CAPÍTULO 14

De todas las objeciones que me había enumerado el arqueólogo señor Ravínez sólo una —en honor a la verdad— había arraigado en mi mente.

«¿Por qué Cabrera no señala el yacimiento de donde afirma que extraen las piedras grabadas?».

Aquel interrogante —para mí casi un reto— llegó a convertirse, en mis últimos días en Perú, en una obsesión. ¿De dónde se sacaban realmente tantos miles y miles de rocas grabadas? ¿Había algún depósito secreto en el desierto de Ocucaje, al que había llegado Javier Cabrera en sus investigaciones a lo largo de estos años?

Y lo que era más intrigante, ¿por qué no terminar con todas aquellas críticas, especulaciones y polémicas revelando de una vez por todas, el yacimiento donde se ocultaba la gran «biblioteca»?

Hasta ahora se sabía que muchas de las piedras grabadas procedían de las tumbas prehispánicas, del fondo del desierto de Ocucaje y de sus suaves cerros volcánicos.

Sabíamos que los campesinos las habían sacado de dichas zonas durante muchos años.

Pero, a pesar de todo, resultaba poco menos que imposible concebir que más de 50 000 piedras —muchas de ellas con un peso superior a los 200 kilos— hubieran podido aparecer bajo la arena de la Hacienda de Ocucaje. No era lógico.

Y mis pensamientos, como los de casi todas las personas interesadas en desvelar el misterio, iban y venían tras todas las hipótesis y posibilidades, pendientes de la que ofreciera más visos de realidad.

A punto estuvimos mi compañero Fernando Múgica y yo de iniciar una expedición de búsqueda en el desierto de Ocucaje, en compañía de otros dos peruanos, entusiasmados también con la idea de localizar aquel sanctasanctórum del más remoto testimonio de la presencia del ser humano sobre la Tierra.

Sólo la falta de tiempo —debíamos regresar a España en breves días— nos obligó a desistir de tan sugestivo proyecto. Todo había sido pensado meticulosamente.

Nuestra permanencia entre las dunas y cerros amarillos de Ocucaje no podría ser inferior a 20 o 30 días. Provistos de un equipo adecuado, nuestra misión básica consistiría en el seguimiento, mediante prismáticos de largo alcance, de las diversas familias del poblado, de las que teníamos fundadas sospechas seguían extrayendo piedras grabadas de algún escondido lugar del desierto.

Hasta ahora, como habrá deducido el lector, los citados indígenas de la Hacienda de Ocucaje se habían negado en redondo a facilitar cualquier tipo de información sobre el referido depósito. En un principio todos pensamos que la razón podía estar en el deseo de los indios de seguir «explotando» aquel yacimiento en forma privada. Si lo hubieran revelado, sus ganancias habrían desaparecido irremisiblemente. Tampoco había que olvidar que la localización de dicho depósito por arqueólogos profesionales o miembros del Gobierno habría llevado posiblemente a la cárcel a buen número de estos campesinos.

Sus constantes negativas, por tanto, a proporcionar información sobre la zona exacta donde se encontraban las piedras grabadas era hasta cierto punto disculpable.

Pero había algo más. Había razones más profundas y oscuras que yo no había visto en aquellos mis primeros contactos con Ocucaje y con los que traficaban con ellas. Iba a ser Javier Cabrera quien —durante nuestra última charla en Ica, en una brillante mañana de enero— nos abriera los ojos. Tenía aquella duda clavada en lo más hondo, y en cuanto tuve la menor oportunidad la dejé caer ante Cabrera:

—Los arqueólogos —le dije— se preguntan por qué no señalas el lugar o yacimiento de donde se sacan tantos miles de piedras grabadas. Y tienen razón, pienso. Eso aclararía la situación y haría progresar la investigación sensiblemente…

Siempre tuve la impresión de que Javier Cabrera esperaba aquella pregunta final. Y no sabría precisar hasta qué punto nos relató todo lo que realmente conocía en ese momento.

—Siempre que he solicitado permiso para realizar excavaciones —respondió Cabrera Darquea muy serio— se me ha negado. Ya sé que no soy arqueólogo. Pero ¿es que acaso no se están concediendo esas licencias a personas que tampoco lo son?

»Yo he hecho un estudio. Dispongo de un plano y tengo, lógicamente, información que me pondría en la pista de ese depósito en menos de un mes».

