Recuerdo a la perfección qué día empecé a tener miedo.
Fue hace casi siete años, en los últimos días de un julio aletargado y caluroso, cuando las callejuelas que rodean el castillo estaban repletas de turistas y el aire se llenaba del sonido de sus pasos sin rumbo y las campanillas de las inevitables furgonetas de helados que se alineaban en lo alto de la colina.
Mi abuela había muerto hacía un mes, al cabo de una larga enfermedad, y ese verano se vio cubierto de una fina capa de tristeza; revestía con delicadeza todo lo que hacíamos, atenuaba nuestra tendencia, mía y de mi hermana, a lo teatral y puso fin a nuestra costumbre estival de salir de vacaciones breves y excursiones de un día. Mi madre pasaba casi todos los días ante la pila de fregar, la espalda rígida por el esfuerzo de contener las lágrimas, en tanto que mi padre desaparecía todas las mañanas de camino al trabajo con una expresión decidida y lúgubre, solo para volver horas más tarde con la cara reluciente por el sudor e incapaz de hablar antes de abrirse una cerveza. Mi hermana había vuelto a casa tras su primer año en la universidad y ya tenía la cabeza en otro lugar, muy lejos de nuestro pequeño pueblo. Yo había cumplido veinte años e iba conocer a Patrick antes de que pasaran tres meses. Estábamos disfrutando uno de esos raros veranos de libertad absoluta: no teníamos responsabilidades financieras, ni deudas, ni habíamos comprometido nuestro tiempo con nadie. Yo tenía un trabajo de temporada y todas las horas del mundo para practicar con mi maquillaje, ponerme tacones tan altos que estremecían a mi padre y averiguar, sin más, quién era yo en realidad.
Vestía con normalidad, por aquel entonces. O, mejor dicho, vestía como las otras chicas del pueblo: pelo largo, con las puntas hacia fuera a la altura de los hombros, vaqueros índigo, camisetas ajustadas que dejaban entrever unas cinturas estrechas y senos generosos. Pasábamos horas perfeccionando nuestro lápiz de labios y la tonalidad exacta de nuestra sombra de ojos. Todo nos quedaba bien, pero dedicábamos horas a quejarnos acerca de celulitis inexistentes y de imperfecciones invisibles en nuestra piel.
Y yo tenía ideas. Cosas que quería hacer. Uno de los muchachos que conocía del colegio había realizado un viaje alrededor del mundo y había vuelto convertido en un ser distante y desconocido, como si no fuera el mismo niño de once años con raspaduras en las rodillas que solía soltar escupitajos durante las dos clases seguidas de francés. Reservé un vuelo barato a Australia en un arrebato y buscaba a alguien que quisiera acompañarme. Me gustaba el aire exótico que le daban sus viajes a ese muchacho, el aura misteriosa. Había traído consigo los vientos favorables de un mundo enorme, y resultaba extrañamente cautivador. Aquí todo el mundo sabía algo acerca de mí, al fin y al cabo. Y, con una hermana como la mía, no me permitían olvidarlo.
Era viernes y había pasado el día trabajando como ayudante en un aparcamiento con un grupo de chicas a las que conocía del colegio, guiando a los visitantes a una feria artesanal que se celebraba en los terrenos del castillo. El día entero fue una sucesión de risas, de bebidas gaseosas bajo el sol ardiente, con un cielo azul y la luz que destellaba en las colmenas. No creo que hubiera un solo turista que no me sonriera ese día. Es muy difícil no sonreír a un grupo de chicas risueñas y joviales. Nos pagaban treinta libras y los organizadores se quedaron tan satisfechos con la afluencia de público que nos dieron otro billete de cinco libras a cada una. Lo celebramos emborrachándonos con algunos muchachos que habían trabajado en un aparcamiento lejano, junto al centro turístico. Hablaban con educación, vestían camisetas de rugby y tenían el pelo ondulado. Uno de ellos se llamaba Ed, dos estaban en la universidad (ya no recuerdo en cuál) y trabajaban también para ganar algo de pasta para las vacaciones. Les sobraba el dinero después de toda una semana de trabajo y, cuando se acabó el nuestro, ellos se mostraron encantados de invitar a bebidas a esas atolondradas lugareñas que ondeaban el cabello y se sentaban en el regazo unas de otras y soltaban grititos y bromeaban y los llamaban pijos. Se comunicaban en un idioma diferente; hablaban de años sabáticos y de veranos en Sudamérica y de viajes por Tailandia con la mochila a cuestas y de quién iba a solicitar una beca en el extranjero. Mientras escuchábamos y bebíamos, recuerdo que mi hermana se paró junto a la terraza de la cervecería, donde estábamos tirados sobre la hierba. Llevaba el jersey con capucha más extraño del mundo y no iba maquillada, y yo había olvidado que había quedado con ella. Le pedí que dijera a papá y a mamá que volvería un poco después de cumplir los treinta. Por alguna razón, esto me pareció divertidísimo. Ella alzó las cejas y se marchó como si yo fuera la persona más irritante que había conocido.
