—¿No puedo utilizar mi aerotabla? Jai resopló.
—¿Ese juguetito? Demasiado lento. El tren estará yendo a ciento cincuenta cuando saltes.
—Oh. —Aya contempló la curva, larga y titilante, de la línea de alta velocidad. Atravesaba los bajos edificios industriales formando un arco blanco entre tenues focos anaranjados. Las Chicas Astutas la habían llevado hasta el límite de la ciudad, donde la zona verde se fundía con las fábricas y las nuevas ampliaciones—. Creía que os subíais al tren cuando estaba parado.
—Eso es justamente lo que esperan los guardas. —Jai columpiaba los pies con desenfado, como si debajo no hubiera una caída de cien metros—. Tienen monitores en todos los depósitos ferroviarios.
—¿Ciento cincuenta no es un poco rápido?
La mayoría de las aerotablas dejaban de ser seguras cuando superaban los sesenta kilómetros por hora.
—Eso no es nada para un ultrarrápido —dijo Edén Maru—. Nos subiremos a él cuando desacelere en la curva. —Señaló el horizonte—.
Los trenes alcanzan los trescientos por hora una vez que toman la recta al dejar atrás la ciudad.
—¿Trescientos? ¿Y nosotras seguiremos subidas en él?
—Esperemos que sí. —Jai sonrió—. Teniendo en cuenta la otra opción.
Aya se miró las pulseras magnéticas que llevaba atadas a las muñecas. Eran como las pulseras protectoras que la gente utilizaba para las caídas de aerotabla pero mucho más grandes. Así y todo, ¿eran lo bastante resistentes para soportar un viento en contra de trescientos kilómetros hora?
Se rodeó el torso con los brazos, procurando no mirar el espeluznante abismo. Ella, Edén y Jai estaban en lo alto de una torre de transmisión que permitía ver la oscuridad que se extendía más allá de la ciudad.
Salvo en fuentes, Aya no había visto nunca la naturaleza. En cierto modo, la idea de penetrar en ese negro territorio le asustaba más que saltar sobre un tren ultrarrápido en marcha.
El hecho de no tener consigo a Moggle aumentaba su inquietud. Saber que nada de aquello estaba siendo grabado le producía una sensación extraña. Como un sueño, al día siguiente no quedaría ni rastro de lo que sucediera esa noche. Aya se sentía separada del mundo, irreal.
—El próximo tren pasará dentro de tres minutos —dijo Jai—. ¿Qué es lo más importante que debes recordar una vez que estés sur— I cando?
Un hilo de sudor frío caía por la espalda de Aya.
—Las señales de decapitación.
—¿En qué consisten?
—Cuando alguien delante de mí enciende una luz amarilla, significa agacharse. Roja significa que se acerca un túnel y hay que tumbarse.
—No te entusiasmes demasiado —dijo Jai con una risita— si no quieres perder la cabeza.
Aya se preguntó si las Chicas Astutas habían considerado la posibilidad de hacer el trayecto tumbadas. De ese modo la decapitación dejaría de ser un problema. O si eran conscientes de que no surfear en absoluto sobre trenes ultrarrápidos haría que perder la cabeza permaneciera en el ámbito de lo inimaginable, donde debía estar.
—Creo que ya lo tienes —añadió Jai.
Edén soltó un bufido.
—Sí, es prácticamente una experta.
—Relájate, reina de cara —dijo Jai—. No todas somos estrellas de la aeropelota.
—Ni todas somos quinceañeras. O lanzadoras.
—Si ni siquiera tiene ya una cámara.
Mientras las oía discutir, Aya se preguntó cuál era el rango facial de Jai. Había muchas personas que eran famosas pese a evitar las fuentes. De hecho, la persona más famosa de la ciudad —del mundo entero— no tenía una fuente propia, pero la gente hablaba de ella cada vez que mencionaban la lluvia mental.
—No tenéis que preocuparos por mí —intervino Aya—. Que sea una imperfecta no significa que sea estúpida.
—Claro que no —dijo Jai—. De hecho, encuentro tu imperfección encantadora.
—Últimamente me lo dicen mucho —repuso Aya, pensando en Frizz Mizuno.
—¡Un minuto! —exclamó Edén, y saltó de la torre. El equipo de aeropelota frenó la caída y Edén hizo una pirueta en el aire para ponerse de cara a ellas—. Ten cuidado, Aya.
—Lo tendrá. —Jai se tiró y aterrizó sobre su tabla—. ¡La primera vez siempre lo tienen!
Rio y ella y Edén se volvieron y descendieron a las vías.
Aya se montó con timidez en la tabla ultrarrápida que le habían prestado. Esta cedió ligeramente bajo su peso, como un trampolín, pero podía sentir la potencia congregándose bajo sus pies.
El tren estaba saliendo de los depósitos cargado de mercancías con destino a otras ciudades. Aya todavía no podía oírlo, pero sabía que sus trescientas toneladas de metal sacudirían la tierra como un lanzamiento suborbital cuando pasaran a toda velocidad.
Siguiendo a Jai y Edén, cruzó el cinturón industrial hasta el escondrijo donde las esperaban las demás: la azotea de un edificio bajo ubicado cerca de las vías. Unos pocos camiones sin conductor recorrían las calles, atendiendo las fábricas y los solares en construcción. No se veía a nadie.
Cuando Aya tocó el suelo, la gravilla crujió bajo su aerotabla. Se deslizó hasta un lugar discreto situado detrás de una torre de ventilación que escupía gases de las profundidades subterráneas de la fábrica. Se respiraba cierto olor a azufre y cola caliente.
