26. Corre y escóndete

—¡Consíguenos cuatro aerotablas! —gritaba Hiro—. ¡Anulación de propiedad! ¡Me trae sin cuidado de quiénes sean, esto es una emergencia!

Aya los condujo de regreso a la fiesta; en esos momentos una multitud se le antojaba preferible a la invisibilidad. Unas pocas aerocámaras les seguían obstinadamente, desplomándose una detrás de otra.

—Moggle, ¿sigues ahí arriba? —susurró. La perspectiva de la aerocámara apareció en su visión. Se vio a sí misma y a los demás en la distancia, unas motas contra la vasta extensión del campo de béisbol. No había nadie más a la vista—. ¡Quédate ahí arriba, Moggle! Alguien está bloqueándolo todo a nuestro alrededor.

Nada más decir eso, una aerocámara se estrelló justo delante de Aya. Saltó por encima mientras su vestido de fiesta amenazaba con enredársele en los tobillos.

—¡Ya están aquí! —gritó Hiro.

Por el campo de béisbol, cuatro aerotablas se dirigían velozmente hacia ellos perfiladas por las luces de la fiesta de tecnocerebros.

—¿No se estrellarán? —preguntó Aya—. Como las aerocámaras.

—Creo que puedo interferir el bloqueo de los elevadores —dijo Ren, corriendo y toqueteando su caja de sorpresas—. No os separéis de mí.

—¿Es que nos sigue alguien? —preguntó Frizz.

Aya escudriñó la oscuridad que se extendía entre las mansiones. Solo podía ver los restos inmóviles de las cámaras cubriendo el suelo.

Un segundo después oyó el fragor de un aerovehículo.

La máquina pasó como una bala por encima de su cabeza, alborotándole el pelo y ahogando el golpeteo de sus pisadas. Pensó que eran guardas, hasta que oyó el chirrido de unas hélices elevadoras: ese aerovehículo estaba diseñado para funcionar fuera de la ciudad, adonde nunca iban los guardas.

Y presentía que tampoco eran guardabosques.

El vehículo viró bruscamente y descendió frente a ellos. La hierba temblaba con la tempestad levantada por las hélices elevadoras y de las líneas de base del diamante de béisbol brotaban remolinos de polvo.

Dos conductores estaban mirando a Aya a través del parabrisas, con una calma extraña. Tenían los ojos demasiado separados y la tez pálida y sin vello, igual que los espectrales rostros del túnel.

Aya se detuvo con un traspié. Tal como había dicho Miki aquella noche, no parecían humanos.

Frizz tiró de ella para que rodeara el aerovehículo y siguiera corriendo. El polvo obligaba a Aya a entrecerrar los ojos y el vestido se le hinchaba como un paracaídas.

En cuanto el vehículo tocó tierra, se abrió por el costado y una cuña de luz se desplegó sobre el campo. Durante unos instantes, Aya vislumbró a través de las nubes de polvo otras dos figuras en el interior.

Oyó unos aullidos: Ren y Hiro emergiendo como flechas de la tormenta de polvo seguidos de dos aerotablas vacías.

—¡Nunca he montado en una de esas cosas! —gritó Frizz.

—¡Montaremos juntos! —Aya saltó sobre una tabla y tiró de Frizz. Frizz se tambaleó como un pequeño sobre una barra de equilibrio y durante unos instantes giraron descontroladamente.

—¡Pegaos a mí o de los contrario os bloquearán! —aulló Ren al pasar como una bala por su lado, agitando la caja de sorpresas.

Aya viró en redondo y fue tras Hiro y Ren. Notaba los brazos de Frizz en la cintura, la presión de su cuerpo a medida que ganaban velocidad.

El silbido del aerovehículo aumentó de nuevo y el viento de sus hélices azotó el aire. Maldiciendo sus zapatos de plataforma, Aya estiró bien los brazos. Por lo menos las dos últimas semanas le habían servido de algo: montar dos en una aerotabla con un viento ensordecedor no era ni la mitad de difícil que surfear sobre un tren ultrarrápido.

Pero el peso añadido de Frizz constituía un problema: Hiro y Ren se estaban alejando. Aya se inclinó hacia delante para acelerar la tabla. Si se rezagaban demasiado, caerían al suelo como las aerocámaras bloqueadas.

Y no llevaban pulseras protectoras...

—¡Ren, Hiro, esperad! —gritó, pero el fragor del aerovehículo ahogó sus palabras.

Por fortuna, la mansión ya no quedaba lejos. Podía ver invitados en la azotea siguiendo la persecución, seguramente preguntándose qué clase de ardid publicitario era ese.

El aerovehículo sobrevoló de nuevo sus cabezas y Aya y Frizz, zarandeados por la estela de las hélices, emprendieron una tortuosa sucesión de virajes. Aya hacía contorsiones con el cuerpo en un esfuerzo por mantenerlos a los dos sobre la tabla.

