2. Tecnocerebros

—¿Lo estás filmando? —susurró Aya.

Moggle ya estaba rodando y los fuegos artificiales de seguridad se reflejaban en sus objetivos. Sobre la mansión flotaban globos aerostáticos y los juerguistas se lanzaban desde las azoteas con sus arneses de salto, dando gritos. Parecía una fiesta de las de antes: desmadrada y rebosante de luz.

O por lo menos así era cómo el hermano mayor de Aya describía siempre la era de la perfección. En aquellos tiempos todos los jóvenes se sometían a una gran operación quirúrgica al cumplir los dieciséis. La intervención los convertía en personas guapas pero, en secreto, les cambiaba la personalidad, dejándoles descerebrados y fáciles de controlar.

Hiro no había sido un cabeza de burbuja durante mucho tiempo; había cumplido los dieciséis apenas unos meses antes de que la lluvia mental llegara y curara a los perfectos. Le gustaba decir que fueron unos meses atroces, como si ser superficial y vanidoso no fuera en absoluto con él. Pero reconocía que las fiestas habían sido alucinantes.

Aya no esperaba verlo allí esa noche; era demasiado famoso. Consultó su pantalla ocular: el rango facial medio en la mansión era de veinte mil. Comparados con su hermano mayor, los invitados a esa fiesta eran unos completos extras.

Comparados con una fea con el rango facial en medio millón, eran auténticas estrellas.

—Ten mucho cuidado, Moggle —susurró—. Aquí no somos bienvenidas.

Se subió la capucha y salió de la oscuridad.

Dentro, el aire estaba lleno de aerocámaras. Había desde cámaras del tamaño de Moggle hasta enjambres de objetivos paparazzi no más grandes que el corcho de una botella de champán.

En las fiestas de tecnocerebros siempre había mucho para ver, gente pirada y juguetitos de última generación. Puede que la gente no fuera tan guapa como en los tiempos de los perfectos, pero las fiestas eran mucho más interesantes: monos quirúrgicos con dedos de serpiente y pelo de medusa; ropas de materia inteligente que ondeaban como banderas; fuegos artificiales de seguridad que se deslizaban por el suelo sorteando pies y humeando incienso.

Los tecnocerebros vivían por y para las nuevas tecnologías; les encantaba alardear de sus últimas creaciones, y a los lanzadores les encantaba ponerlos en sus fuentes. El interminable ciclo de invención y publicidad elevaba el rango facial de ambos, de modo que todos contentos.

En cualquier caso, todos los que estaban invitados.

Una aerocámara se estaba acercando a Aya lo bastante baja para poder escrutarle el rostro. Aya bajó la cabeza y se abrió paso hasta un grupo de bombarderos. Como una pandilla de monjes budistas preoxidados, los bombarderos siempre llevaban puesta la capucha en público. Ya estaban bombardeando, gritando el nombre de un miembro de la camarilla elegido al azar para conseguir que la inter— faz de la ciudad le elevara el rango facial.

Aya saludó al grupo con un gesto de cabeza y, manteniendo oculto su rostro de fea, se sumó a las voces.

El bombardeo tenía como objetivo analizar minuciosamente los algoritmos de reputación de la ciudad. ¿Cuántas veces era preciso mencionar tu nombre para que entrara en los mil primeros? ¿Cuán rápida era la caída si todo el mundo dejaba de hablar de ti? La camarilla de bombarderos era un gran experimento controlado, de ahí que todos vistieran el mismo atuendo.

Pero Aya sospechaba que a la mayoría de los bombarderos le traía sin cuidado las matemáticas. En realidad eran unos farsantes, extras patéticos que aspiraban a ser famosos a fuerza de hablar de ellos. De ese modo habían fabricado celebridades en los tiempos de los oxidados, promocionando a unos cuantos cabezas de burbuja en un puñado de fuentes e ignorando al resto.

¿Qué sentido tenía la economía de la reputación si te decían de quién debías hablar?

Pero Aya siguió vociferando como una buena bombardera mientras permanecía atenta a su pantalla ocular y observaba la fiesta a través de los objetivos de Moggle. La aerocámara sobrevolaba la multitud deteniéndose en cada rostro.

