Parecieron un poco sorprendidos. En realidad, sorprendidos es quedarse cortos. La señora Traynor se mostró conmocionada, y a continuación desconcertada, y al fin su semblante entero se cerró como una puerta. Su hija, acurrucada junto a ella en el sofá, me miró con el ceño fruncido, con el tipo de gesto sobre el que mamá siempre me decía que se me iba a quedar para siempre si me daba un aire. No fue, desde luego, la respuesta entusiasta que había esperado.
—Pero ¿qué es en realidad lo que quieres hacer?
—No lo sé todavía. A mi hermana se le da bien investigar estas cosas. Va a intentar averiguar qué posibilidades hay para los tetrapléjicos. Pero lo que yo quería saber de verdad es si les parecía bien la idea.
Estábamos en el recibidor. Era el mismo lugar donde hice la entrevista, salvo que en esta ocasión la señora Traynor y su hija estaban sentadas en el sofá, con ese perro viejo y baboso entre ellas. El señor Traynor se hallaba de pie junto al fuego. Yo llevaba mi chaqueta campesina francesa color índigo, un vestido corto y unas botas militares. Pensándolo bien, comprendí que debería haber escogido un atuendo de aspecto más profesional para trazar mi plan.
—A ver si lo entiendo bien. —Camilla Traynor se inclinó hacia delante—. Quieres sacar a Will de esta casa.
—Sí.
—Y llevarlo a una serie de «aventuras». —Lo dijo como si yo acabara de sugerir que le practicáramos una operación quirúrgica entre todos.
—Sí. Como he dicho, aún no sé bien qué es posible. Pero hay que llevarlo fuera, ampliar sus horizontes. Tal vez al principio podamos hacer algo por aquí cerca, y, si todo va bien, iríamos más lejos dentro de poco.
—¿Estás hablando de ir al extranjero?
—¿Al extranjero? —Parpadeé—. Más bien pensaba en llevarlo al pub. O a un espectáculo, para empezar.
—Will apenas ha salido de esta casa en dos años, salvo para sus citas en el hospital.
—Bueno, sí... Pensé que merecería la pena intentar convencerle.
—Y tú, por supuesto, irías a todas estas aventuras junto a él —dijo Georgina Traynor.
—Mira. No es nada del otro mundo. En realidad, solo me refiero a que salga de casa, para empezar. Un paseo por el castillo, una visita al pub... Si acabamos nadando con delfines en Florida, estupendo. Pero en realidad solo quiero que salga de casa y piense en otras cosas. —No quería añadir que la mera idea de ir al hospital en coche a cargo de Will bastaba para que se me pusieran los nervios de punta. Pensar en llevarlo al extranjero me parecía tan probable como que yo corriera una maratón.
—Considero que es una idea espléndida —dijo el señor Traynor—. Creo que sería maravilloso que Will saliera por ahí. Ya sabéis que no puede ser muy bueno para él pasarse el día mirando estas cuatro paredes.
—Ya hemos intentado que salga, Steven —dijo la señora Traynor—. Ni que le hubiéramos dejado que se pudriera ahí dentro. Lo he intentado una y otra vez.
—Lo sé, cariño, pero no hemos tenido demasiado éxito, ¿verdad? Si a Louisa se le ocurren cosas que Will quiere probar, ¿qué tiene de malo?
—Sí, bueno, ya veremos si las quiere probar.
—Es solo una idea —dije. De repente, me sentí irritada. Los pensamientos de la señora Traynor eran casi visibles—. Si no quiere que lo intente...
—¿... te vas? —Me miró a los ojos.
Yo no aparté la vista. Ya no me asustaba. Porque sabía que no era mejor que yo. Era una mujer que se cruzaba de brazos mientras su hijo se moría frente a ella.
—Sí, probablemente.
—Entonces, es un chantaje.
—¡Georgina!
—No nos andemos por las ramas, papá.
Me erguí un poco en mi asiento.
—No. No es un chantaje. Es lo que estoy dispuesta a hacer. No puedo quedarme de brazos cruzados y esperar en silencio hasta que llegue la hora y... Will..., bueno... —Mi voz se fue apagando.
Todos nos quedamos mirando nuestras tazas de té.
