En algunos lugares los cambios de las estaciones llegan acompañados de pájaros migratorios o del flujo y reflujo de las mareas. Aquí, en nuestro pequeño pueblo, llegan acompañados de turistas. Al principio, unos grupillos cautelosos, que bajaban de los trenes o de los coches con impermeables de colores chillones, agarrados a guías de viaje y carnés del National Trust; a continuación, a medida que el tiempo mejoraba y comenzaba la temporada, llegaban, desperdigados entre el estruendo de los autocares, abarrotando la calle mayor, estadounidenses, japoneses y grupos de colegiales extranjeros, que cercaban el perímetro del castillo.
En los meses de invierno pocos locales permanecían abiertos. Los dueños de las tiendas más prósperas aprovechaban esos largos y lúgubres meses para desaparecer de vacaciones en otros parajes, mientras que los más tenaces organizaban fiestas de Navidad y hacían caja con conciertos de villancicos o ferias de artesanía. Sin embargo, con las subidas de las temperaturas los aparcamientos del castillo se veían atestados, los bares del lugar servían muchísimos almuerzos de pan, queso y encurtidos y, al cabo de unos pocos domingos soleados, una vez más nuestro pueblo adormecido se había transformado en un destino turístico.
Subí a pie la colina, esquivando los primeros visitantes de esta temporada, que cargaban riñoneras de neopreno y guías turísticas muy ajadas, las cámaras en ristre, preparadas para capturar los recuerdos del castillo en primavera. Sonreí a unos pocos y me detuve a tomar fotografías de quienes me ofrecieron sus cámaras. Algunos lugareños se quejaban de la época turística: los atascos, los aseos públicos saturados, los pedidos de platos extraños en el café The Buttered Bun («¿No tienen sushi? ¿Y rollitos de primavera?»). Pero yo no. Disfrutaba con el aire fresco de los extranjeros, echando un vistazo a vidas tan lejanas a la mía. Me gustaba escuchar los acentos y averiguar de dónde procedían, estudiar la ropa de esas personas que jamás habían visto un catálogo de Next ni habían comprado un paquete de cinco calzoncillos en Marks and Spencer’s.
—Pareces animada —observó Will mientras yo dejaba el bolso en el pasillo. Lo dijo como si fuera casi un insulto.
—Es que es hoy.
—¿Qué es hoy?
—Nuestra excursión. Vamos a llevar a Nathan a ver una carrera de caballos.
Will y Nathan se miraron el uno al otro. Casi me reí. Cómo me había relajado ver el tiempo que hacía: en cuanto me fijé en el sol, supe que todo iba a ir bien.
—¿Una carrera de caballos?
—Sí. Es en —saqué la libreta del bolsillo— Longfield. Si salimos ahora, llegaremos a tiempo para ver la tercera carrera. Y he apostado cinco libras por Man Oh Man, así que vámonos ya.
—Una carrera de caballos.
—Sí. Nathan nunca ha estado.
En honor de la ocasión, iba ataviada con mi vestido corto azul, un pañuelo con estampados de bridas al cuello y unas botas de montar.
Will me estudió con atención, dio vuelta a la silla y viró bruscamente para ver mejor a su otro cuidador.
—¿Es un viejo deseo tuyo, Nathan?
Le lancé a Nathan una mirada de advertencia.
—Sí —dijo, y sonrió—. Sí, lo es. Vamos a los caballitos.
Lo había prevenido, por supuesto. Lo llamé el viernes y le pregunté qué día le venía bien. Los Traynor habían accedido a pagarle horas extras (la hermana de Will había vuelto a Australia y creo que preferían que me acompañara alguien sensato), pero hasta el domingo no supe con certeza qué íbamos a hacer. Parecía un comienzo ideal: un agradable día fuera, a menos de media hora de distancia en coche.
—¿Y si digo que no quiero ir?
—Entonces me debes cuarenta libras —dije.
—¿Cuarenta libras? ¿Y por qué cuarenta libras?
—Mis ganancias. Cinco libras apostadas a ocho contra una. —Me encogí de hombros—. Man Oh Man es cosa segura.
Me dio la impresión de haberlo dejado sin palabras.
Nathan se golpeó las rodillas con las palmas de las manos.
—Suena muy bien. Además, hace un gran día —dijo—. ¿Quieres que lleve algo de comer?
—No —contesté—. Ahí hay un buen restaurante. Cuando gane mi caballo, yo invito.
—¿Has ido a las carreras a menudo? —preguntó Will.
