—¿Ese cabeza de burbuja es el decimotercer tecnolanzador más popular ahora? —gruñó Hiro—, Qué rapidez.
—Sube el volumen —dijo Aya.
—¡Ni hablar! —espetó Hiro—. Me produce arcadas.
Agitó una mano y la cara de Frizz fue reemplazada por otra fuente.
—¡Hiro!
Ren se arrimó a Aya en el sofá.
—Es el fundador de una nueva camarilla llamada Sinceridad Radical. Hiro está enfadado porque Frizz decidió lanzar él mismo el reportaje de la camarilla en lugar de dejarse ayudar por alguno de nosotros.
Aya frunció el entrecejo.
—¿Sinceridad qué?
—Radical. —Ren se señaló la sien y sus pantallas oculares (como buen tecnocerebro, tenía una en cada ojo) giraron—. Frizz diseñó una nueva cirugía cerebral, como en los tiempos de los perfectos, que en lugar de convertirte en un cabeza de burbuja te cambia la mente para que no puedas mentir.
—Se supone que es el nuevo y valiente horizonte de la interacción humana —farfulló Hiro desde su butaca—, pero lo único que hacen es parlotear sobre sus sentimientos.
—Un amigo mío lo probó durante una semana y casi se muere del aburrimiento —explicó Ren—. Por lo visto, si nunca mientes siempre tienes a alguien cabreado contigo.
Hiro y Ren soltaron una carcajada y siguieron analizando las demás fuentes, observando cómo subían y bajaban los rangos de los lanzadores. La religión del software era un fiasco; el prestigio de Gamma-sensei había caído en picado a lo largo de la mañana. Pero el caniche estaba funcionando, como solía ocurrir con los animales de aspecto extraño, y había enviado al Sin Nombre al puesto sesenta y tres, a solo un punto del alcalde.
Aya contemplaba en silencio el ángulo de la pantalla que Frizz había ocupado tan brevemente. Estaba tratando de recordar todo lo que le había dicho, como que le gustaba su nariz de creación espontánea, que la encontraba misteriosa, que quería conocer su nombre completo.
Y había sido sincero en todo.
Claro que cuando descubriera que su buen gusto por las narices de creación espontánea no era tal —que había nacido con ella porque era una imperfecta y una extra que se colaba en las fiestas—, ¿qué diría entonces? No podría mostrarse cortés. La cirugía de la sinceridad le obligaría a expresar su decepción por sus diferencias de ambición...
A menos que para entonces ya no fuera una extra.
—Oye, Ren —preguntó en voz baja—, ¿alguna vez has obtenido secuencias de extranjís?
—¿Como hacen los detractores de las modas? No. Va contra los principios del lanzador.
—No me refiero a tomas de gente famosa. Me refiero a trabajar de incógnito para conseguir un reportaje.
—No estoy seguro —respondió Ren, incómodo. El era un tecno— lanzador, su fuente tenía más diseños de hardware y modificaciones de interfaz que reportajes de personas—. El Ayuntamiento no acaba de decidirse. No quieren que la gente posea información, como pasaba con los oxidados, pero a nadie le gustan esas fuentes que solo muestran a gente engañando a sus parejas o detractores de las modas burlándose de la ropa y la cirugía.
—Todo el mundo odia esas fuentes, salvo las tropecientas mil personas que las miran.
—Hum. Probablemente deberías preguntárselo a Hiro. Él está más al tanto de esas cosas.
Aya miró a su hermano, el cual, sumido en un profundo trance, estaba absorbiendo las doce pantallas simultáneamente, sin duda tramando su seguimiento de la historia de la inmortalidad. No era buen momento para hablarle de su nuevo reportaje, sobre todo porque tendría que mencionar el extravío de cierta aerocámara.
—Quizá lo haga más tarde —dijo—. ¿En qué trabajas?
—En nada especial —contestó Ren—. Una camarilla de científicos semiperfectos me ha pedido un lanzamiento. Tienen méritos pero no fama. Están intentando recrear todas las especies que eliminaron los oxidados a partir de viejos restos de ADN y genes basura.
—¿En serio? Parece una gran historia.
