Mientras Aya volaba hacia Akira Hall se preguntó si no estaría, pillando un virus.
Aunque hacía sol, estaba tiritando. La noche previa había sido agotadora, y ahora, para colmo, tenía el uniforme empapado y cubierto de limo.
—Recuérdame que tome alguna medicina cuando lleguemos a casa.
Moggle encendió sus luces nocturnas y Aya sonrió. A pesar del limo y la tiritera, se sentía mucho mejor con una aerocámara volando a su lado. Solo necesitaba una ducha caliente para que las cosas volvieran a ser normales. Bueno, en realidad, todo lo normales que pudieran ser después de un viaje nocturno por la vasta y transformadora naturaleza. Todo se le antojaba tan reposado allí, en la ciudad.
Cuando hacía buen tiempo, los parques se llenaban de gente: padres con sus pequeños, equipos de béisbol de imperfectos jugando contra equipos de ancianos. Los campos de fútbol que lindaban con Akira Hall habían sido acordonados para que un grupo de pequeños librara una batalla mecánica. Corrían de un lado a otro dentro de un cuerpo guerrero mecánico zumbándose con espadas de plástico y disparando misiles de espuma y fuegos artificiales de seguridad. Se trataba de un juego absurdo —los jugadores mecánicos, por buenos que fueran, jamás se hacían famosos—, pero parecía divertido.
Justo cuando ella y Moggle rodeaban los campos de fútbol una rueda de guerra escapó de la zona acordonada, les pasó rozando y rebotó en los árboles. Moggle fue en pos de la estela de chispas de seguridad. Aya la siguió, riendo, y bajó al lugar donde había rodado hasta detenerse.
Se apeó de la tabla y recogió la rueda. Los fuegos artificiales no se habían agotado aún y la rueda chisporroteaba inofensivamente.
Se volvió hacia el campo de batalla con una sonrisa y apuntó.
—¡Observa!
Aunque su lanzamiento fue torpe, la rueda de guerra empezó a chisporrotear de nuevo y a ganar velocidad gracias a sus reactores giratorios de fuego de seguridad.
Sobrevoló el campo de batalla botando como una piedra plana sobre el agua y fue a estrellarse contra la espalda de un guerrero mecánico. Fue un golpe limpio, y el cuerpo guerrero se embarcó en una delirante agonía, agitando los brazos y derramando chispas, antes de caer desplomado al suelo. El pequeño salió a gatas y miró a su alrededor con cara de pocos amigos, tratando de averiguar quién le había aniquilado.
Aya rio entre dientes, contenta con su afortunado lanzamiento, y se subió de nuevo a la tabla. Sentía como si el destino se estuviera poniendo al fin de su parte y la fama no pudiera estar muy lejos.
—Buen tiro —dijo una voz—, aunque no muy limpio.
Se dio la vuelta y vio a un chico sentado sobre una aerotabla con las piernas cruzadas y la silueta oculta entre las sombras moteadas de los árboles. Tenía una gran sonrisa en los labios.
Frizz Mizuno volvía a aparecérsele como por encanto.
—¿Qué haces... aquí? —preguntó quedamente Aya.
—He venido a verte —contestó él con una inclinación—. Como no te encontré en la residencia, decidí venir a ver la batalla. No he visto un solo combate mecánico desde que cumplí los dieciséis. Típico de los perfectos. Antes me encantaban.
Aya le devolvió la inclinación mientras trataba de imaginárselo haciendo algo tan anónimo como ponerse un cuerpo guerrero. A veces olvidaba que Frizz solo era un año mayor que ella.
—Y estaba esperando que regresaras —continuó—. Es muy misterioso eso de que desconectes tu localizador. Haces que resulte difícil dar contigo.
—No lo desconecté. Digamos que lo tenía... bajo tierra.
Frizz frunció el entrecejo.
—¿Te sientes acosada? Si es así, dímelo y me iré.
—Oh, no. No me siento acosada, solo un poco...
—¿Húmeda? —preguntó Frizz—, ¿Y cubierta de mugre?
Aya se rodeó los hombros, como si eso pudiera ocultar su empapado uniforme.
—Eh, sí, cubierta de mugre.
—Te da un aire aún más misterioso que la túnica de bombardera de reputaciones.
Aya buscó algo que decir, pero tenía la sensación de que el frío de la reserva le había congelado el cerebro. Tampoco le ayudaba que los fascinantes ojos de Frizz la estuvieran recorriendo de arriba abajo, enredándole la lengua. La enormidad de su nariz apareció de repente en su campo de visión.
