5. Hermano mayor

Las vastas mansiones pasaban zumbando junto a Aya iluminadas con antorchas. A la luz del alba numerosas hogueras ardían en un derroche de emisiones de carbono. Arriba se divisaban piscinas, burbujas de agua flotantes moldeadas por líneas de fuerza invisibles. Cuando volaba por debajo de ellas, Aya podía ver las siluetas humanas repantigadas en los flotadores, contemplando el amanecer.

La mansión de Hiro, un edificio alto y estrecho de flamante acero y cristal, se hallaba a trescientos metros del suelo. Para que las espléndidas vistas no se hicieran aburridas, el edificio giraba a la velocidad de la manecilla de las horas. Estaba sostenido por aeropuntales y únicamente el hueco del ascensor tocaba el suelo, como una enorme bailarina de cristal girando sobre la punta de un pie.

En ese barrio todos los edificios se movían. Flotaban, se transformaban y hacían otras cosas alucinantes, y sus residentes estaban aburridos de todo eso.

Hiro vivía en la parte famosa de la ciudad.

Mientras se acercaba con su aerotabla a los escalones de la mansión, Aya recordó cómo había sido su hermano durante sus meses de perfecto: guapo, alegre, respetuoso. No se perdía una fiesta, pero siempre iba a casa en vacaciones, y siempre cargado con regalos para Aya y los ancianos.

La lluvia mental había cambiado todo eso, exceptuando su cara de perfecto.

Después de curarse, Hiro se pasó un año saltando de camarilla en camarilla: Cirugía Extrema, el equipo de aeropelota de la ciudad, incluso una temporada en la naturaleza como aprendiz de guardabosques. Desorientado, no sabiendo muy bien qué hacer con su libertad, siempre acababa marchándose.

Durante aquel primer año ilógico muchas personas se sintieron desconcertadas. Las hubo que incluso decidieron invertir la lluvia mental, no solamente algunos ancianos sino también perfectos. El propio Hiro llegó a mencionar su deseo de volver a ser un cabeza de burbuja.

Entonces, dos años atrás, saltó la noticia de que la economía pasaba por un mal momento. En los tiempos de los perfectos, los cabezas de burbuja podían pedir todo lo que quisieran: los juguetes y las ropas de fiesta brotaban del agujero de la pared sin que nadie les hiciera preguntas. Pero los seres humanos creativos y mentalmente libres resultaron ser más voraces que los cabezas de burbuja. Demasiados recursos se estaban yendo en aficiones aleatorias, edificios nuevos y proyectos de envergadura como los trenes ultrarrápidos. Y ya nadie se ofrecía para hacer los trabajos duros.

Algunas personas deseaban volver al «dinero» de los tiempos de los oxidados, con alquileres, impuestos y hambre si no te llegaba para comprar comida. El Ayuntamiento no enloqueció hasta ese punto y votó por la economía de la reputación. A partir de entonces, los méritos y los rangos faciales decidirían quienes disfrutaban de las mejores mansiones, las emisiones de carbono más altas, las paredes más grandes. Los méritos serían para los médicos, los maestros, los guardas y así hasta llegar a los pequeños que hacían sus deberes y tareas, esto es, para todas las personas que contribuyeran al buen funcionamiento de la ciudad según los criterios del Comité del Buen Ciudadano. Los rangos faciales se destinarían a las demás esferas de la cultura, es decir, desde artistas y científicos hasta estrellas del deporte. Podías utilizar ilimitadamente los recursos siempre y cuando tuvieras cautivada a la ciudad.

Y para que los rangos faciales fueran un asunto justo, cada ciudadano recibía, cuando dejaba de ser pequeño, su propia fuente: un millón de historias desperdigadas para tratar de entender la lluvia mental.

La palabra «lanzador» no se había inventado aún, pero Hiro la había captado instintivamente: cómo hacer grande una camarilla de la noche a la mañana, cómo convencer a todo el mundo de que solicitara un juguetito nuevo y, sobre todo, cómo hacerse él famoso en el proceso.

Aya se detuvo delante de la puerta del ascensor y suspiró quedamente. Hiro había sido muy listo desde que le repararon el cerebro...

