43. Fabricación en serie

La jungla se interrumpía en una línea claramente definida, donde la red magnética terminaba bruscamente.

Ya no eran precisos los cables, pues el suelo aparecía cubierto de acero. Cada dos o tres metros había una viga con medio cuerpo hundido en la tierra apisonada. Parecían retorcidas velas de cumpleaños en una tarta interminable.

—Fijaos en esa rejilla magnética —dijo Frizz—. Está visto que les sobra el metal.

—Es increíblemente rudimentaria —añadió Hiro—. Las vigas están todavía oxidadas, como si acabaran de extraerlas de las ruinas.

Aya frunció el entrecejo. En todo ese tiempo no habían visto caminos ni aerosenderos, únicamente zanjas llenas hasta la mitad del agua del chaparrón caído esa mañana.

—Da la impresión de que solo lleven unos días en este lugar.

—O de que estén a punto de marcharse —dijo Hiro.

—¡Chist! —Frizz señaló hacia abajo.

Una inhumana avanzaba impulsándose de viga en viga, como un pájaro brincando de rama en rama.

—Debe de ser una novata —susurró Hiro—. ¿Veis cómo tiene que impulsarse? No es una buena técnica de aeropelota. Está en gravedad cero, como vosotros dos.

—No sé qué decirte —repuso Aya. El vuelo de la mujer le parecía grácil, como una coreografía bien ensayada—. Vi a un grupo de frikis desde el aerovehículo y me pareció que todos se movían de esa manera.

Hiro soltó un bufido.

—¿Qué sentido tiene ponerse un equipo de aeropelota si no vas a utilizarlo como es debido?

—Buena pregunta —murmuró Frizz.

El elevador se alejó en dirección a una hilera de edificios bajos, todos idénticos salvo por el camuflaje que cubría los tejados.

Aya tuvo la impresión de que desprendían calor. Los tejados ondeaban, advirtió, inflándose como velas de barco.

—Son tiendas gigantes —susurró Frizz.

—Por tanto este lugar es temporal —dijo Hiro—, no una ciudad.

El elevador detuvo sus fauces sobre una enorme pila de chatarra de la que salían y entraban robots elevadores más pequeños, portando vigas sueltas y marañas de cables.

Obedeciendo a una señal inaudible, los pequeños robots se dispersaron de golpe.

—Mirad —dijo Frizz.

Las fauces del elevador se abrieron y la chatarra se precipitó sobre la pila. Se estrelló contra el metal en un coro chirriante y titiló bajo los focos mientras se combaba y asentaba. El elevador hizo un viraje y puso nuevamente rumbo a la jungla.

—Ha llegado la hora de bajar —dijo Aya—. ¿Veis a alguien?

—Algo tan peligroso tiene que estar automatizado —señaló Hiro—. Además, llevamos trajes de camuflaje. Reducid ligeramente la ingravidez de vuestros equipos de aeropelota para que podáis manteneros cerca del suelo.

Descendió y los faros iluminaron su silueta.

—¡Ten cuidado! —susurró Frizz.

Aya ajustó su equipo.

—Vamos, Moggle.

Se desgajó de la base del elevador con un empellón, bajó flotando y aterrizó suavemente junto a la pila. Permanecieron allí agazapados, con sus trajes de camuflaje confundiéndose con la chatarra, mientras el elevador pesado volaba hacia la jungla. El haz de sus faros se fue alejando hasta dejarlos a oscuras.

—¿Lo veis? —dijo Hiro—. En este lugar no hay focos. Todo es automático.

Emprendió el vuelo hacia las fábricas.

—¡Hiro! —gritó Aya—. ¡Los robots pequeños están volviendo!

Los robots que habían visto desde arriba estaban aproximándose a la pila de chatarra desde todas las direcciones. Parecían gigantescas manos flotantes con dedos metálicos tan largos como Aya.

Uno de los robots estaba avanzando directamente hacia Hiro con los dedos extendidos...

Hiro se impulsó hacia arriba y el robot siguió su camino hacia la pila.

