Cuando Javier Cabrera me mostró las numerosas piedras de la llamada «serie» de Medicina hubiera deseado detener el tiempo.
No sé bien cuántas veces acaricié aquellas moles de cientos de kilos. No sé bien el número de ocasiones en que mis dedos se deslizaron sobre los grabados, tratando de cerciorarme, quizá, de que no estaba en plena pesadilla.
Tenía ante mis ojos extraños «cirujanos» que «operaban» sobre seres que yacían en no menos insólitas «mesas de quirófano».
Tenía frente a mí —y en decenas de grandes piedras— las sucesivas «secuencias» hasta un vino hubiera identificado con «trasplantes» de los más diversos órganos humanos: corazón, riñón, hígado, cerebro…
Javier Cabrera se sentía orgulloso, profundamente orgulloso, con aquel hallazgo. Era posiblemente una de las «secciones» o «capítulos» más intrigantes de la gigantesca «biblioteca de piedra». Y él lo había desentrañado.
Honradamente, era demasiado para mí. Llevaba sobre las espaldas de mi mente demasiadas emociones, demasiados sobresaltos, demasiadas sorpresas. Y aquella parte de la «biblioteca» terminó por derrumbarme…
Me negué en redondo durante muchas horas a aceptar lo que jamás creí que pudiera ver o escuchar. Me negué casi instintivamente. Sin embargo, conforme Javier Cabrera me fue detallando los pormenores de aquella «serie» de piedras, la realidad se fue imponiendo. Una realidad aplastante. Con todo lujo de detalles. Desconcertante.
El investigador de Ica había procurado separar cada una de aquellas «operaciones» o temas médicos en distintos ángulos de su centro-museo. La operación, indudablemente, había sido ardua, puesto que muchas de las rocas alcanzaban con facilidad los 100 y 150 kilos. Pero la idea del profesor facilitaba extraordinariamente la comprensión de cada «trasplante», cuyas partes o pasos más importantes habían sido grabados en piedras distintas, como si se tratara de «secuencias» de una misma «escena».
De esta forma pude contar hasta catorce piedras relacionadas con el «trasplante» de corazón: más de diez con el de cerebro; otras tantas para los de riñón, etc.
Aquello era casi alucinante. Si los primeros «trasplantes» que llevó a cabo nuestra civilización los practicó el cirujano sudafricano Barnard, en 1967, ¿qué explicación podíamos darle a unas piedra grabadas —encontradas hacia 1962— y en las que, precisamente, se detalla todo un «trasplante» de corazón?
Pero no un «trasplante» como el que, durante mucho tiempo, practicó el famoso cirujano. No. En las piedras de la «biblioteca» de Ica se trasplantaba el corazón de forma íntegra. Barnard, en sus primeros intentos, se limitó tan sólo a trasplantar parte del corazón humano. Pero en las piedras grabadas no ocurre así. Aquellos «cirujanos» de enormes cráneos y sus «ayudantes» manejaban corazones completos…
Allí, indudablemente, había mucho que aprender. Javier Cabrera me lo iba a ratificar a los pocos minutos, cuando comenzó a describirme las distintas fases seguidas por el hombre «gliptolítico» en dicha operación de «trasplante» de corazón.
—En la primera piedra de esta «serie» dedicada a la operación de cambio de un corazón enfermo por otro sano, puedes ver cómo el «cirujano» que dirige el «trasplante» —y que se distingue del resto de los médicos ayudantes por su «sombrero»— comienza por palpar el pecho donde se encuentra el corazón que va a extraer. Este «paciente» era sin duda el «donante», tal y como nosotros lo llamamos hoy. Al otro lado de la piedra se encuentra el «receptor»…
Aquello no podía estar más claro.
—… Pues bien, en síntesis, puesto que el estudio de esta operación nos llevaría horas, lo que se estaba preparando era el paso de un corazón sano al cuerpo de otro individuo cuyo órgano motor se encontraba dañado. En esa misma piedra puedes observar cómo uno de los «ayudantes» prepara junto a la «mesa de operaciones» todo un instrumental quirúrgico.
En la piedra en cuestión podían apreciarse numerosos detalles que uno no podía por menos que relacionar con los clásicos aparatos que se utilizan siempre en los más modernos quirófanos.