Cuando el Red Lion cerró las puertas, fuimos a sentarnos en el centro del laberinto del castillo. Alguien logró escalar por el portón y, tras muchos tropezones y risotadas, todos nos abrimos paso hasta el centro del laberinto y bebimos una sidra fuerte mientras alguien pasaba un porro. Recuerdo haber mirado las estrellas, sentirme desaparecer en esa profundidad infinita, mientras el suelo se tambaleaba con dulzura y daba bandazos como la cubierta de un barco enorme. Alguien tocaba una guitarra y yo llevaba unos zapatos rosas de satén y tacón alto que arrojé a la hierba y nunca fui a buscar. Pensé que probablemente era la dueña del universo.
Pasó una media hora antes de que cayera en la cuenta de que las otras chicas se habían ido.
Mi hermana me encontró, ahí en el centro del laberinto, algo más tarde, mucho después de que las estrellas quedaran ocultas tras las nubes nocturnas. Como ya he dicho, es muy inteligente. Más inteligente que yo, en cualquier caso.
Es la única persona que conozco capaz de encontrar la salida del laberinto sin titubear.
—Esto te va a hacer reír. Me he sacado el carné de la biblioteca.
Will estaba junto a su colección de discos. Dio la vuelta a la silla y esperó mientras yo colocaba la bebida en el portavasos.
—¿De verdad? ¿Qué estás leyendo?
—Oh, nada sensato. No te gustaría. Una historia de chico conoce chica. Pero a mí me entretiene.
—El otro día estabas leyendo mi Flannery O’Connor. —Tomó un sorbo de su bebida—. Cuando me sentía mal.
—¿Los cuentos? No puedo creer que te dieras cuenta.
—Era imposible no hacerlo. Dejaste el libro a un lado. Donde no lo alcanzo.
—Ah.
—No leas porquerías. Llévate a casa los cuentos de O’Connor. Lee sus relatos en vez de ese libro.
Estaba a punto de negarme cuando comprendí que no sabía muy bien por qué iba a negarme.
—Vale. Te lo devuelvo en cuanto lo haya terminado.
—¿Me pones algo de música, Clark?
—¿Qué te apetece?
Me lo dijo y, con un movimiento de cabeza, me indicó más o menos dónde estaba, y pasé discos hasta encontrarlo.
—Tengo un amigo que es el primer violín en la Albert Symphonia. Me llamó para decir que iba a tocar por aquí cerca la próxima semana. Esta pieza. ¿La conoces?
—No sé nada sobre música clásica. Es decir, a veces mi padre pone por error Clásica FM, pero...
—¿Nunca has ido a un concierto?
—No.
Pareció sinceramente asombrado.
—Bueno, una vez fui a ver Westlife. Pero no sé si eso cuenta. Fue mi hermana quien lo decidió. Ah, y una vez iba a ver a Robbie Williams para celebrar un cumpleaños, pero tuve una indigestión.
Will me lanzó una de sus miradas: esas miradas que sugerían que me habían encerrado en un sótano durante años.
—Deberías ir. Me ha ofrecido entradas. Va a estar muy bien. Lleva a tu madre.
Me reí y negué con la cabeza.
—No creo. Mi madre no querría ir, de verdad. Y tampoco es mi estilo.
