39. Hacer el mono

Aya y Frizz echaron a volar sobre las copas de los árboles cogidos de las manos de Tally.

Bandadas de pájaros fulgurantes brotaban de la espesura a su paso y los monos les chillaban desde abajo. En un momento dado, Tally tuvo que zambullirlos de nuevo en la vegetación para ocultarse de los aerovehículos, en medio de una densa nube de mariposas cuyas radiantes alas anaranjadas eran más grandes que las manos de Aya.

Pero Aya apenas les prestó atención.

La historia del Exterminador de Ciudades le había parecido muy lógica: una montaña entera excavada por dentro, como los puestos de mando construidos por los oxidados tres siglos atrás. Una catapulta magnética apuntando hacia el cielo, preparada para lanzar cilindros llenos de materia inteligente y acero.

Pero ¿y si se había equivocado realmente?

Trató de recordar el momento exacto en que decidió que no necesitaba más pruebas.

¿Cuando comprendió lo famosa que la haría un arma extermina— dora de ciudades?

Después de todo, cuanto mayor era el escándalo más éxito tenía el reportaje. Lo había aprendido de Toshi Banana y sus alarmistas advertencias sobre nuevas camarillas y peinados para caniches. Por eso todas las fuentes de la ciudad habían saltado sobre su reportaje sin titubear. Obviamente, saltarían sobre Aya con igual determinación si se demostraba que se había equivocado.

Su reinado de un día como Reina del Limo no sería nada en comparación con esa humillación. Puede que a la interfaz de la ciudad le trajera sin cuidado por qué la gente hablaba de ti —porque eras talentosa o simplemente guapa, ingeniosa o una chiflada, porque estabas preocupaba por el planeta o indignada por nimiedades—, pero a Aya no.

No quería ser famosa por una falsa alarma.

Pasaron las siguientes horas navegando por la red de cables, escondiéndose de aerovehículos y elevadores de construcción y dando marcha atrás cada vez que tropezaban con un callejón sin salida.

Aya había hecho viajes más agradables. La ausencia de Moggle la hostigaba como un dolor de muelas insistente, y el aire, denso y húmedo, se le pegaba a los pulmones. Tenía el mono de guardabosques empapado de sudor.

Cuando se quejó de que ella y Frizz no habían probado bocado desde la noche previa, Tally extrajo de su traje de camuflaje unas barritas de emergencia. Mientras ellos comían, Tally encontró y devoró un racimo de plátanos diminutos, completamente verdes y de aspecto incomible. Al parecer, su estómago de especial podía digerir lo que le echaran.

Poco a poco se iban acercando a la piña de rascacielos. De las torres salía una procesión constante de elevadores cargados de chatarra que marcaban el trayecto.

Cuando se hallaban a solo unos kilómetros, Tally se sumergió con Aya y Frizz en la espesura de la jungla.

—Debemos permanecer ocultos el resto del camino.

Aya soltó un gemido.

—¿Me estás diciendo que tenemos que andar?

—No dispongo de tiempo para ver cómo os arrastráis por el fango —dijo Tally—. Mantened el equipo en gravedad cero y arrimaos a los cables.

Tally los hundió un poco más en la jungla, hasta que el sol de la tarde quedó oculto detrás del enjambre de ramas y lianas.

—¿Vas a remolcarnos? —preguntó Aya.

Tally soltó un bufido.

—Aquí abajo la vegetación es demasiado espesa para que podamos avanzar cogidos de la mano. No vais a tener más remedio que hacer el mono.

A modo de demostración, se agarró a la rama que tenía más cerca y, dándose un fuerte impulso, atravesó como una bala el espeso follaje. Alargó los brazos para engancharse a un tronco que pasaba por su lado y se columpió en él hasta detenerse.

—¿Lo veis? Es fácil cuando eres ingrávido.

Aya miro de reojo a Frizz y, con un suspiro, buscó algo a lo que agarrarse. Cerca había un tallo de bambú de aspecto recio, pero cuando nadó hasta él divisó una criatura con un millón de patas trepando por su superficie. Se cogió al bambú con cuidado, evitando el bicho trepador, y le dio un tirón.

El impulso la lanzó unos metros antes de que el denso aire tropical la detuviera suavemente junto a un tronco cubierto de liquen. Colocándose de costado, propinó una patada al tronco y fue recompensada con un deslizamiento mucho más prolongado por el laberíntico bosque.

Era una sensación extraña. Aunque el equipo de aeropelota le sostenía el peso, Aya seguía teniendo masa e inercia. Representaba un gran esfuerzo avanzar, sobre todo en ese aire tan húmedo. Sin embargo, una vez que ganaba velocidad, detenerse o incluso cambiar de dirección resultaba igual de complicado.