—Como he dicho —intervino el señor Traynor con firmeza—, creo que es una idea excelente. Si consigues convencer a Will, no veo que tenga nada de malo. Me encanta la idea de que viaje. Solo... dinos qué necesitas que hagamos.
—Tengo una idea. —La señora Traynor posó la mano en el hombro de su hija—. Tal vez podrías ir de viaje con ellos, Georgina.
—Me parece bien —dije. Porque tenía tantas posibilidades de embarcar a Will en un viaje como de ganar la lotería.
Georgina Traynor, incómoda, cambió de postura en su asiento.
—No puedo. Ya sabes que empiezo en mi nuevo trabajo dentro de dos semanas. No podré venir a Inglaterra durante un tiempo una vez que comience.
—¿Vas a volver a Australia?
—No sé por qué te sorprende tanto. Te dije que solo venía de visita.
—Pensé que..., dadas..., dadas las circunstancias, tal vez te quedarías un poco más de tiempo. —Camilla Traynor miró a su hija como nunca miraba a Will, por muy grosero que fuera con ella.
—Es un trabajo espléndido, mamá. He dedicado todos mis esfuerzos durante dos años para conseguirlo. —Echó un vistazo a su padre—. No puedo poner en pausa toda mi vida por el estado mental de Will.
Hubo un largo silencio.
—No es justo. Si fuera yo quien estuviera en la silla, ¿habríais pedido a Will que renunciara a todos sus planes?
La señora Traynor no miró a su hija. Yo bajé la mirada y leí y releí el primer párrafo de mi lista.
—Hablemos de esto en otra ocasión. —La mano del señor Traynor se posó en el hombro de su hija y le dio un pequeño apretón.
—Sí, será mejor. —La señora Traynor comenzó a hojear los papeles que tenía frente a sí—. Vale, entonces. Propongo que lo hagamos así. Quiero estar al tanto de todo lo que estás planeando —dijo, mirándome—. Quiero encargarme del presupuesto y, si es posible, quiero un horario, para intentar tomarme un tiempo libre y acompañaros. Me corresponden unas vacaciones que no he disfrutado y...
—No.
Todos nos giramos para mirar al señor Traynor. Estaba acariciando la cabeza del perro y su expresión era amable, pero habló con firmeza.
—No. No creo que debas ir, Camilla. Will debería hacer esto por sí mismo.
—Will no puede hacerlo por sí mismo, Steven. Hay que considerar un montón de cosas cada vez que Will va a algún sitio. Es complicado. No creo que podamos dejar todo en manos de...
—No, cariño —repitió—. Nathan puede ayudar, y Louisa se encargará de todo sin problemas.
—Pero...
—Will debe poder sentirse un hombre. Eso no va a ser posible si su madre, o su hermana, ya puestos, permanece siempre a su lado.
Por un momento, sentí lástima por la señora Traynor. Aún conservaba esa mirada altiva tan suya, pero noté que, bajo esa apariencia, se sentía perdida, como si no comprendiera las intenciones de su marido. Se llevó la mano al collar.
—Me voy a asegurar de que no le pase nada —dije—. Y les mantendré informados acerca de nuestros planes con antelación.
La mandíbula de la señora Traynor estaba tan tensa que se le notaba un pequeño músculo bajo el pómulo. Me pregunté si llegó a odiarme en esos momentos.
—Yo también deseo que Will viva —concluí, al fin.
—Somos conscientes de ello —contestó el señor Traynor—. Y agradecemos tu determinación. Y discreción. —Me pregunté si esa palabra se refería a Will o a algo diferente por completo, pero entonces él se levantó y comprendí que había llegado el momento de irme. Georgina y su madre permanecieron sentadas en el sofá, sin decir nada. Tuve la sensación de que iba a tener lugar una larguísima conversación una vez que yo me fuera.
—Muy bien —resolví—. Les mostraré el papeleo una vez que lo haya decidido todo. Será pronto. No disponemos de mucho...
El señor Traynor me dio unos golpecitos en el hombro.
—Lo sé. Avísanos cuando se te ocurra algo —dijo.