—¿Igual que no era tu estilo ver películas con subtítulos?
Le miré con cara de pocos amigos.
—No soy tu proyecto, Will. Esto no es My Fair Lady.
—Pigmalión.
—¿Qué?
—La obra a la que te refieres. Es Pigmalión. My Fair Lady es el descendiente bastardo.
Lo fulminé con la mirada. No tuvo efecto alguno. Puse el CD. Cuando me di la vuelta, Will aún negaba con la cabeza.
—Qué pedazo de esnob eres, Clark.
—¿Qué? ¿Yo?
—Te niegas todas estas experiencias porque te dices a ti misma que no eres «ese tipo de persona».
—Pero es que no lo soy.
—¿Cómo lo sabes? No has hecho nada, no has ido a ningún lugar. ¿Acaso tienes la menor idea de qué tipo de persona eres?
¿Cómo iba a saber alguien como Will quién era yo? Casi me enfadé con él por empeñarse en no comprenderme.
—Vamos. Abre tu mente.
—No.
—¿Por qué?
—Porque me sentiría incómoda. Seguro que... Seguro que lo notarían.
—Notarían ¿el qué?
—Todo el mundo notaría que yo no soy como ellos.
—¿Cómo crees que me siento yo?
Nos miramos el uno al otro.
—Clark, vaya a donde vaya, la gente me mira como si yo no fuera igual que ellos.
Nos quedamos ahí, sentados en silencio, mientras la música comenzaba. El padre de Will hablaba por teléfono en el pasillo de la casa y el sonido de su risa apagada llegaba hasta el pabellón, como si procediera de un lugar muy lejano. La entrada para discapacitados está por ahí, había dicho la mujer en el hipódromo. Como si perteneciéramos a especies diferentes.
Me quedé mirando la cubierta del disco.
—Si tú vienes conmigo, voy.
—Pero sola no irías.
—Ni loca.
Nos quedamos ahí, mientras él digería mis palabras.
—Dios, qué dolor de cabeza eres.
—Eso dices siempre.
Esta vez no hice planes. No me hice ilusiones. Tan solo albergué una esperanza silenciosa porque, tras el desastre del hipódromo, Will aún estaba dispuesto a salir del pabellón. Su amigo, el violinista, nos envió las entradas gratuitas que había prometido, junto a un folleto informativo sobre el evento. Estaba a unos cuarenta minutos en coche. Hice mis deberes: comprobé la ubicación del aparcamiento para discapacitados y llamé al teatro de antemano para saber cuál era la mejor manera de llevar la silla de Will hasta las butacas. Nos íbamos a sentar delante. A mí me correspondía una silla plegable al lado de Will.
—En realidad, es el mejor lugar —dijo la mujer de la taquilla, de buen humor—. Impresiona más en la platea, tan cerca de la orquesta. A menudo siento la tentación de ir yo misma a sentarme ahí.
Me preguntó si querría que alguien nos recibiese en el aparcamiento para ayudarnos a llegar a nuestros asientos. Temerosa de que Will sintiese que llamábamos demasiado la atención, se lo agradecí y le dije que no.
A medida que se acercaba la tarde, no sé quién se fue poniendo más nervioso al respecto, si Will o yo. Aún me pesaba el fracaso de nuestra última salida y la señora Traynor no ayudó en nada, al entrar y salir del pabellón catorce veces para confirmar dónde y cuándo se iba a producir la excursión y qué íbamos a hacer exactamente.
Los cuidados vespertinos de Will tomaban un tiempo, dijo. Quería asegurarse de que alguien nos ayudaría. Nathan tenía otros planes. Y, al parecer, el señor Traynor había salido.
—Se tarda hora y media como poco —aseguró.
—Y es increíblemente tedioso —añadió Will.
Comprendí que buscaba una excusa para no ir.
—Yo me encargo —propuse—. Si Will me dice qué hacer. No me importa quedarme para ayudar. —Lo dije casi antes de comprender a qué me estaba comprometiendo.