La camarilla secreta que Aya había descubierto tenía que estar allí. Solo unas tecnocerebros podrían lograr una hazaña como esa...

Las había visto tres noches antes sobre uno de esos nuevos trenes ultrarrápidos que cruzaban la zona industrial a velocidades demenciales, tan demenciales que las imágenes filmadas por Moggle habían quedado demasiado borrosas para poder utilizarlas.

Aya tenía que volver a dar con ellas. La persona que sacara a la luz la delirante proeza de viajar encima de un tren ultrarrápido se haría famosa al instante.

Pero Moggle ya estaba distraída observando a una pandilla de neogourmets que flotaba bajo una especie de nube rosa. Se la estaban bebiendo con pajitas de un metro de longitud, como astronautas tratando de recuperar el té derramado de una taza.

Los neogourmets ya no eran novedad; Hiro había lanzado un reportaje sobre ellos el mes anterior. Comían hongos ya extinguidos que brotaban de esporas prehistóricas, hacían helado con nitrógeno líquido e inyectaban sabores en materias extrañas. Ese alimento rosa que parecía un aerogel tenía la densidad de una burbuja de jabón.

Una gota pequeña se separó de la nube y pasó flotando junto a Aya, que al percibir el olor a arroz y salmón hizo una mueca de asco. Comer sustancias extrañas era, sin lugar a dudas, una excelente manera de elevar el rango facial, pero ella prefería que su sushi pesara más que el aire.

Así y todo, le gustaba estar rodeada de tecnocerebros, aunque tuviera que esconder la cara. Una gran parte de la ciudad permanecía anclada en el pasado, tratando de redescubrir el haiku, la religión y la ceremonia del té, todas las cosas que se habían perdido durante la era de la perfección, cuando todo el mundo tenía el cerebro lesionado. Pero los tecnocerebros estaban construyendo el futuro, recuperando el tiempo perdido tras tres siglos de estancamiento.

Aya se encontraba en el lugar idóneo para encontrar historias.

Algo en su pantalla ocular le hizo dar un respingo.

—¡Detente, Moggle! —bisbiseó—. Panorámica a la izquierda.

Allí, detrás de los neogourmets, viéndoles perseguir gotas descarriadas con cara divertida, había una cara conocida.

—¡Es una de ellas! ¡Plano corto!

La chica, una perfecta de belleza clásica con ojos levemente manga, aparentaba unos dieciocho. Llevaba un equipo de aeropelota y estaba flotando elegantemente a diez centímetros del suelo. Y tenía que ser famosa. Estaba rodeada por una burbuja de reputación, un séquito de amigos y admiradores, que mantenía a los extras a raya.

—Acércate para que pueda oírles —susurró Aya.

Moggle avanzó lentamente hasta la burbuja y sus micrófonos no tardaron en recoger el nombre de la chica. La pantalla ocular de Aya se inundó de datos.

Eden Maru era jugadora de aeropelota, banda izquierda, de los Swallows, campeones de la ciudad el último año. También era célebre por las modificaciones de sus elevadores.

Según todas las fuentes, Edén acababa de dejar a su novio por «diferencias de ambición», eufemismo que en realidad quería decir: «Ella se ha vuelto demasiado famosa para él». El rango facial de Edén había alcanzado el puesto diez mil después del campeonato, mientras que su novio, como quisiera que se llamara, se mantenía en el puesto doscientos cincuenta mil. Todo el mundo sabía que ella necesitaba salir con alguien cuyo rango facial se acercara más al suyo.

Pero ninguno de esos rumores mencionaba a la camarilla de Edén que viajaba sobre trenes ultrarrápidos. Debía de estar manteniendo la proeza en secreto, aguardando el momento para sacarla a la luz.

Si Aya lograra lanzar la historia antes que Edén, se haría famosa de la noche a la mañana.

—Síguela —dijo a Moggle antes de unirse de nuevo a las voces.

Media hora más tarde, Edén Maru se dirigió a la salida.

Aya se alegró de poder abandonar el grupo de bombarderos; había gritado el nombre de «Yoshio Nara» un millón de veces. Esperaba que Yoshio disfrutara del absurdo incremento de su rango facial, porque no quería volver a oír ese nombre en su vida.