Treena se soplaba las manos y movía los pies arriba y abajo, involuntariamente, como si desfilara sin moverse del lugar. Llevaba mi boina verde, la cual, qué fastidio, le quedaba mucho mejor que a mí. Se inclinó y señaló la lista que acababa de sacarse del bolsillo, y me la entregó.
—Supongo que vas a tener que tachar la número tres, o al menos esperar a que haga mejor tiempo.
Repasé la lista.
—¿Baloncesto en silla de ruedas? Ni siquiera sé si le gusta el baloncesto.
—Eso no importa. Maldita sea, qué frío hace. —Se caló la boina hasta las orejas—. Lo que importa es que vea cuáles son sus posibilidades. Así va a comprobar que hay otra gente en su situación que hace deporte y otras cosas.
—No estoy segura. Ni siquiera es capaz de levantar un vaso. Creo que esas personas serán parapléjicas. No veo la manera de lanzar a canasta sin usar los brazos.
—No lo entiendes. En realidad, Will no tiene que hacer nada, se trata de ampliar sus horizontes, ¿vale? Le vamos a mostrar qué hacen las otras personas que sufren discapacidades.
—Si tú lo dices.
Un murmullo apagado se extendió entre la multitud. Habían visto a los corredores, a cierta distancia. Si me ponía de puntillas, los distinguía, tal vez a unos tres kilómetros de distancia, abajo en el valle, un pequeño bloque de puntos blancos que se zarandeaban al abrirse paso por un camino húmedo y gris. Miré el reloj. Habíamos estado ahí, a los pies de esa colina, tan bien llamada la Colina del Viento, durante casi cuarenta minutos, y ya no sentía los pies.
—He mirado qué tenemos por aquí y, si no quieres conducir demasiado, hay un partido en el centro de deportes dentro de un par de semanas. Hasta podría apostar sobre el resultado.
—¿Apostar?
—Así se sentiría partícipe sin tener que jugar. Ah, mira, ahí vienen. ¿Cuánto crees que van a tardar hasta llegar aquí?
Estábamos junto a la meta. Por encima de nuestras cabezas, una pancarta de lona que anunciaba «Meta del Triatlón de Primavera» ondeaba lánguidamente en la brisa.
—No lo sé. ¿Veinte minutos? ¿Un poco más? Tengo una chocolatina Mars de emergencia y la comparto si quieres. —Metí la mano en el bolsillo. Era imposible evitar que la lista ondeara al agarrarla con una sola mano—. Entonces, ¿qué más has averiguado?
—Dijiste que querías ir más lejos, ¿verdad? —Me señaló la mano—. Te has quedado con el pedazo más grande.
—Toma, entonces. Creo que la familia piensa que me estoy aprovechando.
—¿Qué? ¿Porque quieres que salga unos míseros días? Deberían agradecer que al menos alguien se tome la molestia. No parece que ellos estén dispuestos.
Treena tomó el otro pedazo de la chocolatina.
—En cualquier caso, el número cinco está bien. Hay una clase de informática a la que podría apuntarse. Les ponen algo en la cabeza, una especie de palo, y mueven la cabeza para teclear. Hay un montón de grupos de tetrapléjicos en Internet. Podría hacer muchísimos amigos. Así no tendría que salir tanto de casa. Incluso he hablado con una pareja en un chat. Eran simpáticos. Muy normales —Se encogió de hombros.
Nos comimos los trozos de chocolatina en silencio, observando cómo se acercaba un grupo de corredores de aspecto tristísimo. No vi a Patrick. Nunca lo veía. Tenía una cara que se volvía invisible de inmediato en medio de una multitud.
Mi hermana señaló el papel.
—Bueno, hora de la sección cultural. Aquí, un concierto especial para gente con discapacidades. Dijiste que es un tipo culto, ¿verdad? Bueno, solo tiene que sentarse ahí y dejarse llevar por la música. Te hace trascender los límites corporales, ¿no? Derek, el del bigote, me lo dijo en el trabajo. Me contó que a veces se volvía un poco ruidoso a causa de los que son verdaderamente discapacitados, que en ocasiones gritan, pero seguro que le gusta.
Arrugué la nariz.
—No sé, Treen...