Lástima que toda esa fama lo hubiera convertido en un esnob egocéntrico.

—¿Qué quieres, Aya-chan?

—Necesito hablar contigo.

—Demasiado temprano para eso.

Aya resopló. Como no tenía a Moggle para subirla a su habitación, se había visto obligada a esperar a que amaneciera para poder entrar en la residencia. ¿Y Hiro pensaba que él estaba cansado?

Seguro que ella había tenido una noche mucho más dura que él. No podía borrar de su mente la imagen de Moggle en el fondo del lago subterráneo, fría e inerte.

—Vamos, Hiro. Acabo de gastarme un montón de méritos para cambiar mis clases de la mañana y poder venir a verte.

Un gruñido.

—Vuelve dentro de una hora.

Aya fulminó la puerta del ascensor con la mirada. Ni siquiera podía subir y aporrearle la ventana; las mansiones del barrio famoso no te dejaban volar cerca de ellas.

—¿Puedes decirme al menos dónde está Ren? Tiene el localizador desconectado.

—¿Ren? —La puerta soltó una risita—. Ren está en mi sofá.

Aya suspiró aliviada. Hiro era un millón de veces más tratable cuando estaba con su mejor amigo.

—¿Puedo entonces hablar con él... por favor?

La puerta guardó un silencio tan largo que Aya temió que Hiro se hubiera vuelto a la cama. Finalmente oyó la voz de Ren.

—Hola, Aya-chan. ¡Sube!

La puerta del ascensor se abrió y Aya entró.

Las habitaciones de Hiro estaban adornadas con un millón de grullas.

Era una vieja costumbre de los tiempos de los preoxidados, de las pocas que habían sobrevivido a la era de la perfección. Cuando una chica cumplía trece años fabricaba con sus manos una guirnalda de un millón de pájaros de papel. Se pasaba semanas doblando pequeños recuadros en forma de alas, picos y colas que luego unía con aguja e hilo tradicionales.

Después de la lluvia mental algunas chicas iniciaron una nueva moda: enviar sus guirnaldas a chicos guapos y famosos con un rango facial alto. En otras palabras, chicos como Hiro.

Nada más verlas, Aya experimentó un estremecimiento en los dedos al recordar sus propias grullas. Las guirnaldas de pájaros de papel cubrían toda la casa con excepción de la sagrada butaca desde donde Hiro observaba las fuentes.

Estaba hundido en ella, vestido con una sudadera de aeropelota, frotándose los ojos. De los grifos del agujero de la pared brotaba un té verde que llenaba el aire de aroma a cafeína y hierba recién cortada.

—¿Te importa traerlo? —preguntó Hiro.

—Buenos días a ti también.

Aya hizo una reverencia sarcàstica y fue a buscar el té. Dos tazas, por supuesto, para él y para Ren, no para ella. Ella no soportaba el té verde, pero aun así...

—Buenos días, Aya-chan —dijo Ren medio grogui desde el sofá. Se incorporó y una bandada de grullas aplastadas cayó por su espalda. Había botellas vacías por todas partes, y un robot recogiendo restos de comida y champán derramado.

Aya le tendió el té.

—¿Estabais celebrando algo o simplemente rememorando los días de cabeza de burbuja?

—¿No te has enterado? —rio Ren—. Ya puedes felicitar a Hiro-sensei.

—¿Hiro-sensei?

—Exacto. —Ren asintió—. Tu hermano ha atravesado por fin la barrera de los mil primeros.

—¿Los mil primeros? —Aya parpadeó—. ¿Estás de broma?

—En este momento estoy en el puesto ochocientos noventa y seis —dijo Hiro mirando la pantalla mural. Aya vio el número 896 escrito con cifras de un metro de alto—. Pero mi hermana me sigue ignorando. ¿Dónde está mi té?

—No he podido... —El agotamiento le produjo un breve mareo. Era la primera mañana en mucho tiempo que no consultaba el rango facial de Hiro. ¿Y había entrado en los mil primeros? Si lograba mantenerse ahí le invitarían a la Fiesta de las Mil Caras de Nana Love del mes siguiente.

