La tabla salió disparada hacia delante arrastrando a Aya de las muñecas.
Derrapaba y se retorcía como un mal trompo, cuando las pulseras protectoras casi podían llegar a dislocar los hombros del pasajero. Pero los trompos nunca duraban tanto. La aerotabla de Aya continuaba acelerando, siguiendo la suave curva de la línea de alta velocidad.
Se pegó a la tabla todo lo que pudo, con los pies colgando por detrás y la chaqueta de la residencia restallando como una bandera en un vendaval.
Con los párpados entornados contra el viento, apenas podía ver nada. A unos metros de ella, Miki era una mancha lacrimosa. Por fortuna, la tabla estaba programada para volar autónomamente hasta alcanzar la velocidad del tren.
Cuando esa noche se fugó de la residencia para ir en busca de Edén y sus amigas, en ningún momento se le pasó por la cabeza que ella misma acabaría subida al techo de un tren. Se había imaginado volando a una distancia prudente, con Moggle algo más cerca grabando imágenes para su fuente.
Pero allí estaba, haciendo el viaje más delirante de su vida, ¡y nadie lo filmaba!
El suelo pasaba bajo sus pies a una velocidad de vértigo, pero a su lado el tren daba la impresión de estar desacelerando. La aerotabla realmente le estaba dando alcance.
Pronto tendría que subirse al tren.
Por un momento pensó en la posibilidad de dar media vuelta y desaparecer en la noche. Todavía podría lanzar la historia de una camarilla secreta dada a hacer proezas descabelladas y evitar la fama.
Claro que para demostrar su historia solo dispondría de un par de pulseras protectoras, una tabla de alta velocidad y una aerocámara chorreando agua. Aparte de Edén Maru, no conocía el nombre completo de ninguna de las chicas. Nadie la creería, y Hiro todavía menos.
Para conseguir las secuencias que necesitaba tenía que convencer a las Chicas Astutas de que Aya Fuse era una de ellas. Y para eso tenía que surfear sobre ese tren. Cuando su aerotabla igualó la velocidad del tren ultrarrápido, este pareció detenerse.
El piloto automático de la tabla parpadeó una vez: su trabajo había terminado.
Ahora Aya tenía el control.
Jai la había prevenido sobre esta parte. Un cambio de peso brusco podría hacer que la tabla se estrellara contra el tren o se alejara girando hasta estamparse contra un edificio.
Delante de ella, Miki estaba balanceándose para poner a prueba su dominio.
Aya contuvo el aliento... y levantó los dedos de la mano derecha. El viento se los dobló dolorosamente hacia atrás y la tabla vibró, alejándose del tren.
Cerró los dedos en un puño y los estabilizadores se activaron y equilibraron la tabla. Parecía que la mano fuera a estallarle.
Eso sí era ir realmente deprisa... Era una pena que Moggle no pudiera verla.
Miki se hallaba a solo un metro del tren. La chica que tenía delante ya estaba alargando una mano hacia el techo. Aya tenía que subirse antes de que la línea de alta velocidad se enderezara.
—Allá voy —dijo entre dientes.
Dobló el pulgar izquierdo sin apenas levantarlo y, respondiendo con más suavidad esta vez, la tabla viró hacia el extenso techo del ultrarrápido. Aya se fue acercando en cautas etapas, como si estuviera dirigiendo una cometa con tirones de hilo diminutos.
Cuando se hallaba a dos metros del tren la tabla empezó de nuevo a temblar y rebotar. Jai también la había prevenido sobre la onda expansiva, una turbulencia invisible provocada por el paso del tren.
Tensando hasta el último músculo, combatió la conmoción con pequeños gestos y sacudidas. Los cambios de presión le reventaban los oídos y sus ojos lanzaban lágrimas al aire.
De repente salió de la turbulencia y, salvando el último trecho, golpeó suavemente el costado metálico del tren. Aya sintió las vibraciones del ultrarrápido en la tabla cuando sus imanes afianzaron la conexión.
Allí el viento era mudo. Aya se encontraba sumida en una delgada burbuja de quietud, muy parecida al ojo de un huracán, que envolvía el tren.
Desmagnetizó la pulsera izquierda y, muy despacio, deslizó la mano por la tabla hasta tocar el techo del tren.
La mano se fijó con fuerza al metal.
