Había algunas aerocámaras merodeando frente a Akira Hall. Aunque la historia de la Reina del Limo empezaba a decaer —después de todo, había caras mucho más célebres que criticar en la ciudad—, Aya decidió actuar con precaución. Unos días más en la sombra y estaría en condiciones de recibir la atención de las cámaras.
Abrazada a Moggle, saltó por una ventana trasera de la quinta planta y aterrizó con contundencia en el nuevo jardín de crisantemos de la residencia. Un monitor le soltó un feroz chirrido: Aya había hundido una flor en el barro.
«Mal día para obtener méritos», se dijo.
—Tráeme la tabla, Moggle, pero que no te vean todas esas cámaras.
Moggle voló hacia los portatablas, deteniéndose en la esquina para inspeccionar la situación. Tras la aventura de la noche anterior, finalmente estaba aprendiendo a ser discreta.
Aya escudriñó el bosque mientras esperaba, preguntándose si había cámaras paparazzi ocultas entre los árboles. Se le puso la piel de gallina al pensar que podían estar observándola. ¿Era así como vivía Kai? ¿Siempre escondiéndose, siempre temiendo cualquier tufillo a reputación? Era para acabar paranoica.
Moggle reapareció seguida de la tabla y Aya se montó en ella.
—Nos vemos en casa de Hiro —dijo.
Moggle parpadeó una vez y se adentró como una bala en el bosque, rumbo al barrio famoso de la ciudad.
—¡Hola, Reina del Limo!
Aya resopló.
—Abre, Hiro, alguien podría reconocerme.
—Imposible. No llevas tus vestiduras de limo.
—¡Hiro!
Después de otra carcajada, la puerta del ascensor se abrió finalmente y Aya y Moggle entraron.
Hiro y Ren seguían riendo cuando la puerta se abrió de nuevo. Estaban despatarrados en el sofá, jugando a un videojuego destrozapulgares en la inmensa pantalla mural de Hiro. Las guirnaldas de grullas temblaban y bailaban con el fragor de las explosiones y disparos.
—¿Qué hacéis? —gritó Aya por encima del estruendo.
—El Sin Nombre acaba de lanzar un reportaje que ataca los videojuegos destrozapulgares —gritó Ren—, así que nos hemos entregado a un día de guerra.
Aya puso los ojos en blanco. Hiro seguía molesto con el Sin Nombre por haber atacado a los ancianos de su reportaje sobre la inmortalidad al llamarlos «frikis» y «acabamundos».
—¿No está un poco alto?
—Lo siento, Limo-sensei —gritó Hiro—. Por cierto, buen trabajo con tu rango facial. ¡Unas cuantas apariciones más como Reina del Limo y seguro que te invitan a la Fiesta de las Mil Caras!
Aya arrugó la frente.
—¿No eres tú el que siempre dice que la fama negativa no existe?
—Lo dice la interfaz de la ciudad, no yo —repuso Hiro—. ¡Yo estoy en contra de la limo-fama!
Ren rio entre dientes al tiempo que se inclinaba hacia un lado para guiar a su personaje en una maniobra arriesgada.
—¿De qué te ríes, Ren? —aulló Aya—. ¡Fuiste tú el que me obligó a sumergirme en el lago!
—No sabía que de regreso a casa te pararías a charlar con un perfecto famoso.
—¡Yo tampoco! —tronó Aya por encima de las explosiones.
—¡Ya! —replicó Hiro—. Como tampoco sabías quién era Frizz Mizuno cuando vimos su fuente ayer.
—Ayer no le conocía. O mejor dicho no conocía su nombre. Le había visto por primera vez tan solo la noche previa... en una fiesta.
Hiro frunció el entrecejo e hizo un gesto con la mano. Las imágenes de la pantalla se congelaron y el sonido murió de golpe.
—¿Desde cuándo te invitan a las mismas fiestas que a Frizz Mizuno?
—En realidad... no estaba invitada. —Hiro enarcó una ceja y Aya soltó un gemido—. Me colé en la fiesta de un tecnocerebro, ¿vale? Estaba buscando a las Chicas Astutas.
