Era David quien había llevado las aerotablas. También había llevado comida auténtica, hecha en la ciudad, y el aire se llenó enseguida de sorbetones y de olor a comida autocalentable.
Aya y los demás estaban en una planta del rascacielos situada a media altura, sobre un suelo casi intacto. El equipo de desmantela— miento más cercano se hallaba a un centenar de metros por encima de sus cabezas y el chirrido de sus cuchillas podía oírse en la lejanía. Pero era imposible que les descubrieran: el equipo de rescate de David incluía un montón de trajes de camuflaje. El de Aya era muy suave al tacto, como un pijama de seda, mientras que las escamas exteriores eran duras como el acero. Casi invisibles de cuello para abajo, los cuerpos se confundían con las paredes semiderruidas y las cabezas flotaban inquietantemente en el aire mientras comían.
—David nos siguió hasta aquí —explicó Tally entre bocado y bocado de FideCurry— por si no conseguíamos escapar por nuestros propios medios.
Aya miró a David. Lo recordaba de la clase de lluvia mental. Su nombre se mencionaba en el célebre manifiesto donde Tally anunciaba su intención de salvar el mundo. Durante los tiempos de la perfección había sido un habitante del Humo, un grupo que vivía en la naturaleza combatiendo contra los especiales malignos y ayudando a la gente a escapar de las ciudades. Era normal, por tanto, que Tally lo quisiera a su lado ahora que también ella vivía en la naturaleza, pero no alcanzaba a comprender por qué llevaba una careta de imperfecto.
—Como si a vosotros tres fuera posible manteneros encerrados mucho tiempo —dijo David—. Mi verdadera misión era traer suministros y un aerovehículo.
—¿Te costó mucho seguirnos? —preguntó Tally.
David negó con la cabeza.
—Me mantuve en todo momento a menos de cincuenta kilómetros. El plan habría funcionado a la perfección si no hubierais decidido saltar. —Miró a Frizz.
—Tranquilo —le dijo Hiro mientras sorbía sus fideos—. Ya les he hablado de Sinceridad Radical.
—Los chicos de ciudad estáis obsesionados con la cirugía —farfulló David.
—¿Cómo diste con ellos? —preguntó Aya—. Creía que no podíamos enviar mensajes.
—Cuando llegué aquí tuve la impresión de que en lo alto de estas ruinas estaban ardiendo bengalas. —David rio mientras contemplaba las chispas que caían por detrás de la pared semiderruida—. ¡Pensaba que me estabais haciendo señas!
—Así nos comunicábamos con David en los viejos tiempos —explicó Shay.
—Una vez que comprendí de dónde salían las chispas, opté por quedarme a esperar de todos modos. Por si decidíais venir al lugar de siempre.
—Siempre sabes dónde encontrarme —dijo Tally con una leve sonrisa.
Aya frunció el entrecejo.
—Hay una cosa que no entiendo, David. ¿Por qué vas disfrazado?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué sigues llevando...? —comenzó Aya—. Oh, ¿eso no es plástico inteligente? ¿Eres un imperfecto auténtico?
David puso los ojos en blanco.
—David nunca se ha operado —dijo Shay en voz baja—. Pero yo no utilizaría la palabra «imperfecto». Tally podría comerte viva.
—Pensaba que era un cortador, pero con... —comenzó Aya, pero la mirada amenazadora de Tally la silenció.
Siguió sorbiendo sus fideos VegeThai, lamentando no haber prestado más atención en la clase de lluvia mental.
David señaló una antena parabólica que descansaba en el suelo.
—Si quieres, Tally, podemos pedir ayuda. Esa antena está orientada hacia un satélite de comunicaciones y su transmisión es tan directa como un rayo láser. Nadie más podrá oírla.
Las miradas se volvieron hacia Aya, que tenía la boca llena de fideos. Tragó despacio, confiando en que Tally siguiera hablando. Tener que explicar personalmente su error se le antojaba mil veces más bochornoso.
—Así es —dijo al fin—. Puede que, después de todo, las catapultas magnéticas no sean armas.
—¿Qué otra cosa podrían ser? —preguntó Hiro.
—Una manera de frenar la expansión de las ciudades —respondió Tally—. De quitarle el metal al mundo y enviarlo aquí. Sin metal barato no hay expansión que valga.
—¡Tienes que estar bromeando! —exclamó Shay—. ¿Me estás diciendo que esos frikis están de nuestro lado?
—Tiene su lógica —dijo Fausto—. Esos tipos hasta podrían acabar con el metal para siempre. Solo tendrían que lanzarlo en órbita. Los cilindros no tendrían por qué regresar a la Tierra.
Hiro soltó un suspiro de indignación.
—¿Me estás diciendo, Aya, que estabas equivocada?
—¿Equivocada? ¡Fuisteis tú y Ren los que salisteis con la historia del Exterminador de Ciudades!
—¡Pero era tu reportaje, Aya! —replicó Hiro—. ¡Nosotros nos limitamos a darte una idea!