En otra de las piedras —y como continuación de la primera—, el «cirujano» abre el pecho del «donante» saca el corazón, unido todavía al organismo a través de la vena aorta. Para abrir el pecho del hombre, aquel «médico» prehistórico había utilizado un instrumento de apariencia cortante y que cualquiera relacionaría automáticamente con nuestros modernos bisturíes.
—El «instrumental» —apunté a Javier Cabrera— parece, sin embargo, muy rudimentario. ¿Cómo podían verificar semejantes operaciones con estos «cuchillos» tan burdos?
—No eran «cuchillos burdos» como tú crees. No olvides que todas estas piedras representan «ideografías». Esto no significa que aquellos cirujanos practicasen tan complejas operaciones con este «instrumental» tan aparentemente primitivo. Se trata de mostrar la esencia de lo que habían logrado. Y la forma más elemental de transmitirlo, con la seguridad de que otros seres pudieran entenderlo, es así, a través de las «ideografías» o símbolos. Si ellos hubieran grabado en las piedras el verdadero aspecto de sus «quirófanos», «telescopios», etc., quizá no lo hubiéramos comprendido.
»¿Qué hemos hecho nosotros con la placa o “mensaje” que viaja en estos momentos a bordo de la sonda espacial Pioneer X? Nuestra civilización ha grabado allí las figuras de un hombre y de una mujer, ¡desnudos! Tal y como somos. No se les ha ocurrido a los científicos de la NASA grabar un hombre vestido con corbata y llevando un paraguas en la mano. ¿Es que si otra civilización extraterrestre encontrara un grabado semejante habría sabido que aquello era una simple prenda para vestir o un objeto para protegerse de la lluvia? Lógicamente, no. Esa Humanidad —a poco que fuera inteligente— los hubiera vinculado necesariamente a la propia forma o estructura de esos seres que enviaban la sonda espacial.
Lo mismo sucede con estas piedras.
Javier Cabrera prosiguió su explicación sobre el fantástico «trasplante» de corazón:
—Una vez que el corazón ha sido extraído totalmente, como ves en esta otra piedra, el «cirujano» procede a su limpieza y adecuación para su inmediata entrada en el tórax del «receptor», que espera sobre otra mesa de operaciones en ese otro ángulo de la piedra.
El investigador se acercó a una nueva y enorme piedra grabada y, poniendo sus manos sobre la «ideografía», continuó:
—Y ésta, querido amigo español, es posiblemente una de las «lecciones» maestras de esta «biblioteca». ¿Qué es lo que ves en este grabado?
Centré mi atención y respondí que aquel nuevo ser que entraba en escena parecía una mujer…
—Efectivamente —prosiguió el científico peruano—. Una mujer embarazada a la que se está extrayendo sangre.
Observé con más atención el grabado y descubrí a otro «cirujano» que sujetaba una especie de bomba con la que se aspiraba la sangre de aquella embarazada. La muñeca de la mujer parecía vendada y una fina aguja clavada en la vena radial permitía el paso de la sangre desde el cuerpo de la «donante» hasta la citada bomba. La sangre —eso estaba claro como la luz— era aspirada y almacenada en otro recipiente.
—Mas ¿para qué? ¿Qué papel desempeña esta de «trasplante» de corazón?
—Vital. «Transfusión» de sangre en medio de una operación. Esta Humanidad había descubierto la solución contra el «rechazo». Hoy sabemos que los «trasplantes» de órganos tropiezan siempre con un «fantasma» para el que la Medicina moderna no ha encontrado todavía solución: el rechazo de los cuerpos extraños por parte del «receptor». Colocar un corazón o un riñón o un hígado o un cerebro en otro cuerpo significa la introducción de un elemento extraño en ese organismo. Y el órgano en cuestión termina siempre por ser rechazado.
»Pues bien, el hombre “gliptolítico” había remontado ese obstáculo. Aquí tienes la prueba…».
Me incliné sobre la piedra donde se mostraba la referida «transfusión» de sangre, pero, por más vueltas que le di, no terminaba de comprenderlo.
Javier Cabrera continuó su apasionante relato:
—La Humanidad que dejó este «mensaje» —un legado en el que rezuma la llamada a la «supervivencia»— había descubierto lo que pudiéramos calificar como «hormona antirrechazo». Y había logrado aislarla en la sangre de la mujer embarazada.