—Ah, otra vez tus chicas imaginarias. —Hiro dejó escapar un largo suspiro—. ¿Por qué pierdes el tiempo con unicornios, Aya-chan?
—No son imaginarias. De hecho, anoche estuve con ellas.
—¿Con los unicornios? —preguntó Hiro.
—Con las Chicas Astutas, cabeza de burbuja. Y surfeamos juntas.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Ren.
—¿No habéis oído hablar del surfeo sobre trenes ultrarrápidos? —Aya hizo un gesto y Moggle procedió a descargar secuencias en la pantalla mural de Hiro—. Entonces tenéis que ver esto.
Hiro fue a decir algo, pero la pantalla mural ya estaba cobrando vida. Cruzó los brazos y observó en silencio el comienzo de la noche de Aya como Chica Astuta.
Cuando la película tocó a su fin, lo primero que Hiro dijo fue:
—Mamá y papá te matarán.
Aya no podía rebatírselo. Sus padres ni siquiera aprobaban el salto con arnés. No quería ni imaginar lo que su madre diría cuando la viera surfear sobre un tren ultrarrápido.
—Tus ancianos son la menor de tus preocupaciones —intervino Ren—. Cuando lances esto seguro que los guardas te harán una visita.
—Lo sé —suspiró Aya—. Esa es la parte negativa de lanzar esta historia. Nadie podrá volver a surfear sobre ultrarrápidos.
—No me refiero a eso —dijo Ren, bajando la voz—. Los guardas se olvidarán por completo del surfeo en cuanto vean esa catapulta magnética.
Aya miró a Hiro, pero parecía tan perplejo como ella.
—¿Qué es una catapulta magnética? —preguntó.
Ren caminó hasta la pantalla mural y rebobinó las imágenes con una vuelta de dedo. Congeló la secuencia donde Moggle subía por el pozo y señaló con un dedo el brillo metálico incrustado en la piedra.
—Esto es una bobina de cobre, ¿verdad?
—Eso creo —dijo Aya—. ¿Como un motor eléctrico?
—O una vía de tren —dijo Ren—. Los trenes ultrarrápidos tienes dos tipos de imanes. Los que hacen levitar el tren y las catapultas magnéticas.
—¿Que hacen qué? —preguntó Aya.
—Mueven el tren. Conforme este se desliza, las catapultas magnéticas pasan de negativo a positivo, tirando por delante, empujando por detrás, haciéndolo ir cada vez más deprisa. Y lo mismo puede hacerse hacia arriba.
—¿Me estás diciendo que ese pozo es como un tren ultrarrápido que sube y baja? —Aya se encogió de hombros—. ¿Que funciona como un ascensor?
Ren negó con la cabeza.
—Esto podría ir mil veces más deprisa que un ascensor. Viste la cámara estanca, ¿verdad? Si succionas todo el aire del pozo, estarás acelerando a través de un vacío, sin rozamiento alguno, todo velocidad. Con suficiente electricidad, una catapulta magnética podría ponerte en órbita.
—Pero ¿por qué ocultarla en una montaña? —preguntó Hiro.
Ren contempló la bobina de cobre.
—Dependerá del uso que se dé a esos cilindros.
Aya se encogió de hombros.
—A mí solo me parecieron grandes moles de metal.
—¿Y si dentro tienen materia inteligente? Podrían cambiar de forma mientras vuelan, fabricarse alas para guiarse hacia un objetivo, incluso crearse una coraza térmica.
—Imposible, Ren. —Hiro se incorporó—. El Sin Nombre tiene razón. ¡Nuestros videojuegos destrozapulgares te han convertido en un bélico chiflado!
—Muy gracioso. —Ren movió la imagen hasta obtener el plano corto de un cilindro—. Déjame hacer algunos cálculos. ¿Qué tamaño tienen, Aya?
—Hum... Probablemente, un metro de ancho. Y son un poco más altos que yo. —Aya frunció el entrecejo—. ¿A qué viene tanto entusiasmo?
—Está delirando —dijo Hiro.