Y, antes de que tuviera ocasión de decir algo más, le pusimos el abrigo y salimos corriendo al coche.
Lo tenía todo planeado. Iríamos al hipódromo un día hermoso y soleado. Habría purasangres lustrosos y de patas esbeltas, cuyos jinetes, en sus trajes relucientes, avanzarían apresurados. Tal vez tocaría una banda de música, o dos. Las gradas estarían llenas de público y encontraríamos un lugar excelente desde el que ondear los recibos de nuestras apuestas ganadoras. El lado competitivo de Will se despertaría y sería incapaz de resistir la tentación de calcular las probabilidades y ganar más que Nathan o yo. Lo tenía todo pensado. Y entonces, cuando ya hubiéramos tenido bastante con las carreras, iríamos al prestigioso restaurante del hipódromo a disfrutar de un banquete digno de reyes.
Debería haber escuchado a mi padre.
—¿Quieres saber la verdadera definición de una esperanza vana? —solía decir—. Planear una excursión familiar divertida.
Todo comenzó en el aparcamiento. Llegamos sin incidentes, y hasta comencé a sentir cierta confianza en que Will no volcaría si sobrepasaba los veinticinco kilómetros por hora. Había mirado las indicaciones en la biblioteca y parloteé animada hasta que llegamos, haciendo comentarios sobre el cielo azul, el campo, el escaso tráfico. No había colas para entrar en el hipódromo, lo cual, he de admitir, resultaba un poco menos festivo de lo que había esperado, y las señales indicaban con claridad dónde estaba el aparcamiento.
Pero nadie me había avisado del césped, un césped que había soportado un invierno húmedo y un sinfín de coches. Encontramos un espacio donde aparcar (lo que no resultó difícil, ya que estaba medio vacío) y, en cuanto bajamos la rampa, Nathan pareció preocupado.
—Es demasiado blando —advirtió—. Se va a hundir.
Eché un vistazo a las gradas.
—Si lo llevamos a ese camino, por ahí irá bien, ¿verdad?
—Pesa una tonelada esta silla —dijo—. Y el camino está a más de diez metros.
—Oh, vamos. Seguro que diseñan estas sillas para que aguanten un poco en suelos blandos.
Bajé la silla de Will con cuidado y observé cómo las ruedas se hundían varios centímetros en el barro.
Will no dijo nada. Parecía incómodo y había guardado silencio durante buena parte del trayecto de media hora. Nos situamos a su lado y toqueteamos los controles. Se había levantado un viento ligero y las mejillas de Will estaban sonrosadas.
—Venga —dije—. Vamos a hacerlo a mano. Seguro que podemos llevarla ahí entre nosotros dos.
Inclinamos a Will hacia atrás. Agarré una empuñadura y Nathan la otra y arrastramos la silla hacia el camino. Avanzábamos despacio, en buena medida porque necesitaba pararme a menudo, pues me dolían los brazos y mis botas inmaculadas se iban cubriendo de barro. Cuando al fin llegamos al camino, la manta de Will se había caído y estaba enganchada entre las ruedas, de modo que una esquina quedó embarrada y desgarrada.
—No te preocupes —dijo Will, con sequedad—. Es solo cachemir.
No le hice caso.
—Vale. Hemos llegado. Ahora, la parte divertida.
Ah, sí. La parte divertida. ¿A quién se le había ocurrido poner torniquetes a la entrada de un hipódromo? Ni que necesitaran controlar a las muchedumbres enardecidas. No había precisamente una multitud de ávidos aficionados a las carreras a punto de provocar disturbios si Charlie’s Darling no llegaba tercero, ni jóvenes furiosas por no estar cerca de la pista. Miramos los torniquetes y la silla de ruedas, tras lo cual Nathan y yo nos miramos el uno al otro.
Nathan fue a la ventanilla y explicó nuestro problema a una mujer, que inclinó la cabeza para mirar a Will y señaló el otro extremo de las gradas.
—La entrada para discapacitados está por ahí —dijo.
Dijo «discapacitados» como si estuviera en un concurso de oratoria. La entrada se encontraba a casi doscientos metros. Cuando por fin llegamos, el cielo azul había desaparecido de repente y en su lugar una borrasca se cernía sobre nosotros. Como es natural, no había traído paraguas. Parloteé sin cesar, en un tono alegre, sobre qué divertido y ridículo era todo, e, incluso para mí misma, lo que decía era irritante.
—Clark —dijo Will, al fin—. Tranquila, ¿vale? Eres agotadora.
