9. Túnel

Aya había aprendido cuatro cosas acerca de la naturaleza. Que era informe. El bosque que pasaba a toda pastilla por los costados del tren formaba una masa impenetrable, un vacío turbulento y veloz.

Que era interminable. O quizá el tiempo se hubiera detenido. Aya ignoraba si llevaba minutos u horas surfeando.

Que tenía un cielo inmenso, lo cual podía parecer absurdo, pues en principio el cielo tenía el mismo tamaño en todas partes. Aquí, no obstante, la oscuridad se extendía sin el corsé de los edificios urbanos, sin el reflejo de las luces artificiales, vasta y estrellada.

Por último, que era fría. Aunque esa sensación probablemente se debiera al viento de trescientos kilómetros por hora que le azotaba la cara.

La siguiente vez se llevaría dos chaquetas.

Transcurrido un rato, Aya advirtió que la silueta de Miki se encogía. Miró con nerviosismo a las demás chicas, pero ninguna había encendido las luces de decapitación.

Tuvo la sensación de que Miki jugaba con la pulsera de su tobillo. De pronto estaba resbalando hacia atrás por el techo del tren, sobre el trasero, transportada por el fuerte viento.

—¡Miki! —gritó, arrodillándose y tendiéndole una mano.

Cuando la tuvo a un metro, Miki clavó una pulsera protectora en el techo y empezó a dar vueltas hasta detenerse. Estaba riendo y el viento le alborotaba los cabellos.

—¡Hola, Aya-chan! —gritó—. ¿Cómo te va?

Aya retiró la mano.

—¡Me has dado un susto de muerte!

—Lo siento. —Miki se encogió de hombros—. El viento siempre te arrastra siguiendo la línea del tren. ¿Te estás divirtiendo?

Aya respiró hondo.

—Claro, pero hace un frío que pela.

—Lo sé. —Miki se levantó la camisa genérica para mostrar unas sedas de guardabosques—. Pero esto funciona.

Aya se frotó las manos, lamentando que Jai no la hubiera prevenido contra el frío.

—He venido porque estamos cerca de las montañas —aulló Miki mientras se incorporaba sobre una rodilla—, que es donde el tren vuelve a reducir la velocidad.

¿Y donde nosotras nos bajamos?

—Sí, pero primero viene el túnel.

—Entiendo. —Aya se estremeció—. La luz roja. Casi se me pasa por alto la luz amarilla.

—No te preocupes. Las montañas no aparecen de golpe. —Miki le rodeó los hombros con el brazo—. Y dentro del túnel el viento no es tan fuerte.

Aya sintió otro escalofrío y se acurrucó contra Miki.

—Estoy impaciente.

La cadena montañosa se elevaba lentamente en el horizonte, negra contra el cielo estrellado.

A medida que se acercaban, Aya se fue dando cuenta de su inmensidad. La montaña que tenía justo enfrente parecía más ancha que el estadio de fútbol de la ciudad y mucho más alta que la torre central. Lentamente se iba comiendo el cielo, como un muro negro precipitándose hacia ellas.

Estaba empezando a habituarse a las sorprendentes dimensiones de cuanto la rodeaba. Se preguntaba cómo la gente había podido atravesar la naturaleza en la era de los preoxidados, cuando no había trenes ultrarrápidos, ni aerotablas, ni siquiera automóviles. Su escala bastaba para volver loca a una persona.

Con razón los oxidados habían intentado asfaltarla.

—Ya viene —dijo Miki alzando un dedo.

En la cabeza del tren parpadeaba una luz roja. Detrás apareció otra, seguida de otras siete, como una cadena de bengalas.

Miki se sacó una linterna del bolsillo y la encendió. La cambió a rojo y la movió de un lado a otro en dirección a la cola del tren.

Aya ya estaba desabrochándose la pulsera que le sujetaba el tobillo. Quería las dos muñecas magnetizadas antes de alcanzar el túnel.

—¿Estás bien? —le preguntó Miki—. Tienes mala cara.

—Estoy bien.

Aya tiritó. De repente volvía a sentirse pequeña, como cuando el tren se había zambullido en la naturaleza.

—Es normal que todavía tengas tus dudas —dijo Miki—. Yo no solo surfeo porque me divierta, ¿sabes? También me transforma, y lleva su tiempo darse cuenta de eso.

Aya meneó la cabeza. No había sido su intención parecer poco entusiasta. Las Chicas Astutas tenían que creer que era una de ellas, que se había sumado a su locura con suficiente ilusión como para renunciar para siempre a los reportajes.