—Digamos que tienen dos metros de alto. —Los dedos de Ren giraron y sobre la imagen del cilindro comenzaron a caer números—. Por lo tanto, el cuadrado del radio es la cuarta parte de un metro, que multiplicado por Pi da más o menos 0,75, que multiplicado por dos metros de altura da uno y medio. Eh, habitación, ¿cuánto pesaría un metro y medio cúbico de acero?
—¿Qué clase de acero? —preguntó la habitación.
—Me da igual. Redondea.
—Cerca de doce toneladas.
—¿Doce toneladas? —Ren dio un paso atrás y se hundió en la silla de Hiro, mirando la pantalla con ojos como platos.
—¿Qué tiene eso de sorprendente? —preguntó Aya con voz queda.
Hiro se inclinó hacia delante y la expresión burlona desapareció de su rostro.
—Eh, habitación, ¿cuánta energía tendrían doce toneladas de acero si las dejaras caer desde órbita?
—¿Desde qué altura en órbita? —preguntó la habitación.
Hiro miró a Ren, que se encogió de hombros y dijo:
—¿Doscientos kilómetros? No tengas en cuenta la resistencia del aire y redondea.
La habitación contestó casi al instante.
—El objeto aterrizaría a dos mil kilómetros por segundo, liberando veinticuatro gigajulios, lo que equivale a seis toneladas de TNT.
—Malo —dijo Hiro.
—¿Qué es el TNT? —preguntó Aya.
—Hoy día es una unidad de energía —explicó Ren—, pero hace mucho tiempo era un compuesto químico que los oxidados utilizaban para fabricar bombas.
—¿Bombas? —Aya tragó saliva—. ¿Como cuando se disparaban misiles unos a otros?
—Caray, Reina del Limo —dijo Hiro—, eres rápida.
Ren asintió lentamente.
—Podría tratarse de un exterminador de ciudades.
—Estás de broma, ¿verdad? —Aya recordaba las armas oxidadas que habían destruido ciudades enteras en cuestión de segundos, abrasando el cielo y dejando el suelo envenenado durante décadas—. Los exterminadores de ciudades tenían cerebros bélicos. Esos cilindros son solo acero macizo.
—Tienes razón, Aya, y a los dinosaurios los exterminó el hierro —dijo Ren—. Hierro caído del espacio. Esos cilindros no caerían de forma aleatoria. La materia inteligente podría descomponerlos en fragmentos, uno para cada edificio de la ciudad. ¿Cuántos cilindros dijiste que había?
—Centenares —dijo Aya en un susurro.
—¿Miles de toneladas? ¿Con lo que escasea el metal?
Aya meneó la cabeza.
—Tíos, ¿no os estáis precipitando en vuestras conclusiones? Ni siquiera sabemos si dentro tienen materia inteligente.
—Quizá pueda conseguirte algo para comprobarlo —dijo Ren.
—¿Serviría un hacker de materia? —preguntó Aya. Ren y Hiro se volvieron bruscamente hacia ella—. Porque las Chicas Astutas... eh... tienen uno.
—Aya —dijo lentamente Hiro—, ¿no me digas que has estado jugando con hackers de materia?
—¡Ni lo rocé!
—¡Aya! Los hackers de materia no solo te quitan méritos, ¡te llevan a la cárcel!
—Pero son ideales —intervino Ren—. Es increíble lo que hacen con solo enviarles una orden.
—¡Ren! —aulló Hiro—. Mi hermana pequeña no pasará un segundo más con esas Chicas Astutas. ¿Quieres que mis padres me maten?
Ren miró a Aya.
—Si tú no quieres ir, Aya, yo lo haré. Pero seguirá siendo tu historia...
Aya no respondió enseguida. Estaba contemplando la marea de números que cubría la pantalla, acordándose de cuando tenía diez años. Habían llevado a toda la clase en aerovehículos a ver unas viejas ruinas de la segunda guerra global de los oxidados. El esqueleto calcinado de una cúpula se elevaba sobre unas paredes semiderruidas, con las ventanas huecas, marcando el lugar donde cien mil personas habían muerto de un solo fogonazo. No lo había creído posible, ni siquiera de los oxidados.
Y ahora parecía que alguien estaba siguiendo sus pasos.
—Lo siento, Hiro, pero tengo que ir. El fin del mundo no es una historia que podamos lanzar solo a medias.