Aquello me dejó atónito. Por un lado, Javier Cabrera reconocía la existencia de ese yacimiento o depósito. Pero, por otra parte, parecía querer decirnos que él no había entrado en dicho lugar…

—Pero ¡ojo! —prosiguió—, yo no haré público jamás dicho yacimiento arqueológico mientras no tenga la seguridad de que el Ejército lo controla y protege.

—¿El Ejército? —pregunté con extrañeza ¿y por qué precisamente el Ejercito?

Javier Cabrera me miró en silencio e hizo un esfuerzo para no seguir hablando. Fue precisamente en aquel instante cuando yo supe a ciencia cierta que el doctor había estado en el gran depósito, que había visto lo que realmente contenía y que —por ello— exigía la salvaguarda del Ejército.

Pero otros detalles surgidos a lo largo de aquella charla iban a ratificar también estas deducciones mías.

—¡Ay, querido amigo! —exclamó Cabrera—. Tú eres muy joven. Pareces no darte cuenta de la ambición humana…

»Si yo exijo la protección previa de las Fuerzas Armadas es porque allí, en ese lugar, existe un “tesoro” que es patrimonio no sólo del Perú, sino de toda la Humanidad. Y no puede ser desvalijado. Ni nadie, por muy arqueólogo que sea, puede protegerlo por sí mismo. Debe y tiene que ser el Ejército quien acordone la zona y convierta aquello en un recinto prohibido para traficantes, “huaqueros” o contrabandistas.

»Y yo sé que el presidente de la República, cuando sepa verdaderamente qué es lo que encierra el suelo de Ica, nos proporcionará todo su apoyo».

Aquellas palabras de Javier Cabrera empezaban a ser inteligibles para mí. Días antes, y en varias conversaciones sostenidas con profesores universitarios y expertos en Arqueología, había tenido la oportunidad de contemplar la singular panorámica arqueológica de dicho país.

Perú encierra en cada rincón de sus montañas, de su costa e, incluso, de sus selvas, innumerables restos arqueológicos de profundo interés. Basta escarbar para tropezar con tumbas preincaicas, con culturas desaparecidas, con auténticos tesoros…

Y esto lo saben los «huaqueros». Lo saben y lo explotan codiciosamente desde hace muchos años.

Los resultados son fáciles de adivinar: cientos de miles de objetos de gran valor arqueológico e histórico salen clandestinamente del país cada año, rumbo a mercados europeos o americanos. Allí son bien remunerados. Espléndidamente remunerados…

Pero esa «industria» ha adquirido en los últimos años tal auge que la Mafia —auténtica coordinadora en estos momentos del lucrativo «negocio»— ha ido más lejos que nunca. Y ha llegado a montar aeropuertos clandestinos en diversas partes del país, a fin de sacar durante la noche miles y miles de «huacos», piezas de oro y otros incontables tesoros arqueológicos de incalculable valor.

Y los «huaqueros» —a miles por todo el Perú— han terminado trabajando para dicha Mafia.

Por eso, ahora, las palabras de Javier Cabrera no resultaban tan extrañas en mis oídos. Y comenzaba a descubrir esas otras oscuras y nada despreciables razones que empujaban también a los «huaqueros» y campesinos de Ocucaje a seguir en silencio.

Pero ¿es que la Mafia sabía ya la existencia de las piedras grabadas de Ica? Indudablemente que sí. Pero, a lo largo de nuestras conversaciones, llegamos a una conclusión realmente interesante.

Era casi seguro que la Mafia «huaquera» tenía conocimiento, no sólo de la existencia de las piedras grabadas de Ocucaje, sino también —y esto era lo más importante— del lugar donde se ocultaba el gran legado y de «algo» más que se encontraba juntamente con las piedras grabadas.

El deseo, por tanto, de Cabrera de solicitar la protección del Ejército no era vano…

Sin embargo, cuantas veces interrogamos a Javier Cabrera sobre este particular, tantas evasivas obtuvimos por parte del investigador.

No cabía duda de que Javier se había dado cuenta también de lo profundamente peligroso que se estaba volviendo aquel asunto.

—… ¿Es que crees que puedo acudir al desierto con la única protección de mis hijos? —había comentado el doctor en un momento de nuestra entrevista.

