22. Acorralada

Las pulseras protectoras de Edén Maru probablemente habían I sido reprogramadas. Esta vez no frenaron bruscamente la caída, sino que solo la ralentizaron, y Aya descendió suavemente en la oscuridad.

Durante un instante de pánico se preguntó si Edén y Lai habían descubierto qué era y optado por abandonarla allí abajo. Entonces oyó sus risas dentro del pozo.

—¡Muy graciosas! —gritó.

Edén pasó junto ella diciendo:

—Espero que no te asuste caer, Aya. Podría ser un problema.

—¿De qué estás hablando?

Edén no respondió. Se limitó a tirar de ella por los pies, hasta que estos se posaron sobre un suelo de piedra.

Aya se frotó con una mano un hombro dolorido mientras con la otra movía la linterna. El pozo era más espacioso allí abajo, y en su centro descansaba un extraño artefacto formado por cuatro aerotablas de largo recorrido toscamente unidas con rudimentarias cintas metálicas y una maraña de elevadores industriales hacinados en el espacio interior.

—Esto no lo habéis encontrado aquí. Lo habéis construido vosotras.

—Efectivamente. Es mi pequeño trineo. —Edén acarició una de las aerotablas—. Apuesto a que estás deseando subirte.

—¿Subirme? ¿Para ir adónde?

Edén tiró de la cadena que le colgaba del cuello y del interior de su equipo de aeropelota salió un silbato. Infló las mejillas y lanzó un pitido ensordecedor.

—¡Ay! —protestó Aya, tapándose los oídos demasiado tarde—. Podrías avisar.

Lai aterrizó junto a ella con una risita. Arriba sonó el pitido de otro silbato.

Aya levantó la vista y divisó un destello minúsculo en lo alto del pozo. La luz de la luna.

—La abertura estaba herméticamente cerrada para poder succionar el aire —dijo Lai—. Esos cilindros, como es lógico, son capaces de reventar el plástico, pero como en esta ocasión los proyectiles seremos nosotras, pedí a las chicas que despejaran la salida.

—¿Nosotras seremos...? —comenzó Aya antes de fruncir el entrecejo—. Dijiste que las demás chicas se habían tomado la noche libre.

—Mentí —dijo Lai con un suspiro—. Y está muy feo mentir, ¿a que sí?

Aya miró el trineo.

—Un momento. No habréis puesto en marcha la catapulta, ¿verdad?

—Naturalmente que no —respondió Edén—. Si activáramos esas bobinas la aceleración nos mataría. Pero en la catapulta magnética hay acero suficiente para propulsar las aerotablas. Mi pequeño trineo puede ir bastante rápido.

—¿«Nos»? ¿Y qué ocurrirá cuando lleguemos arriba?

—Inercia —dijo Lai—. Vuelo. Diversión.

Aya la miró boquiabierta.

—¿Y cuando aparezca la gravedad? ¡Podríamos acabar a cientos de metros del suelo!

Edén meneó la cabeza.

—Mucho más que eso, Fisgona.

—¿Y cómo esperas que aterrice tu pequeño trineo? Ahí fuera no hay rejilla. Las aerotablas caerán como piedras.

Lai sonrió.

—¿Es que no escuchas los rumores que corren sobre nosotras, Fisgona?

Señaló el suelo. La linterna de Aya iluminó cuatro fardos pesados. Parecían mochilas llenas de ropa sucia con unas correas elásticas colgando de ellas.

Aya recordó entonces lo que Hiro le había contado sobre las Chicas Astutas. Los rumores de que saltaban de los puentes... con para— caídas.

Paracaídas caseros, porque el agujero de la pared se negaba a producir paracaídas de verdad.

—Mierda.

—No tires de la cuerda antes de haber contado hasta treinta —la previno Edén—. Si abres el paracaídas encontrándote todavía demasiado arriba, en noches como esta el viento podría arrastrarte durante horas.

—Pero yo no...

—La primera vez que lo hice —dijo Lai— casi acabé en el mar. Tardé horas en regresar caminando a las vías.

Aya pensó que iba a estallarle la cabeza.

—¿Me estás diciendo que ya lo has probado?

—¡Cinco veces! —exclamó Lai extendiendo los dedos de una mano—. Llevamos toda la semana preparándotelo.

Aya levantó la vista hacia el diminuto destello de luna.

—¿Preparándomelo? —aulló—. ¿De qué estás hablando?

Edén agarró una mochila y la sostuvo detrás de Aya. Las correas cobraron vida y le envolvieron los muslos y hombros como serpientes.

—Solo queremos asegurarnos de que tu reportaje tenga un final espectacular —dijo Edén.

Lai rio.

—¡No querríamos decepcionar a tus admiradores!