—Te ha entrado miedo solo porque he usado la palabra «cultura». Solo tienes que sentarte ahí con él. Y no hacer ruido con la bolsa de las patatas fritas. O, si te apetece algo un poco más picante... —me sonrió—, hay un club de estriptis. Podrías llevarlo a Londres a verlo.
—¿Llevar a la persona que me da trabajo a ver un estriptis?
—Bueno, dices que le haces de todo..., limpiarle, darle de comer y todo eso. No veo qué tiene de malo que lo lleves a que se le ponga dura.
—¡Treena!
—Bueno, seguro que lo echa de menos. Hasta le podrías contratar a una para que bailase en su regazo.
Varias personas de la multitud giraron la cabeza. Mi hermana se estaba riendo. Era capaz de hablar de sexo como si nada. Como si fuera una especie de actividad recreativa. Como si no tuviera importancia.
—Y luego, por otra parte, están los grandes viajes. No sé qué te habías imaginado, pero podrías ir a catar vinos al Loira... Eso no está muy lejos, para empezar.
—¿Los tetrapléjicos se emborrachan?
—No lo sé. Pregúntale.
Fruncí el ceño al mirar la lista.
—Entonces..., voy y les digo a los Traynor que tengo previsto llevar a su hijo tetrapléjico con tendencias suicidas a gastarse el dinero en un club de estriptis y luego le arrastro a los Juegos Paralímpicos...
Treena me arrebató la lista.
—Bueno, no veo que a ti se te haya ocurrido nada maravilloso.
—Solo pensaba... No lo sé. —Me froté la nariz—. Me siento un poco intimidada, para serte sincera. Me cuesta convencerle incluso de salir al jardín.
—Bueno, esa no es la actitud adecuada, ¿verdad? Oh, mira. Ahí vienen. Mejor que sonriamos.
Nos abrimos paso entre la multitud y comenzamos a animar. Me resultó difícil gritar con la energía habitual en estos casos, pues apenas era capaz de mover los labios por el frío.
En ese momento vi a Patrick, con la cabeza gacha en medio de un mar de cuerpos en pleno esfuerzo, la cara resplandeciente por el sudor, los tendones del cuello en tensión y un gesto de angustia similar al de un torturado. Esa misma cara resplandecería de alegría en cuanto cruzara la meta, como si solo lograse alcanzar las alturas sumiéndose primero en los abismos personales más insondables. No me vio.
—¡Vamos, Patrick! —lancé un grito lánguido.
Y pasó en un santiamén, derecho a la línea de meta.
Treena no me habló durante dos días, dado que no había mostrado el entusiasmo necesario por su lista. Mis padres ni se percataron; sencillamente, estaban extasiados, pues yo había decidido no dejar mi trabajo. La dirección de la fábrica de muebles había convocado una serie de reuniones antes del fin de semana, y mi padre estaba convencido de que él se encontraría entre los despedidos. Todavía nadie con más de cuarenta años había sobrevivido a la matanza selectiva.
—Estamos muy agradecidos por tu ayuda, cielo —decía mi madre tan a menudo que me hacía sentir un poco incómoda.
Fue una semana extraña. Treena comenzó a preparar el equipaje para la universidad, y todos los días tenía que subir a hurtadillas para hurgar en sus maletas a ver qué cosas mías planeaba llevarse consigo. Casi toda mi ropa estaba a salvo, pero ya había recuperado un secador, mis gafas de sol imitación Prada y mi bolsa de aseo favorita, con dibujos de limones. Si le pedía explicaciones al respecto, se limitaba a encogerse de hombros y a decir: «Bueno, si nunca lo usas», como si eso fuera razón suficiente.
Así era Treena. Se creía con derecho a todo. Ni siquiera tras la llegada de Thomas había dejado de sentirse la pequeña de la familia: esa sensación arraigada de que todo el mundo giraba en torno a ella. De pequeña, cuando tenía una rabieta porque quería algo mío, mi madre me rogaba que se lo dejara, aunque solo fuera para recuperar la paz en la casa. Casi veinte años más tarde, nada en realidad había cambiado. Debíamos cuidar a Thomas para que Treena saliera por las noches, darle de comer para que Treena no se preocupara, comprarle a Treena los mejores regalos en Navidades y en los cumpleaños porque con Thomas «ella muchas veces tiene que prescindir de todo». Bueno, iba a tener que prescindir de mi maldita bolsa de aseo con dibujos de limones. Pegué una nota en mi puerta que decía: «Mis cosas son MÍAS. ¡FUERA!». Treena la arrancó y le dijo a mi madre que yo era la persona más infantil que había conocido y que Thomas era muchísimo más maduro que yo.