—¿Qué le parecería —comentó uno de nuestros amigos— si nosotros nos dedicamos a buscar ese yacimiento?

Javier Cabrera nos miró con manifiesta preocupación. Y se limitó a responder: —¿Tienes hijos?

—Sí —añadió nuestro acompañante.

—Pues entonces, ve armado…

Aquellas palabras de Cabrera —pronunciadas con toda la sinceridad y espontaneidad de que era capaz— fueron definitivas. La Mafia estaba detrás.

Pero, si a la Mafia no le interesaban las piedras grabadas —y prueba de ello era que miles de estos «gliptolitos» se encontraban desperdigados por todo el país y el extranjero, siendo vendidos a precios irrisorios—, ¿por qué su presencia allí?

—¿Es que el yacimiento oculta algo más?, interrogamos a Cabrera.

Javier volvió a guardar silencio. Un silencio tenso. Cargado de dramatismo.

—¿Es que hay también oro, tal y como sospechamos todos?

Cabrera se limitó a esbozar una significativa y elocuente sonrisa.

—Sabemos que tú has estado en el depósito —insistimos—. E imaginamos que ese lugar es precisamente un túnel. Un túnel que fue construido también por esa Humanidad gliptolítica y que ya fue señalado en mapas muy antiguos por los conquistadores españoles. Pero, lo que no entendemos es por qué no se han llevado ya el oro…

Aquella pequeña estratagema dio resultado. Y Javier Cabrera comentó:

—Muy simple. Parte de ese túnel donde se encuentran las piedras sufrió los efectos de un movimiento sísmico y quedó inclinado. La mayor parte de las piedras que constituyen la «biblioteca» gliptolítica rodaron y ocultaron gran parte de lo que acompañaba a las piedras grabadas…

Nuestras sospechas, por tanto, no eran infundadas.

—¿Cuántas piedras grabadas pueden quedar allí dentro?

—Más de un millón.

Quedé sin aliento.

—Es decir —insinué—, ¡casi toda la «biblioteca»!

—En efecto. Prácticamente, el «cuerpo» general del «mensaje». ¿Imaginas cuántos secretos encerrará ese millón largo de piedras grabadas? Hasta ahora, los campesinos —que un día descubrieron la forma de entrar en el túnel— han ido sacando las piedras más pequeñas, puesto que son las más fáciles de transportar. Pero las más voluminosas, y por tanto, más valiosas e importantes, siguen allí dentro.

En aquel instante recordé una frase de Javier Cabrera, pronunciada mientras contemplábamos la gran piedra de 500 kilos en la que fue grabada una matanza de hombres por parte de los dinosaurios.

«Para sacar y transportar esta piedra fueron necesarios diez hombres…».

El lugar donde se encontraba aquella gigantesca piedra tenía que ser necesariamente espacioso. De lo contrario, ¿cómo podían haber llegado hasta ella los diez hombres mencionados por el investigador?

No tenía la menor duda: Javier Cabrera Darquea —aunque se empeñaba en demostrar lo contrario— conocía el lugar donde se encontraba el gigantesco depósito de piedras grabadas. Y era casi seguro también que lo había visitado en más de una ocasión.

Sin embargo, él siguió negándolo.

—Pero ¿ni siquiera la curiosidad pudo empujarte a entrar en el yacimiento?

—Curiosidad no me falta. ¿Quién puede desear más que yo contemplar e investigar todas esas piedras que quedan por sacar?

»Pero se debe saber siempre hasta dónde se puede y hasta dónde no se puede llegar. Muchas veces, un acto inmediato anula toda una vida. Ahora me encuentro en una etapa previa. Tengo más que suficiente con la investigación de esos miles de piedras.

A pesar de aquellas palabras, mis sospechas seguían creciendo. Javier Cabrera conocía la ubicación exacta del depósito o túnel donde se encontraba el gran «corazón» de la «biblioteca» prehistórica. Razones de seguridad, quizá, le impedían de momento hacerlo público.

Pero ¿qué había de cierto en aquella historia del antiquísimo túnel donde, al parecer, se encontraba oculto más de un millón de piedras grabadas?

Yo había tenido noticias ya de la existencia de dicho gran túnel. Me habían llegado por distintos conductos. Todas mis informaciones coincidían en algo: el túnel era conocido en tiempos de los incas, aunque resultaba difícil creer que hubiera sido construido por dicho pueblo.