—Yo no soy... —comenzó Aya, pero la voz se le quebró. Se dejó caer sobre el trineo, carente de argumentos. Curiosamente, era un alivio que hubieran averiguado la verdad—. ¿Cómo lo habéis descubierto?

—¿Piensas que somos unas completas idiotas, Fisgona? —preguntó Edén—. ¿Que Miki y yo no nos dimos cuenta de cómo intentabas sacarnos información?

—¿O que realmente nos creímos que oíste el tren cuando se hallaba todavía a cincuenta kilómetros de aquí? —añadió Lai—, ¿Cómo lo supiste? ¿Tenías una aerocámara apostada en las vías?

Aya negó con la cabeza, notando el picor de las lágrimas en los ojos.

—No. Moggle estaba escondida en la salida del pozo.

—Claro, Moggle —rio Lai—. Esa fue la prueba final. Las imágenes en las que salías con Frizz Mizuno.

—¿Con Frizz? ¡Pero si Moggle estaba muy lejos!

—Lejos de vosotros, pero en una de ellas tu amiguita aparecía al fondo, persiguiendo misiles de plástico mientras vosotros os mirabas con ojitos manga. No caí en la cuenta de que era Moggle hasta que Edén reparó en los enormes elevadores. Entonces empezamos a preguntarnos por qué no estaba en el fondo del lago, donde pertenecía.

—Vale, soy una lanzadora. —Aya tragó saliva—. ¿Qué pensáis hacer conmigo?

—¿No lo has pillado aún? —Edén le apretó un poco más las correas del paracaídas—. Vamos a darte una vuelta.

Lai y Edén se pusieron sus mochilas y ataron la cuarta al trineo. Estaban frente a Aya, separadas por distancias iguales alrededor del artefacto, cogidas de la mano como tres niñas.

Aya sintió un ligero alivio. Por lo menos no daría la vuelta sola.

—¿Te notas el paracaídas bien sujeto, Fisgona?

Giró las muñecas; no se movieron.

—Sí.

Estaba claro que las correas del paracaídas habían sido extraídas de un arnés de salto; se amoldaban a los movimientos del cuerpo, pero permanecían tranquilizadoramente ceñidas alrededor de los brazos y los muslos. Así y todo, Aya no conseguía olvidar que los elevadores de su chaqueta —inservibles en la naturaleza— habían sido sustituidos por un gran lío de seda.

Su vida dependía de un trozo de tela.

Rememoró vagamente la teoría: los paracaídas tenían una superficie mucho mayor que tú, por eso caías como una pluma en lugar de una piedra. Si no te entraba el pánico y olvidabas tirar de la cuerda, y si el casero mecanismo se abría sin enredarse...

—¿En serio que lo habéis hecho antes?

—Veintisiete viajes por el pozo en total —dijo Edén—. Solo una pierna rota.

—Eso me tranquiliza.

—Relájate. —Lai sonrió—. Saltando puentes aprendimos que solo los que pierden los nervios mueren.

—¿Estás...? —comenzó Aya, pero se dio cuenta de que no quería saber si Lai bromeaba o no. Tal vez fuera esa la razón de que las chicas detestaran los reportajes, porque esa clase de proezas podían acabar muy, pero que muy mal.

Tiró una vez más de las pulseras protectoras y las sintió completamente soldadas a la estructura del trineo.

Edén ya había iniciado la cuenta atrás.

—Tres... dos... uno...

Aya esperaba una fuerte sacudida, pero el lanzamiento fue tan suave como un despegue en aerotabla. El trineo, sin embargo, no tardó en ganar velocidad y los anillos de cobre empezaron a pasar indistinguibles por su lado. Aya escudriñó el pequeño punto de luz en lo alto y una idea aterradora comenzó a forjarse en su mente. ¿Y si las Chicas Astutas pensaban que esta era una forma divertida de deshacerse de ella para siempre? ¿Y si en lugar de un paracaídas llevaba atada una mochila con ropa sucia?

—¿Entendéis ahora por qué tuve que mentiros? —dijo—. ¿Os dais cuenta de lo importante que es esta historia?

—¡Tergiversaste la verdad desde el principio, Fisgona! —gritó Edén por encima del rugido del viento—. No pretendías salvar el mundo, sino únicamente hacerte famosa.

Aya abrió la boca pero nada salió de ella. Independientemente de lo que se hubiera dicho a sí misma durante la última semana, una cosa era cierta: su carrera como Chica Astuta había comenzado con una mentira.

Finalmente logró farfullar:

—Estaba enfadada con vosotras por tirar a Moggle al agua.

—Tú lo elegiste —repuso Lai.

—¡Vale, mentí! Pero esta historia sigue siendo importante. La gente tiene que conocerla.

Ni Lai ni Edén contestaron. El viento se había llevado sus palabras.