Compramos las entradas y, con un alivio inmenso por haber llegado, conduje a Will a un área cubierta a un lado de las gradas principales. Mientras Nathan preparaba la bebida de Will, tuve ocasión de observar a las personas que nos acompañaban.
Era una ubicación muy agradable, a pesar de las ocasionales ráfagas de lluvia. Por encima de nosotros, en un palco acristalado, unos hombres trajeados ofrecían copas de champán a mujeres con vestidos de boda. Tenía un aspecto acogedor y cálido, y sospeché que se trataba del palco principal, que aparecía en la ventanilla de entrada junto a un precio exorbitante. Llevaban unas pequeñas insignias que pendían de un cordel rojo que los identificaban como seres especiales. Me pregunté por un momento si sería posible colorear las nuestras, azules, pero decidí que, al ser las únicas personas con una silla de ruedas, llamaríamos demasiado la atención.
Junto a nosotros, dispersos entre los asientos y con tazas de poliestireno y petacas, había hombres en trajes de tweed y mujeres con elegantes abrigos acolchados. Tenían una apariencia más corriente y sus pequeñas insignias también eran azules. Sospechaba que muchos de ellos eran preparadores y mozos de cuadra o estaban relacionados con el mundo de los caballos. Al frente, junto a unas pequeñas pizarras blancas, se encontraban los apuntadores, que movían los brazos en un código de señales que yo no comprendía. Garabateaban nuevas combinaciones de cifras y las borraban de nuevo con las mangas.
Y entonces, como una parodia del sistema de clases, alrededor de la pista de carreras se formó un grupo de hombres con camisetas a rayas, que sostenían latas de cerveza y que daban la impresión de hallarse en plena excursión. Las cabezas afeitadas sugerían que servían en el ejército. De vez en cuando rompían a cantar o comenzaban un altercado ruidoso: entrechocaban cabezas o se echaban las manos al cuello. Cuando pasé ante ellos de camino al baño, silbaron al ver mi falda corta (al parecer, yo era la única persona en las gradas que llevaba falda) y yo les mostré el dedo detrás de mi espalda. Su interés en mí se desvaneció en cuanto aparecieron siete u ocho caballos a los que llevaban a los puestos de salida con eficiencia, a prepararse para la siguiente carrera.
Y entonces me sobresalté cuando la pequeña multitud que nos rodeaba rugió alegre y los caballos salieron disparados. Me levanté y contemplé su avance, transfigurada de repente, incapaz de contener el entusiasmo al ver esas colas que ondeaban y el esfuerzo descomunal de los jinetes, vestidos con colores brillantes, todos ellos luchando por el mismo puesto. Cuando el ganador cruzó la meta, me fue casi imposible no gritar.
Vimos la Copa Sisterwood y a continuación la Maiden Stakes, y Nathan ganó seis libras en cada apuesta. Will se negó a apostar. Vio las carreras, pero permanecía en silencio, la cabeza hundida en el alto cuello de la chaqueta. Pensé que tal vez, tras pasar tanto tiempo metido en casa, era comprensible que todo le resultase un poco extraño, y decidí que lo mejor era hacer como si nada.
—Creo que ahora viene tu carrera, la Copa Hempworth —dijo Nathan, que miraba una pantalla—. ¿Por quién dijiste que habías apostado? ¿Man Oh Man? —Sonrió—. No tenía ni idea de lo divertido que era ver las carreras cuando se ha apostado.
—¿Sabes? No te lo había dicho, pero yo tampoco había ido nunca a las carreras —confesé a Nathan.
—Me estás tomando el pelo.
—Tampoco he montado a caballo. A mi madre le dan muchísimo miedo. Ni siquiera me llevaba cerca de un establo.
—Mi hermana tiene dos, al lado de Christchurch. Los trata como a bebés. Y se gasta todo su dinero en ellos. —Se encogió de hombros—. Y ni siquiera se los va a comer.
La voz de Will se alzó hacia nosotros.
—Entonces, ¿cuántas carreras quedan para que hayas cumplido esa vieja ambición tuya?
—No seas gruñón. Como se suele decir, hay que probarlo todo al menos una vez —respondí.
—Creo que las carreras de caballos forman parte de la misma lista de excepciones que el incesto y la danza folclórica inglesa.
—Tú eres el que siempre me dices que he de ampliar mis horizontes. Seguro que te está encantando —dije—. Y deja ya de fingir lo contrario.
Salieron en ese momento. Man Oh Man iba de seda púrpura con rombos amarillos. Lo vi pegarse a la línea blanca, la cabeza extendida, las piernas del jinete plegadas, los brazos agitándose adelante y atrás por encima del cuello del caballo.