»Si examinamos con serenidad el asunto, observaremos que, en efecto, la embarazada es el único ser humano que no sólo no rechaza un cuerpo extraño, sino que lo asimila y lo hace suyo. El “espermatozoide” masculino constituye un elemento extraño para la mujer. Y, sin embargo, es recibido y crece en su interior. En buena lógica debería terminar por ser igualmente rechazado, tal y como ocurre con cualquier otro órgano que se «trasplanta».
»Pero ¿por qué no sucede así? Porque la Naturaleza —que es tremendamente sabia— ha proporcionado a la sangre de la mujer una hormona que evita ese rechazo.
»Y eso lo supieron los seres de la Humanidad prehistórica que nos dejó este maravilloso “mensaje”.
»Por eso en cada “trasplante” proporcionaban al «receptor» del órgano sangre de una mujer que se encontraba entre el tercero y quinto mes de gestación.
Eso impedía que el órgano extraño fuera rechazado con el paso del tiempo.
»Nosotros —ya ves tú—, ni siquiera hemos desarrollado esta técnica. Y los cirujanos del mundo entero luchan denodadamente por encontrar esa solución contra el gran “fantasma” de la Medicina moderna.
»¿Comprendes, una vez más, por qué solicito a gritos que una comisión de expertos del mundo entero venga a estudiar esta “biblioteca”?».
Al regresar a España me encontré con una buena sorpresa. Un biólogo de la Universidad de la Sorbona, el profesor Bohn, había lanzado ya en 1944 una tesis que produjo hilaridad entre los medios científicos de la época, pasando después al más absoluto olvido. El citado profesor había presentado una tesis según la cual, al principio de la gestación, el organismo de la mujer tiene tendencia a rechazar el cuerpo extraño en el que la mitad de los genes provienen del padre.
Dicha tesis del profesor Bohn fue confirmada de forma terminante y clara por los trabajos del Instituto Pasteur.
Los profesores Francois Jacob y Robert Fauve llegaron a descubrir que existían mecanismos comunes que permitían al mismo tiempo la implantación del huevo fecundado en el útero, la tolerancia por la madre del gen extraño que es su hijo y la resistencia de las células cancerosas a las defensas naturales del organismo.
Sin embargo —insistí—, ¿cómo sabes que se trata de una mujer embarazada? Podría tratarse de una simple transfusión, realizada sobre el cuerpo de una Mujer.
—No. ¿Por qué digo y sostengo que se trata de una embarazada? ¿Porque su vientre presenta los síntomas típicos del embarazo? No, en absoluto. Mira bien. Aquí se ve el esófago, el estómago, el duodeno, el intestino delgado, etc. Se ven también los pezones turgentes y los senos hipertrofiados. El diagnóstico del embarazo no lo hago porque esta mujer presente una figura más o menos gruesa. Todos los médicos saben que una mujer puede estar embarazada y, no obstante, presentar un vientre más o menos abultado.
»Lo que en verdad caracteriza el estado de gestación son los pezones y la glándula mamaria hipertrofiada. Por eso digo que está embarazada.
»Recuerdo que los que me atacan preguntaron en el poblado de Ocucaje a la campesina que asegura haber grabado estas piedras “si ella, en efecto, era la autora de esta ideografía”. ¿Sabes qué respondió, la pobre «cholita»?
»—“Sí —dijo—, ésa fue una piedra en la que la señora me ‘salió’ un poco gorda”».
Ni Javier Cabrera ni yo hicimos comentario alguno.
—¿Es que una «lección» tan profunda como ésta —continuó el investigador— puede ser obra de alguien que ni siquiera sabe leer ni escribir? ¡Por Dios, señores…!
»Si examinamos la sangre de una mujer embarazada —insisto—, podríamos llegar a descubrir esa “hormona antirrechazo”.
Cabrera hizo una pausa y me dejó asimilar lo que, ahora, parecía lógico y natural ante mi mente.
Después, prosiguió con las piedras del «trasplante» de corazón:
—En este otro «gliptolito» vemos precisamente cómo la sangre de esa mujer embarazada es inyectada ya en el «receptor».