—¡Eh, fijaos! —dijo Hiro—. ¡No pueden verme!

Cuando otro robot pasó por debajo, realizó unas cuantas piruetas en el aire, creando un torbellino flotante con su traje de camuflaje.

Frizz rio.

—Probablemente solo puedan ver con infrarrojos. ¡Somos completamente invisibles!

Aya frunció el entrecejo. Invisible o no, Hiro estaba jugando con su traje de camuflaje más de lo aconsejable. Las tiendas no estaban lejos y ya habían visto a una inhumana en las inmediaciones.

Un robot elevador pasó junto a ella y continuó hacia la pila, ignorándola. Moggle se apartó de sus garras de un salto, pero el robot, demasiado resuelto para percatarse, se puso a hurgar en el amasijo hasta que sus enormes dedos pescaron una viga. Tiraron de ella, llevándose por detrás un embrollo de cables que estuvo a punto de derribar a Aya.

—¡Eh, cuidado! —protestó.

El robot la ignoró y se marchó con la viga hacia las tiendas.

—Salgamos de aquí —dijo Frizz, tirando de Aya con un saltito semiingrávido—. Esos robots podrían embestirnos sin darse cuenta.

Aya asintió.

—Supongo que ser invisible tiene sus riesgos.

Otro salto más prolongado los llevó hasta la tienda más próxima, donde Hiro y Moggle les esperaban mirando por el hueco entre la tierra y la lona.

La tienda se alzaba sobre un foso de unos diez metros de profundidad intensamente iluminado. Estaba lleno de vigas oxidadas que titilaban bajo la luz de los focos. Encima del foso había un inhumano con una mascarilla de oxígeno, flotando y rociando una pila de chatarra con algo que semejaba la espuma de un extintor de incendios, pero plateada.

La espuma empezó a burbujear. El metal comenzó a retorcerse, escupiendo óxido y cascotes, y nubes de polvo inundaron el aire.

—Aya —susurró Hiro—, ¿recuerdas aquel aburrido reportaje que lanzaste el año pasado sobre el reciclaje?

—Sí. —La nariz de Aya percibió un olor a lluvia inminente—. Deben de ser nanos, como materia inteligente pero no tan inteligente. Se puede purificar acero viejo con ellos, o mezclar con aleaciones más fuertes.

—También pueden comerse edificios enteros si no vas con cuidado —añadió Hiro—. Por eso trabajan dentro de un foso, por si se les descontrolan.

—Por lo tanto, los frikis podrían utilizar nanos como armas, ¿verdad? —dijo Aya.

—Si eso te hace feliz, hermanita...

—Solo digo que ahí abajo no están haciendo sushi precisamente —farfulló—. Espero que lo estés filmando, Moggle.

El inhumano nadó por el aire en dirección a una viga oxidada que acababa de llevar un robot elevador. Le lanzó un chorro de nanos plateados y una nueva ola de calor infló la tienda.

El robot se alejó de la masa de acero retorcido y se dirigió a la pila de chatarra que ya había sido tratada. Los nanos dejaron poco a poco de borbotar y debajo asomó un trozo de acero reluciente. El robot lo atrapó con sus inmensos dedos y salió de la tienda.

—Vamos a ver qué hacen con él —dijo Hiro.

En la siguiente tienda había otro foso con trozos de acero purificado amontonados en uno de sus extremos. En el otro descansaba una docena de moldes curvos de finas líneas entrelazadas que semejaban esqueletos de alambre.

—Nano-matrices —dijo Hiro.

Aya asintió.

—Salían en tu reportaje sobre los agujeros de la pared, ¿verdad?

—Ajá, pero hace siglos que lancé esa historia.

Hiro calló y observaron cómo un robot transportaba un trozo de metal por encima del foso al tiempo que otro inhumano flotante lo dirigía haciendo gestos con los dedos.

—Parece divertido. —Aya miró por encima de su hombro para asegurarse de que Moggle lo estaba filmando—. Ese robot sigue todo lo que hace su mano.