Pero le inquietaba la idea de desmagnetizar la otra pulsera. La aerotabla tenía el tamaño de Aya, mientras que el tren ultrarrápido poseía unas dimensiones y una potencia inhumanas. Parecía una rata subiéndose a un dinosaurio en estampida.
Cerrando los ojos, liberó la mano derecha, se impulsó hasta el techo y clavó la muñeca.
¡Lo había conseguido! El tren retumbaba ahora bajo su cuerpo como un volcán inquieto y el sigiloso viento seguía tirándole del pelo y las ropas, pero estaba encima.
El fragor aumentó. Las juntas de materia inteligente estaban enderezando el tren. Lo había logrado por los pelos.
Frente a ella, el techo del tren formaba ahora una línea recta con nueve Chicas Astutas repartidas por su superficie. Miró atrás, con el viento llenándole la boca de mechones, y divisó a las otras tres. Todas lo habían conseguido.
El viento aumentó cuando el tren ganó velocidad, y la mayoría de las chicas ya estaban surfeando con los brazos en cruz para poder atraparlo. Como si volaran, había dicho Edén.
Aya soltó un suspiro. ¡Como si viajar sobre un tren ultrarrápido no fuera lo bastante peligroso sin necesidad de levantarse!
Pero si quería que las chicas la aceptaran, tenía que mostrarse tan temeraria como ellas. Y surfear tumbada no era surfear.
Desabrochó las correas de su pulsera derecha, tiró de ella y, haciéndose un ovillo, se la llevó al pie. Tras forcejear con la pulsera unos instantes, finalmente logró fijarla al tobillo.
La magnetizó y notó la suela de su zapato firmemente adherida al metal del techo.
Levantó la otra muñeca con cuidado y... el viento no la arrastró.
Ahora venía la peor parte.
Como un pequeño subido por primera vez a bordo de una aerotabla, Aya se incorporó lentamente con las piernas separadas y los brazos en cruz. Miki se hallaba de costado al viento, como si fuera un esgrimista ofreciendo el menor blanco posible. Aya la imitó mientras se aupaba.
Cuanto más subía más feroz era el viento. Caóticos torbellinos invisibles la zarandeaban, haciéndole nudos en el pelo.
Pero finalmente estuvo completamente derecha, forzando hasta el último músculo.
El mundo a su alrededor era una mancha borrosa.
El tren había alcanzado el límite externo de la nueva ampliación, el lugar donde la ciudad crecía cada día un poco más. Las hileras de focos pasaban zumbando como brillantes cometas anaranjados, y también excavadoras del tamaño de mansiones. La naturaleza se extendía más adelante, su masa negra era el único punto estático en la vorágine de luces, ruido y viento.
El último resplandor de las obras pasó y el tren se sumergió en un mar de oscuridad. En cuanto la red urbana quedó atrás, la antena de piel de Aya perdió la conexión con la interfaz de la ciudad. El mundo se vació de golpe: ni fuentes, ni rangos faciales, ni fama.
Como si el viento hubiera arrasado con todo.
Pero Aya no lo echaba de menos. Estaba riendo. Se sentía grande e imparable, como un pequeño galopando sobre un caballo a una velocidad vertiginosa.
La formidable potencia del tren fluía por sus manos. Las puso planas y sintió que la corriente de aire la elevaba y tiraba de las correas de su tobillo. Parecía un pájaro intentando alzar el vuelo. El mínimo gesto le modificaba bruscamente la postura del cuerpo, como si el viento fuera una prolongación de su voluntad.
Delante de ella, la oscura silueta de Miki se estaba agachando. Tenía algo en la mano...
Una luz amarilla.
—¡Mierda! —Aya bajó los brazos y dobló las rodillas.
En cuanto se acurrucó contra el techo del tren, algo gigantesco e invisible cercenó el aire sobre su cabeza, silbando como la hoja de una espada. Su onda expansiva le recorrió el cuerpo como un martillazo.
Y de pronto ya no estaba. Aya ni siquiera había visto qué era.
Tragó saliva mientras escrutaba la oscuridad frente a ella. Una ristra de luces amarillas se extendía hasta la cabeza del tren. Se fueron apagando una a una. El peligro había pasado.
¿Cómo era posible que no las hubiera visto?
Temblando, se incorporó lentamente. Su embriagadora sensación de poder había desaparecido de golpe. La oscuridad se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
De repente Aya Fuse se sintió muy pequeña.