Algo grande y duro le aplastaba los pulmones: el suelo, comprendió. Estaba tendida sobre tierra apisonada, nuevamente grávida, y cada respiración le dolía como una cuchillada entre las costillas.
—¿Aya?
Abrió los ojos y se volvió. Una cara borrosa la estaba mirando desde arriba. Salpicada de titilantes puntos blancos, no tenía ojos ni boca, solo unos contornos grises... una careta de camuflaje.
—¿Frizz? —Ahogó un gemido. Por lo visto hablar también le producía dolor—. ¿Qué ha ocurrido?
—Parece que nos han capturado.
—Ah, sí. —Aya rememoró los últimos minutos mientras inspiraba trémulamente y hacía inventario de todos los puntos que le dolían: costillas, hombros, tobillo izquierdo. Advirtió que su traje de camuflaje, dañado por la caída, parpadeada con texturas aleatorias. Así y todo, el blindaje probablemente había evitado que sufriera heridas mayores—. ¿Estáis bien?
—Sí —dijo Hiro—, pero tu caída ha sido dura.
—No me digas —gruñó Aya—. Creo que algo le ha pasado a Moggle.
Frizz asintió.
—El traje de Hiro también se ha desactivado.
—Tu aerocámara está bien —dijo una voz desconocida en inglés.
Aya se incorporó, buscando con la mirada al propietario de la voz.
Pero solo vio a Frizz y a Hiro.
El misil inacabado se alzaba como un rascacielos sobre la tierra apisonada del enorme edificio iluminado con focos anaranjados. Los tres robots elevadores yacían desperdigados por el suelo con sus enormes dedos apuntando hacia arriba, como las patas de una araña muerta.
Aunque ya no nevaba, el suelo emitía tenues destellos, al igual que los trajes de camuflaje de Hiro y Frizz y sus propios brazos y manos. Habían pasado de ser invisibles a brillar como luciérnagas.
—Los frikis han bloqueado las fuerzas magnéticas —susurró Hiro—. Ya no somos ingrávidos.
—Me he dado cuenta —dijo Aya. Después de todo un día flotando con el equipo de aeropelota, tenía la sensación de que pesaba una tonelada.
—Os pedimos disculpas por los daños que hayáis podido sufrir —habló nuevamente la extraña voz—, pero sabemos lo peligrosos que podéis ser.
Aya parpadeó al descubrir de dónde salían las palabras: estaba ahí mismo, en el suelo, a menos de un metro de ella.
—¿Moggle? —dijo en un susurro.
—Perdónanos por haberle hecho modificaciones a tu aerocámara —dijo Moggle con su extraña e inesperada nueva voz—. La encontramos en la jungla, averiada. Al repararla le instalamos este chip de voz.
Aya gimió al recordar su reencuentro con Moggle junto a las ruinas. Por una vez no había encendido sus cegadoras luces nocturnas, alto inusitado en ella.
—Supusimos que volverías a reunirte con ella —continuó la voz— y que eso nos proporcionaría la oportunidad de hablar directamente contigo.
—¡Nos habéis estado espiando todo este tiempo! —aulló Aya.
—Os pedimos disculpas por nuestro engaño y por vuestras heridas. Hemos tenido que inutilizaros temporalmente para poder traeros a un entorno controlado.
—¿«Un entorno controlado»? —bufó Aya—. Querrás decir una cárcel.
—¡En absoluto! —dijo la nueva voz de Moggle—. Es un honor para nosotros teneros aquí. Nuestra colega os está profundamente agradecida, por cierto. Tu aerocámara le salvó la vida cuando se cayó de las ruinas.
—Extraña manera de agradecerlo. —Aya enderezó un poco más la espalda y el dolor le atravesó el cuerpo.
—Si dejáis que nos expliquemos os daréis cuenta de que vuestros objetivos y los nuestros se complementan.
Aya rio.
—Lo siento, pero nuestros objetivos no incluyen hacer saltar el mundo por los aires.
La voz hizo una pausa antes de responder.
—Lamentablemente, unos niños estúpidos os han inducido a error. Quizá estéis dispuestos a escuchar a un viejo amigo.
Aya frunció el entrecejo. ¿Quién creían que era ella? ¿Y por qué le hablaban en inglés?
Las enormes puertas se entreabrieron con un estruendo que retumbó en todo el edificio. A través de la brecha Aya vislumbró a varios inhumanos flotando nerviosamente, con los dedos de aguja en guardia.
Delante había un hombre de aspecto extraño, desgreñado y vestido con harapos. En cuanto cruzó el umbral las puertas se cerraron a su espalda.
Aya parpadeó: en su vida había visto a un ser humano tan imperfecto. Tenía la piel tostada y las facciones torcidas, y cuando sonrió mostró unos dientes increíblemente desviados.
El hombre rio y dijo en inglés:
—¡Sabía que vendrías a por mí, Young Blood!
—Hum, me temo que tú y yo no nos conocemos —dijo Aya—. ¿Y cómo me has llamado?
—Tienes la voz... —El hombre se acercó un poco más y los escudriñó a los tres—. ¿Te importaría enseñar tu verdadera cara, Young Blood?
Aya dejó escapar una risa breve y dolorosa.
—¿Me has tomado por...?
—¡Ella no es Tally Youngblood! —explotó Frizz. Se volvió hacia Aya—. Los frikis piensan que somos cortadores.
Se quitó la capucha. Aya hizo otro tanto y, tras un instante de vacilación, Hiro soltó un suspiró y la imitó.
El hombre se quedó mirándoles con cara de pasmo.
—¿Lo ves? —dijo Aya—. Realmente creo que no nos hemos visto antes. —Hizo una inclinación hasta donde se lo permitieron sus doloridas costillas—. Me llamo Aya Fuse.
—Pero vosotros... —farfulló el hombre, señalando sus mugrientos harapos—. Vosotros vestís como los sayshal, y los flotantes dijeron que habíais venido a rescatarme. ¡Pero vuestras caras no son de sayshal!
—Me temo que hemos cometido un error —convino la nueva voz de Moggle.
Aya asintió lentamente.
—No somos cortadores, pero somos amigos de Tally.
—¡Young Blood también es una vieja amiga mía! —El hombre sonrió y le dio una palmada en el hombro—. Me llamo Andrew Simpson Smith.