—Qué bien, ya tenemos algo que nos hace ilusión a los dos —gruñó Will, una vez que su madre se hubo marchado—. Tú vas a disfrutar de una buena vista de mi trasero y yo voy a recibir un baño en la cama de alguien que se desmaya en cuanto ve un cuerpo desnudo.
—Yo no me desmayo al ver un cuerpo desnudo.
—Clark, no he visto a nadie tan incómodo como tú ante un cuerpo humano. Actúas como si fuera radiactivo.
—Entonces, que lo haga tu madre —repliqué.
—Sí, así seguro que me entran más ganas de ir al concierto.
Y luego surgió el problema del vestuario. No sabía qué ponerme.
Me equivoqué de ropa al ir al hipódromo. ¿Y si volvía a ocurrir? Le pregunté a Will qué debía ponerme y me miró como si estuviera loca.
—Van a bajar las luces —explicó—. Nadie te va a mirar. Todos se van a concentrar en la música.
—No sabes nada de nada sobre mujeres —dije.
Me llevé cuatro atuendos al final, que cargué en el autobús en un viejísimo portatrajes de mi padre. Solo así logré convencerme a mí misma para ir.
Nathan llegó a las cinco y media y, mientras se encargaba de Will, yo desaparecí en el baño a prepararme. Primero me probé el look que me parecía más «artístico»: un vestido verde fruncido, adornado con enormes cuentas de ámbar. Imaginé que quienes iban a conciertos serían muy creativos y extravagantes. Will y Nathan se me quedaron mirando cuando entré en el salón.
—No —dijo Will, categórico.
—Ese vestido le gustaría a mi madre —comentó Nathan.
—¿Por qué no me habías dicho que tu madre es Nana Mouskouri? —replicó Will.
Los oí riéndose cuando volví al baño.
El segundo era un vestido negro muy austero, cortado al bies, de cuello y puños blancos, que había hecho yo misma. Parecía, pensaba yo, elegante y parisino.
—Parece que estás a punto de servir los helados —dijo Will.
—Ay, colega, pero qué buena doncella serías —añadió Nathan, en tono de aprobación—. No dudes en ponerte ese por aquí. De verdad.
—No vas a tardar en pedirle que limpie el polvo de los rodapiés.
—Hay un poco de polvo, ahora que lo dices.
—Mañana —intervine— os vais a encontrar una sorpresa en el té.
Deseché el tercero (un traje de pantalones de campana amarillos) pues ya oía los comentarios sarcásticos de Will y, en su lugar, me puse la cuarta opción, un vestido vintage de satén rojo oscuro. Estaba diseñado para una generación más frugal, y siempre tenía que rezar en silencio para que la cremallera no se quedara atascada en la cintura, pero me hacía una silueta de estrella de cine de los años cincuenta, y era un vestido resultón, con el que siempre me sentía bien. Me pasé un bolero plateado por encima de los hombros, me até un pañuelo de seda gris al cuello, para cubrir el escote, me pinté los labios a juego y volví al salón.
—Caramba —exclamó Nathan, admirado.
Los ojos de Will recorrieron el vestido de arriba abajo. Solo entonces me di cuenta de que ahora vestía camisa y chaqueta. Afeitado, con el pelo cortado, estaba sorprendentemente guapo. No pude contener una sonrisa al verlo. No tanto por su aspecto, sino porque se notaba que había hecho un esfuerzo.
—Eso es —dijo. Su voz era inexpresiva, extrañamente comedida. Cuando bajé la mano para ajustar el escote, añadió—: Pero quítate la chaqueta.
Tenía razón. Yo sabía que no quedaba del todo bien. Me la quité, la doblé con esmero y la dejé en el respaldo de una silla.
—Y el pañuelo.
Mi mano fue al cuello a toda velocidad.
—¿El pañuelo? ¿Por qué?
—No combina bien. Y da la impresión de que lo llevas para ocultar algo.
—Pero es que es verdad... Bueno, es que soy toda escote sin el pañuelo.
—¿Y? —Se encogió de hombros—. Mira, Clark, si vas a llevar un vestido como ese, tienes que llevarlo con confianza. Tienes que vestirlo tanto mental como físicamente.
—Solo tú, Will Traynor, te atreverías a decirle a una mujer cómo llevar un maldito vestido.
