pedacitos que arrancaba de un sándwich de queso con pepinillo.

Había conducido durante varios kilómetros fuera del pueblo, hasta subir una colina desde donde veíamos el castillo al otro lado del valle, del que nos separaba un campo con corderos.

—¿Por qué?

—Quiere saber con quién paso tanto tiempo por la noche.

Por extraño que parezca, noté que esto lo animaba.

—El Hombre Maratón.

—Creo que mis padres también.

—Me pongo nervioso cuando una chica me dice que quiere presentarme a sus padres. De todos modos, ¿cómo está tu madre?

—Igual.

—¿Y el trabajo de tu padre? ¿Alguna novedad?

—No. La semana que viene, según le dicen ahora. De todos modos, me preguntaron si quería invitarte a mi cena de cumpleaños este viernes. Todo muy informal. Solo familia, en realidad. Pero no pasa nada... Ya les dije que no te apetecería.

—¿Quién dice que no me apetecería?

—No te gustan los desconocidos. No te gusta comer delante de los demás. Y no te gusta cómo es mi novio. O sea, era obvio.

Ya lo tenía en mis manos. La mejor manera de conseguir que Will hiciera algo era decirle que no querría hacerlo. Aún persistía en él esa parte obstinada, dada a llevar la contraria.

Will masticó un momento.

—No. Voy a ir a tu cumpleaños. Así tu madre tendrá algo en lo que pensar, por lo menos.

—¿De verdad? Oh, Dios, si se lo digo va a empezar a limpiar y sacar brillo esta misma noche.

—¿Estás segura de que es tu madre biológica? ¿No debería existir cierta semejanza genética? Sándwich, por favor, Clark. Y con más pepinillo.

Solo bromeaba a medias. Mi madre entró en barrena ante la mera idea de recibir a un tetrapléjico en casa. Se llevó las manos a la cara en el acto, y de inmediato comenzó a reordenar el aparador, como si Will fuera a llegar en cuestión de minutos.

—Pero ¿y si necesita ir al baño? No tenemos un baño aquí abajo. No creo que papá pueda subirlo a cuestas. Yo podría ayudar..., pero no sabría dónde poner las manos. ¿Se encargaría Patrick?

—No te preocupes por esas cosas. De verdad.

—¿Y la comida? ¿Will solo come purés? ¿Hay algo que no pueda comer?

—No, solo necesita ayuda para coger las cosas.

—¿Quién va a hacer eso?

—Yo. Tranquila, mamá. Es simpático. Te va a caer bien.

Y así quedó decidido. Nathan recogería a Will, lo traería en coche y se pasaría dos horas más tarde para llevarlo de nuevo a casa y encargarse de los cuidados nocturnos. Yo me había ofrecido, pero ambos insistieron en que «me soltara el pelo» en mi cumpleaños. Era evidente que no conocían a mis padres.

A las siete y media, ni un minuto más ni un minuto menos, abrí la puerta para encontrarme a Will y a Nathan en el porche. Will vestía una camisa y chaqueta elegantes. No sabía si sentirme complacida al ver que se había tomado la molestia o preocupada porque mi madre se pasaría las dos primeras horas de la velada temiendo no haberse arreglado lo suficiente.

—Hola.

Mi padre apareció en el vestíbulo detrás de mí.

—Ajá. ¿Estaba bien la rampa, jóvenes? —Había dedicado toda la tarde a montar una rampa de tablero aglomerado en la escalera de entrada.

Con cuidado, Nathan subió la silla de Will y la llevó a nuestro estrecho vestíbulo.

—Muy bien —dijo Nathan mientras yo cerraba la puerta detrás de él—. Estupenda. Las he visto peores en los hospitales.

—Bernard Clark. —Mi padre tendió la mano y estrechó la de Nathan. La tendió a Will antes de retirarla con un movimiento brusco y un súbito ataque de vergüenza—. Bernard. Disculpa... Eh... No sé cómo saludar a un... No te puedo dar la... —Comenzó a trastabillarse.

—Una reverencia es suficiente.

Mi padre me miró y entonces, al comprender que Will bromeaba, soltó una gran carcajada, aliviado.

—¡Ja! —dijo, y dio un golpecito a Will en el hombro—. Sí. Una reverencia. Qué bueno. ¡Ja!