Mediante una aguja, la sangre que en otra piedras había sido preelevada, era ahora trasvasada hasta el «receptor» a través de una de las venas de su muñeca.
Sentí escalofríos.
Sobre el corazón del «enfermo», el hombre que grabó esta piedra señaló, incluso, la zona afectada por el mal.
Un pequeño círculo, efectivamente, resaltaba con una especie de rayado dentro del corazón.
—¿Y cuál era el problema de dicho corazón?
—En este caso, miocarditis.
Cabrera me señaló una nueva piedra. Y prosiguió:
—En ésta, el corazón del «donante» es irrigado constantemente por la sangre de la mujer embarazada…
»Aquí, en este nuevo gliptolito —manifestó, indicando otra enorme piedra grabada que se encontraba junto a las anteriores—, el “cirujano” procede a la abertura de la caja torácica del enfermo. Todo está a punto para el «trasplante» del órgano.
»Procede, como ves, a la extracción del corazón dañado, juntamente con la totalidad de sus vasos arteriovenosos al completo, mientras otro “cirujano” sostiene en sus manos —siempre provistas de «guantes»— el segundo corazón, el del «donante».
Cabrera había vuelto a pasar a otras nuevas piedras. La «escena» proseguía con todo lujo de detalles. El segundo corazón, efectivamente, esperaba en las manos de otro «médico», mientras un complejo sistema de tubos y aparatos lo mantenía constantemente irrigado.
La emoción iba subiendo por segundos en mi pobre corazón, que saltaba violenta y aceleradamente dentro de mi cuerpo.
Nueva piedra: el corazón es introducido en el tórax del «receptor», siempre irrigado con la sangre que contiene la «hormona antirrechazo», extraída de la mujer embarazada.
»Los “cirujanos” colocan el nuevo órgano en su lugar y, por último, en esta nueva «ideografía», el médico procede a «coser» y cerrar la pared torácica y abdominal. El «trasplante» ha concluido.
»Otro “ayudante” procede a introducir en la boca del «paciente» el oxígeno necesario.
»En aquella piedra, uno de los “cirujanos” «escucha» los latidos del nuevo corazón.
Di un salto. ¡Aquello era «algo» similar a nuestros estetoscopios! Cabrera sonrió cuando observó mi sorpresa.
—Esa piedra pertenece a lo que nosotros llamaríamos «cuidados postoperatorios». El médico está controlando el buen funcionamiento del órgano recién «trasplantado»…
Por último, y como final de aquella «operación prehistórica», otro de los «cirujanos», de gran cráneo e insólita figura, procedía a desenganchar todos los sistemas que habían ayudado a la realización del «trasplante».
—La «operación» —concluyó Cabrera— había sido un éxito.
Estaba desconcertado. Y creo que mi reacción era del todo lógica y normal. Costaba lo suyo aceptar que una civilización prehistórica —a las que siempre hemos considerado como primitivas e incultas— hubiera podido alcanzar semejante nivel científico y tecnológico.
Quizá influido por este fuerte shock no presté demasiada importancia a los «trasplantes» de riñón, de hígado o pulmón que también observé fugazmente ente las numerosas piedras.
Envuelto ya por completo en aquel torbellino de emociones, Cabrera me condujo hasta otro de los extremos de la gran nave donde se amontonaban miles de piedras y me señaló varias, alineadas sobre una de las estanterías de madera.
¡Eran órganos humanos perfectamente detallados! Corazones, riñones, pulmones, etc.
—Sin un profundo conocimiento de la anatomía, estas piedras no podrían haber sido grabadas —comentó.
Antes de que hubiera podido recrearme con aquel fantástico espectáculo, Javier me indicó otras grandes piedras que se alineaban en el suelo de la sala. Por un instante creí que me encontraba ante otra operación de «trasplante». Pero el investigador me rogó que no me precipitara, que observara con más atención.
Unos segundos más tarde levanté la vista hacia el médico peruano y murmuré con toda la extrañeza de que era capaz:
—Esto parece un parto…
—No —corrigió Cabrera—, se trata de una cesárea…
Quedé en silencio. Anonadado. Allí, a mis pies, tenía un completo «cuadro médico» en el que se mostraba el sistema de extracción de un niño, mediante el proceso conocido hoy como cesárea.
