Dos inhumanos entraron flotando en el compartimento. Incluso dentro del vehículo llevaban puestos sus equipos de aeropelota. El hombre se deslizó sobre sus cabezas. Su acompañante, una mujer, se quedó en la puerta, sujetándose a la jamba con las manos. En sus dedos brillaban unas agujas. Detrás de ella se divisaba la cabina de los pilotos. Aya vio a otros dos inhumanos sentados a los mandos del vehículo.
De cerca, las caras de los frikis resultaban aún más inquietantes. Los ojos estaban tan separados que parecían apuntar en direcciones diferentes, como la mirada de un pez. El hombre flotante los observó a todos detenidamente, sin girar la cabeza, y clavó un ojo acerado en Aya. Se mantenía en su lugar agitando el denso aire con sus manos y sus descalzos y extraños pies.
—Veo que habéis despertado —dijo—. ¿Algún herido?
Hablaba un japonés imperfecto. Aya comprendió que después de seis horas de vuelo el aerovehículo podía encontrarse en cualquier lugar de Asia. Se preguntó de dónde serían exactamente esos inhumanos.
—Estamos intactos —contestó—, pero disgustados.
—No entraba en nuestros planes llevarnos a siete de vosotros —repuso el hombre con una breve inclinación en el aire—. Lamento las incomodidades.
—¿Incomodidades? —aulló Hiro—. ¡Nos habéis secuestrado!
El inhumano asintió y una expresión de pesar nubló brevemente sus extrañas facciones.
—Por el momento tenemos que permanecer ocultos. Y debemos silenciaros.
—¿Silenciarnos? —Aya tragó saliva—. ¿Te refieres a que vais a matarnos?
—¡Naturalmente que no! Disculpad mi pobre japonés. Me refería a que no podéis comunicaros con vuestras familias. Pero dentro de muy poco ya no tendremos que ocultarnos y podréis volver.
—¿Por qué no podemos marcharnos ahora? —preguntó Aya.
—Aterrizaremos en breve y os lo explicaremos todo entonces. Entretanto, yo me llamo Udzir. ¿Y vosotros?
Aya tardó unos segundos en inclinar la cabeza y decir su nombre. Ren y Hiro la imitaron. Los cortadores captaron la pregunta y dieron nombres falsos cuando Udzir se volvió hacia ellos.
La mirada del inhumano, no obstante, se demoró en Tally.
—Pareces distinta del resto —dijo.
Aya se preguntó a qué se refería exactamente. En los tiempos de la perfección, el Comité de Concordia Global había promediado las diferentes regiones del mundo, y la delirante cirugía desde la lluvia mental solo había logrado confundir aún más las viejas categorías genéticas de los oxidados. No obstante, los imperfectos seguían mostrando su legado, y las caretas de plástico inteligente de los cortadores no parecían especialmente asiáticas.
Pero Udzir estaba observando a Tally en particular. ¿Había visto en sus ojos un rastro de especial no curada?
—Es cierto —dijo Frizz con los dientes fuertemente apretados—. No es como el resto de nosotros.
Aya se apresuró a intervenir.
—Lo que Frizz quiere decir es que nuestros amigos son estudiantes de otra ciudad. No hablan muy bien el japonés.
—¡No lo hablan en absoluto! —exclamó Frizz.
Aya le estrujó la mano para indicarle que callara.
—¿Inglés entonces? —preguntó Udzir, cambiando de idioma sin esfuerzo.
Tally asintió.
—Sí, mejor en inglés. ¿Has dicho adónde nos dirigimos?
—Pronto lo veréis.
—Llevamos varias horas volando hacia el sur —dijo Fausto— y hace mucho calor. Debemos de estar cerca del ecuador.
Udzir asintió con una sonrisa.
—Veo que sois buenos estudiantes. Vuestra agudeza merece una recompensa: pronto aterrizaremos en una isla que los oxidados llamaban Singapur.
Aya frunció el entrecejo, tratando de refrescar su geografía. El nombre no le sonaba de nada, pero eran muchas las ciudades de oxidados que habían desaparecido. Por lo menos el cambio de tema había apaciguado la necesidad de Frizz de Sinceridad Radical.
El aerovehículo estaba descendiendo y las nubes ensombrecían ahora las ventanillas. El compartimento de carga empezó a dar bandazos, y las correas de sujeción a columpiarse. Aya notó un vuelco en el estómago y se alegró de que no hubiera comido nada desde la cena.