—¡Arriba! —aulló Frizz.

Por la puerta abierta del aerovehículo habían saltado dos figuras con sus extraños brazos y piernas completamente extendidos. Durante unos instantes aerobotaron y giraron en la estela del vehículo, pero enseguida recuperaron el control. Aya advirtió que de sus escuálidos cuerpos sobresalían unas almohadillas elevadoras.

—¡Llevan equipos de aeropelota! —gritó—. ¡Mala noticia!

Las figuras se dirigían ahora hacia ellos dejándose llevar por la estela del vehículo, como windsurfistas en un huracán.

—¡Agárrate fuerte! —gritó Aya. Realizó un viraje de ciento ochenta grados y se alejó campo a través. Frizz se aferró a su cintura y cambió el peso del cuerpo al mismo tiempo que ella.

Pero los inhumanos estaban acortando distancias con rapidez. Cuando Hiro y Ren se dieron la vuelta para seguir a Aya, las larguiruchas figuras pasaron zumbando por su lado sin dignarse siquiera mirarles.

Querían a Aya Fuse.

Aya se dirigió a la arboleda más próxima mientras instaba a su aerotabla a volar más deprisa. Pero era un juguete de ciudad, nada que ver con las tablas ultrarrápidas de las Chicas Astutas.

Los árboles se elevaron frente a ellos y Aya se inclinó a un lado y otro para sortear los gruesos troncos. Las luces del aerovehículo se abrieron paso entre las hojas, sembrando el suelo de monedas brillantes.

Frizz acercó los labios a la oreja de Aya.

—¿Por qué no nos hemos estrellado aún?

Aya pestañeó. Ren y Hiro debían de estar, por lo menos, a cincuenta metros de ellos.

—¡Claro! —exclamó—. Los inhumanos tuvieron que detener el bloqueo para poder utilizar sus equipos de aeropelota, lo que quiere decir que... ¡Moggle, acércate! ¡Te necesito!

—¡Aya! —gritó Frizz—. ¡Por la derecha!

Una de las figuras estaba descendiendo en picado hacia ellos con sus largos dedos separados como garras. Frizz se acuclilló, tirando de Aya en el proceso, justo en el instante en que la figura pasaba zumbando por su lado.

—¡Ay! —gimió—. ¡Me ha pinchado!

—¿Qué? —Aya se incorporó y dibujó otra curva cerrada. Se volvió hacia Frizz—. ¿Estás bien?

—Creo que sí, pero me noto un poco... ¡Cuidado!

Aya giró raudamente la cabeza y encontró a la otra figura inhumana esperándoles con los brazos en cruz. Unas agujas brillantes coronaban las puntas de sus dedos.

Inclinó todo su cuerpo hacia un lado y detuvo la tabla, pero Frizz se estaba viniendo abajo, sus brazos resbalándole por la cintura.

—¡Frizz! —gritó, pero solo oyó un gemido.

Frizz se estaba cayendo de la tabla...

—¡Frizz!

Estiró los brazos, pero Frizz ya estaba dando volteretas en el aire, volando directamente hacia la figura inhumana que le estaba esperando. Sus cuerpos chocaron produciendo un ruido nauseabundo. La escuálida figura se hizo un ovillo y rodeó a Frizz con sus largos brazos mientras ambos volaban hacia atrás, perdiéndose en la oscuridad.

Súbitamente libre del peso de Frizz, la aerotabla empezó a dar vueltas descontroladamente. Los troncos giraban en torno a Aya, azotándole las manos y la cara con sus ramas. Aya se arrodilló y, agarrándose con fuerza al canto de la tabla, la dejó girar hasta que agotara su impulso.

Cuando redujo la velocidad, se soltó y rodó sobre el follaje. Se levantó y corrió hacia las dos figuras que yacían en el suelo, despatarradas e inmóviles.

Los ojos de Aya se detuvieron en el extraño rostro del inhumano. Tenía la piel muy blanca, los brazos delgados y de aspecto frágil, y unas agujas en los dedos diseñadas para causar daño.

Lo más extraño de todo, sin embargo, eran los pies. Descalzos y deformes, casi parecían manos, con sus largos pulgares flexionados como las patas de una araña muerta.

Arrancó a Frizz de su abrazo.

—¿Puedes oírme?

Frizz no respondió. Aya reparó entonces en la diminuta marca roja de su cuello. El pinchazo de una de esas agujas le había dejado inconsciente... o algo peor.

Sintiendo que la cabeza le daba vueltas, lo atrajo hacia sí. El aerovehículo seguía flotando sobre sus cabezas, vertiendo una luz trémula sobre el follaje. Las sombras seguían el movimiento de la luz, dando la impresión de que el mundo entero se balanceaba.

—¡Aya! —gritó alguien.