—Pero antes de que empezarais a hablar de velocidades de reingreso y del TNT, yo solo quería lanzar a las Chicas Astutas surfean— do sobre trenes ultrarrápidos.
Frizz frunció el entrecejo.
—¿No dijiste que no ibas a lanzar eso?
—¡Cerrad el pico de una vez, pandilla de aleatorios! —espetó Tally con la boca llena de cuchillas—. ¿O es que queréis que los frikis nos oigan?
Aya fulminó a Hiro con la mirada. Bastante tenía con que todas las fuentes de la ciudad fueran a culparla a ella de esta historia falsa para que su hermano echara más leña al fuego. Miró a Frizz, confiando en que comprendiera lo que había querido decir.
—No olvidéis que todavía no sabemos nada con certeza —dijo Tally—. Esos frikis podrían estar construyendo un centenar de catapultas magnéticas aquí mismo para bombardear hasta la última ciudad de este planeta. Quién sabe, puede que después de todo tengamos que hacer volar algo por los aires.
—Estamos casi en el ecuador —dijo Fausto.
—¿En el ecuador? —Tally meneó la cabeza—. ¿Qué tiene eso que ver?
—Cuanto más cerca estás del ecuador, más deprisa gira la Tierra y mayor es la fuerza centrífuga. —Fausto dibujó un círculo sobre su cabeza—. Funciona como las hondas de los preoxidados: cuanto más largas son, mayor es el impulso que proporcionan a la piedra. Este lugar es el mejor del planeta para lanzar algo en órbita.
—Entonces, ¡puede que aquí haya catapultas magnéticas! —exclamó Aya. Tal vez su reportaje no fuera tan descabellado...
—No te hagas demasiadas ilusiones, Aya-chan. —Ren se levantó y caminó hasta el boquete más grande de la pared—. No he visto montañas en esta isla.
—Las más cercanas que he visto estaban cien kilómetros al norte —dijo David.
—Si abres una catapulta magnética a nivel del mar, el proyectil parte desde demasiado abajo —explicó Ren—. Además, en una isla tropical existe el problema de las inundaciones. Sería una pesadilla.
Aya suspiró. Esa isla no era el mejor lugar para destruir el mundo, y resultaba culpabilizante que ese detalle la llenara de tristeza. Si por lo menos los inhumanos hubieran estado preparando algo amenazante para el mundo en esa isla...
—Entonces, ¿por qué están saqueando las ruinas? —Frizz se interrumpió unos instantes para escuchar el chirrido de las cuchillas—. ¿Y por qué tienen un plazo establecido? Udzir nos dijo en el aerovehículo que nos soltarían pronto.
—¿Cuándo lo dijo? —preguntó Tally.
—Oh, creo que fue cuando estábamos hablando en japonés.
—¡Gracias por contármelo! —Tally meneó la cabeza—. Me he pasado el día haciéndoos de niñera a los dos mientras esos frikis se preparan para... ¡para lo que sea!
Se levantó y llamó a su aerotabla con un chasquido de dedos. Los demás cortadores y David hicieron otro tanto.
—Bien —dijo Shay—. Me estaba hartando de tanta tranquilidad.
Aya se levantó.
—Eso, vayamos a buscar respuestas.
Tally se volvió hacia ella.
—¿Adónde crees que vas?
—Eh... ¿con vosotros?
—Ni lo sueñes. Vosotros cuatro os quedáis aquí.
—¿Aquí? —aulló Aya. ¡Tenía un reportaje que relanzar!—. ¿Y si no volvéis? ¿Y si los frikis nos encuentran?
—Es imposible que os vean con vuestros trajes de camuflaje. —David señaló la antena parabólica—. Y si mañana al atardecer aún no hemos vuelto, podéis pedir ayuda.
Tally se subió a su aerotabla. La superficie titiló brevemente antes de fundirse con el fondo.
David y los tres cortadores se pusieron las capuchas y un instante después no eran más que ondas en el aire.
—¡Hasta luego, aleatorios! —dijo la voz de Shay desde algún lugar.
Las cuatro formas se elevaron del suelo y, sin decir otra palabra, desaparecieron por los boquetes de la pared.
—¡Espera, Tally-wa...! —gritó Aya.
—Se han ido —le dijo Frizz, posando una mano en su hombro.
Aya se apartó y caminó hasta la pared semiderruida del rascacielos para otear la jungla. El sol descansaba sobre los árboles y a lo lejos la terminal de aerodeslizadores comenzaba a iluminarse. El perfil de los almacenes y las fábricas brillaba contra la negrura de la jungla.
Todas las respuestas estaban allí, delante de sus ojos. Solo tenía que ir a buscarlas.
Aya se miró la mano, prácticamente invisible en su guante de camuflaje...
—Aya-chan —dijo Hiro—, ¿estás pensando en hacer algo descerebrado?
—No. —Aya apretó la mandíbula—. Estoy pensando que me da igual lo que diga Tally Youngblood. Este sigue siendo mi reportaje.