—Hasta que me contaron que empezarían con gusanos, babosas e insectos. «¿Gusanos?», les dije. «¡Avisadme cuando lleguéis a los tigres!». —Ren soltó una risotada—. Por cierto, vi tu reportaje sobre el grafiti subterráneo. Buen trabajo.
—¿En serio? —Aya notó que se ponía colorada—, ¿Te parecieron interesantes esos tíos?
—Lo serán —murmuró Hiro desde su butaca— dentro de mil años, cuando desentierren su obra.
Ren sonrió mientras susurraba:
—¿Lo ves? Hiro también mira tu fuente.
—Favor que no devuelve —replicó Hiro sin apartar los ojos de la pantalla mural.
—¿Cuál será tu siguiente reportaje, Aya-chan? —preguntó Ren.
—Es secreto, por el momento.
—¿Secreto? —dijo Hiro—. Uuuuuuh, qué misteriosa.
Aya suspiró. Había ido hasta allí para pedirle ayuda a Hiro, pero era evidente que su hermano no tenía muchas ganas de hacer tal cosa. Se pondría insufrible ahora que había conseguido un puesto entre los mil primeros.
Además, puede que tampoco fuera necesario. Ni siquiera estaba segura de que las Chicas Astutas fueran a cumplir la promesa de ponerse en contacto con ella, ni de cómo localizarlas en el caso de que no lo hicieran.
—No te preocupes, Aya-chan —dijo Ren—, no se lo contaremos a nadie.
—Hummm... de acuerdo. ¿Habéis oído hablar de las Chicas Astutas?
Ren miró a Hiro, que giró lentamente la butaca hacia su hermana. En sus semblantes había aparecido una expresión extraña.
—He oído hablar de ellas —respondió Hiro—, pero no son reales.
Aya rio.
—Entonces, ¿qué son? ¿Robots?
—No, se trata de un simple rumor. Las Chicas Astutas no existen.
—¿Qué sabes sobre ellas? —preguntó Aya.
—Nada. ¡No hay nada que saber porque no son reales!
—Venga ya, Hiro. Los unicornios no son reales y sé cosas sobre ellos. Como... como que tienen un cuerno en la frente. ¡Y vuelan!
Hiro soltó un gruñido.
—El que vuela es Pegaso. Los unicornios solo tienen un cuerno, lo que los convierte en seres mucho más reales que las Chicas Astutas, de las que no puedo decirte absolutamente nada. En realidad es solo una expresión que utilizan los lanzadores. Por ejemplo, cuando hace un año corrió el rumor de que una gente se tiraba de los puentes utilizando paracaídas de fabricación casera y nadie logró averiguar quiénes eran, todo el mundo se limitó a decir «Son las Chicas Astutas». Porque astuta puede significar «taimada» o «maliciosa».
Aya puso los ojos en blanco.
—Mi vocabulario es mucho mejor que el tuyo, Hiro-sensei. Aun así, ¿y si existieran realmente?
—No serían un secreto, ¿no te parece? Hay camarillas que empiezan bajo tierra, y muchas hacen proezas a escondidas, pero nadie puede permanecer en el anonimato eternamente. —Hiro barrió su apartamento con la mirada, la enorme pantalla mural, las guirnaldas de grullas, el gran ventanal cuyas vistas cambiaban lentamente—. Gracias a la economía de la reputación prefieren ser famosos. ¿Sabías que, desde la lluvia mental, hasta el último rebelde ha terminado confesando?
Aya asintió. Todo el mundo sabía eso, y que todos habían conseguido estar entre los mil primeros durante, por lo menos, unos días.
—Pero ¿y si...?
—No son reales, Aya.
—¿Y si te traigo tomas de la Chicas Astutas? ¿Qué me dirías entonces?
Hiro se volvió de nuevo hacia la pantalla mural.
—Lo mismo que si le encasquetaras un cuerno de plástico a un caballo y lanzaras un reportaje sobre unicornios: no me hagas perder el tiempo.
Aya apretó los puños y contuvo las lágrimas. Las dudas que había tenido acerca de grabar de extranjís a las Chicas Astutas se disiparon de golpe. Haría que Hiro tuviera que comerse sus palabras.