Uno de los médicos sacaba al bebé por los pies, mientras, con una especie de largo tubo, lo mantenía conectado con su propia boca…
De esta forma —puntualizó Cabrera— el «cirujano» practicaba una especie de respiración «boca a boca» con el pequeño. Y evitaba que pudiera fallecer durante la operación.
En algunas de aquellas piedras dedicadas a las «cesáreas», el investigador me mostró detalles que señalaban, incluso, si el niño iba a nacer vivo o muerto. De acuerdo con parte de aquella «clave» que Cabrera no quería revelar aún, podía saberse si el bebé se encontraba con vida en el momento de practicar la cesárea a la madre.
Un determinado símbolo, situado generalmente al pie de la grabación, señalaba con precisión la edad exacta del pequeño. En algunas de las piedras, por ejemplo, Cabrera contó el número de «triángulos» o «placas» que aparecían en dicho símbolo, confirmando si el bebé estaba vivo o muerto.
—En este caso, por ejemplo, el bebé será extraído sin vida. La «clave» manifiesta que ha permanecido más de once meses en el vientre de la madre.
»Por otra parte, además, esta afirmación viene corroborada con el signo inequívoco que expresa “vida” o «muerte»: la «hoja».
Y allí estaba, efectivamente, la aludida «hoja», colocada en la posición que —según la «clave» descubierta por el investigador— indicaba «vida» o «muerte»…
En otras piedras contiguas, el hombre «gliptolítico» había grabado «partos» completos. En algunos de ellos, la mujer era «anestesiada» mediante sistemas de acupuntura.
En otra piedra negra y redonda como un balón de fútbol, Cabrera me mostró una nueva e insólita «operación». Otro «cirujano» con un «sombrero» de varias puntas —símbolo de su profesión e, incluso, de su grado y competencia dentro de dicha profesión— «operaba» sobre un gran corazón similar a los anteriores.
La diferencia, esta vez, estaba en que dicho corazón había sido aislado del cuerpo al que perteneció y era sometido a algún proceso de «reparación», que todavía no había sido descifrado por Javier Cabrera.
Muchas de las piedras —comentó con desaliento— están esparcidas por el país y por el resto del mundo. Como sabes, todas forman parte de «series» que completan el conocimiento que —sobre ese tema concreto— quiso legarnos la Humanidad «gliptolítica». Por desgracia, muchas de estas «series» jamás podrán ser completadas. Y éste es el caso de esta piedra en la que uno de los «cirujanos» trabaja sobre la mencionada víscera cardíaca.
¿Qué pretendió decirnos con ella la Humanidad prehistórica?
Aquel hecho —comprobado por mí en numerosas ocasiones, especialmente cuando visité el poblado de Ocucaje—, producía un agudo desaliento en el investigador. ¿Cuántos miles de piedras grabadas, cuántas y trascendentales «series», se habían perdido ya…?
Aquella piedra, la única de su «serie» que había sido recuperada por el investigador peruano, era como un permanente grito de alerta para el profesor. Aquello significaba un constante aliciente para seguir en la lucha y en la búsqueda de nuevas piedras.
Precisamente aquella tenacidad de Javier Cabrera había hecho posible que entre sus 11 000 piedras grabadas se encontrase una de las «series» más audaces sin duda de la «biblioteca».
Creo recordar que pude contar más de 18 piedras dedicadas a la operación de «trasplante» de cerebro.
Ni la más avanzada cirugía actual hubiera podido lañar aquella perfecta y sistemática intervención, en que el cerebro de un hombre era sustituido por el de otro.
Al ver las piedras de dicho «trasplante» me vinieron a la memoria otras grabaciones que había tenido oportunidad de contemplar en algunas de las piedras que integran la pequeña pero también interesante colección de mi amigo Tito Aisa, en Lima.
Y noté una clara variante. Mientras en unas piedras se practicaba el «trasplante» con el «receptor» y «donante» colocados «boca abajo» sobre la mesa de operaciones, en otras, en cambio, aquella postura variaba. Y los «pacientes» habían sido grabados «boca arriba» sobre las mismas mesas del «quirófano».
¿A qué podía obedecer esta diferencia en la posición de los «receptores» y «donantes»?
Sin saberlo había formulado una pregunta esencial. Una pregunta que iba a abrirme otro fascinante horizonte.