—¡Vamos, colega! —Nathan se entusiasmó, aun a su pesar. Tenía los puños cerrados y la mirada clavada en ese grupo impreciso de animales que avanzaban a toda velocidad al otro lado de la pista.
—¡Vamos, Man Oh Man! —grité—. ¡Vamos a cenar un buen bistec gracias a ti! —Observé cómo intentaba en vano recuperar terreno, las fosas nasales dilatadas, las orejas aplastadas contra la cabeza. Mi corazón dio un vuelco. Y entonces, cuando llegaron a la recta final, mis gritos comenzaron a perder energía—. Vale, un café —dije—. ¡Me conformo con un café!
A mi alrededor las gradas habían estallado en gritos y exclamaciones. Una chica daba brincos a dos asientos de nosotros, con la voz ronca de tanto gritar. Me descubrí saltando de puntillas. Y en ese momento bajé la vista y vi que Will tenía los ojos cerrados y una fina arruga surcaba su frente. Dejé de prestar atención a la pista y me arrodillé.
—¿Estás bien, Will? —dije, acercándome a él—. ¿Necesitas algo? —Tuve que gritar para hacerme oír en ese barullo.
—Un whisky —contestó—. Y doble.
Me quedé mirándolo y él abrió los ojos. Parecía completamente harto.
—Vamos a comer —le pedí a Nathan.
Man Oh Man, ese impostor de cuatro patas, pasó por la meta en un triste sexto puesto. Hubo otra ovación y la voz del presentador se alzó por la megafonía: «Señoras y señores, una victoria incontestable para Love Be A Lady, seguido de Winter, con Barney Rubble en tercer lugar, a dos cabezas».
Empujé la silla de Will entre grupos de espectadores que hacían caso omiso de nosotros; golpeé adrede los talones de quienes no reaccionaban tras el segundo ruego.
Acabábamos de llegar al ascensor cuando oí la voz de Will.
—Entonces, Clark, ¿quiere esto decir que me debes cuarenta libras?
El restaurante había sido reformado y la cocina estaba ahora al mando de un chef televisivo cuya cara aparecía en carteles por todo el hipódromo. Yo había consultado el menú de antemano.
—El plato de la casa es pato en salsa de naranja —expliqué a ambos hombres—. Tiene un estilo retro años setenta, al parecer.
—Como tu ropa —sentenció Will.
A resguardo del frío y lejos del gentío, Will se mostró un poco más animado. Había comenzado a mirar a su alrededor, en lugar de retraerse dentro de su mundo solitario. Me comenzó a rugir el estómago, que ya presentía una comida deliciosa y bien caliente. La madre de Will nos había dado ochenta libras, «por si acaso». Yo tenía pensado pagar mi comida y enseñarle el recibo y, por tanto, no sentía reparos en pedir lo que más me apeteciese, asado de pato retro o lo que fuese.
—¿Te gusta comer fuera, Nathan? —pregunté.
—Yo soy más de cerveza y comida para llevar —dijo Nathan—. Pero me alegra estar aquí.
—¿Cuándo fue la última vez que saliste a comer, Will? —pregunté.
Will y Nathan se miraron el uno al otro.
—Desde que yo estoy con él, nunca —respondió Nathan.
—Por extraño que parezca, no me entusiasma que me den de comer como a un bebé delante de desconocidos.
—En ese caso, vamos a pedir una mesa en un rincón —dije. Ya lo había previsto—. Y, si hay algún famoso, tú te lo pierdes.
—Porque los famosos abundan en un hipódromo de segunda y embarrado en pleno marzo.
—No me vas a estropear la ocasión, Will Traynor —repliqué, cuando se abrieron las puertas del ascensor—. La última vez que fui a un restaurante fue en una fiesta de cumpleaños infantil, en la única bolera de Hailsbury, y no había absolutamente nada que no estuviera rebozado. Incluso los niños.
Recorrimos el pasillo alfombrado junto a la silla de ruedas. El restaurante se extendía a un lado del hipódromo, tras una pared de cristal, y vi que había muchas mesas libres. Me rugió de nuevo el estómago.
—Hola —dije al entrar en la recepción—. Una mesa para tres, por favor. —No mires a Will, por favor, rogué a la mujer en silencio. No le hagas sentir mal. Es importante que disfrute de esta experiencia.
—Insignias, por favor —me contestó.
—¿Disculpe?
—La insignia del palco principal.
La miré, perpleja.
—Este restaurante es solo para miembros del palco principal.
