—Hum —murmuró Aya—. Por lo visto tenía razón. Hiro asintió lentamente.
—En cierto modo preferiría que no la tuvieras.
—Esto es absurdo —dijo Frizz—. ¿Qué sentido tiene construir todas esas catapultas magnéticas para luego utilizar misiles tradicionales?
—Puede que arrojar cilindros de acero no les pareciera lo suficientemente diabólico —dijo Hiro—. Piensa en todas las cosas que los misiles de los oxidados llevan dentro. Nanos, virus, incluso armas nucleares.
Aya tragó saliva.
—De modo que su intención no es agotar el metal, ni destruir algunas ciudades, sino...
—Cargarse a la humanidad entera —terminó Hiro por ella.
—O sea que saquean las ruinas de todo el planeta, envían el metal aquí y luego lo lanzan contra nosotros. —Frizz meneó la cabeza—. ¿No os parece un poco enrevesado?
—Ya has oído a Fausto —dijo Hiro—. El ecuador es el lugar idóneo para lanzar proyectiles.
Sintiendo una oleada de alivio culpabilizante, Aya asintió. Su historia era cierta, si bien había pecado de optimista. Lo que transportaban esos misiles —armas nucleares, nanos, virus— tenía que ser cien veces peor que una lluvia de cilindros metálicos.
—En los tiempos de los oxidados bastaba un misil para destruir una ciudad entera —dijo Frizz—. ¿Por qué están fabricando tantos?
—La humanidad sobrevivió a la plaga del petróleo —contestó Aya con un escalofrío—. Tal vez quieran asegurarse de que esta vez no quede nadie vivo.
—Tenemos que avisar a Tally —dijo Hiro.
—¿Cómo? —preguntó Aya—. Probablemente esté a más de un kilómetro de aquí. Y los frikis nos descubrirán si intentamos enviarle un mensaje.
—Pues no nos queda más remedio que regresar a las ruinas y utilizar el transmisor para lanzar este lugar a todo el planeta.
—¡Tally dijo que esperáramos!
—Ella pensaba que los frikis podían estar de su lado, pero al parecer no están del lado de nadie —repuso Hiro.
Frizz meneó la cabeza.
—¿Y si nos estamos equivocando? ¿Quieres cometer el mismo error dos veces, Aya?
La estaba mirando fijamente, y también Hiro, como si ella fuera la responsable de la seguridad del mundo entero. Pero ese seguía siendo su reportaje, se dijo. Acertado o equivocado, la historia recordaría a Aya Fuse como la persona que lo lanzó.
Suspiró.
—Antes de hacer nada deberíamos cerciorarnos. Tenemos que observar un poco más la situación.
Tres robots elevadores se habían congregado en el foso, alrededor del último misil terminado. Alargando sus dedos metálicos, lo inclinaron suavemente hacia un lado y lo sacaron de la fábrica.
Aya escudriñó la oscuridad del exterior, pero solo vio las siluetas combadas de las vigas hundidas en el suelo.
—No se ve a nadie.
—Esos robots deben de ser automáticos —dijo Hiro. De su mano negra como la noche salió un dedo—. Mirad hacia dónde se dirigen.
A lo lejos, rodeado de penumbra, se adivinaba un edificio más alto y de aspecto mucho más sólido que las tiendas.
Hiro echó a volar y Aya y Frizz se agarraron a Moggle. La aerocámara sorteó las vigas, manteniéndose cerca del suelo.
—Me extraña que no haya casi gente —dijo Frizz.
—Será por los mosquitos —repuso Aya—. De no ser por estos trajes, ya nos habrían comido.
—Puede, pero resulta curioso que alguien que planea bombardear el mundo tenga reparos en utilizar un poco de insecticida.
Aya recordó la escena que había visto desde el aerovehículo, todos aquellos inhumanos abriéndose paso entre las vigas en medio del viento y la lluvia. En cambio, esa noche era agradable y no había nadie fuera. ¿Estaban demasiado ocupados fabricando armas?
Cuando se aproximaban al edificio en penumbra los robots enderezaron nuevamente el misil. Dos puertas inmensas se abrieron de par en par, mostrando un vasto espacio interior. La luz anaranjada de unos focos barrió la tierra apisonada.
Los robots entraron con el misil.
Aya, Hiro y Frizz flotaron hasta la entrada y asomaron la cabeza.
—Tampoco se ve a nadie aquí, solo un montón de piezas —susurró Hiro.
Las puertas empezaron a cerrarse.
—¿Qué hacemos? —preguntó Frizz.
—Tenemos que inspeccionar más detenidamente esa cosa —dijo Aya. Pegada a la hoja, avanzó sigilosamente seguida de Frizz y Hiro, y entraron un segundo antes de que las puertas se cerraran con un estruendo que sacudió el edificio.
—Es genial —susurró Frizz—. Ahora estamos atrapados aquí dentro.
El misil estaba frente a ellos con los robots todavía pegados.
En el aire flotaban docenas de plataformas diminutas, como camareros robot en una fiesta pero inmóviles. Portaban instrumentos y herramientas, piezas electrónicas y objetos que constituían un completo misterio para Aya.
—Fílmalos —ordenó a Moggle.
—Debe de ser la siguiente fase de la cadena de montaje —dijo Hiro—, Donde los frikis realizan a mano el trabajo minucioso.
—¿Y dónde están? —preguntó Frizz—. No hemos visto a nadie desde la última tienda.
—Un poco inquietante, supongo —dijo Hiro.
Un ruido sibilante llenó la sala.
Frizz asintió.
—¿Solo un poco?
Aya levantó la vista. Del cielo habían empezado a caer copos, como de nieve pero ligeramente brillantes. Un enjambre de robots diminutos estaba flotando cerca del techo lanzando fulgurantes nubes blancas.
Aya atrapó un copo con la mano y vio cómo se fundía hasta reducirse a un punto blanco y brillante. El traje de camuflaje le impedía saber si estaba caliente o frío.
—Tal vez sea una espuma contra incendios —dijo Hiro.
Aya frunció el entrecejo.
—No veo ningún incendio.
—Puede que estén obsesionados con la seguridad —farfulló Hiro.
—Me temo que no tiene nada que ver con la seguridad —dijo Frizz—. ¡Miraos!
Aya se volvió hacia Frizz y los ojos se le salieron de las órbitas. Sobre su traje de camuflaje habían aparecido unos puntos brillantes. En ese momento otro copo aterrizó en su hombro y se transformó en una marca blanca. Y ella tenía los brazos cubiertos de copos luminosos.
—Se os ve perfectamente. —Hiro bajó la vista—. ¡A mí también!
Frizz meneó la cabeza.
—¡Sabían que llevábamos trajes de camuflaje!
—Eso significa que saben dónde estamos... —La voz de Aya se fue apagando.
Los tres robots se habían separado del misil. Giraron al unísono y flotaron hacia ellos.
Con sus enormes dedos extendidos...