Así se rompió el hielo. Nathan se despidió con un gesto de la mano y un guiño, y yo llevé a Will a la cocina. Mi madre, por fortuna, sostenía una fuente en las manos, así que se libró de sentir la misma zozobra.

—Mamá, este es Will. Will, Josephine.

—Josie, por favor. —Mi madre lo miró encantada, con los guantes del horno hasta los codos—. Qué alegría conocerte por fin, Will.

—Encantado —contestó—. No quiero interrumpir.

Mi madre dejó la fuente y se llevó la mano al pelo, lo que siempre era una buena señal. Lástima que olvidara quitarse los guantes primero.

—Disculpa —dijo—. Hay asado para cenar. El secreto es que esté en su punto, como ya sabes.

—En realidad, no —replicó Will—. No soy muy dado a cocinar. Pero me encanta la buena comida. Por eso tenía tantas ganas de venir.

—Entonces... —Mi padre abrió el frigorífico—. ¿Cómo lo hacemos? ¿Tomas la cerveza en... un vaso especial, Will?

Si de mi padre dependiera, le dije a Will, habría tenido un vaso especial para beber cerveza antes que una silla de ruedas.

—Es importante saber cuáles son tus prioridades —dijo mi padre. Hurgué en la mochila de Will hasta que encontré su taza.

—Cerveza está bien. Gracias.

Tomó un sorbo y yo fui a la cocina, cohibida, de repente, por nuestra casa pequeñita y desordenada, con su papel pintado de los años ochenta y los aparadores de la cocina arañados. La vivienda de Will tenía muebles elegantes y la decoración era discreta y de buen gusto. Nuestra casa daba la impresión de que el noventa por ciento de su contenido procedía de la tienda de todo a una libra. Los dibujos de Thomas cubrían todas las superficies desnudas de la pared. Pero, si se fijó, Will no dijo nada. Él y mi padre no tardaron en encontrar un tema de conversación: lo inútil que era yo. No me molestó. Así ambos estaban de buen humor.

—¿Sabías que una vez se estrelló contra una baliza y juró que la culpa era de la baliza?

—Tendrías que ver cómo baja la rampa. A veces es un deporte extremo bajar de ese coche...

Mi padre estalló en carcajadas.

Les dejé a lo suyo. Mi madre me siguió, desazonada. Colocó una bandeja con copas en la mesa, tras lo cual miró al reloj.

—¿Dónde está Patrick?

—Iba a venir directo del entrenamiento —dije—. Tal vez ha surgido algo.

—¿No podía dejarlo ni siquiera por tu cumpleaños? Este pollo se va a estropear si se retrasa más.

—Mamá, va a estar muy rico.

Esperé hasta que terminó con la bandeja y la estreché entre mis brazos. Estaba rígida de los nervios. Sentí un afecto súbito por ella. Seguro que no era fácil ser mi madre.

—De verdad. Todo va a estar muy rico.

Se desprendió de mí, me besó en la cabeza y se limpió las manos con el delantal.

—Ojalá estuviera aquí tu hermana. Se me hace raro celebrar algo sin ella.

A mí, en cambio, no. Solo por una vez, me estaba gustando ser el centro de atención. Tal vez suene infantil, pero era cierto. Me encantaba que mi padre y Will se rieran hablando de mí. Me encantaba que todo en esta cena (desde el pollo asado hasta la mousse de chocolate) fuera mi comida favorita. Me gustaba ser quien quería ser sin que la voz de mi hermana me recordase quién había sido.

Sonó el timbre de la puerta y mi madre se sacudió las manos.

—Ahí está. Lou, ¿por qué no empiezas a servir?

Patrick aún estaba colorado por el esfuerzo del ejercicio.

—Feliz cumpleaños, preciosa —dijo, inclinándose para besarme. Olía a loción para después del afeitado, a desodorante y a piel limpia, recién duchada.

—Mejor que entres enseguida. —Señalé el salón con un gesto—. Mamá está de los nervios por la hora.

—Oh. —Patrick miró el reloj—. Lo siento. Habré perdido la noción del tiempo.

—Pero no de tus tiempos, ¿eh?

—¿Qué?

—Nada.