—Cuando el «paciente» se encuentra boca arriba sobre la mesa de operaciones —comenzó a explicar Cabrera— eso indica que la «serie» nos está mostrando un «trasplante» de claves cognoscitivas. En el caso contrario, la operación corresponde a un cambio de la totalidad del cerebro.
Me quedé aterrado. Cabrera —yo no sé si por la fuerza de la costumbre o por los muchos años que lleva ya investigando estos «documentos» en piedra— había pronunciado aquellas frases con la más absoluta de las normalidades.
—¿«Trasplante» de claves cognoscitivas? Pero ¿sabes lo que eso significa?
—Desde luego que sí.
—Pero eso no podría ser —subrayé—. Sería como hacer «vivir» a dos individuos en un solo cuerpo… —Me negué a aceptar aquello. Pero Javier Cabrera insistió:
—Sí, así sucedería si tratáramos de aplicar este «trasplante» a los individuos que forman nuestra Humanidad, pero no ocurriría lo mismo con los hombres «gliptolíticos».
No entendía a dónde quería ir a parar el investigador.
—Aquella Humanidad podía efectuar el cambio de claves cognoscitivas porque todos los seres eran iguales entre sí. Ésa era otra de las grandes diferencias con nuestra civilización. Nosotros somos distintos. Cada hombre constituye un mundo. Y no entendemos que pueda haber existido una Humanidad donde todos los seres sean idénticos entre sí. Pero esto lo he podido descifrar a lo largo de estos muchos años de estudio de la «biblioteca».
»Las claves cognoscitivas pasaban desde el cerebro de un hombre al de otro, y eso no representaba choque o contraposición de personalidades. Era del todo imposible, puesto que ningún ser era distinto a otro. Muy al contrario, las mentes experimentaban una suma de conocimientos o una “multiplicación” cognoscitiva. Porque el «trasvase» de claves podía verificarse en número ilimitado. Es decir, en un solo cerebro podían ser encajados los conocimientos de otros hombres.
»El hombre “gliptolítico” —tal y como se desprende a todo lo largo del estudio de la «biblioteca» lítica— no era personal. No existía el actual concepto de propiedad. No estaba sujeto al egoísmo. Su finalidad era única: el conocimiento.
»Pero, cada vez que estudiaba esta “serie” de piedras terminaba por hacerme la misma pregunta:
»¿Dónde va a parar el cuerpo, una vez concluido el trasplante de cerebro o de claves cognoscitivas? No lograba averiguarlo. No figuraba por ninguna parte el símbolo de la muerte o destrucción para aquel cuerpo que constituía el “donante” del cerebro…
»Hasta que un día logré descifrarlo. La Humanidad prehistórica que dejó este “mensaje” había logrado también la técnica de la conservación de los cuerpos. ¿Qué representaba esto?
»Algo inconmensurable.
»Al poder mantener con vida esos cuerpos, las distintas claves cognoscitivas que habían sido multiplicadas o fundidas en un único cerebro podían seguir viviendo ininterrumpidamente.
»Bastaba con volverlas a “trasplantar” a cada uno de estos cuerpos, conforme el anterior —el que le servía de soporte— se iba degradando con el paso del tiempo.
»De esta forma no se perdía el conocimiento. Al contrario, era sostenido y enriquecido sin cesar.
»Hoy sabemos ya, por ejemplo, que un individuo es lo que es precisamente su clave de conocimiento. Y eso existe físicamente. Es algo real. Cada uno de nosotros podría ser reducido en la actualidad a nuestra clave genética o de conocimiento. Sería nuestro conocimiento “transformado” en materia.
»Esa “clave” ha sido expresada por nuestros científicos en ácidos nucleicos.
»Pues bien, eso era lo que el hombre “gliptolítico” derivaba de un cerebro a otro, multiplicando e incrementando el poder mental».
Resultaba difícil de comprender. Sin embargo, los más avanzados especialistas en genética —entre ellos el profesor Severo Ochoa— han demostrado que dicha clave de conocimiento es visible, incluso, al microscopio.