No ayudaba el hecho de que cada superficie de la jungla estuviera limosa, pegajosa o cubierta de insectos y que la vegetación todavía estuviera cargada de lluvia. Cada vez que Aya atravesaba una masa de helechos, desencadenaba una ducha que la dejaba empapada. Poco a poco, con todo, su cerebro fue cogiéndole el tranquillo y aprendiendo a combinar las tareas de atisbar sendas despejadas en medio de los obstáculos, elegir con antelación el siguiente objeto con el que impulsarse y evitar telarañas pegajosas y helechos repletos de agua.

Aya se deslizaba por la densa bóveda sin dar crédito a lo rica y enrevesada que era la jungla, mucho más compleja que un reportaje de fuente de diez minutos. Se preguntó si le sería muy difícil convertirse en guardabosques. De ese modo estaría haciendo, por lo menos, algo útil, protegiendo algo bello, en lugar de sacar a la luz falsos desastres para un puñado de aburridos extras.

Llevaba media hora impulsándose sobre troncos, ramas y lianas cuando se dio cuenta de que estaba siendo observada.

Una tropa de monos de cara roja encaramada a los árboles cercanos estaba mirando en silencio cómo ella y Frizz se estrellaban contra helechos y lianas. Aya no podía reprocharles el pasmo reflejado en sus caras. Era más que consciente de los eones de evolución que la separaban de ellos, su falta de reflejos simiescos y de...

Dedos prensiles en los pies.

Se agarró a la siguiente liana y frenó en seco.

—¿Estás bien? —le preguntó Frizz, deteniéndose a su lado.

Aya asintió.

—Lo estoy, pero creo que acabo de dar con la razón de sus delirantes modificaciones simiescas.

—¿Te refieres a los inhumanos? —Frizz rio—. ¿Insinúas que eras capaz de pensar mientras te columpiabas como un...? —Calló y se volvió hacia las caritas que les observaban entre el follaje—. Mono.

Aya asintió de nuevo. Había un mono colgado de los pies, con sus largos dedos enroscados en una rama como si fueran manos.

—El propio Hiro reparó en ese detalle cuando estábamos escondiéndonos y esperando a Tally-wa... Los frikis son como monos.

—¿Qué estáis cuchicheando? —preguntó impacientemente Tally, dándose la vuelta—. ¡Ya casi hemos llegado!

Aya cayó en la cuenta de que habían estado hablando en japonés e hizo una pequeña inclinación.

—Lo siento, Tally-wa. Creo que hemos resuelto un misterio. Si te mueves por una jungla con equipos ingrávidos, cuatro manos resultan mucho más útiles que dos manos y dos pies.

—¿Como los frikis? —Tally lo meditó mientras se acercaba a ellos flotando—. Supongo que sería lógico tener más dedos prensiles si nunca vas a tocar el suelo.

—Quizá estén recogiendo metal para crear una rejilla magnética gigante —dijo Aya—. ¿Crees que quieren que la gente renuncie a las ciudades y viva en las junglas como una especie de monos voladores?

—¿Y retroceder cinco millones de años? —Tally enarcó una ceja—. Me parece una manera un poco radical de reconciliarse con la naturaleza.

—La lluvia mental fue radical, Tally-wa —dijo Frizz.

Tally suspiró.

—¿Por qué todo el mundo lo dice como si yo tuviera la culpa?

Frizz la miró y se encogió de hombros.

—Tú la empezaste.

—No me culpes por ello. ¡Yo no le dije a la gente que enloqueciera!

—¿Acaso no esperabas que sucedieran cosas extrañas?

Tally puso los ojos en blanco.

—No esperaba que la gente se pusiera manos en los pies. O se dejara seguir todo el día por aerocámaras. ¡O se hiciera operar el cerebro para poder decir la verdad!

Frizz meneó la cabeza.

—Perdimos mucho en la era de la perfección, todos nuestros cimientos, así que ahora nos vemos obligados a crear otros nuevos sobre la marcha.

Tally rio.

—¡Menuda novedad, Frizz! No venimos a este mundo con un manual de instrucciones, así que no me digas que la irracionalidad de la humanidad es culpa mía. —Se dio la vuelta y señaló hacia arriba—. En cualquier caso, nos falta muy poco para llegar a esos rascacielos. Es probable que Shay y Fausto ya estén allí.

Las esqueléticas torres refulgían con el sol de la tarde a través de los árboles. Los tramos superiores estaban rodeados de elevadores de construcción y el chirrido de sus cuchillas retumbaba en la jungla.

—Si no podemos enviar mensajes, ¿cómo les encontraremos? —preguntó Aya.

Tally se encogió de hombros. —Lo pensaremos por el camino.