Mi padre había llevado la mesa extensible al salón. También, siguiendo mis instrucciones, había trasladado un sofá a la otra pared para que Will no encontrara obstáculos al entrar. Will maniobró la silla de ruedas hasta el lugar que le había indicado, y se elevó un poco para estar a la misma altura que los demás. Yo me senté a su izquierda y Patrick, enfrente. Él, Will y el abuelo se saludaron con un movimiento de cabeza. Ya había advertido a Patrick que no intentara estrechar la mano de Will. Al sentarme noté que Will estudiaba a Patrick y me pregunté, por un momento, si sería tan encantador con mi novio como con mis padres.

Will inclinó la cabeza hacia mí.

—Si miras tras el respaldo de la silla, he traído una cosilla para la cena.

Me agaché y metí la mano en la mochila. Saqué una botella de champán Laurent-Perrier.

—En un cumpleaños siempre es necesario un buen champán —dijo.

—Oh, mira —exclamó mi madre, que traía los platos—. Qué maravilla. Pero no tenemos copas de champán.

—Estas valen —contestó Will.

—Yo lo abro. —Patrick cogió el champán, retiró el alambre y colocó los pulgares bajo el corcho. No dejaba de mirar a Will, como si fuera muy diferente a lo que se esperaba.

—Si lo haces así —observó Will—, va a salir por todos lados. —Alzó el brazo más o menos un centímetro, en un gesto vago—. Creo que suele salir mejor si sostienes el corcho e inclinas la botella.

—He aquí un hombre que sabe de champán —proclamó mi padre—. Ahí lo tienes, Patrick. ¿Inclinar la botella, dices? Vaya, quién se lo habría imaginado.

—Ya lo sabía —replicó Patrick—. Iba a hacerlo así.

El champán se abrió y se sirvió sin incidentes, y brindamos por mi cumpleaños.

El abuelo dijo algo que tal vez fuera «Chin, chin».

Me levanté y saludé. Llevaba un vestido corto amarillo, estilo años sesenta, comprado en una tienda de la beneficencia. La mujer pensaba que podía ser un Biba, aunque alguien le había arrancado la etiqueta.

—Que este sea el año en que nuestra Lou por fin madure —dijo mi padre—. Iba a decir «que haga algo con su vida», pero parece que por fin lo está haciendo. Tengo que decirte, Will, que desde que trabaja contigo..., bueno, es otra persona.

—Estamos muy orgullosos —señaló mi madre—. Y agradecidos. A ti. Por darle un empleo, quiero decir.

—Soy yo quien está agradecido —contestó Will. Me miró de soslayo.

—Por Lou —dijo mi padre—. Y por que le sigan yendo bien las cosas.

—Y por los miembros de la familia ausentes —añadió mi madre.

—¡Caray! —intervine—. Debería cumplir años más a menudo. Y pensar que casi todos los días solo me tomáis el pelo.

Comenzaron a hablar y mi padre contó una anécdota ridícula acerca de mí que hizo reír a mi madre. Fue bonito verlos alegres. Mi padre se había mostrado las últimas semanas agotado y mi madre ojerosa y distraída, como si tuviera la cabeza en otra parte. Quería saborear estos momentos, estos breves instantes en que olvidaban sus problemas y compartían bromas y cariño. Solo entonces comprendí que no me habría importado que Thomas estuviera ahí. O Treena, ya puestos.

Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que tardé un minuto en fijarme en la expresión de Patrick. Mientras decía algo al abuelo, daba de comer a Will; doblé un trozo de salmón ahumado entre los dedos y lo acerqué a sus labios. Ya era una parte tan habitual de mi vida cotidiana que solo reparé en la intimidad del gesto cuando vi la expresión de pasmo en el rostro de Patrick.

Will dijo algo a mi padre y yo miré a Patrick fijamente, deseosa de que parara. A su izquierda, el abuelo llevaba el tenedor al plato con una glotonería indisimulada, emitiendo lo que llamábamos sus «ruidos de comer»: pequeños rugidos y murmullos de placer.

—Está riquísimo el salmón—dijo Will a mi madre—. De verdad, un sabor delicioso.

—Bueno, no es algo que comamos todos los días —respondió ella, sonriente—. Pero queríamos que fuera un día especial.

Deja de mirar, rogué a Patrick en silencio.

Al fin me vio y apartó la vista. Parecía furioso.