Aun así, me quité el pañuelo.
Nathan fue a preparar las cosas de Will. Yo estaba devanándome los sesos para añadir un comentario sobre lo condescendiente que era, cuando me di la vuelta y vi que aún me miraba.
—Estás maravillosa, Clark —dijo, en voz baja—. De verdad.
Con la gente común (lo que Camilla Traynor probablemente llamaría «gente de la clase trabajadora»), yo observaba unas cuantas pautas en lo que a Will se refería. La mayoría se quedaba mirando. Unos pocos sonreían, enternecidos, expresaban su compasión o me preguntaban en una especie de murmullo ensayado qué había ocurrido. A menudo, sentía la tentación de responder: «Por desgracia, un altercado con los servicios secretos», solo para ver cómo reaccionaban, pero nunca lo hice.
Este es el problema de las personas de clase media. Fingen que no miran, pero miran. Eran demasiado educados para quedarse mirando con descaro. En su lugar, tenían ese extraño hábito de echar un vistazo en la dirección de Will decididos a no mirarlo. Hasta que Will terminaba de pasar, momento en el cual las miradas lo seguían, incluso al tiempo que mantenían una conversación con otra persona. No obstante, no hablaban acerca de él. Porque eso sería una grosería.
Mientras avanzábamos por el vestíbulo de la sala de conciertos, donde se formaban grupos de personas elegantes, con el bolso y el programa en una mano y un gin tonic en la otra, vi que la misma reacción nos seguía como una pequeña ola hasta el patio de butacas. No sé si Will lo percibió. Sospeché que la única manera que Will tenía de soportarlo era fingir que no lo notaba.
Nos sentamos: éramos las dos únicas personas en los asientos centrales de la primera fila. A nuestra derecha había otro hombre en silla de ruedas, enfrascado en una animada conversación con las dos mujeres que lo flanqueaban. Los observé y deseé que Will se fijara en ellos. Pero no dejó de mirar al frente, la cabeza hundida entre los hombros, como si intentara volverse invisible.
Esto no va a salir bien, dijo una vocecilla.
—¿Quieres algo? —susurré.
—No —negó con la cabeza. Tragó saliva—. En realidad, sí. Algo me roza en el cuello.
Me incliné y pasé el dedo por el interior del cuello de la camisa; había una etiqueta dentro. Tiré, con la esperanza de arrancarla, pero opuso una tozuda resistencia.
—Camisa nueva. ¿Te está molestando mucho?
—No. Solo lo comenté para hacer la gracia.
—¿Tenemos tijeras en la mochila?
—No lo sé, Clark. Aunque no te lo creas, rara vez soy yo quien mete las cosas.
No había tijeras. Eché un vistazo detrás de mí, donde el público aún se acomodaba en sus asientos, entre murmullos y ojeadas al programa. Si Will no tenía ocasión de relajarse y concentrarse en la música, sería otro evento desaprovechado. No me podía permitir un segundo desastre.
—No te muevas —dije.
—¿Por qué...?
Antes de que terminara la frase, me incliné, aparté el cuello de la camisa y situé la boca contra el cuello de Will, tomando la molesta etiqueta entre los dientes. Tardé unos pocos segundos en arrancarla, y cerré los ojos, al tiempo que intentaba no fijarme en ese aroma tan masculino, el tacto de su piel contra la mía, lo poco apropiado de lo que estaba haciendo. Y entonces, por fin, sentí que cedía. Eché atrás la cabeza y abrí los ojos, triunfal, con la dichosa etiqueta entre los dientes.
—¡La tengo! —dije, sacándome la etiqueta de la boca, que tiré entre dos asientos.
Will me miró fijamente.
—¿Qué?
Me giré en el asiento y vi que los miembros del público de repente mostraban un súbito interés en sus programas. A continuación, me volví hacia Will.
—Oh, vamos, seguro que no es la primera vez que ven a una mujer mordisqueando el cuello de un hombre.
Por una vez, tuve la sensación de haberle dejado sin palabras. Will parpadeó un par de veces e hizo ademán de negar con la cabeza. Noté, divertida que tenía el cuello muy sonrosado.