Pero me hizo pensar. Una tarde, después de que Treena saliera para asistir a su curso nocturno, me senté en la cocina mientras mi madre preparaba las camisas de mi padre para plancharlas.
—Mamá...
—Sí, cielo.
—¿Crees que podría quedarme la habitación de Treena cuando ella se marche?
Mi madre se detuvo, con una camisa a medio doblar sobre el pecho.
—No lo sé. No lo había pensado.
—Si ella y Thomas no van a estar aquí, lo justo sería que yo durmiera en una habitación de verdad. Sería una estupidez que se quedara vacía cuando ella vaya a la universidad.
Mi madre asintió y colocó con esmero la camisa en la cesta de la colada.
—Supongo que tienes razón.
—Y esa habitación debería haber sido mía desde el principio, que soy la mayor. Ella se la ha quedado solo por tener a Thomas.
Mi madre le vio el sentido a lo que decía.
—Es cierto. Yo hablo con Treena —dijo.
Supongo que habría sido una buena idea que yo hablara con mi hermana primero.
Tres horas más tarde irrumpió en el salón como un trueno.
—No te lo pensarías ni dos veces antes de profanar mi tumba, ¿verdad?
El abuelo se despertó con un sobresalto y se llevó la mano al pecho en un acto reflejo.
Alcé la vista de la televisión.
—¿De qué hablas?
—¿Dónde vamos a dormir Thomas y yo los fines de semana? No cabemos en el trastero. No hay otra habitación en la casa donde quepan dos camas.
—Exactamente. Y yo llevo encerrada ahí cinco años. —Ser consciente de que me equivocaba, aunque fuera un poco, me volvió más irritable de lo que habría deseado.
—No puedes quedarte con mi habitación. No es justo.
—Pero ¡si ni siquiera la vas a usar!
—¡Pero la necesito! Thomas y yo no cabemos en el trastero. Papá, ¡díselo!
El mentón de mi padre se hundió en el cuello de la camisa y cruzó los brazos sobre el pecho. Detestaba que nos peleáramos y solía dejar que mi madre se encargase de nosotras.
—Bajad la voz, chicas —dijo.
El abuelo negó con la cabeza, como si todo le resultara incomprensible. El abuelo negaba con la cabeza muchísimas veces últimamente.
—No te creo. Ahora entiendo por qué me ayudabas tanto a que me fuera.
—¿Qué? Claro, y que me rogaras que no dejara mi trabajo para ayudarte con las facturas era parte de mi siniestro plan, ¿a que sí?
—Qué hipócrita eres.
—Katrina, cálmate. —Mi madre apareció en la puerta, con los guantes de fregar cubiertos de espuma y agua que goteaba sobre la alfombra del salón—. Hablemos de esto con calma. No quiero que alteréis al abuelo.
Katrina se puso colorada, como cuando era pequeña y no conseguía lo que quería.
—En realidad, quiere que me vaya. De eso se trata. No puede esperar a que me marche, porque se muere de celos al ver que estoy haciendo algo con mi vida. Así que quiere ponérmelo difícil para volver a casa.
—Ni siquiera sabes si vas a venir a casa los fines de semana —grité, herida—. Yo necesito una habitación, no un armario, y tú te has quedado todo este tiempo con el mejor cuarto solo porque fuiste tan tonta como para quedarte preñada.
—¡Louisa! —exclamó mi madre.
—Sí, bueno, si no fueras tan estúpida como para ni siquiera encontrar un trabajo decente, ya vivirías en tu casita de mierda. Ya tienes edad para ello. ¿O pasa algo? ¿Es que por fin has comprendido que Patrick nunca te va a pedir que vayas a vivir con él?
—¡Ya basta! —El rugido de mi padre rompió el silencio—. ¡Ya he oído bastante! Treena, ve a la cocina. Lou, siéntate y cállate. Ya estoy bastante estresado sin tener que aguantar vuestras batallitas.
