24. Delirio

Había docenas de personas aguardando. Ren estaba organizándolas en la escalinata de la mansión, con los más famosos en los primeros peldaños. Aproximadamente la mitad eran tecnocerebros con operaciones descabelladas e indumentarias de materia inteligente, lo que hacía que los demás —egocéntricos, chismosos y un puñado de funcionarios— parecieran fuera de lugar. Algunas caras eran célebres, otras no.

Pero todos se habían reunido allí para verla.

Hiro la cogió del brazo y la empujó suavemente hacia un espacio vacío en la base de la escalinata. Varios centenares de aerocámaras apuntaban hacia ella disputándose los mejores ángulos, pendientes de cada uno de sus gestos. Aya se sintió extrañamente diminuta bajo esa mirada colectiva, tan insignificante como la primera noche que surfeó en la naturaleza.

Pero aquello era lo opuesto al anonimato, se recordó. Aquello era lo que siempre había querido: que la gente la mirara, que prestara atención a cada una de sus palabras.

—Apaga la pantalla ocular —susurró Hiro—. Vas a necesitar todo tu cerebro para esto.

Aya asintió y dobló el dedo anular. No obstante, cuando levantó la vista hacia los atentos rostros, de repente nítidos como el cristal, las respuestas que había ensayado la noche previa huyeron de su cabeza.

—Estoy paralizada —dijo en voz baja.

Hiro le estrechó el brazo.

—No me separaré de ti.

Aya asintió y se aclaró la garganta.

—De acuerdo, empecemos.

Las preguntas arrancaron raudas y contundentes.

—¿Cómo encontraste a las Chicas Astutas, Aya?

—Tuve suerte, supongo. Las vi sufear una noche y les seguí el rastro hasta una fiesta como esta.

—¿Por qué hay algunas tomas de la capa de fondo retocadas?

Aya carraspeó, sorprendida de que alguien hubiera visto todas esas horas tan deprisa.

—Las Chicas Astutas querían mantenerse en el anonimato, así que distorsioné algunas caras. Eso es todo.

—¿No estás ocultando a nadie más?

—¿Por ejemplo?

—A los constructores de la catapulta magnética.

—¡Por supuesto que no!

—Entonces, ¿no sabes nada de ellos?

Aya hizo una pausa, lamentando no haber mencionado en su reportaje las figuras inhumanas. Pero era una historia delirante y no tenía una sola toma con que respaldarla. Los constructores alienígenas resultarían un millón de veces más inverosímiles si los mencionaba entonces.

—¿Por qué iba a protegerles? Quienes construyeron el Exterminador de Ciudades son unos pirados. ¿O acaso os habéis saltado la parte sobre la exterminación de ciudades?

—¿No es un poco sensacionalista, Aya? —preguntó otro lanzador—. Cuesta creer que la caída de unas cuantas toneladas de acero pueda destruir la ciudad.

Aya sonrió. Ren se había encargado de prepararla para esa pregunta.

—A velocidades de reingreso solo hace falta un pequeño proyectil para derribar un edificio sostenido con aeropuntales. Por tanto, si un cilindro se desintegra en miles de pedazos... en fin, haz tú los cálculos. O, mejor aún, pídele a esa mujer de allí que los haga. La del puzle cúbico.

—¿No podríamos derribar los cilindros como hacían los oxidados con los misiles?

De esta se había encargado Aya personalmente.

—A los oxidados nunca se les dio muy bien interceptar Exterminadores de Ciudades salvo en su propaganda. Además, los misiles arrastran largas estelas de humo. Los fragmentos de acero serían minúsculos e invisibles.

—¿Por qué crees que vaciaron la montaña?

—Ren Machino, que me ayudó con este reportaje, opina que la catapulta magnética está diseñada para funcionar de forma totalmente automática.

—¿Crees que podría haber otros artefactos como ese en otras partes del mundo?

Aya pestañeó.

—Espero que no.

—Teniendo en cuenta la escasez de metal que sufrimos, ¿de dónde crees que obtienen todo ese acero?

—No tengo ni idea.

—¿Qué te hizo desear ser lanzadora, Aya?

—Hum... —Aya hizo una pausa. La pregunta la había pillado por sorpresa a pesar de que Hiro le había advertido que siempre había algún cabeza de burbuja dispuesto a hacer preguntas personales, independientemente de lo importante que fuera el reportaje—. Después de la lluvia mental me estaba costando comprender el mundo. Y contar historias de otras personas es una buena manera de conseguirlo.