Cuando un niño nace, por ejemplo, su cerebro comienza a crecer. ¿Qué ocurre entonces? Simplemente, que la neurona empieza a asimilar materia. Una materia que, a su vez, servirá para «inscribir» en el sistema nervioso cada una de las vivencias que experimente. Y eso tiene un nombre: proteínas. La celulosa nerviosa, por tanto, «inscribe» en un código proteínico lo que realmente es el individuo.
Javier Cabrera añadió:
—Si logramos aislar todo ese sistema proteínico que es y representa el conocimiento de un individuo y los «trasplantamos» al cerebro de otro hombre, éste lo asimilará, incrementando así su poder cognoscitivo.
»Y eso fue lo que hizo el hombre “gliptolítico”. Pero esto, insisto, no podría ser efectuado en la actualidad. Nuestra Humanidad es básicamente distinta de aquélla.
»En los hombres que dejaron grabadas las piedras no existía esa posibilidad de choque de dos o más personalidades. Eran mentes cuyo único objetivo era el conocimiento. No estaban orientadas a la ejecución, tal y como sucede con nosotros. No eran matemáticos.
»Quizá la finalidad de nuestro “filum” esté precisamente ahí. Y ya parece que tendemos a una progresiva despersonalización, a un dominio del grupo y de la sociedad sobre el líder o el individualismo. Quizá nuestro «filum» esté llegando a una última fase, donde la vinculación con aquella Humanidad y con todas las que han podido poblar el planeta sea evidente y obligada. Quizá nuestra Humanidad esté cerca de su auténtica «realización».
»Hay algo, sin embargo, que esta Humanidad nuestra no ha conseguido. Algo que era esencial para la civilización “gliptolítica”: el respeto a la Vida, por encima de cualquier otra cosa. Este «mensaje» es un mensaje de supervivencia. En cada piedra, en cada «serie» el hombre de entonces nos grita que amemos la Vida, que la conservemos. Y se nota, incluso, hasta en los más nimios detalles de la «biblioteca».
»En cada una de estas operaciones de “trasplante” por ejemplo, el individuo que aparece tumbado sobre la mesa del quirófano era sometido a un complejo sistema que controlaba hasta sus últimas funciones biológicas».
Javier Cabrera me mostró las zonas de contacto de la nariz, boca, corazón, sistema nervioso, circulación sanguínea, etc., del enfermo con la mencionada «mesa» de operaciones. En cada uno de aquellos puntos había grabado un rayado que Cabrera identificó como «sistemas de controles electrónicos» de cada una de estas funciones vitales.
—Cualquiera que vea o examine estas «mesas de operaciones» no observará en ellas nada de particular. Quizá, incluso, las considere primitivas y burdas. Pero no es así. Estas «mesas» nos están revelando todo un proceso de vigilancia en el enfermo. No sólo se le está practicando un «trasplante» de cerebro, sino que, al mismo tiempo, se controlan todas sus funciones vitales: respiración, alimentación, sistema neurovegetativo, corazón, etc.
»Es decir, el hombre no entraba en el quirófano, como puede parecer aquí, de una forma tosca, sin cuidados. Nada de eso.
»No podía haber parálisis respiratoria ni cardíaca… Todo era controlado.
»¿Ocurre hoy lo mismo? No. En la mayor parte de los casos, nuestros pacientes son operados sin ese necesario y absoluto control de sus funciones biológicas. Y el enfermo puede morir en plena operación. Pero ¿por qué? Porque nuestra Humanidad no ha aprendido a respetar la Vida. Porque no le hemos dado valor.
»Sí lo hemos hecho, en cambio, con un cohete que viaja a la Luna. Todo en él está controlado y supervisado. No escapa un solo detalle.
»¿Crees que si el hombre actual hubiera otorgado a la vida toda la atención que merece, habría un solo ser humano que pereciera de hambre?
»Para nuestro “filum” es más trascendental el poder. Y la muerte ha ocupado el lugar que corresponde a la Vida…
»¿Comprendes ahora por qué deseo que los científicos del mundo entero conozcan esta “biblioteca”? ¿Comprendes por qué deseo que este descubrimiento se propague a los cuatro vientos?
—¿Es que consideras que a esta Humanidad puede interesarle dejar lo que sabe y posee para acercarse a este descubrimiento y aprender de él?
—Quizá mi confianza esté puesta en la juventud. Sólo aquéllos cuya mente no está intoxicada o bloqueada por los prejuicios pueden entender el alcance de este «mensaje». Hoy resulta ridículo y absurdo considerarse en posesión absoluta de la Verdad.