Como la mayoría de los chicos, Hiro estaba loco por Nana Love.

—Lo siento... tuve una noche muy movida. ¡Pero es fantástico!

Hiro alargó un dedo perezoso hacia la taza.

Aya se la acercó con una profunda reverencia.

—Felicidades, Hiro.

—Hiro-sensei —le recordó.

Aya puso los ojos en blanco.

—No estoy obligada a llamar sensei a mi propio hermano por muy célebre que sea su cara. ¿De qué va la historia?

—Dudo mucho que te interese.

—¡Vamos, Hiro! He visto todos tus reportajes... salvo el de anoche.

—Va sobre una pandilla de ancianos. —Ren se tumbó de nuevo en el sofá—. Son como monos quirúrgicos, con la diferencia de que ellos pasan de la belleza y de las modificaciones corporales raras.

Solo les interesa prolongar la vida: reparación del hígado cada seis meses y un nuevo corazón clonado una vez al año.

—¿Prolongar la vida? Pero los reportajes sobre ancianos nunca tienen demasiado éxito.

—Este tiene una trama conspiradora —dijo Ren—. Este grupo de ancianos asegura que los médicos, en realidad, saben cómo eternizar la vida de las personas. Dicen que las personas mueren de viejas únicamente para que se pueda mantener un índice demográfico estable. Es como el caso de las operaciones de los cabezas de burbuja en los tiempos de los perfectos. ¡Los médicos están ocultando la verdad!

—Qué fuerte —murmuró Aya mientras un escalofrío le bajaba por la espalda. Después de que el gobierno se hubiera pasado siglos descerebrando a la gente, resultaba fácil creer en conspiraciones.

¿Vivir eternamente? Eso interesaría incluso a los pequeños.

—Te has dejado lo mejor, Ren —dijo Hiro—. Esos ancianos tienen intención de demandar a la ciudad... por no hacerlos inmortales. Como si fuera un derecho humano. Quieren que se lleve a cabo una investigación. Mira.

Hiro agitó una mano. Su rango facial desapareció de la pantalla mural y fue sustituido por una red de líneas meme, un diagrama gigantesco que mostraba que el reportaje había viajado por la interfaz de la ciudad toda la noche. Vastas espirales de debates, desacuerdos y ataques directos partían de la fuente de Hiro y más de un cuarto de millón de personas se había sumado a la conversación.

¿Era la inmortalidad una falacia? ¿Podía un cerebro funcionar eternamente? Y si nadie moría, ¿dónde demonios iban a meter a la gente? ¿Acabaría la expansión comiéndose el planeta?

Esta última pregunta le produjo otro mareo. Aya recordó el día que en el colegio les enseñaron imágenes de satélite de la era de los oxidados, cuando no existía el control demográfico. Las ciudades se veían enormes desde el espacio, miles de millones de extras abarrotaban el planeta, la mayoría viviendo en el completo anonimato.

—¡Mira eso! —aulló Hiro—. Están empezando a hartarse de la historia. Mi rango acaba de bajar a novecientos. ¡Qué superficial puede ser la gente!

—Puede que la inmortalidad esté envejeciendo —dijo Ren, dirigiendo una sonrisa a Aya.

—Ja, ja —respondió Hiro—. Me pregunto quién me está robando el protagonismo.

Agitó de nuevo la mano y en la pantalla mural se abrió una docena de paneles. En ellos aparecieron los rostros de los doce tecnolanzadores más importantes de la ciudad. Aya se percató de que Hiro había saltado al cuarto puesto.

Inclinado hacia delante en su butaca, Hiro estaba devorando las fuentes para averiguar adónde habían ido a parar sus índices.

Aya suspiró. Típico de su hermano, olvidarse de que ella había subido para hablar con él. Pero guardó silencio y se acurrucó en el sofá, junto a Ren, procurando no aplastar demasiados pajarillos de papel. Quizá fuera preferible dejar que Hiro reparara su fuente antes de confesar que tenía la aerocámara en el fondo de un lago.

Además, no le importaba pasar un rato con las fuentes de fondo. Las familiares voces la calmaban, envolviéndola como una conversación con viejos amigos.