El lanzador sonrió.

—¿No es la misma respuesta que da siempre tu hermano mayor?

—Oh... mierda... sin comentarios —dijo Aya. Al oír las risas sonrió y finalmente empezó a relajarse.

—¿Qué tipo de cara quieres tener cuando cumplas los dieciséis?

—Todavía no lo sé. Tengo cierta debilidad por las cabezas manga.

—¡Ya nos hemos dado cuenta, Reina del Limo!

—Eh... de nuevo sin comentarios.

—¿No te preocupa que estés ensalzando proezas peligrosas?

Aya se encogió de hombros.

—Solo cuento la verdad sobre el mundo.

—Pero no les contaste la verdad a las Chicas Astutas...

Aya miró a Frizz.

—A veces es preciso mentir para encontrar la verdad —dijo.

—¿Por qué crees que una cara célebre como Edén Maru se relaciona con las Chicas Astutas?

Aya se encogió de hombros.

—Como ella misma dijo en aquella entrevista, para descansar de vosotros.

—¿Crees que nuestra ciudad construyó la catapulta magnética? —preguntó alguien de la última fila, un admirador de Toshi Banana, advirtió Aya.

—¿Por qué íbamos a hacer algo así?

—Somos la ciudad más próxima a la montaña. ¿No te convertiría eso en una traidora?

—¿En una qué?

—¿Y si necesitamos la catapulta magnética para defendernos?

Aya miró a Hiro, quien respondió:

—Si la catapulta está pensada para defendernos, ¿no deberíamos estar al corriente?

—Hiro —le interrumpió un tecnolanzador—, ¿qué se siente al ser eclipsado por una hermana pequeña?

—Es bastante irritante —dijo Hiro. Luego sonrió—. Pero lo prefiero a ver saltar mi casa por los aires.

El bombardeo de preguntas continuó: la niñez de Aya, su lanzador favorito, planes para una segunda parte. Un parloteo constante sobre cálculos y misiles, Chicas Astutas y cámaras espía, paracaídas y paparazzi. Cada vez que un lanzador se marchaba a fin de preparar su reportaje para las fuentes, llegaba otro y las preguntas se repetían. Aya hacía lo posible por renovar sus respuestas, pero al final se encontró repitiendo lo mismo una y otra vez.

Finalmente Frizz se la llevó a un rincón después de prometer que no tardaría en devolverla. Hiro continuó sin bajar el ritmo.

—Agua —dijo Aya con la voz ronca.

Frizz le puso un vaso en la mano y Aya lo vació de un trago.

—Gracias —jadeó cuando hubo terminado, mirando a su alrededor. Tenía un ejército de cámaras apuntando hacia ella, pero la gente guardaba las distancias y procuraba no mirar. Alrededor de Aya se había formado, por primera vez en su vida, una burbuja de reputación.

Un puñado de tecnocerebros se había congregado delante de la pantalla mural de la mansión para que Ren les hiciera una macabra demostración de cálculos de armas balísticas y edificios derribados. Aya disponía de un rato para estar a solas con Frizz.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó en voz baja.

—De fábula. —Frizz sonrió—. ¿Cómo te sientes siendo famosa?

Aya soltó un gemido al recordar su estupidez radical la última vez que estuvieron juntos.

—Muy rara.

—¿No me digas? ¿Y cómo te sientes saliendo con alguien tan anónimo como yo?

—¡Ya basta! ¿Qué le ha pasado a tu sinceridad radical?

—Tomar el pelo no es mentir —repuso Frizz—. Además, me estoy preguntando de verdad cómo me ves ahora.

Aya puso los ojos en blanco.

—Tú no eres un extra. ¡Entre nosotros no hay diferencia de ambición!

—Sí la hay.

—¿Qué quieres decir?

—¿Llevas una hora sin consultar tu rango facial? —Frizz rio—. Me dejas de piedra. Trata de adivinarlo antes de que se me escape.

Aya tragó saliva. Casi no había tenido tiempo ni para respirar desde el lanzamiento del reportaje, y aún menos de consultar su rango facial.

En cierto modo, la asustaba activar su pantalla ocular.

—¿Me estás diciendo que soy más famosa que tú? ¿Que estoy entre los mil primeros?

—¡No seas descerebrada, Aya! Los ancianos inmortales tienen a tu hermano entre los mil primeros. Aquí estamos hablando de un Ex— terminador de Ciudades. Trata de adivinarlo de verdad.

