21. Pruebas

—¿Estás segura de que nada te ha seguido? —gritó Kai. —Segurísima —respondió Aya deteniendo su aerotabla. Como medida de precaución, Moggle la había escoltado discretamente desde Akira Hall comprobando que no quedara ninguna aerocámara del corto reinado de la Reina del Limo por los alrededores. Para mayor seguridad, Ren le había cosido a la chaqueta de la residencia seis cámaras espía orientadas en direcciones diferentes, y ninguna había visto nada.

—¿Y las demás? —preguntó. Edén y Kai eran las únicas Chicas Astutas que la estaban esperando en el límite de la ciudad.

—Se han tomado la noche libre —dijo Edén—. Hace mucho viento para surfear, pero pensamos que te animarías después de tu destierro.

—¿En serio? —Aya frunció el entrecejo. De camino había observado el viento y no le había parecido tan fuerte—. Gracias. Estaba empezando a morirme de asco en mi cuarto.

—Eso te pasa por pasearte por ahí con caras célebres. —Kai rio—. Si te recortaras un poco la nariz a lo mejor no atraerías a tantos chicos perfectos.

Aya puso los ojos en blanco. ¿Su nariz era ahora demasiado perfecta?

—Ya vale, Kai. Lo único que quiero es volver a entrar en la montaña. He estado haciendo algunas indagaciones y tengo una teoría sobre esos cilindros.

—Estoy deseando oírla —dijo Edén—, pero me temo que andas un poco atrasada.

—¿Me estás diciendo que ya sabéis lo que son? —preguntó Aya en voz baja.

Edén sonrió y meneó la cabeza.

—No, te estoy diciendo que Kai es ahora Lai.

—Mantenerse en el anonimato es una lucha constante —declaró Lai—. Aunque tú ya lo sabes todo sobre eso, ¿verdad, Reina del Limo?

—En efecto, Lai. —Aya ocultó su alivio echando un vistazo por encima de su hombro. La reverberación del tren se estaba intensificando bajo sus pies.

—No debes preocuparte por estar desentrenada, Fisgona —dijo Lai con una sonrisa—. Surfear sobre ultrarrápidos es como montar en aerotabla. No se olvida.

La estela fue peor que nunca.

El viento fue aumentando a medida que el tren se acercaba al límite de la ciudad y Aya, tendida sobre su tabla, podía sentir sus tirones y sacudidas. Soplaba directamente sobre la curva y su energía se mezclaba con la turbulencia provocada por el paso del tren, como dos ríos veloces confluyendo en un poderoso rápido.

Su primer contacto con la estela le hizo girar como un tonel junto con la tierra y el cielo. Solo las pulseras trucadas de Edén la mantenían sujeta a la tabla mientras sus dedos se aferraban a la proa con los nudillos blancos de la tensión.

Luchaba por recuperar el control y estabilizar la tabla, pero cada vez que se acercaba al tren el tumulto volvía a voltearla.

Con razón Lai y Edén habían aconsejado a las demás chicas que se quedaran en casa.

El tren empezó a zumbar —estaba enderezándose de nuevo y ganando velocidad— y Aya apretó los dientes. No tenía la más mínima intención de pasarse otro día encerrada en su cuarto, dejando dormir la historia más importante desde la lluvia mental...

Se inclinó hacia la izquierda para impulsar la aerotabla hacia el tren y cruzar la barrera de la estela.

La tabla empezó a girar de nuevo, pero esta vez Aya no opuso resistencia. Dejó que el mundo diera una docena de vueltas a su alrededor hasta que el dibujo de las luces de las vías se estabilizó. Luego, dejando que las rotaciones de la tabla la arrastraran, atravesó la estela.

Una vez en la quietud de la estela, Aya forcejeó con la tabla hasta enderezarla. Todavía le daba vueltas la cabeza, pero el tren se extendía a su lado firme como una casa.

Se acercó lentamente a su flanco metálico y subió.

