Eden Maru sabía volar. Los equipos elevadores eran los mismos para todos los jugadores de aeropelota, pero pocos se atrevían a utilizarlos. Cada pieza tenía su propio elevador: las espinilleras, las coderas y a veces incluso las botas. Bastaba un giro de dedos erróneo para que cada imán tirara en una dirección diferente, lo que constituía una excelente manera de dislocarse un hombro o estamparse de cabeza contra un muro. A diferencia de las caídas de aerotabla, las pulseras protectoras no te salvaban de tu propia torpeza.
Pero nada de eso parecía preocupar a Edén Maru. Desde su pantalla ocular, Aya podía verla zigzaguear por el nuevo solar en construcción empleando los edificios inacabados y las alcantarillas abiertas como su carrera de obstáculos privada.
Hasta Moggle, con sus numerosos elevadores y una anchura de apenas veinte centímetros, tenía problemas para seguirla.
Se esforzó por concentrarse en su propio vuelo, pero todavía se sentía medio hipnotizada por Frizz, deslumbrada por su atención. Aya había hablado con multitud de perfectos desde que la lluvia mental derribara las barreras entre edades. Ya no sucedía como en los viejos tiempos, cuando los amigos dejaban de hablarte después de operarse. Pero ningún perfecto la había mirado antes de ese modo.
¿Se estaba engañando? Puede que la intensa mirada de Frizz tuviera ese efecto en todo el mundo. Poseía unos ojos enormes, como los viejos dibujos de los oxidados con los que se identificaban los cabezas manga.
Estaba impaciente por buscarlo en la interfaz de la ciudad. Nunca lo había visto en las fuentes, pero con un rango facial por debajo de cinco mil Frizz seguro que era conocido por algo más que por su deslumbrante belleza.
Pero en esos momentos Aya tenía una historia que perseguir, una reputación que crearse. Si quería que Frizz volviera a mirarla de ese modo, tenía que dejar de ser tan anónima.
La pantalla ocular parpadeó. La señal de Moggle estaba decayendo, quedando fuera del alcance de la red de la ciudad mientras seguía a Edén bajo tierra.
La señal tembló y finalmente se apagó...
Aya frenó bruscamente, presa de un escalofrío. Perder a Moggle siempre la inquietaba; era como mirar al suelo en un día de sol y no verte la sombra.
Examinó la última imagen enviada por la aerocámara: el interior de una alcantarilla, granulado y distorsionado por los infrarrojos. Hecha un ovillo, Edén Maru estaba descendiendo por el túnel como una bola de cañón, alcanzando tales profundidades que el transmisor de Moggle ya no podía llegar a la superficie.
La única manera de poder encontrar de nuevo a Edén era siguiéndola.
Aya se impulsó hacia delante con la aerotabla y el nuevo solar en construcción se alzó a su alrededor, docenas de gigantescos boquetes y esqueletos de hierro.
Después de la lluvia mental nadie quería vivir ya en los obsoletos edificios de los tiempos de la perfección. Por lo menos, nadie famoso. Así pues, la ciudad estaba expandiéndose a pasos agigantados y saqueando el metal de las cercanas ruinas de los oxidados. Hasta corría el rumor de que la ciudad planeaba abrir el suelo para buscar hierro, tal como habían hecho los oxidados tres siglos atrás, dañando la tierra en el proceso.
Las estructuras de acero de los edificios inacabados hacían vibrar la aerotabla cuando pasaba zumbando por su lado. Las aerotablas necesitaban metal debajo para poder volar, pero el exceso de campos magnéticos las hacía temblar. Aya aminoró la velocidad y buscó a Moggle con la mirada.
Nada. La aerocámara seguía bajo tierra.
De repente divisó una enorme excavación, los cimientos de un futuro rascacielos. Sobre la tierra fresca, charcos de la lluvia vespertina reflejaban el cielo estrellado como fragmentos de un espejo roto.
En un recodo de la excavación, Aya vislumbró la boca de un túnel, una entrada al sistema de alcantarillado que transcurría por debajo de la ciudad.
Un mes atrás Aya había lanzado un reportaje sobre una camarilla de grafiteros imperfectos que se dedicaba a dejar obras de arte para futuras generaciones. Pintaban las paredes internas de los túneles y conductos inacabados, permitiendo de ese modo que su trabajo quedara precintado como cápsulas del tiempo. Sus pinturas no serían vistas hasta mucho después de que la ciudad desapareciera y alguna civilización futura descubriera sus ruinas. Era una reflexión sobre cómo la interminable era de la perfección había resultado ser más frágil de lo que parecía.