Miró a Ren.
—¿Puedes conseguirme una buena cámara? Ha de ser lo bastante pequeña para poder llevarla oculta. —Señaló un botón de su uniforme de la residencia—. De este tamaño.
—Claro —dijo Ren. A renglón seguido, frunció el entrecejo—. ¿Dónde está tu aerocámara? Nunca vas a ningún lado sin Moggle.
—Oh… verás… en realidad, te buscaba por eso.
Ren sonrió.
—¿Qué? ¿Has roto otro objetivo? Tienes que abandonar esa manía tuya de saltar por la ventana.
—Me temo que es algo más serio —contestó quedamente Aya pese a saber que Hiro tenía la oreja puesta. ¿Por qué era siempre invisible para él hasta que cometía un error?—. El caso es que... he perdido a Moggle.
Ren la miró atónito.
—¿Cómo?
—¿Que la has perdido? —Hiro se volvió con su rostro perfecto enfurecido—. ¿Cómo has podido perder una aerocámara? ¡Las aerocámaras regresan solas a casa cuando te las olvidas!
—No me la olvidé —replicó Aya—. Yo nunca…
—¿Tienes idea del tiempo que invirtió Ren en hacerle todas esas modificaciones?
—La tengo localizada, más o menos —dijo Aya mientras sentía que se le formaba un nudo en la garganta—. Solo necesito que alguien me ayude a encontrarla y… subirla a la superficie.
—¿La superficie de qué? —gritó Hiro.
—De un lago que hay bajo tierra y… —El nudo le impidió seguir hablando y cerró los ojos. Si Hiro seguía gritándole de ese modo, rompería a llorar.
Notó la mano de Ren en el hombro.
—Tranquila, Aya-chan.
—Lo siento —consiguió farfullar.
—Parece un reportaje que podría lanzarte a la fama. —Ren espiró lentamente—. Creo que mañana tengo un rato libre. ¿Quieres que te ayude a sacar a Moggle de ese... lago subterráneo?
Aya asintió con los ojos todavía cerrados.
—Gracias, Ren-chan.
—Volverá a perderla —dijo Hiro.
—¡No la perderé! —gritó Aya—, ¡Y voy a demostrarte lo equivocado que estás con respecto a las Chicas Astutas!
Pero Hiro no contestó... simplemente meneó la cabeza.
Aya se marchó a la residencia todavía esforzándose por no llorar.
Estaba agotada, Ren la odiaba y su estúpido hermano era cada día más famoso y cruel. Si Ren no conseguía rescatar a Moggle, sería incapaz de reunir los méritos suficientes para una aerocámara nueva.
Lo único que deseaba hacer era dormir hasta la mañana siguiente, que era cuando Ren le había prometido reunirse con ella en el nuevo solar en construcción. Pero tenía un montón de clases por la tarde: las que había reprogramado de la mañana además de la temida clase de inglés avanzado. No podía saltárselas. Hacer las tareas escolares era la manera más rápida de acumular méritos para los imperfectos; todos los trabajos buenos se destinaban a los perfectos y los ancianos.
Una vez en Akira Hall, bajó al sótano y encontró una pantalla mural libre.
—Aya Fuse —dijo.
La pantalla cobró vida y le mostró una lista de mensajes y tareas, además de su deprimente rango facial de 451.441.
Estaba deseando buscar a Frizz Mizuno y Sinceridad Radical, pero antes tenía que quitarse de en medio los deberes. Estaba repasando la lista de nuevos mensajes cuando sus ojos se detuvieron en uno de ellos.
Era una animación anónima, como los corazones palpitantes con que los pequeños decoraban sus mensajes, con la diferencia de que no eran corazones, ni puntos de exclamación, ni iconos sonrientes.
Eran ojos —ojos apagados, feos, sin operar— y no paraban de hacerle guiños.
Aya abrió el mensaje…
Vimos tu reportaje sobre el grafiti. No está mal para una lanzadora. Reúnete con nosotras a medianoche en Feópolis, donde parte la línea de alta velocidad.
No traigas cámara o no te dejaremos jugar.
Tus nuevas amigas