A unos metros de ella, Lai y Edén ya se habían levantado y la estaban observando con expresión jocosa.

—¡No está mal! —gritó Lai—. ¡Puede que estés preparada para aprender proezas nuevas!

El tren seguía acelerando, y Aya, que estaba trasladando una pulsera protectora al tobillo, no respondió. Se incorporó justo cuando el tren alcanzaba su velocidad de crucero, y las tres surfearon juntas y en silencio, esquivando obstáculos de decapitación, con la naturaleza pasando como una bala por sus costados.

La cadena montañosa no tardó en asomar a lo lejos. Ahora que Aya sabía lo que ocultaba dentro, la oscura mole se le antojó mucho más amenazadora.

Ren le había enviado nuevos cálculos ese día: solo una montaña podría ocultar una catapulta magnética lo bastante grande para lanzar un proyectil en órbita. La atmósfera era más fina en las cimas montañosas, de manera que los cilindros, una vez fuera del pozo, tropezarían con una resistencia atmosférica menor. Los creadores de ese montaje habían reflexionado largo y tendido sobre cómo destruir el mundo.

Mientras las oscuras cumbres crecían frente a ella, Aya se preguntó por primera vez si detractores de la lluvia mental como el Sin Nombre no estarían en lo cierto. Tal vez la humanidad fuera, en efecto, demasiado peligrosa para poder vivir en libertad. Apenas habían pasado tres años desde la sanación y alguien ya había construido un arma digna de los tiempos de los oxidados.

Por lo menos, el descubrimiento facilitaría las cosas en un sentido: una vez que las Chicas Astutas supieran para qué era la catapulta magnética, tendrían que comprender que no podían seguir manteniendo la historia en secreto.

—Cuéntanos tu teoría —dijo Lai.

—Guarda relación con esa cosa. —Aya señaló con su linterna la puerta camuflada.

Eden Maru estaba arrodillada junto a la puerta con el hacker en las manos mientras sus dedos saltaban sobre los mandos. La linterna de Aya era la única luz en el túnel —Lai y Edén tenían visión infrarroja— y la oscuridad que las rodeaba cobró vida cuando la puerta comenzó a zumbar.

—¿Con la materia inteligente? —preguntó Lai.

—Exacto. —Aya paseó la luz de la linterna por la superficie, viéndola rielar y temblar, aspirando el olor a lluvia—. ¿Y si los cilindros estuvieran llenos de materia inteligente?

Edén miró a Lai por encima del hombro, pero ninguna de las dos habló.

—El pozo que descubrió Edén parece una catapulta magnética —continuó Aya—. Y si los cilindros pueden cambiar de forma, probablemente sean algún tipo de misil.

Durante unos segundos solo se oyó el rumor de la materia inteligente. Finalmente, Lai dijo:

—¿Estás diciendo que toda la montaña es una gran arma?

—Exacto. Un arma anticuada, parecida a las de los oxidados.

—Interesante teoría. —Edén observó cómo las últimas capas de la puerta caían, dando paso a la luz anaranjada del túnel—. ¿Estás segura de ella?

—Casi. Podré demostrarla cuando lleguemos a los cilindros.

Cruzaron la puerta y Edén procedió a taparla de nuevo. Aya ya había dado por hecho que esa noche Moggle se quedaría fuera. Por lo menos tenía sus cámaras espía.

—Muy lista —dijo Lai—, pero no eres la única que le ha estado dando al ingenio esta semana.

Aya frunció el entrecejo. Ni siquiera parecían sorprendidas.

—Se trata de algo muy serio, Lai. Esos cilindros podrían destruir una ciudad entera. Son mucho más mortíferos que las armas utilizadas en la Guerra de Diego.

—Tal vez, Fisgona, pero espera a ver lo que nosotras hemos preparado.

—Pero esto podría significar...

—¡Aya, he dicho que esperes!