Di a Will otro trozo de salmón y luego un pedazo de pan cuando vi que le echaba un vistazo. Me había vuelto, comprendí en ese momento, tan sensible a sus necesidades que apenas me hacía falta mirarlo para saber qué quería. Patrick, al otro lado, comía con la cabeza gacha, cortando el salmón en trocitos pequeños que pinchaba con el tenedor. No tocó el pan.

—Entonces, Patrick —dijo Will, que tal vez percibió mi desazón—, Louisa me dice que eres entrenador personal. ¿Qué haces exactamente?

Cómo deseé que no hubiera preguntado. Patrick se lanzó a una perorata de vendedor sobre la motivación personal y cómo un cuerpo en forma ayudaba a tener una mente sana. A continuación, se explayó acerca de su programa de entrenamiento para el Norseman: las temperaturas del mar del Norte, las proporciones de grasa corporal adecuadas para correr una maratón, sus mejores tiempos en cada disciplina. Por lo general, a esas alturas yo ya no escuchaba, pero ahora, con Will junto a mí, no dejaba de pensar en qué inoportuno era. ¿Es que no podía explicarlo por encima y quedarse contento?

—De hecho, cuando Lou me dijo que ibas a venir, pensé en echarle un vistazo a mis libros a ver si encontraba una fisioterapia que recomendarte.

Casi me ahogo con el champán.

—Es toda una especialidad, Patrick. No creo que seas la persona indicada.

—Yo soy un especialista. Me dedico a las lesiones deportivas. Tengo formación médica.

—Esto no es un esguince, Pat. De verdad.

—Hace un par de años trabajé con un hombre que tenía un cliente tetrapléjico. Dice que ahora está casi completamente recuperado. Hace triatlones y todo.

—¡Imagínate! —dijo mi madre.

—Me habló de una nueva investigación en Canadá basada en que es posible entrenar los músculos para recordar las actividades pasadas. Si los ejercitas bastante, todos los días, es como una sinapsis cerebral: todo vuelve. Te apuesto algo a que, si te sometemos a un programa bueno de verdad, notarías cambios en tu memoria muscular. Al fin y al cabo, Lou me dice que antes eras todo un hombre de acción.

—Patrick —dije en voz alta—. No sabes de qué hablas.

—Solo intentaba...

—Bueno, pues no lo intentes. De verdad.

En la mesa se hizo el silencio. Mi padre tosió y se disculpó. El abuelo miró alrededor de la mesa en un silencio cauteloso.

Mi madre hizo el gesto de ofrecer más pan a todos, para a continuación cambiar de parecer.

Cuando Patrick habló de nuevo, su voz sonó como la de un mártir.

—Era solo una investigación que me pareció útil. Pero ya me callo.

Will alzó la vista y sonrió, con un semblante inexpresivo y educado.

—Sin duda, lo tendré en mente.

Me levanté para retirar los platos, con la esperanza de escaparme. Pero mi madre me riñó y me dijo que me sentara.

—Es tu cumpleaños —dijo, como si en otras ocasiones consintiera que la ayudaran—. Bernard, ¿por qué no vas a la cocina a por el pollo?

—Ja, ja. Esperemos que haya dejado de corretear por ahí, ¿eh? —Mi padre sonrió y mostró los dientes en una especie de mueca.

El resto de la cena transcurrió sin incidentes. Mis padres estaban encantados con Will. Patrick, no tanto. Patrick y Will apenas intercambiaron una palabra más. En algún momento, mientras mi madre servía las patatas asadas (con mi padre haciendo su numerito habitual de intentar robarlas), dejé de preocuparme. Mi padre hacía todo tipo de preguntas a Will sobre su vida anterior, incluso sobre el accidente, y Will parecía bastante cómodo para responder sin titubear. De hecho, me enteré de bastantes cosas que no me había contado antes. Su trabajo, por ejemplo, daba la impresión de ser bastante importante, aunque lo negara. Compraba y vendía empresas y se encargaba de lograr beneficios entretanto. Mi padre tuvo que insistir para sonsacarle que su idea de beneficios se elevaba a seis o siete cifras. Me descubrí a mí misma con la mirada clavada en Will, tratando de conciliar al hombre que conocía con ese ejecutivo despiadado de la gran ciudad. Mi padre le habló de la empresa que iba a comprar la fábrica de muebles y, cuando mencionó el nombre, Will asintió con la cabeza, casi compungido, y dijo que sí, que los conocía. Sí, era probable que él también hubiera hecho lo mismo. Por el modo en que lo dijo, el futuro del trabajo de mi padre no resultó muy esperanzador.