—¡Esos misiles podrían alcanzar cualquier punto del mundo! —gritó—. ¡Tenéis que dejarme...!

—¡Ahí vamos! —tronó Lai.

De repente el mundo se iluminó... ¡habían salido a la luz de la luna! Aya notó que sus oídos se destapaban y la cabeza le pitaba. Durante una fracción de segundo vislumbró a las chicas. Estaban en la cima de la montaña, animándolas con gritos y aplausos, pero quedaron atrás en un instante y el inmenso horizonte se desplegó ante sus ojos.

—¿Te parece lo bastante alucinante? —gritó Lai. Su demente sonrisa brillaba como la de una perfecta—. ¡Espero que hayas traído cámaras espía!

Aya entornó los ojos contra el viento, sorprendida de lo mucho que estaban subiendo. Por encima de su cabeza atisbo una mancha blanca bañada de luna. Cuando se acercaron pareció disolverse en imprecisas volutas.

Miró a su alrededor y tragó saliva. Estaban atravesando las nubes más bajas...

De repente el paisaje se tornó inmenso: a su alrededor se extendía una cordillera entera, atravesada por la línea de alta velocidad como un filón de plata.

Lai desconectó una mano y señaló los paneles solares que brillaban a ambos lados de las vías.

—Así obtiene la catapulta magnética su energía. La roba de los paneles solares de la línea de alta velocidad. Si se parasen todos los trenes, habría suficiente electricidad para lanzar un cilindro cada minuto.

Aya viró la cámara espía de su hombro izquierdo para que lo filmara. Esa secuencia sería la más sorprendente hasta el momento, siempre y cuando el paracaídas resistiera...

La velocidad del ascenso estaba decayendo; el cielo giraba perezosamente sobre sus cabezas. El trineo empezó a dar vueltas y un breve mareo la invadió.

—¿De veras vais a dejarme lanzar esto? —preguntó.

—Claro —dijo Edén.

—Pero ya nunca podréis volver a este lugar.

—Por fortuna para ti —dijo Lai riendo—, a las Chicas Astutas nos gusta este mundo. Puede que no vayamos por ahí arañando méritos, pero las máquinas mortíferas no son buenas para las proezas.

Aya contempló las luces de la ciudad dibujadas en el horizonte y trató de imaginarse incontables toneladas de acero, aerodinámicas y dirigidas con precisión, cayendo desde el espacio.

Notó un revuelo en el estómago. El cielo pareció detenerse de golpe, salvo por la lenta rotación del trineo.

El viento había dejado de soplar.

—Hum... ¿es ahora cuando caemos?

—Ajá —dijo Edén—, pero estás a punto de conocer una nueva definición de caer, Aya-chan.

—Oh. —Aya notó otro revuelo en el estómago, como si algo estuviera luchando por salir, algo que no quería estar a varios kilómetros del suelo sin otra compañía que una mochila llena de seda, dos chifladas y cuatro aerotablas inservibles.

—¡Presta atención, Aya! —gritó Edén—. Cuando hayas aterrizado, regresa a la línea de alta velocidad y llama a una aerotabla con tus pulseras. Te hemos dejado una junto a las vías.

Aya asintió, tratando de no perder detalle. Este era el final espectacular que necesitaba su reportaje y solo le quedaban unos segundos para atar los cabos sueltos.

—¿Qué haréis ahora que seréis famosas?

—Nos marchamos de la ciudad esta noche —dijo Lai. El viento arreciaba de nuevo y tiraba de su pelo hacia arriba, haciendo que pareciera aún más trastornada de lo habitual—. Nos cambiaremos las caras. Por eso te hemos traído a dar esta vuelta, para sacarte ventaja.

Aya seguía sin poder creerlas.

—¿Es que no os dais cuenta de la fama que obtendréis por destapar esta historia? ¿La cantidad de méritos?

—Esta historia generará algo más que méritos. —Lai desactivó una pulsera y estrechó con fuerza la mano de Aya—. Ten cuidado.

—No te preocupes, contaré hasta treinta.

—No. Me refiero a que tengas cuidado después de lanzar la historia.

El trineo giraba cada más deprisa, junto con la tierra y el cielo.

—¿Cuidado con qué?

—¡Con todo y con todos! —gritó Lai por encima del rugido del viento—. ¡Quienesquiera que construyeron esa monstruosidad son peligrosos!

El trineo estaba empezando a ladearse y a dar vueltas incontroladas.

—Hablando de peligros, ¿no deberíamos apearnos ya? —preguntó Aya, girando sus pulseras protectoras.

—¡Ten cuidado! —gritó Lai—. ¡Y disfruta de tu fama!

Le plantó una bota en el pecho y la empujó.