Investigaciones relativamente recientes han demostrado que bajo el suelo de Ecuador, Perú y posiblemente parte de Chile existe toda una red de túneles y galerías.

En 1971, la revista Bild der Wissenchaft informaba sobre una expedición que había querido explorar las cuevas descritas ya por Francisco Pizarro y que se encontraban sobre la montaña inca de Huascarán, a más de 6700 metros sobre el nivel del mar.

A 62 metros bajo tierra, los científicos que formaban aquella expedición se encontraron con algo fuera de serie. Al final de la cueva tropezaron súbitamente con unas compuertas formadas por gigantescas losas de piedra de ocho metros de altura por cinco de anchura y dos y medio metros de espesor. Aquellas formidables compuertas —a pesar del extraordinario peso— fueron movidas por cuatro hombres. ¿Cómo? ¡Las enormes losas descansaban sobre un sistema de rodamientos con bolas de piedra!

La citada revista informaba así sobre el desconcertante descubrimiento:

«Detrás de las “seis puertas” parten grandes túneles que harían palidecer de envidia a nuestros modernos ingenieros civiles. Estos túneles conducen, con un declive de un 14 por ciento en algunos trechos, hacia la costa, en trayectoria oblicua. El suelo está cubierto con baldosas graneadas y acanaladuras transversales que impiden el patinazo. ¡Si hoy día es una aventura internarse por esta vía de transporte de 90 a 105 kilómetros para llegar finalmente a un nivel de 25 metros bajo el nivel del mar, cuáles no serían las dificultades entonces, en el siglo XIV o XV, para transportar mercancías a fin de ponerlas fuera del alcance de Pizarro y los vizcondes españoles!

»Al final de las vías subterráneas de Guanape, así llamadas por la isla que hay frente a la costa peruana —ya que se supone que en otra época los túneles conducían a dicha isla por debajo del mar—, asoma el océano. Después de muchas subidas y bajadas en la más completa oscuridad, empieza a escucharse un rumor y el oleaje con un singular timbre de oquedad. A la luz de los reflectores, termina la última pendiente al borde de una corriente oscura que resulta ser agua del mar. Aquí empieza la actual costa. ¿Era antes otra cosa?».

Pero algo todavía mucho más sorprendente fue descubierto en tierras de Ecuador por Juan Moricz en 1965.

Según consta en una escritura legalizada, el señor Moricz había localizado en la región oriental del país —en la provincia de Morona-Santiago— la entrada a todo un laberinto de túneles, excavados a muchos metros de profundidad.

Estos túneles han sido investigados y fotografiados posteriormente, descubriéndose que están formados por grandes bloques de piedra, perfectamente cortados en escuadra y que en muchos lugares presentan un claro aspecto «vidriado».

Según parece, estos túneles se prolongan kilómetros y kilómetros bajo la superficie ecuatoriana, enlazando, incluso, con otra ciclópea red de galerías que recorre Perú. Túneles similares se han descubierto en la actualidad bajo Cuzco y Machu Picchu.

Pues bien, un antiquísimo plano que se remonta a la mencionada época de los conquistadores españoles y que, según parece, fue confeccionado con informaciones proporcionadas por los incas, establece una clara conexión entre estos túneles de Ecuador y Perú. ¡y, casualmente, esa formidable obra de infraestructura pasa por la región de Ica!

No era, pues, descabellada la posibilidad de que el fabuloso «tesoro» dejado por aquella Humanidad «gliptolítica» se encontrara en ese túnel que atravesaba la región de Ica y de Ocucaje.

Era muy posible también que parte del túnel —fracturado por algún movimiento sísmico— hubiera quedado aislado del resto de la red, basculando, incluso, y dando lugar a que la mayor parte de la «biblioteca» prehistórica rodase hacia el fondo, ocultando lo que pudiera acompañar a los gliptolitos.

Y todo eso lo sabía Javier Cabrera. Pero él aguardaba el momento oportuno para declarar públicamente el lugar donde había sido localizada dicha «biblioteca» lítica.

¿Cuándo llegará ese trascendental instante?

El investigador respondió así a esta última e importante cuestión:

—Sólo en el momento en que me conste que el Ejército va a proteger y salvaguardar lo que yo considero el más formidable descubrimiento de todos los tiempos. Y ese instante está muy próximo.