Miré atrás, hacia Will y Nathan. No me oían, pero aguardaban, expectantes. Nathan estaba ayudando a Will a quitarse el abrigo.
—Hum... No sabía que no podíamos comer donde quisiéramos. Tenemos insignias azules.
La mujer sonrió.
—Lo lamento —dijo—. Solo miembros del palco principal. Está escrito en todo nuestro material promocional.
Respiré hondo.
—Vale. ¿Hay otros restaurantes por aquí?
—Me temo que el bufete, nuestra área informal, está cerrado por reformas, pero hay puestos cerca de las gradas donde venden comida. —Vio mi expresión de desánimo y añadió—: The Pig In A Poke está bastante bien. Sirven panecillos de cerdo asado. También tienen compota de manzana.
—Un puesto.
—Sí.
Me incliné hacia ella.
—Por favor —dije—. Venimos de lejos y a mi amigo no le sienta bien el frío. ¿No habría alguna manera de conseguir una mesa aquí? Es muy importante que esté en un lugar cálido. Es esencial que pase un buen día.
La mujer arrugó la nariz.
—Lo lamento mucho —contestó—. Me quedaría sin trabajo si cambio las reglas. Pero abajo hay una zona de descanso para discapacitados y podrían cerrar la puerta. No se ven las pistas desde ahí, pero es muy acogedor. Hay calefacción y todo. Podrían comer ahí.
Me quedé mirándola. Sentí que la tensión recorría todo mi cuerpo. Pensé que me iba a quedar completamente rígida.
Estudié el nombre que aparecía en la tarjeta de identificación.
—Sharon —dije—. Ni siquiera han empezado a llenarse las mesas. ¿No sería mejor que hubiera más comensales en lugar de dejar la mitad de estas mesas vacías? ¿Solo por una regla arcaica y clasista de un código retrógrado?
La sonrisa de la mujer destelló bajo la iluminación de los plafones.
—Señora, ya le he explicado la situación. Si obviamos las reglas por usted, tendríamos que hacerlo con todo el mundo.
—Pero no tiene sentido —insistí—. Es un lunes lluvioso a la hora de comer. Tienen mesas disponibles. Y nosotros estamos dispuestos a pagar. Una comida bien cara, con servilletas y todo. No queremos un panecillo de cerdo y sentarnos en un guardarropa sin vistas, por acogedor que sea.
Los comensales habían comenzado a girarse en sus asientos, curiosos, para ver el altercado de la entrada. Noté que Will parecía avergonzado. Will y Nathan habían comprendido que algo iba mal.
—En ese caso, me temo que debería haber comprado una insignia del palco principal.
—Vale. —Metí la mano en el bolso y comencé a hurgar, en busca del monedero—. ¿Cuánto cuesta esa insignia? —Pañuelos de papel, billetes viejos de autobús y un cochecito de Thomas cayeron al suelo. Ya no me importaba. Iba a ofrecerle a Will una comida pija en un restaurante—. Aquí está. ¿Cuánto es? ¿Otros diez? ¿Veinte? —Le arrojé un puñado de billetes.
La mujer me miró la mano.
—Lo lamento, señora, no las vendemos aquí. Esto es un restaurante. Tiene que volver a la entrada.
—La que está al otro lado de las pistas.
—Sí.
Nos quedamos mirándonos la una a la otra.
La voz de Will rompió el silencio.
—Louisa, vámonos.
De repente, sentí que mis ojos se cubrían de lágrimas.
—No —dije—. Esto es ridículo. Hemos venido hasta aquí. Esperadme donde estáis y yo voy a comprar las insignias del palco principal. Y luego comemos en este lugar.
—Louisa, no tengo hambre.
—Nos vamos a sentir mejor cuando hayamos comido. Podremos ver las carreras y todo. Va a estar bien.
Nathan dio un paso adelante y posó una mano en mi brazo.
—Louisa, creo que Will solo quiere volver a casa.
Nos habíamos convertido en el centro de atención de todo el restaurante. Los comensales nos recorrían con la mirada y se detenían en Will, a quien contemplaban con leve pena o disgusto. Lo lamenté por él. Me sentí como un absoluto fracaso. Alcé la vista para mirar a la mujer, que al menos tuvo la elegancia de mostrarse un poco avergonzada ahora que Will había hablado.
—Bueno, gracias —le dije—. Gracias por su amabilidad de mierda.
—Clark... —La voz de Will estaba cargada de advertencias.
—Me alegra que sean tan flexibles. Sin duda, voy a recomendarles a todos mis conocidos.