Mi madre miraba maravillada a Will y estaba absorta en él. Comprendí, al verla sonreír, que en algún momento a lo largo de la cena Will había pasado a ser un joven apuesto sentado a su mesa. No era de extrañar que Patrick estuviera tan molesto.

—¿Tarta de cumpleaños? —preguntó el abuelo en cuanto mi madre comenzó a retirar los platos.

Fue tan claro, tan sorprendente, que mi padre y yo nos miramos, boquiabiertos. Todo el mundo guardó silencio.

—No. —Caminé alrededor de la mesa y lo besé—. No, abuelo. Lo siento. Pero hay mousse de chocolate. Te va a gustar.

El abuelo asintió en señal de aprobación. Mi madre estaba radiante. Creo que ninguno de nosotros podría haber recibido un regalo mejor.

Llegó la mousse a la mesa y, junto a ella, un regalo cuadrado, del tamaño de una guía telefónica, envuelto en papel de seda.

—Hora de los regalos, ¿eh? —dijo Patrick—. Toma. Aquí está el mío. —Me sonrió al dejarlo en el centro de la mesa.

Yo le devolví la sonrisa. No era momento para discrepancias, al fin y al cabo.

—Vamos —me animó mi padre—. Ábrelo.

Abrí primero el de mis padres, desenvolviendo el papel con cuidado, para no rasgarlo. Era un álbum de fotografías, y en cada página había una foto de un año de mi vida. De bebé, junto a Treena, dos niñas de caras regordetas, en mi primer día en el instituto, llena de horquillas y con una falda enorme. Más reciente, había una de mí y de Patrick, esa en la que le llamaba cabrón. Y, vestida con una falda gris, en el primer día de mi nuevo trabajo. Entre las páginas había dibujos de la familia hechos por Thomas, cartas que mi madre había conservado de las excursiones escolares, donde, con letra de niña, hablaba de la playa, de helados perdidos y de gaviotas ladronas. Lo hojeé entero y solo dudé un momento cuando vi a esa chica de pelo oscuro y largo. Pasé de página.

—¿Me dejas verlo? —preguntó Will.

—No ha sido... nuestro mejor año —se excusó mi madre, mientras yo pasaba las páginas frente a él—. Es decir, estamos bien y no podemos quejarnos. Pero ya sabes cómo están las cosas. Y el abuelo vio algo en la tele acerca de hacer los regalos en vez de comprarlos, y pensé que sería algo..., ya sabes..., con un significado especial.

—Y es especial, mamá. —Se me habían cubierto los ojos de lágrimas—. Me encanta. Gracias.

—El abuelo escogió algunas fotografías —señaló.

—Es precioso —comentó Will.

—Me encanta —dije de nuevo.

La mirada de completo alivio que intercambiaron mi madre y mi padre fue lo más triste que había visto en toda mi vida.

—Ahora, el mío. —Patrick acercó la pequeña caja sobre la mesa. La abrí despacio, con una indefinida y breve sensación de pánico por si era un anillo de compromiso. Yo no estaba preparada. Apenas había comenzado a asimilar que ya tenía habitación. Abrí la cajita y, sobre el terciopelo azul, había una delgada cadena de oro con una pequeña estrella de colgante. Era algo dulce, delicado y no tenía nada que ver conmigo. No usaba ese tipo de joyas, nunca lo había hecho.

Dejé que mis ojos reposaran sobre ella mientras decidía qué decir.

—Es preciosa —dije, y Patrick se inclinó sobre la mesa y me la abrochó al cuello.

—Me alegra que te guste —contestó Patrick, y me dio un beso en la boca. Juro que era la primera vez que me besaba así delante de mis padres.

Will me observó, impasible.

—Bueno, creo que es la hora de tomar el postre —dijo mi padre—. Antes de que se caliente. —Se rio de su propia broma. El champán le había subido los ánimos.