Mientras escuchaba agazapada el zumbido del tren, se descubrió pensando de nuevo en Frizz Mizuno. Aparecía en sus pensamientos cada cinco minutos. ¿Cómo era posible que una conversación casual la hubiese alterado de ese modo?
Los profesores siempre desaconsejaban las relaciones estrechas con perfectos. Desde la lluvia mental ya no eran tan inocentes como parecían. Podían atontarte el cerebro solo con mirarte con esos enormes y hermosos ojos.
Aunque Frizz, desde luego, no era así. Después de sus clases, Aya había consultado la interfaz de la ciudad y constatado que Ren estaba en lo cierto sobre la camarilla de Sinceridad Radical: sus miembros no podían mentir, ni siquiera insinuar algo falso. Tenían la parte que tergiversaba la verdad desactivada, igual que los cabezas de burbuja tenían desactivada la voluntad, la creatividad y la desesperación.
Pero el hecho de que hubiera sido sincero lo hacía aún más perturbador. Así como el hecho de que su rango facial aumentara cada hora. Apenas llevaba unos meses siendo perfecto y ya iba camino de traspasar la barrera de los mil primeros.
—¿Nerviosa? —dijo una voz en la oscuridad.
Pertenecía a una de las Chicas Astutas que estaban acuclilladas junto a otro respiradero. Parecía más joven que Jai y Edén, con la misma cirugía anodina y los artículos defectuosos del agujero de la pared que llevaban todas.
—No, estoy bien.
—Pues surfear es más divertido si estás asustada.
Aya rio. Con su pelo castaño mate, la chica casi parecía una imperfecta. Tenía los ojos tan apagados que Aya se preguntó si se los había operado así a propósito.
—Entonces tengo la diversión asegurada.
—Bien. —La chica sonrió—. ¡Para eso estamos aquí!
Ella, desde luego, parecía estar disfrutando de lo lindo. Cuando el rumor del tren aumentó, su sonrisa brilló como la de una perfecta en la oscuridad. Aya se preguntó por qué la motivaba tanto arriesgar la vida de ese modo. Después de todo, ¿cuántas personas sabían que era una Chica Astuta?
—Oye, ¿tú no eres de mi residencia? —preguntó Aya—. ¿Cómo te llamas?
La chica rio.
—¿Para que luego consultes mi rango facial?
—Oh. —Aya desvió la mirada—. ¿Tan obvio es?
—La fama siempre es obvia. —Miró hacia el escondrijo de Jai—. Sé que de vez en cuando lanzas historias. Vamos a tener que quitarte ese hábito.
—Perdona la pregunta.
—No te preocupes. Si te hace sentir mejor, mi nombre de pila es Miki y mi rango facial está en torno al novecientos noventa y siete mil.
—Bromeas... ¿verdad?
—Astuta, ¿eh? —dijo Miki con una sonrisita.
Aya sacudió la cabeza mientras trataba de pensar por encima del creciente fragor del tren. No tenía sentido. Cualquier persona que hiciera proezas como esta debería encontrarse ya por debajo de los cien mil, con reportaje o sin él. La interfaz de la ciudad captaba cualquier mención de tu nombre, sobre todo en cotilleos y rumores.
¡Y novecientos noventa y siete mil era casi un millón! No se podía ser más extra, como los pequeños recién nacidos y los ancianos que nunca tomaron las píldoras de la lluvia mental. Era prácticamente como no existir.
Al verle la cara de estupefacción, Miki soltó una carcajada.
—Jai es aún más astuta. Por eso es la jefa.
—¿Te refieres a todavía menos famosa?
Miki le guiñó un ojo.
—Roza el millón.
—¡Preparaos! —dijo Edén Maru, su voz apenas audible por encima del rugido del tren.
—¡A surfear! —gritó Miki arrodillándose.
Aya se agarró a la proa de su aerotabla y trató de concentrarse. Esta historia se le antojaba aún más extraña que surfear sobre un tren ultrarrápido. Por la razón que fuera, las Chicas Astutas habían dado la vuelta a la economía de la reputación.
Querían desaparecer. Pero ¿por qué?
Sus pulseras protectoras se fijaron con fuerza a la tabla. Ahora temblaba hasta la azotea de la fábrica, y la gravilla del suelo danzaba como piedras de granizo aterrizando en la hierba.
Por fin podría lanzar un reportaje como el de Hiro: entrevistas largas y mareantes, una docena de capas de fondo con el pasado de las chicas, secuencias alucinantes de sus viajes en tren y sus reuniones subterráneas. Si pudiera filmarlas sin que ellas se dieran cuenta... y con su aerocámara en el fondo de un lago.
Miró a Jai por encima de su hombro y una sonrisa fría le curvó los labios. Finalmente sabía cómo vengarse por el hundimiento de Moggle. Lanzaría esta historia a lo grande y cubriría a las Chicas Astutas de una fama que no habrían imaginado ni en sus peores pesadillas.
Se aseguraría de que todo el mundo conociera sus nombres.
—¡Te noto un poco rara! —gritó Miki por encima del estruendo—. ¿No me digas que te está entrando el canguelo?
Aya rio.
—¡Qué va! ¡Solo me estoy mentalizando!
El fragor fue en aumento y estalló finalmente cuando el tren, una mancha borrosa de luces y truenos, pasó zumbando frente a ellas. La azotea se cubrió de remolinos de polvo.
El tren entró en la curva y Aya oyó un zumbido que fue creciendo lentamente, como una orquesta de copas de vino siendo afinadas. Trescientas toneladas de metal y materia inteligente en levitación procedieron a adoptar una forma nueva y reducir ligeramente la velocidad.
—¡Ahora! —aulló Edén.
Y las chicas se elevaron en el aire.