—¡Louisa!
Cogí el bolso y me lo eché bajo el brazo.
—Se olvida el cochecito —dijo la mujer mientras yo cruzaba la puerta que Nathan había abierto.
—Vaya, ¿también el cochecito necesita una maldita insignia? —dije y seguí a Nathan y a Will al ascensor.
Bajamos en silencio. Pasé la mayor parte de ese breve trayecto intentando que mis manos dejaran de temblar de furia.
Cuando llegamos abajo, Nathan murmuró:
—Creo que tal vez deberíamos comprar algo en uno de estos puestos. Ya han pasado unas cuantas horas desde que comimos. —Echó un vistazo a Will, así que supe a quién se refería en realidad.
—Vale —dije, de buen humor. Tomé un pequeño respiro—. Me encanta el cerdo crujiente. Vamos a buscar algo de cerdo asado.
Pedimos tres panecillos de cerdo con compota de manzana y nos refugiamos bajo un toldo a rayas mientras comíamos. Me senté en un pequeño cubo, de modo que estaba a la misma altura que Will, y le serví pequeños trozos, que cortaba con los dedos cuando era necesario. Detrás del mostrador, las dos mujeres que nos habían atendido fingían que no nos prestaban atención, pero reparé en que no dejaban de observar a Will por el rabillo del ojo y murmuraban entre sí cuando creían que no las mirábamos. Pobre hombre, casi las oía decir. Qué modo más horrible de vivir. Les lancé una mirada despiadada y las desafié a que volvieran a mirarlo así. Intenté no pensar demasiado en qué estaría sintiendo el pobre Will.
Había dejado de llover, pero el hipódromo, azotado por el viento, se había vuelto sombrío de repente, el suelo, marrón y verde, jalonado de recibos de apuestas perdedoras. El aparcamiento se fue vaciando con la llegada de la lluvia y a lo lejos oíamos el sonido distorsionado de la megafonía en pleno estruendo de otra carrera.
—Tal vez sea buena idea volver —dijo Nathan, que se limpió la boca—. Es decir, aquí se está bien, pero es mejor que evitemos el tráfico, ¿eh?
—Vale —contesté. Hice una bola con la servilleta de papel y la tiré a la papelera. Will rechazó la última parte de su panecillo.
—¿No le ha gustado? —preguntó la mujer mientras Nathan comenzaba a empujar la silla hacia el césped.
—No lo sé. Tal vez le habría gustado más si no hubiera venido acompañado de una guarnición de miraditas —dije, y arrojé los restos a la papelera con fuerza.
Sin embargo, lo de volver al coche fue más fácil decirlo que hacerlo. En las pocas horas que habíamos pasado en el hipódromo las llegadas y las salidas habían convertido el aparcamiento en un mar de barro. Incluso con la impresionante fuerza de Nathan y todo mi esfuerzo, no logramos llegar a mitad de camino del coche. Las ruedas resbalaban y gemían y no hallaban agarre. Tanto mis pies como los de Nathan patinaban en el barro, que iba trepando por nuestros zapatos.
—Así no vamos a llegar —dijo Will.
Me negué a escucharlo. No soportaba la idea de que nuestro día acabara así.
—Creo que vamos a necesitar ayuda —sugirió Nathan—. Ni siquiera puedo llevar la silla de vuelta al camino. Está atascada.
Will exhaló un suspiro. Nunca lo había visto tan hastiado.
—Podría llevarte hasta el asiento delantero, Will, si la inclino un poco. Y luego Louisa y yo intentaríamos mover la silla.
La voz de Will surgió de entre sus dientes apretados.
—No voy a acabar este día montado a caballito.
—Lo siento, colega —dijo Nathan—. Pero Lou y yo no podemos solos. Venga, Lou, tú eres más guapa que yo. ¿Por qué no vas a buscar a alguien que nos eche una mano?
Will cerró los ojos, apretó las mandíbulas y yo salí corriendo hacia las gradas.
No habría creído posible que tanta gente desatendiera un grito de ayuda cuando se trataba de una silla de ruedas atascada en el barro, en especial cuando el grito procedía de una joven en minifalda que lucía su sonrisa más encantadora. Por lo general, no se me dan bien los desconocidos, pero la desesperación me volvió temeraria. Caminé de grupo en grupo en las gradas, preguntando si me podrían dedicar unos minutos. Me miraban y miraban mi ropa como si les estuviera tendiendo una trampa.
—Es para un hombre en silla de ruedas —decía—. Está un poco atascado.