—En la mochila tengo algo para ti —comentó Will, en voz baja—. La que está detrás de mi silla. El envoltorio es naranja.

Saqué el regalo de la mochila de Will.

Mi madre se detuvo con la cuchara de servir en la mano.

—¿Le has traído un regalo a Lou, Will? Qué amable. ¿No es un detalle, Bernard?

—Claro que sí.

El papel de envolver tenía unos quimonos chinos de colores brillantes. No me hizo falta mirarlo dos veces para saber que iba a guardarlo. Tal vez idearía algo que ponerme basándome en él. Retiré la cinta, que dejé a un lado para más tarde. Abrí el paquete y luego el papel de seda que había dentro, y ahí, mirándome, había algo de color negro y amarillo extrañamente familiar.

Saqué la tela del paquete y en mis manos encontré dos pares de leotardos, negros y amarillos. De mi talla, de una lana tan suave que casi se deslizaba entre los dedos.

—No me lo creo —dije. Comencé a reír: de un modo alegre, inesperado—. Oh, santo cielo. ¿Dónde los has encontrado?

—Encargué que me los hicieran. Te alegrará saber que di las instrucciones a la mujer con mi nuevo programa de reconocimiento de voz.

—¿Leotardos? —dijeron mi padre y Patrick al unísono.

—Ni más ni menos que los mejores leotardos de todos los tiempos.

Mi madre los miró con atención.

—Sabes, Louisa, estoy casi segura de que tenías un par igualito a esos cuando eras muy pequeña.

Will y yo intercambiamos una mirada.

No podía dejar de sonreír.

—Quiero ponérmelos ya —dije.

—Madre mía, se va a parecer al humorista Max Wall en una colmena —exclamó mi padre sacudiendo la cabeza.

—Ah, Bernard, es su cumpleaños. Que se ponga lo que quiera.

Salí corriendo y me los puse en el pasillo. Estiré la punta del pie para admirar lo ridículo que parecía. No creo que un regalo de cumpleaños me hubiera puesto tan contenta en mi vida.

Volví al salón. Will soltó una pequeña ovación. El abuelo golpeó la mesa con las manos. Mi madre y mi padre soltaron una carcajada. Patrick se limitó a mirar.

—No sé cómo decirte lo mucho que me gustan —dije—. Gracias. Gracias. —Estiré una mano y le toqué el hombro—. De verdad.

—También hay una tarjeta ahí dentro —respondió—. Ábrela en otro momento.

Mis padres se mostraron encantados con Will cuando se fue.

Mi padre, que estaba borracho, le agradeció una y otra vez que me diera trabajo y le hizo prometer que volvería.

—Si me quedo sin trabajo, a lo mejor me paso a ver un partido de fútbol contigo —dijo.

—Estupendo —contestó Will, aunque yo nunca le había visto siguiendo un partido de fútbol.

Mi madre le obligó a llevarse una porción de la mousse que había sobrado en un recipiente de plástico.

—Como te ha gustado tanto...

Qué caballero, dirían durante una buena hora después de su marcha. Un caballero de verdad.

Patrick salió al pasillo, con las manos en los bolsillos, como si quisiera contener la tentación de estrechar las de Will. Esa, al menos, fue mi conclusión más generosa.

—Me alegro de conocerte, Patrick —dijo Will—. Y gracias por el... consejo.

—Oh, solo intentaba que mi novia aprovechara al máximo su trabajo —replicó—. Eso es todo. —Hizo un hincapié evidente en el posesivo mi.

—Bueno, eres un hombre afortunado —comentó Will, mientras Nathan comenzaba a empujar la silla—. Sin duda, se le dan de maravilla los baños en la cama. —Lo dijo tan rápido que la puerta se cerró antes de que Patrick asimilara qué había dicho.

—No me habías dicho que lo bañabas en la cama. —Habíamos vuelto a la casa de Patrick, un piso nuevo en las afueras del pueblo. En los anuncios aseguraban que era para quien quería vivir por todo lo alto, aunque daba a la zona de hipermercados y solo era un tercer piso—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que le lavas la polla?

—No le lavo la polla. —Cogí la crema limpiadora, una de las pocas cosas que me era permitido llevar a la casa de Patrick, y comencé a limpiarme el maquillaje con movimientos amplios.

—Es lo que dijo.