Aya salió despedida del trineo dando volteretas y sin aire en los pulmones. De repente estaba sola, atravesando inevitablemente el aire. Aunque solo fuera un puñado de aerotablas inservibles, por lo menos había tenido algo a lo que agarrarse hacía un momento.

Ahora solo tenía aire.

Puso los brazos en cruz para tratar de controlar el descenso. Debía contar hasta treinta antes de tirar de la cuerda. Pero ¿desde la cresta del ascenso... o desde el momento en que Lai la empujó?

¿Y cuántos segundos habían pasado ya?

La caída se fue estabilizando poco a poco pero los ojos le lloraban y abajo la Tierra era una mancha borrosa. Ignoraba lo lejos que podría arrastrarla el viento si abría el paracaídas demasiado pronto.

Miró desesperadamente a su alrededor, buscando a Edén y a Lai, y las divisó a diez metros de ella, aferradas al trineo mientras la mano de Edén avanzaba para tirar de la cuerda del paracaídas. Saltaron del trineo y un ondulante torrente de tela estalló en lo alto del artefacto.

El paracaídas se hinchó y el artefacto salió disparado hacia arriba, perdiéndose en la oscuridad.

La Tierra aparecía cada vez más nítida. Aya ya podía divisar a las Chicas Astutas y sus linternas en torno a la boca de la catapulta magnética.

Lai y Edén estaban a unos doce metros de ella, gritando como posesas, disfrutando cada segundo de su último salto. Aya se dijo que probablemente no era una buena idea esperar a que ellas tiraran de sus respectivas cuerdas para hacerlo ella.

Miró abajo. La Tierra giraba y crecía más deprisa ahora, los árboles, piedras y matorrales estaban ganando definición. Se imaginó golpeando el suelo a toda velocidad... Y tiró de la cuerda.

El paracaídas brotó sobre su cabeza y después de unos cuantos bandazos se hinchó con un chasquido ensordecedor. Las correas la enderezaron como a una marioneta aupada del suelo con cordeles.

Unos segundos de turbulencia... y de repente el aire se sosegó.

La luna brillaba tenuemente a través de la seda translúcida. Aya podía adivinar los contornos rectangulares de las sábanas y las fundas de almohada que las chicas habían cosido entre sí. La panorámica de las montañas se apaciguó.

Lai y Edén ya habían pasado como flechas por su lado, dejando una estela de aullidos. Seguían descendiendo en caída libre, con los brazos en cruz, como si estuvieran impacientes por abrazar la montaña.

¿Es que querían matarse?

En el último segundo los paracaídas brotaron de las mochilas, vertiendo torrentes de tela, y se hincharon.

Aun así, Lai y Edén seguían moviéndose deprisa. El viento las arrastraba de costado por encima de la cumbre de la montaña mientras las demás Chicas Astutas corrían detrás de ellas. Se elevaron brevemente unos metros, descendieron de nuevo y sus botas arañaron el polvo y la maleza hasta detenerse.

Las chicas fueron a su encuentro y procedieron a recoger los pliegues de tela esparcidos por el suelo.

Pero Aya se encontraba todavía a cien metros del suelo. El viento ganó fuerza y la alejó de la boca de la catapulta magnética. Transportada por el paracaídas como por una vela de seda, sobrevoló las cabezas de Lai y Edén. Al término de la montaña apareció el valle y Aya comprendió que aún tenía por delante una larga caída.

Por eso Lai y Edén habían elegido una noche tan ventosa. Aya todavía tardaría unos minutos en aterrizar y puede que horas en regresar a las vías de alta velocidad. Tiempo de sobra para que las chicas pudieran escapar antes de que ella pudiera siquiera pensar en lanzar la historia.

Miró fijamente la veta plateada de la línea de alta velocidad. Columpió los pies y tiró de las correas en un esfuerzo por guiarse hacia las vías. Pero el paracaídas se hinchó sobre su cabeza, atrapado en otra corriente ascendente.

La esperaba una larga caminata, pero por el momento nada podía hacer salvo dejar que sus cámaras espía filmaran el paisaje y el lento, lento descenso.

La última advertencia de Lai resonaba en sus oídos, pero Aya no estaba asustada. En cuanto el reportaje apareciera en las fuentes el asunto dejaría de ser su problema. Desde la Guerra de Diego el mundo tenía reglas muy estrictas sobre al almacenamiento de armas. El Comité de Concordia Global realizaría una redada en cuestión de horas y haría pedazos la montaña.

Alguien estaba metido en un serio problema.

Pero ese alguien no era Aya Fuse. Su mayor problema en esos momentos era qué ropa ponerse para la Fiesta de las Mil Caras de Nana Love. Porque, con un final como ese, la historia del Exterminador de Ciudades iba a hacerla famosa hasta ese punto.

Puede que para el resto de su vida.