Me alisé la falda.
—En cualquier caso —dije—, creo que los dos deberíamos estar agradecidos de que no fuera la etiqueta de los pantalones.
Y entonces, antes de que Will tuviera ocasión de responder, la orquesta salió con sus esmóquines y sus vestidos de gala y el público guardó silencio. Me emocioné un poco, a pesar de mí misma. Posé las manos sobre el regazo y me senté erguida en el asiento. Comenzaron a afinar y, de repente, el auditorio se llenó de un sonido único: el sonido más vivo y envolvente que jamás había escuchado. Me puso los pelos de punta y me cortó la respiración.
Will me miró de soslayo, aún con la expresión divertida de unos momentos antes. Vale, decía esa expresión. Esto nos va a gustar.
El director se subió al estrado, dio dos golpecitos con la batuta y se hizo un silencio absoluto. Sentí la inmovilidad, el auditorio vivo, expectante. Entonces, bajó la batuta y de repente todo se convirtió en sonido. Sentí la música como algo corporal; no solo llegaba a mis oídos, sino que me recorría por entero, me envolvía y me hacía vibrar. La piel me picaba y las palmas de la mano se humedecieron. Había creído que me aburriría. En cambio, fue lo más hermoso que jamás había escuchado.
Y mi imaginación dio unos giros inesperados; ahí sentada, me descubrí reflexionando sobre cuestiones en las que no había pensado durante años, me dominaron viejas emociones, nuevas ideas surgieron de mí como si mi percepción estuviera ampliándose hasta perder la forma. Fue casi excesivo, pero no deseé que cesara. Quería quedarme ahí sentada para siempre. Eché un vistazo furtivo a Will. Estaba absorto, ajeno a sí mismo. Aparté la vista, temerosa, de un modo inesperado, al mirarlo. Me daba miedo lo que estaría sintiendo, la profundidad de su pérdida, la amplitud de sus miedos. La vida de Will Traynor se había desarrollado mucho más allá de los límites de mis propias experiencias. ¿Quién era yo para decirle que debía vivir?
El amigo de Will nos envió una nota en que nos pedía que fuéramos a verlo entre bastidores, pero Will se negó. Se lo rogué una vez, pero vi en la tensión del mentón que no cambiaría de parecer. No lo culpé. Recordé cómo lo habían mirado sus antiguos compañeros de trabajo ese día: esa mezcla de pena, asco y, en lo más hondo, el profundo alivio de haber escapado de ese golpe del destino. Sospeché que solo sería capaz de soportar un número muy reducido de ese tipo de encuentros.
Esperamos hasta que el auditorio quedó vacío, tras lo cual empujé la silla de ruedas hasta el aparcamiento, y monté a Will sin incidentes. No hablé apenas; aún retumbaba la música en mis pensamientos y no quería que se apagara. Pensaba una y otra vez en lo mismo, en esa forma en que el amigo de Will se abandonaba a lo que estaba tocando. No sabía que la música era capaz de abrir puertas dentro de uno mismo, de transportarte a un lugar que ni el compositor habría previsto. Dejaba huellas en el aire alrededor de nosotros, como si arrastráramos su estela allá donde fuéramos. Durante un tiempo, sentados entre el público, había llegado a olvidar que Will estaba a mi lado.
Aparcamos junto al pabellón. Frente a nosotros, apenas visible sobre el muro, se alzaba el castillo, que nos contemplaba sereno desde lo alto de la colina, iluminado por la luna llena.
—Entonces, no eres el tipo de persona que escucha música clásica.
Miré por el retrovisor. Will sonreía.
—No me gustó ni un poquito.
—Ya me había fijado.
—En especial, no me gustó esa parte casi al final, cuando el violín tocaba solo.
—Me fijé en que no te había gustado esa parte. De hecho, creo que tenías lágrimas en los ojos por lo mucho que la detestabas.
Le devolví la sonrisa.
—De verdad, me encantó —dije—. No sé si me gustaría toda la música clásica, pero esta me pareció maravillosa. —Me froté la nariz—. Gracias. Gracias por llevarme.