—Estaba efectuando... un rescate bajo el agua.
—¿Bajo el agua y bajo tierra? —Frizz asintió de nuevo—. Eso explica que estés empapada, pero sigo sin entender nada.
Aya experimentó otro escalofrío; ahora sentía la cabeza caliente.
—Y yo. No te dije mi apellido. ¿Cómo has logrado dar conmigo?
Frizz sonrió.
—Es una historia muy interesante, pero primero deberías cambiarte.
—¿Cambiarme? —Aya se llevó la mano a la nariz.
—De ropa. Estás tiritando. Y puede que te convenga tomar alguna medicina.
Frizz esperó fuera, mirando la batalla, mientras Aya subía a su habitación.
Permaneció debajo de la ducha caliente un minuto entero, mareada de mirar tanto remolino de ramas y limo en el lago subterráneo, preguntándose cómo había conseguido Frizz dar con ella. Estaba muerta de vergüenza. Frizz había averiguado su apellido, por lo que sabía que era una imperfecta y una extra que se colaba en las fiestas.
Pero había ido a verla de todos modos...
¿Cuál era su problema? ¿Acaso la cirugía de la sinceridad le había destrozado el cerebro? Su rango facial no paraba de mejorar —ahora se hallaba entre los tres mil primeros— mientras que Aya era prácticamente invisible.
Una vez limpia y seca, examinó el agujero de la pared. Solamente uniformes, y ni un solo mérito que invertir en ropa de usar y tirar. Claro que Frizz ya la había visto cubierta de limo; un uniforme limpio no podía ser mucho peor.
Se vistió deprisa y puso rumbo a la puerta.
Moggle le bloqueó el paso y encendió sus luces una vez.
—Ah, sí —exclamó Aya. Se volvió hacia la habitación y dijo—: Medicinas, por favor. He estado sumergida en agua y tengo fiebre y escalofríos.
La mano bandeja de la pared se iluminó; quería sentir su temperatura y probar su sudor. Aya le colocó encima la palma y un instante después el agujero estaba tosiendo algo viscoso en su taza favorita. Mientras bebía su acidez anaranjada, contempló su mobiliario genérico y sus ropas anodinas, el reducido tamaño del cuarto, la insignificancia de todo lo que tenía que ver con ella.
Por lo menos las medicinas no costaban méritos. Y seguro que en la bebida había nanos, porque cuando el ascensor alcanzó la planta baja ya le había desaparecido prácticamente el mareo.
—Encontrarte fue fácil —dijo Frizz—. Sabía tu nombre de pila.
Aya frunció el entrecejo.
—En la ciudad debe de haber al menos un millar de chicas que se llaman Aya.
—Mil doscientas, para ser exactos. —Frizz rio entre dientes cuando otro cuerpo guerrero explotó. La batalla estaba ganando intensidad y cubriendo de heridos el campo de fútbol. Moggle se paseaba por las bandas, practicando el ejercicio de seguir la trayectoria de los misiles de goma. Parecía completamente recuperada de su inmersión en el lago helado.
Aya no podía decir lo mismo. Sentada junto a Frizz bajo la sombra moteada de los árboles, todavía notaba ligeros temblores en la piel, como si la medicina hubiera transformado su fiebre en estremecimientos de reputación. Por lo menos Frizz tenía su paralizante mirada manga puesta en la batalla y no en ella.
—Pero sabía que habías estado bombardeando una reputación —continuó— y decidí consultar los rangos faciales de esa noche. Alguien llamado Yoshio Nara se convirtió en Yoshio-sensei de la noche a la mañana.
Aya hizo una mueca de dolor. El simple hecho de oír el nombre de Yoshio le producía un chirrido agudo en el cerebro.
—Pero ¿cómo llegaste de él a mí?
—Repasé sus líneas meme buscando el nombre de Aya.
—¿Se puede hacer eso? ¡Pensaba que las conversaciones eran privadas! En realidad no fue una conversación sino mi voz pronunciando el mismo nombre durante una hora, pero aun así...
—Sí, la interfaz de la ciudad nunca revela lo que se dice. —Frizz se encogió de hombros—. Nuestra ciudad, no obstante, no está diseñada para fomentar la privacidad sino la publicidad, para generar conexiones, debates y rumores, por lo que te permite rastrear los éxitos faciales hasta su raíz, sobre todo si son sonados. Y tú eras la única Aya que pronunció el nombre de Yoshio Nara tres mil veces esa noche.