Pero Miki tenía razón. Algo había cambiado dentro de ella, algo que todavía no era capaz de comprender. Ese viaje le había hecho pasar tan rápidamente del pánico a la euforia, y de ahí, con igual rapidez, a la insignificancia... Dirigió la mirada al oscuro paisaje, tratando de comprender sus emociones. Lo que ahora sentía no tenía nada que ver con el pánico al anonimato que la consumía cuando observaba las luces de la ciudad, la terrible certeza de que nunca sería famosa, de que toda esa gente jamás se interesaría por ella.

En cierto modo, le alegraba saber que el mundo era mucho más grande que ella. Se sentía abrumada, pero también serena.

—Te entiendo... Estar aquí fuera te transforma la mente.

—Exacto. —Miki sonrió—. Ahora, agacha la cabeza.

—Ah, sí, el túnel.

Se tumbaron y clavaron las pulseras protectoras. La montaña se fue acercando hasta cernirse sobre ellas como una ola gigantesca brotando de un océano negro.

Aya vio cómo las luces rojas desaparecían una a una, engullidas por las fauces del túnel, junto con la mitad delantera del tren.

Finalmente, con un violento golpe de aire, la oscuridad se las tragó. El rugido del tren se redobló con ecos y reverberaciones. Aya sintió por todo su cuerpo el cambio en las vibraciones del tren.

Dentro del túnel la oscuridad era cien veces más profunda que en el exterior, pero Aya podía sentir el paso del techo sobre su cabeza, tan próximo que no tenía más que alargar un brazo para tocarlo, si deseaba perder una mano.

Sentía la presión de los millones de toneladas de roca, su masa infinita, como si el cielo se hubiera transformado en piedra. Unos segundos atrás el tren ultrarrápido le había parecido descomunal, pero la montaña lo había empequeñecido en un instante y a ella la había confinado al estrecho espacio entre los dos.

—¿Lo notas? —dijo Miki.

Aya se volvió hacia ella.

—¿El qué?

—Creo que el tren está frenando.

—¿Ya? —Aya frunció el entrecejo—. Pensaba que la curva estaba después del túnel.

—Y lo está. Pero escucha.

Aya se concentró en el embravecido fragor que las rodeaba y sus oídos empezaron a diferenciar los sonidos. El estruendo del tren tenía un ritmo interno, el golpeteo regular de un defecto en la vía.

Y el golpeteo se estaba ralentizando.

—Tienes razón. ¿Suele parar aquí?

—Sería la primera vez. ¡Uau! ¿Lo notas? —Sí.

El cuerpo de Aya estaba resbalando hacia delante; el tren estaba frenando ahora más deprisa. Arrastrados por el impulso, sus pies se desplazaron medio círculo alrededor de las pulseras.

El fragor fue apagándose lentamente y el tren se detuvo con sigilo. La repentina quietud erizó la piel de Aya.

—Puede que el tren tenga algún problema —dijo Miki en voz baja—. Espero que lo arreglen pronto.

—Pensaba que los trenes de mercancías no tenían personal.

—Algunos sí. —Miki dejó escapar un largo suspiro—. Tendremos que esperar y...

En el techo del túnel brilló una luz. Llegaba del costado derecho del tren, y temblaba, como si proviniera de una linterna. Aya vio por primera vez el interior del túnel, un terso cilindro de piedra alrededor del tren. El techo se hallaba a unos veinte centímetros de su cabeza. Posó una mano sobre la fría piedra.

—¡Mierda! —susurró Miki—. ¡Las tablas!

Aya tragó saliva. Las aerotablas seguían adheridas al costado derecho del tren, unos metros por encima de la altura de la cabeza. Si la persona que rondaba por ahí abajo levantaba la vista y las veía, seguro que se preguntaría qué hacían allí.

—Veamos qué está pasando —susurró Miki. Liberó sus muñecas y se arrastró hasta el borde del techo.

Aya se quitó las pulseras y la siguió. Si las aerotablas habían sido descubiertas, tenían que avisar de inmediato a las demás.

Asomaron la cabeza. En el angosto espacio entre el costado del tren y la pared del túnel se habían congregado tres figuras, y las luces de sus linternas alargaban sus sombras, deformándolas. Aya se dio cuenta de que llevaban equipos de aeropelota como Edén y que flotaban.

Pero no habían visto las tablas. No tenían su atención puesta en el tren. Las tres figuras estaban mirando fijamente la pared del túnel...