El reportaje no había elevado el rango facial de Aya —así era siempre con las historias sobre imperfectos—, pero ella y Moggle se habían tirado una semana jugando al escondite por el solar en construcción. No le daba miedo descender al subsuelo.
Fue bajando lentamente, eludiendo robots elevadores y aeropuntales ociosos, en dirección a la boca del túnel. Flexionó las rodillas, recogió los brazos y se sumergió en una oscuridad absoluta...
La pantalla ocular parpadeó una vez; su aerocámara tenía que estar cerca.
El olor a tierra y a agua de lluvia estancada era intenso, y solo se oía el goteo de los desagües. Cuando las luces del solar quedaron reducidas a un tenue resplandor naranja, Aya redujo la velocidad de la tabla y procedió a avanzar muy lentamente, deslizando una mano por la pared del túnel para orientarse.
La señal de Moggle volvió a encenderse... y esta vez se mantuvo.
Edén Maru se hallaba en un lugar espacioso y negro como boca de lobo a través de los infrarrojos, que se extendía hasta donde a Moggle le alcanzaba la vista. Estaba de pie, flexionando los brazos.
¿Qué había allí?
Otras formas humanas titilaban en la granulada oscuridad. Flotaban sobre la negra llanura con las siluetas romboidales de las aerotablas brillando bajo sus pies.
Aya sonrió. Había dado con las chifladas que montaban sobre trenes ultrarrápidos.
—Acércate y escucha —susurró a Moggle.
Mientras la aerocámara obedecía, Aya recordó un lugar que los grafiteros imperfectos se jactaban de haber descubierto: una gigantesca reserva donde la ciudad almacenaba el agua de la estación lluviosa, un lago subterráneo en la más absoluta oscuridad.
Por los micrófonos de Moggle le llegó el eco de unas palabras.
—Gracias por haber acudido tan deprisa.
—Siempre dije que tu cara célebre te crearía problemas, Edén.
—Bien, esto nos llevará mucho tiempo. La tengo justo detrás.
Aya se quedó inmóvil. ¿A quién tenía Edén detrás? Miró por encima de su hombro...
Solo vio el titilante goteo de agua que descendía por el túnel.
Su pantalla ocular se apagó de nuevo. Blasfemando, dobló en vano el dedo anular.
—¿Moggle? —susurró.
Su pantalla ocular no respondió. Trató de acceder al diagnóstico de la aerocámara, a su alimentador de audio, a los controles remotos. Nada funcionaba.
Pero tenía a Moggle muy cerca, a veinte metros escasos. ¿Por qué no podía conectar con ella?
Avanzó lentamente con la tabla, aguzando el oído, escudriñando la oscuridad. La pared abandonó su mano y los ecos de un gigantesco espacio abierto la envolvieron. El goteo de agua de lluvia retumbaba en una docena de alcantarillas, y la presencia húmeda de la reserva le erizó la piel.
Necesitaba ver...
Entonces se acordó del tablero de mandos de su aerotabla. En medio de esa absoluta oscuridad, unos puntitos luminosos, por minúsculos que fueran, podrían resultar muy útiles.
Se arrodilló y encendió el tablero. Su tenue luz azul alumbró viejas paredes de ladrillo cubiertas en algunas zonas con azulejos modernos y materia inteligente. Un gran techo de piedra se arqueaba en lo alto como la bóveda de una catedral subterránea.
Pero ni rastro de Moggle.
Aya avanzó lentamente en la oscuridad, aguzando el oído y dejando que las suaves corrientes de aire dirigieran su tabla. Unos metros por debajo de ella se extendía un lago de aguas negras.
En ese momento oyó algo muy cerca, una levísima inspiración, y se dio la vuelta...
Una cara imperfecta la estaba mirando en la débil luz azulada. La muchacha estaba sobre una aerotabla con Moggle en los brazos. Esbozó una sonrisa fría.
—Sabíamos que vendrías a buscarla.
—¡Oye! —exclamó Aya—. ¿Qué les has hecho a mis...?
Un pie salió de la oscuridad e hizo tambalear la aerotabla de Aya.
—¡Eh! —gritó Aya.
Unas manos fuertes le propinaron un empujón y Aya dio dos torpes pasos hacia atrás. La aerotabla reculó también, tratando de permanecer bajo sus pies. Aya puso los brazos en cruz y se bamboleó como una pequeña con patines de cuchilla.
—¡Ya está bien! ¿Qué demonios...?
Los empellones y codazos le llegaban ahora de todas partes. Aya giraba violentamente, ciega e indefensa. En un momento dado su tabla salió disparada de una patada y Aya empezó a dar volteretas en el aire.
El agua le golpeó la cara con un tortazo frío y doloroso.