Tally, Fausto y Shay no parecían afectados por las turbulencias. Trasladaban el peso del cuerpo cual pilotos de aerotabla, adaptándose a cada movimiento del vehículo. Parecía como si hubieran aprendido a interpretar los aullidos de la tormenta y pudieran anticiparse a las arremetidas del viento.
Suspendido en el aire, Udzir observaba a los cortadores con renovado interés.
—¿Habéis atravesado antes una tormenta tropical?
—Viajamos mucho —contestó escuetamente Tally.
—He observado que vuestras aerotablas están diseñadas para volar en la naturaleza. No es lo habitual en unos imperfectos.
—¿En serio? —repuso Shay—. Pues en nuestra ciudad son el último grito.
Frizz se puso tenso y Aya le hundió las uñas en la mano.
—¿Y qué ciudad es esa? —preguntó Udzir.
—Somos de Diego —dijo Shay, y Aya notó que Frizz se relajaba ligeramente al oír la verdad.
—Ciudad célebre por su mentalidad progresista —señaló Udzir con un gesto de aprobación—. Quizá podáis apreciar nuestro proyecto.
—¿Que trata de...? —preguntó Tally.
—Cuando aterricemos. —El aerovehículo escoró bruscamente y el hombre se volvió hacia la cabina de los pilotos—. Lo que estamos a punto de hacer. Si lo deseáis, podéis echar un vistazo a nuestro hogar.
—¿Por qué no? —Tally se levantó y miró por una de las ventanillas. Los demás cortadores la imitaron.
Aunque Moggle estaba probablemente filmándolo todo desde la panza del vehículo, Aya decidió echar un vistazo ella también. Inspiró profundamente para dominar las náuseas que crecían en su estómago y trepó por las redes de sujeción.
—Ten cuidado, Aya —dijo Frizz.
Aya asintió. La pequeña ventanilla era de plástico grueso y combado.
El vehículo estaba atravesando una capa de nubes y desde la ventanilla solo se veían vetas de lluvia y una masa de color gris oscuro. Las nubes, no obstante, fueron desintegrándose en jirones a medida que el vehículo descendía.
La vista se despejó y el aerovehículo se estabilizó de golpe.
Un techo gris plomizo flotaba ahora sobre sus cabezas, un manto de nubes compactas. Debajo de la tormenta una selva tropical se extendía hasta el tenue destello de un océano. La espesura de la jungla envolvía las ruinas más grandes que Aya había visto en su vida. Por encima de los árboles azotados por el viento asomaban enormes edificios cuyos esqueletos de hierro desaparecían en las nubes.
Pese a la feroz tormenta, los viejos edificios de los tiempos de los oxidados tenían unos elevadores de construcción aferrados, cual aves rapaces, a sus vigas de hierro, como si estuvieran esperando a que el vendaval les diera un respiro para poder arrancarlas.
El vehículo escoró, inclinando la vista de forma mareante, y los edificios desaparecieron. Aya podía ver ahora un vasto claro en medio de la selva. Una terminal de aerodeslizadores se extendía sobre él: cientos de vehículos y elevadores pesados dispuestos en hileras sobre un campo de aterrizaje y líneas de alta velocidad que llegaban de todas direcciones y convergían en una estación central.
—Esto es enorme —murmuró Tally.
—Lo es —dijo Udzir—. Estamos muy orgullosos de nuestra obra.
—¡Estáis deforestando la jungla! —exclamó Tally, y Aya oyó las cuchillas en su voz.
—Servimos a una causa mayor —dijo Udzir—. Cuando lo hayas visto todo, comprenderás los sacrificios que hemos hecho.
Inclinándose un poco más, el aerovehículo rodeó la terminal como una barca succionada por un remolino gigante, y frente a los ojos de Aya rodaron más edificios. Viviendas prefabricadas, almacenes alargados y fábricas automatizadas dispuestas sin orden ni concierto. Unas figuras protegidas con gruesos impermeables iban de aquí para allá... volando.
Ni una sola caminaba. Se desplazaban de un lugar a otro impulsándose contra unos postes clavados en el suelo, a los que se agarraban de pies y manos para combatir el viento.
Asaltada por otra oleada de náuseas, Aya se alejó de la ventanilla y regresó al suelo.
—¿Qué hay? —le preguntó Frizz.
—Tenías razón, Ren —dijo quedamente—. Hay una ciudad entera.
—No somos una ciudad —señaló Udzir—. Somos un movimiento.
—Suena chispeante —dijo Tally—. ¿Qué clase de movimiento?
Udzir dio una voltereta y se agarró a la red de sujeción del techo.
—Estamos salvando el mundo de la humanidad. Tal vez queráis uniros a nosotros.
Tally sonrió.
—Tal vez.