—¡Ay! No vuelvas a mencionar ese nombre. —Aya suspiró—. Me temo que no lo sabía. Mi hermano se pasa horas estudiando sus líneas meme, pero mis historias nunca reciben suficientes reacciones para que me merezca la pena consultarlas.
—Tu hermano es famoso, ¿verdad?
Aya asintió.
—Mucho, por eso es tan esnob. Mis reportajes le parecen estúpidos.
—No lo son. El reportaje sobre el grafiti subterráneo era magnífico.
—Oh... gracias. —Aya se dio cuenta de que un rubor intenso le subía por las mejillas. No podía creer que Frizz hubiera mirado su fuente—. Pero eso en realidad no es nada. Ahora estoy trabajando en algo mucho más grande, algo que me catapultará a la fama. Es sobre una camarilla secreta que...
Frizz levantó una mano.
—Si es un secreto será mejor que no me lo cuentes. No se me da muy bien guardar secretos.
—Claro, por tu... —Aya reprimió el impulso de señalarle la cabeza. Curiosamente, los cabezas de burbuja eran los únicos operados cerebrales que Aya había conocido y Frizz no se parecía en nada a un cabeza de burbuja—. ¿Qué tiene que ver la sinceridad con guardar un secreto?
—La Sinceridad Radical elimina cualquier posibilidad de engaño —recitó Frizz como si ya lo hubiera explicado un millón de veces—. No puedo mentir, ni tergiversar la verdad, ni fingir que no sé algo. Ni siquiera podrías invitarme a una fiesta sorpresa, porque acabaría contándolo.
Aya rio.
—Pero ¿no hace eso que las cosas sorprendan... menos?
—Te sorprendería la de veces que hace que las cosas sorprendan más.
—Hum. —Aya observó la batalla mientras se preguntaba cuántas cosas ocultaba ella a diario—. Debe de ser aterrador no poder esconderte.
Frizz se volvió hacia ella.
—¿Aterrador para mí o para los demás?
Su mirada le produjo un estremecimiento en toda la piel. Notó que volvía a sonrojarse y que un cosquilleo le bajaba por la espalda. ¡La sinceridad de Frizz era aterradora! La cabeza le daba vueltas con todas las preguntas que ansiaba hacerle, pero no estaba segura de poder soportar las respuestas. Acerca de qué hacía allí y qué pensaba de sus diferencias de ambición.
—Yo te gusto, ¿verdad? —dijo.
Frizz rio.
—¿Me he pasado de sutil?
—Me temo que no. Pero no lo entiendo... porque tú eres famoso y yo soy una extra. Además, soy una imperfecta y siempre me ves vestida con túnicas estúpidas o cubierta de limo. ¡Y cuando nos conocimos mentí sobre mi nariz!
Aya se interrumpió de golpe, preguntándose de dónde habían salido todas esas palabras. Habían brotado de su interior como gaseosa de una botella agitada, burbujeantes e imbebibles.
—Caray —dijo—. ¿La Sinceridad Radical es contagiosa?
—A veces. —Frizz sonreía—. Es un beneficio inesperado.
Aya notó que le subían los colores por momentos y desvió la mirada hacia los campos de fútbol. Solo quedaba en pie un puñado de cuerpos guerreros, todavía zumbándose con espadas y hachas de plástico.
—Pero ¿por qué te gusto?
Frizz le tomó la mano, y los estremecimientos de reputación le robaron el aliento, como si estuviera de nuevo bajo el agua conteniendo la respiración.
—La primera vez que te vi, fuera de aquella fiesta, estabas en una misión... muy intensa. Luego se te cayó la capucha y pensé: «Caray, hay que ser muy valiente para llevar esa imponente nariz».
Aya gimió.
—No soy valiente. Nací con ella. Tergiversé la verdad cuando te dije que era una creación espontánea.
—Es cierto, pero cuando me enteré ya sabía más cosas de ti.
—¿Que soy una extra y vivo en una residencia espantosa? ¿Y miento a la gente sobre mi enorme nariz?
—Que te cuelas en fiestas de tecnocerebros y realizas misiones de rescate acuático. Y que consigues reportajes geniales, aunque no eleven tu rango facial.
Aya suspiró.
—Sí, mis reportajes son expertos en eso.