—Te estaba tomando el pelo. Y, teniendo en cuenta la de veces que repetiste que antes era un hombre de acción, no le culpo.

—Entonces, ¿qué es lo que le haces? Es evidente que no me lo has contado todo.

—Lo lavo, a veces, pero solo hasta llegar a la ropa interior.

La mirada de Patrick lo dijo todo. Al final, apartó la vista, se quitó los calcetines y los arrojó al cesto de la ropa sucia.

—Tu trabajo no debería incluir eso. Nada de cuidados médicos, decía. Nada de cuidados íntimos. No era parte de la descripción del trabajo. —Una idea súbita cruzó su mente—. Podrías presentar una demanda. Despido indirecto, creo que lo llaman, cuando cambian las condiciones del trabajo.

—No seas ridículo. Y lo hago porque Nathan no puede estar siempre ahí, y para Will es horrible que se encargue un completo desconocido de una agencia. Y, además, ya me he acostumbrado. En realidad, no me molesta.

¿Cómo explicarle... que un cuerpo puede volverse tan familiar? Era capaz de cambiar los tubos de Will con una eficacia profesional, bañarle el torso con una esponja sin la menor interrupción en nuestra conversación. Ya ni siquiera sus cicatrices me impresionaban. Durante un tiempo, no veía más que un suicida en potencia. Ahora, era solo Will: el exasperante, voluble, inteligente y divertido Will, que me trataba con condescendencia y le gustaba actuar como si él fuera el profesor Higgins y yo Eliza Doolittle. Su cuerpo era solo una parte del todo, a la que había que tratar, a intervalos regulares, antes de volver a la conversación. Se había convertido, supuse, en la parte menos interesante de él.

—No puedo creerlo... Después de todo lo que hemos pasado juntos... De todo lo que tardaste en dejar que me acercara a ti..., y he aquí un desconocido con el que estás encantada de compartir su intimidad...

—¿Y si hablamos de esto en otro momento, Patrick? Es mi cumpleaños.

—No fui yo quien empezó con los baños en la cama y qué sé yo.

—¿Todo esto es porque es guapo? —pregunté—. ¿Es ese el problema? ¿Sería todo más fácil para ti si pareciese, ya sabes, una planta de verdad?

—Entonces, te parece guapo.

Me saqué el vestido por la cabeza y comencé a quitarme los leotardos, con cuidado, ya evaporados los restos de mi buen humor.

—No puedo creerme esto. No me puedo creer que estés celoso de él.

—No estoy celoso. —Su tono era despectivo—. ¿Cómo voy a estar celoso de un tullido?

Patrick me hizo el amor esa noche. Tal vez «hacer el amor» no sea la expresión correcta. Mantuvimos relaciones sexuales, una sesión maratoniana en la que se mostró decidido a exhibir su condición atlética, su fuerza, su vigor. Duró horas. Si hubiera podido balancearme en la lámpara del techo, creo que lo habría hecho. Fue agradable sentirse tan deseada, ser el centro de la atención de Patrick después de tantos meses de semiindiferencia. Pero una pequeña parte de mí se mantuvo distante durante todo ese tiempo. Sospechaba que no se trataba de mí, al fin y al cabo. No había tardado en deducirlo. Este pequeño espectáculo se debía a Will.

—¿Qué tal, eh? —Patrick se enroscó en torno a mí cuando hubo acabado, estrechando nuestros cuerpos pegajosos por el sudor, y me besó en la frente.

—Muy bien —dije.

—Te quiero, preciosa.

Y, satisfecho, se dio la vuelta, se pasó un brazo por encima de la cabeza y se quedó dormido en cuestión de minutos.

Como no me venía el sueño, salí de la cama y bajé a por mi bolso. Revolví en su interior, en busca del libro de relatos de Flannery O’Connor. Al sacarlo, el sobre cayó.

Me quedé mirándolo. Era la tarjeta de Will. No la había abierto en la mesa. Lo hice en ese momento, y sentí una inesperada esponjosidad en su interior. Saqué la tarjeta con cuidado y la abrí. Contenía diez billetes nuevos de cincuenta libras. Los conté dos veces, incapaz de creer lo que veían mis ojos. La tarjeta decía:

El bono de cumpleaños. Ni lo pienses. Es una exigencia legal. W