—Lo dudo mucho —farfulló Frizz.
Aya reconoció la expresión de angustia de cuando Frizz había estado intentando no desvelarle su rango facial. ¡Frizz estaba a punto de explotar! Deseó con todas sus fuerzas que Udzir cerrara el pico y regresara a la cabina de los pilotos.
Pero los dos inhumanos estaban mirando a Frizz con curiosidad, como si hubiera dicho una cosa radicalmente sincera de más.
—Vuestras ciudades se están expandiendo por la naturaleza como el fuego, jovencito —dijo Udzir—. No nos juzgues antes de conocer nuestras intenciones.
—No os estoy juzgando —dijo Frizz mientras le trituraba la mano a Aya.
Udzir frunció el entrecejo.
—¿Qué estás haciendo entonces?
—Está mareado, eso es todo —intervino Aya.
—¡No estoy mareado! —replicó Frizz con la voz estrangulada—. ¡Estoy intentando no contároslo todo!
—¿Qué demonios...? —comenzó Shay.
—¿Qué estás intentando no contarnos? —preguntó secamente Udzir.
Aya se dio cuenta de que la voluntad de Frizz Raqueaba y quiso detenerle, pero tenía una mano aplastada en la de él y la otra enredada en la red de sujeción.
—¡Que es Tally Youngblood! —estalló Frizz—. ¡Y ha venido para acabar con vosotros!
Duro aterrizaje
Durante un largo instante nadie abrió la boca.
Finalmente Shay rompió el silencio gritando a Frizz:
—¡Maldito imbécil traidor!
Tally pasó volando como una bala por debajo de Udzir en dirección a la mujer que flotaba junto a la puerta. Su rostro pareció explotar y la careta de plástico inteligente desapareció en un rabioso soplido.
La mujer agitó sus dedos de aguja, pero Tally la agarró por las muñecas y le clavó un hombro en el estómago. Se encogió al instante y Tally irrumpió en la cabina de los pilotos.
Al otro lado del compartimento, Shay se levantó casi con indiferencia y clavó un puñetazo en la cara de Udzir. Mientras el hombre daba vueltas en el aire, pasó junto a sus agitadas extremidades para reunirse con Tally.
Fausto se levantó, su careta estalló y desveló unas facciones perfectas y crueles.
—No quiero haceros daño —dijo—, pero no os mováis de aquí.
—¡No nos moveremos! —le aseguró Hiro.
Aya se volvió hacia Frizz. Tenía la cara blanca.
—¿Estás bien?
—Lo siento, no he podido contenerme.
El aerovehículo se ladeó bruscamente y realizó un violento viraje. El cuerpo inconsciente de Udzir chocó contra el techo y regresó al centro del compartimento dando vueltas. Aferrada a la red de sujeción, con el estómago a punto de salírsele por la boca, Aya se dio cuenta de que en realidad Udzir no estaba dando vueltas; él estaba quieto en el aire y era el aerovehículo el que giraba a su alrededor...
Shay apareció en la puerta de la cabina y apartó de un manotazo el cuerpo encogido de la mujer.
—Una pregunta, cabezas de burbuja —dijo sujetándose al marco—. ¿Alguno de vosotros sabe pilotar un aerovehículo?
—¿Qué? —gritó Aya—. ¿Vosotros no?
Shay abrió las manos de par en par.
—¿Por quién nos has tomado? ¿Por magos?
En ese momento el vehículo emprendió un violento ascenso y los dos inhumanos ingrávidos empezaron a girar, sacudiendo las extremidades como muñecos de trapo. Los dedos-aguja de la mujer pasaron a unos centímetros del rostro de Aya.
—¡Que alguien la detenga! —gritó.
Frizz tiró de la pierna de la mujer con una mano. El cuerpo golpeó el suelo de la cabina con un sonido nauseabundo.
—Oh, lo siento —dijo.
—Lo lógico es que Tally lo hubiera preguntando antes de derribar a los pilotos —dijo Shay desde la puerta—, pero ella es así.
—¡Ven a echarme una mano! —tronó la voz de Tally.
Shay giró sobre sus talones y desapareció justo cuando el aerovehículo empezaba a girar descontroladamente en dirección al suelo.
Fausto cruzó el compartimento de un salto, cogió a la mujer inconsciente y la fijó a la red de sujeción, asegurándose de que las agujas apuntaran hacia dentro.
El vehículo seguía cayendo y cada cinco segundos el compartimento daba una vuelta completa. Pero Fausto recogió el cuerpo de Udzir y lo fijó a la red con facilidad. Se movía ágilmente por las volubles superficies, saltando del suelo a la pared y de ahí al techo como un pequeño jugando en la casa de la risa.