«Vamos a ver la siguiente carrera», contestaban. O: «Lo sentimos». O: «Si puede esperar hasta después de las dos y media... Hemos apostado en esta».
Llegué a pensar en echar el guante a uno o dos jinetes. Pero, al acercarme al recinto, vi que eran incluso más bajos que yo.
Cuando llegué a las pistas rebosaba furia contenida. Sospeché que, en vez de sonreír, gruñía a la gente. Pero ahí, por fin una alegría, vi a los tipos de camiseta a rayas. A las espaldas lucían el mensaje «Última batalla de Marky» y sostenían latas de Pilsner y Tennent’s Extra. Sus acentos sugerían que venían del noreste y tuve la certeza de que no habían dejado de ingerir alcohol durante las últimas veinticuatro horas. Me ovacionaron cuando me acerqué y me esforcé en contener la tentación de volver a mostrarles el dedo.
—Muéstranos una sonrisa, cariño. Es el fin de semana de Marky el semental —farfulló uno, que me plantó en el hombro una mano del tamaño de un jamón.
—Es lunes. —Intenté no hacer una mueca al retirarle la mano.
—Estás de broma. ¿Ya es lunes? —Se tambaleó hacia atrás—. Bueno, deberías darle un beso, vale.
—En realidad —dije—, he venido a pediros un favor.
—Yo te hago todos los favores que quieras, muñeca. —Un lascivo guiño acompañó estas palabras.
Sus amigos se bambolearon en torno a él como plantas acuáticas.
—No, en serio. Necesito que ayudéis a mi amigo. Ahí en el aparcamiento.
—Ah, lo siento, no sé si estoy en condiciones de ayudarte, muñeca.
—Vamos. Va a empezar la carrera, Marky. ¿Has apostado? Creo que yo sí.
Se volvieron hacia la pista y perdieron interés en mí. Miré por encima del hombro al aparcamiento, donde vi la figura encorvada de Will y a Nathan que tiraba en vano de las empuñaduras. Me imaginé a mí misma de vuelta a casa, diciendo a los padres de Will que nos habíamos visto obligados a dejar la carísima silla de ruedas de Will en el aparcamiento. Y entonces vi el tatuaje.
—Es un soldado —dije, en voz alta—. Exsoldado.
Uno a uno, se dieron la vuelta.
—Fue herido. En Irak. Solo queríamos que pasara un buen día al aire libre. Pero nadie nos ayuda. —Mientras hablaba, mis ojos se empañaron de lágrimas.
—¿Un veterano? Estás de broma. ¿Dónde está?
—En el aparcamiento. He pedido ayuda a un montón de gente, pero nadie nos echa una mano.
Tardaron un minuto o dos en digerir lo que había dicho. Pero entonces se miraron unos a otros, asombrados.
—Vamos, muchachos. No podemos permitirlo. —Se tambalearon detrás de mí en una fila inestable. Los oí exclamar entre ellos, farfullar—. Malditos civiles... No tienen ni idea de nada...
Cuando llegamos, Nathan estaba de pie junto a Will, cuya cabeza se había hundido aún más en el cuello del abrigo por el frío, a pesar de que Nathan le había cubierto los hombros con una manta.
—Estos amables caballeros se han ofrecido a ayudarnos —dije.
Nathan miró las latas de cerveza. Tuve que admitir que no parecían caballeros andantes.
—¿Dónde quieres que lo llevemos? —dijo uno.
Los otros rodearon a Will, a quien saludaron con un gesto de la cabeza. Uno le ofreció una cerveza, incapaz de comprender, al parecer, que Will no podría cogerla.
Nathan señaló nuestro coche.
—Queremos llevarlo al coche. Pero antes tenemos que subirlo a ese soporte y dar marcha atrás hasta ahí.
—No hace falta —dijo uno, que dio unos golpecitos en la espalda de Nathan—. Nosotros lo llevamos hasta el coche, ¿a que sí, muchachos?
Todos asintieron al unísono. Comenzaron a situarse alrededor de la silla de Will.
Cambié de pie de apoyo, incómoda.
—No sé... Está demasiado lejos para que carguéis con él —me atreví a opinar—. Y la silla es muy pesada.
Estaban borrachos como cubas. Algunos de ellos apenas lograban sostener la lata de cerveza. Uno dejó la suya en mis manos.
—No te preocupes, muñeca. Todo sea por un veterano, ¿a que sí, muchachos?
—Jamás te dejaríamos aquí tirado, colega. Nunca abandonaríamos a uno de los nuestros, ¿verdad?