La nano-matriz había empezado a fulgurar, adquiriendo un color blanco brillante. Medía unos quince metros de largo y sus curvas sobresalían como el casco de una nave.

—Las nano-matrices son los moldes dentro de los agujeros de la pared —explicó Hiro.

—Hum —dijo Frizz—. Siempre me tuvo intrigado eso.

El trozo de metal encerrado en la nano-matriz empezó a ponerse rojo y a derretirse como un cubito de hielo. Una ola de calor emergió de la tienda.

Aya sintió un fuerte escozor en los ojos y cerró los párpados. Era como estar demasiado cerca de un fuego.

—Uau —dijo Frizz—. ¿Por qué mi pared nunca se calienta de ese modo?

—Porque nunca has creado nada de ese tamaño —respondió Hiro.

El metal fluía ahora por la nano-matriz como un líquido viscoso, adoptando lentamente su forma y llenando los espacios entre los alambres como piel cubriendo un esqueleto. Una vez que el acero hubo colmado la matriz, procedió a enfriarse y solidificarse. El inhumano ya estaba dirigiendo el robot hacia otro trozo de metal para introducirlo en la siguiente nano-matriz.

—La pregunta es —dijo Frizz—: ¿qué forman esas piezas cuando las juntas?

Aya las contempló, pero no acertó a imaginar cómo encajaban.

—Parecen cascos de naves —dijo.

Hiro resopló.

—Ah, sí, las célebres canoas de acero macizo.

—He dicho que lo parecen —replicó Aya.

—Dejémonos de conjeturas y vayamos hasta el final —propuso Frizz.

La siguiente tienda era mucho más grande, del tamaño de un campo de fútbol.

El foso tenía, por lo menos, cuarenta metros de profundidad y estaba lleno de piezas de metal terminadas y una maraña de circuitos. Dentro flotaban varios inhumanos, manipulando cada uno un par de robots elevadores. El aire se inundaba de ruidos metálicos y sibilantes cuando el metal chocaba y se amalgamaba.

Aya avanzó a gatas por la orilla de la tienda para ver cómo funcionaba el sistema. Cada inhumano añadía una pieza nueva y la pasaba sin apenas detenerse antes de ponerse a trabajar con la siguiente.

—Una cadena de montaje —dijo Frizz—. Como las fábricas de los tiempos de los oxidados.

—Pero mucho más grande —observó Hiro—. Gracias a esos robots con forma de mano.

Aya asintió mientras recordaba el término con que los oxidados llamaban este proceso: «fabricación en serie». En lugar de fabricar cosas únicamente cuando la gente las necesitaba, como en el caso de los agujeros de la pared, las fábricas de los oxidados producían en vastas cantidades: el planeta al completo compitiendo por consumir recursos los más deprisa posible.

Los primeros cien años de fabricación en serie crearon más aparatos y juguetes que el resto de la historia junta, pero también cubrieron el planeta de basura y agotaron sus recursos. Peor aún, la fabricación en serie era una forma infalible de convertir a las personas en extras: los obreros se pasaban el día realizando la misma tarea una y otra vez, como piezas minúsculas de una gran máquina. Anónimos e invisibles.

Hacia el final de la tienda la forma de las piezas ensambladas se iba haciendo patente. Al fondo descansaba una pieza ya terminada, casi tan alta como la profundidad del foso, de paredes curvas y algo más ancha en el centro. De líneas elegantes y aerodinámica, acabada en una afilada punta. Timones de control de vuelo sobresalían de los costados como aletas de tiburón.

Aya también recordaba esta lección de historia —nadie podía olvidarla— y comprendió que los planes de los inhumanos no precisaban ni catapultas magnéticas, ni materia inteligente, ni nada más avanzado que la clásica tecnología de los oxidados.

El terrible objeto que tenía frente a ella era ni más ni menos un misil, un Exterminador de Ciudades tradicional.

Y cada cinco minutos salía otro de la cadena de montaje.