Esta se estaba moviendo.

La piedra de la montaña estaba transformándose, ondulando suavemente y cambiando de color, como una mancha de aceite sobre un agua rizada. Una especie de zumbido inundó el túnel. Aya advirtió que el aire le sabía diferente, como cuando en la estación lluviosa se avecinaba un chaparrón.

Una a una, finas capas de piedra líquida comenzaron a desprenderse, hasta que en la pared del túnel se abrió una puerta ancha.

Las luces de las linternas atravesaron el hueco, pero desde lo alto del tren Aya no podía divisar el interior. Oyó los ecos sordos de un espacio grande y vio un resplandor anaranjado jugando entre las sombras proyectadas por las linternas.

En ese momento se abrió un panel en el tren que coincidía con el hueco abierto en la pared. El tren descendió suavemente sobre sus imanes hasta que las dos cavidades quedaron a la misma altura.

Una de las siluetas avanzó y Aya se apresuró a esconder la cabeza. Cuando volvió a asomarla, las tres figuras se habían hecho a un lado y estaban observando la salida de un objeto gigantesco por la abertura del tren.

Parecía un cilindro de metal macizo, más alto que Aya y de un metro de ancho. Debía de pesar mucho. Los cuatro robots elevadores adheridos a su base lo transportaban con el ritmo moderado y tembloroso de un cortejo fúnebre.

El objeto no había desaparecido aún por el hueco cuando le siguió otro idéntico. Y otro.

—¿Los ves? —preguntó Miki en un susurro.

—Sí. ¿Qué son?

—No lo sé, pero humanos desde luego no.

—¿De qué...?

Aya miró a Miki y se percató de que no estaba mirando los objetos metálicos. Tenía los ojos clavados en las tres figuras.

Afiló la mirada y finalmente vio que las linternas no estaban deformando las sombras de las figuras, como había creído en un principio. Esa gente, sencillamente, estaba mal hecha; tenían las piernas exageradamente largas y desgarbadas, los brazos doblados por demasiados puntos, los dedos largos como pinceles de caligrafía. Y los rostros... los ojos, enormes, estaban excesivamente separados, piel pálida y sin vello.

Tal como había dicho Miki, no eran humanos.

Aya soltó una exclamación ahogada y Miki tiró de ella hacia dentro. Tendidas sobre el techo del tren, Aya cerró los ojos y el corazón se le aceleró al imaginar que una de esas manos larguiruchas trepaba por el costado del tren y la cogía.

Apretó los puños y se obligó a respirar pausadamente, hasta que el pánico disminuyó.

Se arrastró de nuevo hasta el borde y miró abajo, lamentando por enésima vez no tener a Moggle flotando sobre su hombro. Únicamente disponía de sus ojos y su cerebro.

Las figuras inhumanas seguían allí, observando ahora una procesión de robots elevadores que salía por la puerta del túnel y entraba en el tren transportando sillas y pantallas murales, sintetizadores de alimentos, recicladores de agua industrial e incontables cubos de basura. Incluso un acuario completo, sostenido entre dos robots, con la bomba aún zumbando y los peces girando nerviosamente en su interior.

Era evidente que alguien se estaba mudando de ese espacio oculto en el túnel, pero... ¿qué eran los objetos metálicos que habían introducido?

La puerta del tren se cerró al fin y el zumbido llenó nuevamente el aire. Unos filamentos oscuros avanzaron por la abertura del túnel, entrelazándose como imágenes salteadas de una araña construyendo su tela. A continuación, unas capas ondulantes rodaron sobre ellos hasta cubrir por completo el hueco.

—Materia inteligente —susurró Miki.

Mientras Aya asentía, la superficie del túnel tembló una última vez antes de transformarse en una imitación perfecta de una pared de piedra. Las linternas se apagaron y la oscuridad se adueñó nuevamente del túnel.

—Vamos —susurró Miki, tirando de Aya hacia dentro. El tren se puso en marcha y el viento empezó a girar a su alrededor—. Pronto nos bajaremos y entonces podremos contárselo a las demás.

—Pero ¿quiénes eran esos tipos, Miki? —preguntó Aya.

—Querrás decir qué eran.

—Eso.

Agotada, tendida en la vibrante oscuridad, Aya trató de reproducir en su mente lo que acababa de ver. Necesitaba tiempo para pensar; necesitaba la interfaz de la ciudad. Y, sobre todo, necesitaba a Moggle.

Esa historia se había complicado mucho.