A través de Moggle vio que Edén Maru estaba cruzando la puerta sola, sin séquito. Seguro que iba a encontrarse con su camarilla secreta.

—No te separes de ella, Moggle —le susurró Aya con la voz ronca. Tanto grito le había dejado la garganta seca. Una bandeja con bebidas pasó flotando por su lado—. Enseguida te alcanzo.

Cazó una copa al vuelo y se la bebió de un trago. El alcohol le produjo un escalofrío, lo último que necesitaba en esos momentos. Agarró otra copa con mucho hielo y se dirigió a la salida.

Una pandilla de pieles pixeladas cuyos cuerpos cambiaban de color como camaleones beodos se interpuso en su camino. Al escurrirse entre ellos reconoció un par de caras de las fuentes de los monos quirúrgicos. Un leve estremecimiento de reputación le recorrió el cuerpo.

Cuando llegó a la escalinata derramó el líquido entre los dedos y conservó los cubitos de hielo. Se los metió en la boca y procedió a triturarlos con los dientes. Después del ambiente sofocante de la fiesta el hielo le supo a gloria.

—Interesante cirugía —dijo alguien.

Aya se detuvo en seco... la capucha se le había caído, dejando al descubierto su cara de fea.

—Eh, gracias —farfulló, y se tragó los fríos fragmentos de hielo. La brisa le golpeó el rostro sudoroso y Aya pensó en lo poco atractivo que debía de ser su aspecto.

El chico sonrió.

—¿De dónde sacaste la idea de esa nariz?

Súbitamente muda, Aya solo alcanzó a encogerse de hombros. En su pantalla ocular podía ver a Edén Maru sobrevolando ya la ciudad, pero era incapaz de apartar los ojos del chico. Era un cabeza manga: de ojos grandes y brillantes, su delicado rostro poseía una belleza que no parecía humana. Unos dedos largos y finos acariciaban su perfecta mejilla mientras la miraba fijamente.

He ahí lo más extraño: él la estaba mirando a ella.

Porque él era guapísimo, mientras que ella era fea.

—Déjame adivinar —dijo—. De un cuadro de los tiempos de los preoxidados.

—Eh... no exactamente. —Aya se tocó la nariz en tanto deglutía los últimos pedacitos de hielo—. Fue más bien... una creación espontánea.

—Claro. Es extraordinaria. —El chico se inclinó—. Frizz Mizuno.

Mientras Aya le devolvía el saludo la pantalla ocular le mostró su rango facial: 4.612. Un estremecimiento de reputación le recorrió el cuerpo al comprender que estaba hablando con alguien importante, conectado, valioso.

Estaba esperando que Aya le dijera su nombre. En cuanto lo hiciera, descubriría su rango facial y su maravillosa mirada buscaría un objetivo más interesante. Aunque a él le gustara su feo rostro, ya fuera como consecuencia de la lluvia mental, ser una extra era sencillamente patético.

Además, su nariz era demasiado grande.

Giró una pulsera protectora para convocar a su aerotabla.

—Me llamo Aya, pero ahora... debo irme.

Frizz Murino se inclinó.

—Claro. Tienes gente que ver, reputaciones que bombardear.

Aya se miró la túnica y rio.

—¿Lo dices por esto? En realidad estoy de... incógnito.

—¿De incógnito? —La sonrisa de Frizz Mizuno era deslumbrante—. Qué chica tan misteriosa.

La tabla se detuvo al pie de la escalinata. Aya empezó a bajar los escalones sin demasiada convicción. Moggle ya se encontraba a medio kilómetro de allí, siguiendo a Edén Maru en la oscuridad a toda velocidad, pero una parte de ella estaba pidiendo a gritos quedarse.

Porque Frizz seguía mirándola.

—No era mi intención parecer misteriosa —dijo—. Simplemente ha surgido así.

Frizz rio.

—Me gustaría conocer tu apellido, Aya, pero sospecho que no vas a decírmelo.

—Lo siento —dijo ella con voz chillona, subiéndose a la tabla—, pero ahora debo ir tras alguien. Se me está... escapando.

Frizz hizo otra inclinación de cabeza y su sonrisa se amplió.

—Suerte con la persecución.

Impulsándose hacia delante, Aya se adentró en la noche con la risa de Frizz resonándole en los oídos.