En un esfuerzo por no parecer egocéntrica, Aya se encogió de hombros.

—Eh... ¿quinientos?

—Sigues siendo una descerebrada. —El rostro de Frizz se retorció de dolor—. Me está matando no decírtelo.

—¡Entonces dímelo! —gritó Aya.

—¡Eres la decimoséptima persona más famosa de la ciudad! —exclamó Frizz, y al instante se frotó las sienes—. Caray, cómo duele.

Aya le miró atónita. Aunque Frizz no pudiera mentir, tenía que estar equivocado.

—¿Decimoséptima?

—Nana Love te lanzó.

—¡Imposible! ¿Qué pueden importarle unas armas que recuerdan a los tiempos de los oxidados?

—A Nana-chan le importa toda la humanidad. —Frizz se encogió de hombros—. Lo cual es todo un detalle. Puede que te haya enviado un mensaje.

—¡Imposible! —Aya encendió su pantalla ocular y sintió que el corazón se le aceleraba—. ¿Realmente lo crees?

—Sí. A mí me escribió cuando traspasé la barrera de los mil primeros.

La interfaz de Aya apareció en su pantalla repleta de mensajes, decenas de miles de mensajes que desaparecían en la invisible distancia. ¡No tendría tiempo de leerlos todos!

—Deberías verte la cara —dijo Frizz, riendo—. Pareces una niña con un empacho de helado.

—Tú lo has dicho, un empacho. ¡Si vieras la cantidad de mensajes que tengo! —Aya se acordó del truco que utilizaba Hiro después de lanzar un reportaje sonado, cuando le acribillaban a consejos. Sus dedos empezaron a temblar—. Espera, los ordenaré por rango facial. Pondré los mensajes de extras en la cola y los importantes al principio. Si Nana-chan me ha escrito, aparecerá justo en... uau.

Había tantos mensajes que Aya podía, de hecho, ver cómo se desplazaban mientras la interfaz de la ciudad se esforzaba por cotejarlos uno a uno con los rangos faciales en constante actualización. Poco a poco fueron saltando algunos a la cabeza: lanzadores célebres, políticos, una nota de agradecimiento del Comité del Buen Ciudadano...

—Creo que esto va a darme algunos créditos —murmuró—. Mansión Oscilante, allá voy.

Entonces lo vio... un mensaje centelleante con alas de ángel.

—Ostras, Frizz, tenías razón... ¡Nana-chan ha visto mi reportaje!

Frizz rio.

—¡Te lo dije!

Justo cuando se disponía a abrirlo el mensaje descendió un puesto y Aya se quedó mirando el nuevo mensaje con incredulidad. No tenía ningún adorno, su texto negro estaba desnudo como una respuesta automática.

—Frizz, ha aparecido otro encima.

—¿Otro qué?

—Creo que alguien más famoso que Nana Love acaba de escribirme.

—Pero no hay nadie más famoso que Nana Love... excepto... —Frizz soltó una exclamación ahogada—. ¿Me estás diciendo que Tally Youngblood te ha escrito?

Aya asintió lentamente. El mensaje estaba allí, escrito con luz láser sobre su globo ocular. Un mensaje de la persona más famosa del mundo, la chica que había hecho caer la lluvia mental. El nombre que los cultos a Youngblood ensalzaban cada mañana y que Toshi Banana maldecía cuando despotricaba contra la última camarilla de la lluvia mental, repetido incontables veces cuando se enseñaba la Guerra de Diego a los pequeños...

—¿Cómo ha podido enterarse tan deprisa? —murmuró Aya—. ¿No vive oculta en la naturaleza?

—El reportaje se emitió a escala global hace dos horas —explicó Frizz—. Debe de tener amigos que consultan las fuentes por ella.

—¿Y desde cuándo Tally Youngblood escribe a la gente? —El solo hecho de pronunciar su nombre volvió a secarle la garganta.

—¿Qué importa eso? ¡Ábrelo!

Aya movió un dedo y el mensaje se amplió. Tenía la etiqueta de la interfaz global, lo que garantizaba su autenticidad. No obstante, cuando lo leyó se preguntó si estaba teniendo problemas para entender su inglés.

—¿Qué dice? —preguntó Frizz.

—Solo tiene seis palabras.

—¿Qué palabras? ¿«Gracias»? ¿«Felicidades»? ¿«Hola»?

—No, Frizz. Dice: «Corre y escóndete. Estamos en camino».