Las caras de la gente eran muy diferentes desde la lluvia mental; las nuevas tendencias, camarillas e inventos tan impredecibles...

Eso hacía que la ciudad resultara a veces incoherente. La gente famosa constituía un remedio contra esa incoherencia, como preoxidados reuniéndose cada noche alrededor de sus fogatas para escuchar a los mayores. Los humanos necesitaban caras célebres a su alrededor para experimentar sensación de bienestar y familiaridad, aunque solo fuera una egocéntrica como Nana Love hablando de lo que había desayunado.

En el ángulo superior derecho Gamma Matsui lanzaba una nueva religión tecnológica. Una camarilla de historiadores había aplicado un software corriente a los grandes libros espirituales del mundo y lo había programado para que desembuchara decretos divinos.

Por la razón que fuera, el software les había dicho que no debían comer cerdo.

—¿A quién se le ocurriría comer cerdo? —preguntó Aya.

—¿Los cerdos no están extinguidos? —terció Ren con una risita—. Necesitan seriamente actualizar esa norma.

—Los dioses están caducos —dijo Hiro, y Aya sonrió.

Resucitar viejas religiones tuvo su gracia justo después de la lluvia mental, cuando todo el mundo estaba tratando de comprender qué significaban todas esas nuevas libertades. Pero hoy día se habían desenterrado muchas otras cosas: las reuniones familiares, la delincuencia, el manga y el festival de los cerezos en flor. Exceptuando algunos cultos a Youngblood, la mayoría de la gente ya no tenía tiempo para superhéroes divinos.

—¿En qué andará metido el Sin Nombre? —dijo Hiro, trasladando el sonido a otra fuente.

El Sin Nombre era como Ren y Hiro llamaban a Toshi Banana, la cara célebre más descerebrada de la ciudad. Más que un tecnolanzador era un provocador. Siempre estaba atacando a alguna nueva camarilla o tendencia, fomentando el odio a todo lo desconocido. Opinaba que la lluvia mental había sido un desastre únicamente porque las nuevas aficiones y obsesiones de la gente podían resultar a veces inquietantes y decididamente raras.

Ren y Hiro nunca pronunciaban su verdadero nombre y le cambiaban el mote cada dos o tres semanas, antes de que la interfaz de la ciudad pudiera adivinar a quién se referían; hasta mofarse de la gente mejoraba las estadísticas faciales. En la economía de la reputación, la única manera de herir realmente a alguien era ignorarle por completo. Y resultaba muy difícil ignorar a alguien que te hacía hervir la sangre. Casi todos los habitantes de la ciudad odiaban o amaban al Sin Nombre, circunstancia que mantenía su rango facial en torno al puesto número cien.

Esa mañana estaba atacando la nueva tendencia de los dueños de mascotas y sus repugnantes experimentos. La fuente mostraba a un perro teñido de rosa y con los mechones de pelo en forma de corazón. Aya lo encontró bastante gracioso.

—¡Es solo un caniche, cabeza de burbuja tendenciosa! —gritó Ren, arrojando un cojín a la pantalla mural.

Aya rio. Hacer a los perros elaborados peinados no era muy oxidado que dijéramos, no como confeccionar abrigos de pelo o comer cerdo.

—Ese tío es un desperdicio de gravedad —dijo Ren—. ¡Bórralo!

—Sustituir por el siguiente más famoso —ordenó Hiro a la habitación, y la cara irritada del Sin Nombre desapareció al instante.

Aya recorrió las pantallas con la mirada. Nada de lo que mostraban parecía remotamente comparable a surfear sobre un tren ultrarrápido. Seguro que las Chicas Astutas aportaban más fama que los caniches, el consumo de cerdo o los rumores sobre la inmortalidad. Aya solo tenía que asegurarse de ser la primera lanzadora que las colgaba en su fuente.

Entonces, en el ángulo izquierdo de la pantalla mural, vio a la persona que había sustituido al Sin Nombre y puso ojos como platos.

—Eh —murmuró—, ¿quién es ese tío?

Pero ella ya conocía el nombre del guapísimo muchacho de ojos manga...

Era Frizz Mizuno.