La puerta se cerró y Aya guardó silencio. Había olvidado que Edén Maru también era un tecnocerebro, y mucho más famoso que Ren. ¿Qué habían estado haciendo ella y las Chicas Astutas esa última semana?

Echaron a andar por los pasillos de piedra sorteando muebles y aparatos. Cuando llegaron a la sala de los cilindros, Aya se detuvo en lo alto de la escalera para permitir que sus cámaras espía filmaran las hileras de misiles metálicos.

—¿Qué te pasa, Fisgona? —preguntó Edén.

—Si me prestas un momento el hacker, te enseñaré algo.

—No es un juguete —le advirtió Edén.

—Lo sé. Solo quiero hacer una prueba.

—Préstaselo —dijo Lai—. Podría ser interesante.

Edén suspiró y le tendió el aparato. Era más pesado de lo que Aya imaginaba y tenía la parte de arriba plagada de mandos y lecturas. Ren le había advertido que era una de las pocas máquinas deliberadamente diseñadas para dificultar su utilización: ni ayuda de voz, ni pantalla de instrucciones, ni interfaz, tan críptica como los aparatos de los oxidados expuestos en el museo de la ciudad.

Aya bajó los escalones y eligió un cilindro al azar. Extrajo de su bolsillo la tira de memoria de Ren y la introdujo en el lector del hacker.

—¿Has escrito un código para un hacker de materia? —bufó Edén—. Estás llena de talentos ocultos.

Aya se encogió de hombros. Estaba cansada de mentir.

Cuando el hacker arrancó, lo colocó sobre el flanco metálico del cilindro. Un zumbido, mucho más quedo que el de la puerta camuflada, llenó el aire. Parecía al ruido sordo de un tren, pero suave como un arco deslizándose por la cuerda de un chelo.

Un olor inundó el aire. Como en el caso de la puerta, Aya percibió un sabor a lluvia y tormenta.

El cilindro empezó a cambiar de forma lentamente, como si fuera sirope de metal cayendo en un molde invisible. Primero adquirió la forma de un cono de punta redondeada y color blancuzco, tal como Ren le había explicado que ocurriría: la parte blanca estaba hecha enteramente de materia inteligente y constituía una coraza térmica para impedir que el cilindro ardiera en su lanzamiento en órbita. Por los costados asomaron cuatro alas pequeñas y gruesas, una de ellas apuntando hacia Aya como el pseudópodo de una bacteria metálica.

Retrocedió, fascinada por los movimientos ondulantes.

Las alas giraban y cambiaban de posición, diseñadas para utilizar la atmósfera superior para dirigir el misil hacia la órbita correcta. La transformación se detuvo inopinadamente, como un líquido congelándose de golpe, y el metal quedó completamente quieto frente a ellas.

Tal vez esperara instrucciones concretas, algo más complejo que la simple orden programada por Ren.

—¿Eso es todo? —dijo Lai.

—Creo que sí. —Aya frunció el entrecejo—. Pero habéis visto las alas. Significa que es un misil, ¿no?

Edén sonrió.

—Eso dedujimos nosotras. Buena demostración, por eso.

—¿Ya lo sabíais? —exclamó Aya.

Lai se encogió de hombros.

—Una vez que caímos en la cuenta de que el pozo era una catapulta magnética, fue fácil deducir el resto. Pero debo reconocer que no se nos ocurrió comprobar los cilindros. Teníamos la atención puesta en la otra mitad de la ecuación.

—¿Qué otra mitad?

—Ahora lo verás, Reina del Limo.

Edén la cogió firmemente de la mano y puso rumbo a la entrada de la catapulta magnética. Avanzando a gatas por el túnel, el trío llegó al borde del pozo. Lai señaló el oscuro abismo.

—¿Ves algo nuevo?

La luz de la linterna de Aya se perdió antes de alcanzar el fondo.

—No puedo ver nada, Lai. No tengo visión infrarroja, ¿recuerdas?

—En ese caso, acércate un poco más.

Lai le puso una mano en medio de la espalda y la empujó al vacío.