El rabioso chirrido de las hélices ahogaba el aullido del viento. Aya se aferraba a la red de sujeción con una fuerza que le blanqueaba los nudillos. La gravedad giraba a su alrededor como un animal salvaje tratando de arrancarla de la pared.
De pronto, el vehículo se enderezó y el chirrido de las hélices se redujo a un zumbido uniforme. El suelo del compartimento de carga volvía a estar abajo.
Shay apareció en el umbral.
—¿Estáis bien?
—Más o menos —dijo Fausto—. Os ha costado encontrar el piloto automático.
—Ojalá no lo hubiéramos encontrado —repuso Shay—, porque está programado para llevarnos directamente a la terminal. Y parece que los pilotos han activado una alarma, de modo que nos estarán esperando. Tenemos que saltar. ¿Todo el mundo tiene pulseras protectoras?
—Sí, pero ¿estamos todavía sobre la ciudad? —preguntó Fausto.
—Después de todo este delirio debemos de estar a varios kilómetros de ella —dijo Shay—. Pero creo que ahí abajo hay metal oxidado suficiente.
Fausto la miró atónito.
—¿Lo dices en serio? ¿No te parece un poco peligroso?
Shay se encogió de hombros.
—No tanto como quedarnos aquí.
—A la velocidad que vamos necesitaremos algo más que pulseras protectoras.
Fausto se arrodilló junto a Udzir para quitarle las coderas elevadoras y se las arrojó a Shay, que procedió a ponérselas mientras se volvía hacia Ren.
—Tú y yo saltaremos los primeros.
—¿Pretendes que saltemos en mitad de una tormenta y con unas meras ruinas como sostén? —aulló Ren—, ¡Es una locura!
Shay rio.
—¿Prefieres caer en manos de una pandilla de monos quirúrgicos chiflados? ¿Estás pensando en unirte a ellos?
Ren soltó un gruñido y empezó a despegarse de la red de sujeción.
—¡Abre la puerta lateral! —gritó Shay a Tally—. ¡Nos vemos donde siempre!
La pared situada detrás de Aya y Frizz empezó a moverse. Se alejaron gateando, súbitamente empapados de lluvia mientras el viento tiraba de sus ropas y cabellos. Cuando la puerta se abrió, el aerovehículo comenzó a temblar, zarandeado por las corrientes, y la tormenta irrumpió con avidez.
En la luz plomiza que inundó el compartimento, Aya se percató de lo cerca que habían estado de estrellarse. Las copas de los árboles pasaban raudamente bajo sus pies, azotando la panza del vehículo con sus ramas más altas.
—¿Listo? —gritó Shay por encima del fragor.
Ren asintió. Shay le rodeó con los brazos y saltaron al vacío con un grito desesperado y mudo.
—¡Nos toca, Hiro! —dijo Fausto. Tenía los elevadores de la mujer inhumana amarrados a los brazos de cualquier manera.
—¡Será mejor que funcione! —gritó Hiro antes de volverse hacia Aya—, ¡Buena suerte! ¡Y no te olvides de Moggle!
Fausto agarró a Hiro y saltó del aerovehículo. Los dos cuerpos desaparecieron en el aguacero sin un sonido.
—Pero aún quedamos dos —dijo Frizz— y solo...
—Yo —dijo Tally. Estaba en el umbral de la cabina poniéndose una espinillera de aeropelota—. Es una suerte que todos esos frikis lleven estas cosas. Creo que no pueden caminar con esos pies que tienen.
—¿Podrás con los dos? —preguntó Aya.
Tally frunció el entrecejo.
—¿No querrás que nos llevemos a este imbécil? ¡Nos ha delatado!
—¡No puede evitarlo! —exclamó Aya.
—¿Por qué? ¿Está descerebrado?
—No —dijo Frizz—, Simplemente no puedo evitar decir la verdad.
—¿No puedes evitar qué?
—Sinceridad Radical —dijo Frizz—. Es un tipo de cirugía cerebral.
Tally afiló la mirada.
—Uau, vuestra ciudad es decididamente el lugar más raro de la Tierra. ¿Por qué querrían hacerte algo así?
Aya buscó algo para desviar la conversación, pero Frizz ya estaba explicándose.
—Yo solicité la intervención. De hecho, yo la diseñé.
—¿Me estás diciendo que eres un cabeza de burbuja voluntario? Se acabó, te quedas aquí. Vamos, Aya. ¡No podemos perder más tiempo!
Aya se soltó.
—¡No puedes dejarle aquí! ¡Esos frikis le atraparán!