—Es lógico. —Frizz se encogió de hombros—. Son demasiado interesantes.
—Eso no tiene ningún sentido. —Le miró—. Si son tan interesantes, ¿por qué no hay nadie interesado?
La pantalla ocular de Frizz parpadeó.
—¿Has visto la fuente de Nana Love últimamente? Está eligiendo su vestido para la Fiesta de las Mil Caras. Hoy va de: «¿Este sombrero o este?». Setenta mil votaciones hasta el momento, y un centenar de otras fuentes pasando comentarios.
Aya puso los ojos en blanco. Nana era una perfecta de nacimiento, una de las poquísimas personas que no habrían necesitado cirugía en la época de los perfectos. Y por esa razón era la segunda persona más famosa de toda la ciudad.
—Eso no cuenta. Nana-chan puede ser interesante sin pretenderlo.
Frizz sonrió.
—¿Y tú no?
Aya le miró directamente a los ojos y esta vez, como si una barrera entre ellos hubiera caído, no le atontaron el cerebro.
De pronto supo qué pregunta deseaba hacerle realmente.
—¿Qué se siente siendo famoso?
Frizz se encogió de hombros.
—Yo apenas noto la diferencia, salvo que ahora mucha más gente se une a mi camarilla... para dejarla una semana después.
—Pero antes de que Sinceridad Radical lograra tanta fama, ¿no sentías que te faltaba algo? ¿No mirabas la ciudad y te sentías invisible? ¿O consultabas las fuentes y te entraban ganas de llorar porque tú conocías todos sus nombres y ellos no conocían el tuyo? ¿No tenías la sensación de que podías desaparecer porque nadie había oído hablar de ti?
—La verdad es que no. ¿Tú sientes eso?
—¡Desde luego! Es como el koan que cuentan a los pequeños en los colegios. Si un árbol cae y nadie está mirando, no hace ruido, como aplaudir con una sola mano. ¡La gente tiene que verte para existir realmente!
—Hum, me parece que has mezclado dos koanes. Y sospecho que ninguno de los dos quiere decir eso.
—¡Venga ya, Frizz! No hace tanto que eres famoso, seguro que te acuerdas de lo horrible que era... —Aya se interrumpió y trató de interpretar la expresión de su cara. La radiante sonrisa había desaparecido.
—Esta es una conversación extraña —dijo Frizz.
Aya parpadeó. Diez minutos de Sinceridad Radical y ya se había pasado de sincera.
—Me estoy comportando como una completa extra, ¿verdad? —Suspiró—. Inscríbeme en Estupidez Radical.
Frizz rio.
—Tú no eres estúpida, Aya. Y no eres invisible para mí.
Aya se esforzó por sonreír.
—¿Solo misteriosa?
—Ya no tanto. Ahora eres casi transparente.
—¿Transparente?
—En lo que se refiere a la fama y los sentimientos que te provoca.
Aya tragó saliva. Transparente. Eso era ella, según su opinión radicalmente sincera. Demasiado tarde, recordó otra cosa que le habían enseñado de pequeña en el colegio: podías quejarte de tu rango facial delante de otros extras pero nunca delante de gente famosa.
Se volvió hacia los campos de fútbol, consciente de que si volvía a mirar a Frizz a los ojos diría otra estupidez. O él le soltaría otro de sus pensamientos, lo que sería probablemente aún peor. Tal vez las fuentes tuvieran razón en cuanto a las diferencias de ambición, que no convenía que las caras célebres y los extras intimaran en exceso. Provocaba demasiadas situaciones embarazosas.
La batalla mecánica había terminado y los robots elevadores estaban llevándose los últimos cuerpos guerreros. Los pequeños empezaban a colocarse en fila frente a Akira Hall para la siguiente actividad.
—Mierda —dijo Aya—. ¿Qué hora es?
—Casi las doce.
—¡Tengo que irme! —Se levantó de un salto—. Me toca vigilar a los pequeños. Me lo saltaría, pero... —«Necesito los méritos», pensó.
Frizz permaneció sentado en su aerotabla con las piernas cruzadas y el rostro sombrío.
—No te preocupes. No deberías romper una promesa.
Aya se despidió con una inclinación, preguntándose si esta vez Frizz se alegraba de verla partir. Buscó algo que decir, pero todo sonaba demasiado penoso en su cabeza.
Así que llamó a Moggle y salió disparada hacia su residencia, confiando en que no estuviera llegando tarde.