—Si crees que te voy a ayudar con tu porquería de lista, lo llevas claro —me dijo Treena entre dientes, mientras mi madre la llevaba a la cocina agarrada del brazo.
—Muy bien. Tampoco quería que me ayudaras, gorrona —repliqué, y esquivé una copia del Radio Times que mi padre me arrojó a la cabeza.
El sábado por la mañana fui a la biblioteca. Creo que no había estado ahí desde que iba al colegio: muy posiblemente por temor a que recordaran el libro de Judy Blume que había perdido en séptimo y que una mano oficial y sudorosa se extendiera al verme cruzar esas puertas victorianas para exigirme que pagara una multa de 3.853 libras.
No era como la recordaba. Al parecer, la mitad de los libros habían desaparecido, reemplazados por discos y vídeos, estantes enormes repletos de audiolibros e incluso puestos de tarjetas de felicitación. Y ya no reinaba el silencio. Llegaba el sonido de canciones y aplausos de la sala infantil, donde un grupo de madres y bebés estaban en pleno éxtasis. La sección donde solían dormitar los ancianos encima de los periódicos gratuitos había desaparecido, para dejar paso a una enorme mesa oval jalonada de ordenadores. Me senté cautelosa ante uno con la esperanza de que nadie me prestara atención. Los ordenadores, como los libros, son cosa de mi hermana. Por fortuna, habían previsto el ataque de pánico que iban a sentir personas como yo. Una bibliotecaria se detuvo a mi lado y me entregó una tarjeta laminada con instrucciones. No se quedó mirando por encima de mi hombro, sino que murmuró que estaría en el mostrador, por si necesitaba ayuda, y me dejó a solas con una silla poco firme y una pantalla en blanco.
El único ordenador que había tocado en varios años era el de Patrick. Patrick solo lo usaba para descargarse planes de entrenamiento o para comprar libros sobre técnicas deportivas en Amazon. Si hacía otras cosas con el ordenador, prefería no saberlo. Pero seguí las instrucciones de la bibliotecaria, comprobando dos veces cada paso. Y, qué sorpresa, funcionó. No solo funcionó, sino que además fue sencillo.
Cuatro horas más tarde tenía el primer borrador de mi lista.
Y nadie mencionó a Judy Blume. Para ser sincera, tal vez se debiera a que había utilizado el carné de mi hermana.
De vuelta a casa me pasé por la papelería y compré un calendario. No era uno de esos que pasas de página cada mes para descubrir una fotografía nueva de Justin Timberlake o de ponis de montaña. Era un calendario de pared, de los que hay en las oficinas, con las vacaciones bien señaladas. Lo compré con la rápida eficiencia de quien disfruta de las tareas administrativas más que de nada en el mundo.
Ya en casa, en mi pequeña habitación, lo abrí y lo colgué con cuidado de la puerta. Marqué el día en que comencé a trabajar para los Traynor, a comienzos de febrero, tras lo cual conté y señalé una fecha (el 12 de agosto), de la que apenas me separaban cuatro meses. Di un paso atrás y me quedé mirándolo un tiempo, intentando vislumbrar en ese pequeño anillo negro la importancia de lo que presagiaba. Mientras miraba, comencé a comprender en qué me había embarcado.
Ahora tendría que rellenar esos pequeños rectángulos blancos con acontecimientos que inspiraran felicidad, satisfacción o placer. Tendría que rellenarlos de todas las buenas experiencias que se me ocurriesen para un hombre cuyos brazos y piernas desvalidos le impedían alcanzar la felicidad por sí mismo. Tenía poco menos de cuatro meses de rectángulos impresos que llenar de salidas, viajes, visitas, comidas y conciertos. Debía encontrar los medios para hacerlo realidad, e investigar lo suficiente para que no saliera mal.
Y, además de todo esto, tendría que persuadir a Will.
Me quedé mirando el calendario, el bolígrafo en la mano. De repente, este pequeño trozo de papel laminado se convirtió en una responsabilidad enorme.
Disponía de ciento diecisiete días para convencer a Will Traynor de que tenía una razón para vivir.