Nos quedamos sentados en silencio, contemplando el castillo. Por la noche solía adquirir una especie de resplandor anaranjado por las luces que jalonaban las murallas. Pero esta noche, bajo la luna llena, parecía bañarse en un azul irreal.
—¿Qué tipo de música tocarían ahí? —pregunté—. Algo tendrían que escuchar.
—¿En el castillo? Cosas medievales. Laúd, cuerdas. No es lo que más me gusta, pero tengo alguna pieza que podría prestarte, si quieres. Deberías darte un paseo por el castillo escuchando esa música con auriculares, si de verdad quieres vivir la experiencia completa.
—No. En realidad, no me gusta ir al castillo.
—Siempre es así, cuando vives cerca de algún monumento.
Ofrecí una respuesta evasiva. Permanecimos sentados ahí otro rato, escuchando el motor, que se iba sumiendo en el silencio.
—Muy bien —dije, desabrochándome el cinturón—. Más vale que te llevemos dentro. Nos esperan los cuidados vespertinos.
—Espera un minuto, Clark.
Me giré en el asiento. La cara de Will estaba en la sombra y no la vi bien.
—Espera un momento. Solo un minuto.
—¿Estás bien? —Descubrí que mi mirada se dirigía a la silla, por miedo a que una parte de él estuviera aplastada o atrapada, a haber hecho algo mal.
—Estoy bien. Es solo que...
Vi el cuello blanco de la camisa y el contraste con la chaqueta oscura.
—No quiero entrar todavía. Solo quiero estar aquí sentado y no pensar en... —Tragó saliva. Incluso en la penumbra, noté que hacía un esfuerzo—. Solo... quiero ser un hombre que ha ido a un concierto con una chica vestida de rojo. Solo unos pocos minutos más.
Solté la manilla de la puerta.
—Claro.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el asiento, y nos quedamos ahí sentados, juntos, durante un tiempo, dos personas que se dejaban llevar por una música recordada, medio ocultos a la sombra de un castillo en lo alto de una colina iluminada por la luna.
En realidad, mi hermana y yo no llegamos a hablar sobre lo sucedido esa noche en el laberinto. No sé si conocíamos las palabras para ello. Me estrechó un rato entre los brazos, tras lo cual pasó un tiempo ayudándome a encontrar la ropa, y entonces buscó en vano mis zapatos entre la hierba, hasta que le dije que no importaba. No me los habría vuelto a poner, de todos modos. Y entonces volvimos a casa, caminando despacio, yo descalza, ella con el brazo enlazado al mío, aunque no habíamos caminado así desde que ella empezó a ir a la escuela y mi madre insistía en que no la soltara.
Cuando llegamos a casa, nos quedamos en el porche y ella me limpió el pelo y luego los ojos con un pañuelo húmedo, y entonces abrimos la puerta y entramos como si nada hubiera ocurrido.
Nuestro padre aún estaba despierto, viendo un partido de fútbol.
—Habéis vuelto un poco tarde —dijo—. Ya sé que es viernes, pero...
—Vale, papá —contestamos al unísono.
Por aquel entonces, yo dormía en la habitación que hoy pertenece al abuelo. Subí apresurada las escaleras y, antes de que mi hermana tuviera ocasión de abrir la boca, cerré la puerta detrás de mí.
Me corté el pelo a la semana siguiente. Cancelé el billete de avión. No volví a salir con las chicas de mi antiguo colegio. Mi madre estaba demasiado sumida en sus propias preocupaciones para percibir nada, y mi padre siempre atribuía los cambios de ánimo en la casa, y mi nueva costumbre de encerrarme en mi habitación, a «problemas de mujeres». Yo había descubierto quién era, y era alguien muy diferente a esa chica risueña que se emborrachaba junto a desconocidos. Era alguien que no vestía nada que resultara sugerente. Ropa que nunca llamaría la atención al tipo de hombres que acudía al Red Lion.
La vida volvió a la normalidad. Empecé a trabajar en una peluquería y después en The Buttered Bun, y lo eché todo al olvido.
Habría pasado delante del castillo unas cinco mil veces desde ese día.
Pero no había vuelto a entrar en el laberinto desde entonces.