Vi la cara de Nathan y sacudí la cabeza frenéticamente al reparar en su expresión perpleja. No parecía probable que Will abriera la boca. Tenía un aspecto fúnebre y, cuando los hombres se agacharon junto a la silla y, con un grito, la alzaron entre todos, vagamente alarmado.
—¿Qué regimiento, muñeca?
Intenté sonreír, mientras rastreaba en mi memoria en busca de nombres.
—Rifles —dije—. Undécimo de rifles.
—No conozco el undécimo de rifles —dijo otro.
—Es un regimiento nuevo —tartamudeé—. Ultrasecreto. Ubicado en Irak.
Sus deportivas resbalaban sobre el barro y el corazón me dio un vuelco. La silla de Will iba a unos centímetros del suelo, como un sedán. Nathan salió corriendo en busca de la mochila de Will y abrió el coche por delante de nosotros.
—¿Esos muchachos entrenaban en Catterick?
—Eso mismo —dije, y cambié de tema—. Entonces, ¿quién de vosotros se casa?
Cuando al fin nos libramos de Marky y sus colegas, ya habíamos intercambiado nuestros números de teléfono. Hicieron una colecta y reunieron casi cuarenta libras para el fondo de rehabilitación de Will, y solo dejaron de insistir cuando les dije que lo que de verdad nos haría felices es que se tomaran una ronda en nuestro nombre. Tuve que besar a todos y cada uno de ellos. Casi estaba mareada por la peste a alcohol cuando acabé. No dejé de despedirlos con la mano hasta que desaparecieron en la tribuna y Nathan tocó el claxon para que subiera al coche.
—Fueron muy amables, ¿verdad? —comenté, de buen humor, encendiendo el motor.
—El alto me tiró toda la cerveza por la pierna —contestó Will—. Huelo como una cervecería.
—No puedo creerlo —dijo Nathan, cuando por fin salí por la puerta principal—. Mira. Hay aparcamientos reservados para discapacitados ahí mismo, justo al lado de la tribuna. Y sobre asfalto.
Will no dijo gran cosa durante el resto del día. Se despidió de Nathan cuando le dejamos en casa, tras lo cual guardó silencio mientras yo enfilaba la carretera hacia el castillo, casi vacío ahora que la temperatura había bajado, y al fin aparqué junto al pabellón.
Bajé la silla de Will, lo llevé dentro y le preparé una bebida caliente. Le cambié los zapatos y los pantalones, metí en la lavadora los que estaban manchados de cerveza y preparé el fuego, para que entrara en calor. Encendí la televisión y eché las cortinas para que la habitación resultara más acogedora en torno a nosotros, tal vez para contrarrestar el tiempo que habíamos pasado al aire libre. Pero, cuando me senté en el salón junto a él, noté, entre sorbos de té, que Will no hablaba, y no se debía ni a la fatiga ni a que quisiera ver la televisión. Simplemente, no hablaba conmigo.
—¿Es que... pasa algo? —pregunté, cuando hizo caso omiso de mi tercer comentario acerca de las noticias locales.
—Dímelo tú, Clark.
—¿Qué?
—Bueno, tú sabes todo lo que hay que saber acerca de mí. Dime qué pasa.
Me quedé mirándolo.
—Lo siento —dije, al fin—. Ya sé que hoy no ha salido como había planeado. Pero tenía la intención de que fuera una excursión agradable. De hecho, pensé que lo pasarías bien.
No añadí que él se había comportado adrede como un viejo gruñón, que no tenía ni idea de lo que me había costado el simple hecho de sacarlo de casa para que se divirtiera, que ni siquiera había intentado pasarlo bien. No le dije que, si me hubiera dejado comprar esas estúpidas insignias, tal vez habríamos disfrutado de una buena comida y todo lo demás habría caído en el olvido.
—Eso quiero decir.
—¿Qué?
—Oh, no eres diferente al resto.
—¿Qué quiere decir eso?
—Si te hubieras tomado la molestia de preguntarme, Clark. Si te hubieras tomado la molestia de consultarme acerca de esta divertidísima excursión al menos una vez, te lo habría dicho. Odio los caballos y odio las carreras de caballos. Desde siempre. Pero no te tomaste la molestia de preguntar. Decidiste qué me gustaría hacer y fuiste y lo organizaste. Has hecho lo que todo el mundo hace. Has decidido por mí.
Tragué saliva.
—No pretendía...
—Pero lo has hecho.
Alejó la silla de mí y, al cabo de un par de minutos más de silencio, comprendí que me estaba pidiendo que me fuera.