—¿Y qué? El es otro friki. Además, bastante riesgo corremos ya siendo solo dos.
—No soy un cabeza de burbuja —dijo Frizz—. Y Tally tiene razón, Aya. Será menos peligroso para ti si yo me quedo aquí. Marchaos sin mí.
—Mierda —gruñó Tally—. ¿Tenías que decirlo?
Cogió a los dos y saltó.
A esa velocidad las gotas de lluvia semejaban piedras.
—¡Moggle! —gritó Aya cuando se alejaban del aerovehículo—. ¡Sígueme!
Y en ese momento sintió el impacto de las copas de los árboles. Atravesó el aire dando tumbos mientras las ramas crujían bajo su peso y los helechos húmedos le abofeteaban el rostro y las manos. El brazo de Tally le trituraba los pulmones y la oscuridad iba ganando terreno a la penumbra conforme traspasaban la frondosa bóveda de la jungla.
El rugido del aerovehículo se alejó. Tally se retorcía junto a Aya, esforzándose por sortear troncos y astas de hierro oxidado con su equipo de aeropelota prestado. Aya notó que fuerzas magnéticas tiraban de sus pulseras protectoras y el trío se elevó de nuevo por encima de los árboles, aerobotando como una piedra veloz deslizándose por el agua.
Cayeron de nuevo, arrastrando consigo lianas y helechos cargados de lluvia. Aya notaba cómo los pinchos le arañaban la ropa y el pelo. Entonces la fuerza de sus pulseras protectoras desapareció sin más y la Tierra se abalanzó sobre ella.
Aterrizaron con suavidad, rodando sobre maleza y hojas y resbalando por metros de espeso fango. Aya notaba cómo sus costillas crujían bajo el fuerte abrazo de Tally, arrebatándole el aliento como un puñetazo en el estómago.
Finalmente sus cuerpos se detuvieron.
Aya abrió lentamente los ojos, jadeando.
Su temeraria e inesperada llegada había dispersado vastas bandadas de aves que ahora volaban en círculo sobre sus cabezas. Allí abajo la jungla era espesa y apenas se divisaba el cielo. Aya podía ver, de hecho, la trayectoria de su caída, un túnel de maltrechas ramas que se perdía en la distancia. Las alborotadas hojas y helechos seguían derramando agua, como si la tormenta hubiera descendido con ellos.
—¿Estáis bien? —preguntó Tally.
—Hummm —farfulló Aya. Le dolía respirar.
—Déjame adivinar —dijo Frizz—. Se nos ha acabado el metal.
—Casi —dijo Tally—. Un poco menos y nos habríamos estrellado.
—Nos hemos estrellado —gruñó Aya. Tenía los cabellos empapados y hechos una maraña sobre la cara, y hasta el último centímetro de su cuerpo cubierto de hojas, helechos y barro.
Tally se acuclilló y señaló el imponente edificio que se alzaba a su lado.
—Lo sé, pero si no hubiéramos caído después de sobrevolar esa cosa, ahora seríamos papilla. Por lo visto, entre los planes de esos frikis está hacerse con todo el metal de esas ruinas.
Aya se incorporó con un gemido. Si ellos habían estado a punto de estrellarse, ¿qué había sido de...?
Dobló su dedo anular.
—¡Nada de mensajes! —espetó Tally agarrándole la muñeca—. ¡Vas a conseguir que nos localicen! Además, debemos de estar a varios kilómetros de los demás. Demasiado lejos para tu antena de piel.
—¡Podrían estar heridos!
Frizz cogió la mano de Aya y la despegó suavemente de los dedos de Tally.
—Fausto y Shay solo llevaban un pasajero. Probablemente tuvieron un aterrizaje más suave que el nuestro.
—¿Probablemente? ¡Si no se estamparon directamente contra un árbol, querrás decir! —aulló Aya, pero contuvo el impulso de activar su pantalla ocular. Recorrió la jungla con la mirada, preguntándose si Moggle había encontrado metal suficiente para amortiguar su caída—. ¿Puedo por lo menos gritar?
Tally se encogió de hombros.
—Adelante.
Aya inspiró hondo y gritó:
—¡Moggle!
En la espesura de la jungla asomó el parpadeo de unas luces nocturnas. Aya vio cómo la aerocámara avanzaba hacia ellos sorteando helechos y lianas y captando con sus elevadores el poco metal que quedaba en el suelo.
—¿Has filmado la caída? —le gritó.
Las luces nocturnas parpadearon de nuevo y Aya sonrió.
Las modificaciones de Ren habían funcionado una vez más.