Levantó la vista y vio a Hiro y a Ren sorteando los árboles.

Pero el otro inhumano volaba delante de ellos, directamente hacia Aya, con los brazos abiertos y los dedos centelleando. Su pálida piel brillaba en la oscuridad.

Presa de un tremendo sentimiento de abandono, Aya se abrazó fuertemente a Frizz. ¿Dónde estaban los guardas? ¿Dónde estaba el medio millón de personas que cinco minutos antes había estado siguiendo cada uno de sus movimientos?

Diez metros la separaban del inhumano, cinco...

Un bulto oscuro y pequeño emergió inopinadamente de entre las sombras y embistió el estómago del inhumano. Este se encogió con un gruñido y pasó junto a Aya dando vueltas, sostenido en el aire por el equipo de aeropelota.

—Moggle —suspiró Aya.

La aerocámara se alejó dando tumbos y se estrelló contra los arbustos.

El inhumano quedó suspendido en el aire, inconsciente, con los pies que parecían manos a un metro del suelo. Un gemido escapó de sus labios y los párpados empezaron a temblar...

Aya corrió hacia él, saltó y se agarró a sus hombros. El equipo de aeropelota se ajustó a su peso y patinaron juntos por el suelo del bosque.

El inhumano alzó una mano, pero Aya lo agarró por la muñeca y le clavó las cinco agujas de los dedos en el cuello. El sujeto balbució unos instantes, abriendo mucho los ojos, y finalmente perdió el conocimiento.

—¡Aya! —Hiro se detuvo en seco—. ¿Estás bien?

—Sí. —Aya se bajó de un salto y levantó la vista hacia el aerovehículo. Estaba aguardando arriba, inmóvil, tanteando la espesura con los faros—. Ayúdame con Frizz.

Hiro se acercó.

—Se pondrá bien, Aya. No están interesados en él.

—Pero yo sí.

Aya corrió hasta el cuerpo inconsciente de Frizz arrastrando su aerotabla. Se arrodilló y tiró de su brazo para trasladarlo a la superficie de la tabla.

Frizz soltó un gemido.

—¿Estás bien?

—Me siento raro —murmuró—. Pesado.

—¡Cuéntamelo a mí! —resopló Aya—. Si tuviéramos la manera de... —Se volvió hacia el inhumano tendido junto a Frizz.

Hiro se apeó de su tabla sin apartar los ojos de él.

—Uau. ¿Dejaste esto fuera del reportaje?

—Ayúdame a quitarle el equipo de aeropelota. —Aya tiró de la espinillera con un gruñido—. Se lo pondremos a Frizz.

—De acuerdo. —Hiro se arrodilló a su lado—. Se quita así.

Aflojó las correas con dedos hábiles, sacó la espinillera y la deslizó por la pierna de Frizz.

—¿Qué le ha pasado? —les preguntó Ren cuando se unió al grupo.

—Ese friki le clavó una de esas agujas que tiene en los dedos. —Aya se volvió hacia el aerovehículo. La puerta lateral estaba abriéndose de nuevo y la luz alumbró otras dos siluetas—. ¡Mierda, vienen más!

—Ya está. —Hiro estaba abrochando la última almohadilla del brazo—. He puesto el equipo en neutro. Tendrá gravedad cero.

Frizz empezó a elevarse del suelo, súbitamente ingrávido. Aya lo aplastó contra la tabla y se arrodilló sobre él.

Hiro y Ren se colocaron a ambos lados de su aerotabla y alargaron las manos para impulsarla hacia delante como una niña flanqueada por sus padres. Al rato estaban volando por un hueco abierto entre los árboles.

—¿Nos siguen? —preguntó Aya.

Ren miró atrás.

—Creo que no. Están recogiendo a los otros dos.

—Supongo que es peor dos cuerpos frikis que un testigo vivo —dijo Hiro—. Y hablando de frikis, Aya, creo que nos debes una explicación.

—Cuando lleguemos a un lugar seguro.

—O sea, a la fiesta.

—No. Seguiremos el consejo de Tally y nos esconderemos.

—¿Dónde? —preguntó Ren.

Aya sujetó firmemente a Frizz para impedir que su fláccido cuerpo resbalara de la tabla y se mordió el labio.

—La reserva subterránea —dijo al fin.

—Fría y húmeda —repuso Ren—, pero el único lugar de la ciudad que no tiene cámaras.

—Exacto.

Aya percibió movimiento entre los árboles con el rabillo del ojo y decidió echar una ojeada. Era una aerocámara pintada de negro, todavía tambaleante a causa de una colisión reciente.

Contenta, la aerocámara encendió sus luces nocturnas y por la visió de Aya empezaron a pasar imágenes movidas. Fueran lo que fueran esas criaturas inhumanas, esta vez habían sido captadas por algo más que sus ojos. Aya esbozó una sonrisa.

Moggle lo había filmado todo.