Antes de cerrar este capítulo dedicado a la Medicina en la gran «biblioteca» lítica del desierto peruano, creo que convendría hacer mención también del propio aspecto morfológico que presentaba aquel sin fin de figuras de apariencia humana grabadas en las rocas. Su aspecto físico me había llamado la atención desde un principio. Resultaba realmente curioso observar cómo la totalidad de los hombres y mujeres grabados en las piedras eran idénticos entre sí. Sin embargo, la diferencia con el hombre de nuestra humanidad era evidente. E interrogué a Cabrera sobre ello.
—Si se trataba de una raza autóctona del planeta, como pienso, ¿por qué tenía que ser necesariamente igual al hombre del siglo XX de nuestra era? Quiera el hombre de Neandertal o de Cro-Magnon con sus 150 000 y 40 000 años, respectivamente, son iguales a nosotros. ¿Qué podíamos esperar entonces una Humanidad que vivió hace tantos millones de años? ¿Es que los «moais» de la isla de Pascua son iguales a los hombres de nuestro tiempo? Ni siquiera los habitantes actuales de dicha isla se asemejan a los seres representados en tales estatuas.
»A través de mis estudios he podido deducir que el hombre “gliptolítico” poseía un tremendo cráneo, índice inequívoco de su alto nivel mental. Nosotros, a su lado, seríamos microcéfalos.
»Por otro lado, sus brazos eran extremadamente largos y carecían —tal y como se aprecia en casi todas las piedras— de pulgares. Sus manos disponían de cinco, cuatro o tres dedos largos, pero siempre sin dedo pulgar.
»En el manto de Paracas —me recordó Javier Cabrera—, aquella civilización explicó el porqué de esta anomalía.
»Recuerdo que en cierta ocasión —y conversando sobre este tema con médicos compañeros míos en el Hospital Obrero de Ica—, me exponían la tremenda dificultad que tiene que suponer para un ser humano carecer del dedo pulgar. Ellos hacían hincapié en la absoluta necesidad de la oponibilidad, a fin de poder utilizar libremente la mano.
»Sin embargo, poco tiempo después de esta discusión tuve la gran fortuna de poder demostrarles que estaban equivocados.
»Un día llegó hasta mi consulta en el Hospital una “cholita” muy joven que tenía cierta dolencia, con gran timidez, ocultaba constantemente sus manos a las miradas de los que la rodeábamos y le pregunté por qué. La “cholita” se resistía y, al tomar sus manos entre las mías, observé con gran sorpresa que sólo tenía tres dedos largos en cada mano.
»Comprendí al instante que mis deducciones respecto a la Humanidad de las piedras tenían, incluso, una base real y demostrable hoy día. Así que pedí inmediatamente tijeras, aguja e hilo y rogué a la joven india que me cortara las uñas y cosiera un botón.
»Y ante los atónitos ojos de médicos y enfermeras, aquella “cholita” llevó a cabo la tarea con tanta rapidez como precisión.
»Quedaba demostrado, pues, que el dedo pulgar no es absolutamente necesario para un normal desenvolvimiento de las manos».
Javier Cabrera, satisfecho por esta ratificación de sus investigaciones en relación con los hombres «gliptolíticos», mandó sacar fotografías de las manos de la joven, así como de las diversas operaciones que podía llevar a cabo.
Yo mismo pude ver dichas diapositivas.
—¿Y por qué aquella civilización tenía unas manos tan extrañas?
—El hombre constituye uno de los grupos de mamíferos que ha experimentado mayores cambios en sus extremidades superiores. Y cien millones de años son muchos años…
Javier prosiguió su explicación sobre las características físicas de estos seres.
Las piernas, al contrario que los brazos, eran cortas. Y el tórax y abdomen, más bien globulosos.
»Su altura media no creo que fuera superior a un metro quince o un metro veinte centímetros. Hoy los hubiéramos calificado como “humanoides”.
»¿Humanoides?», pensé. Cabrera había expuesto claramente que no compartía el criterio de que aquella civilización supertecnificada y extraña hubiera llegado del exterior.
Sin embargo, las preguntas en torno a este apasionante punto comenzaron a bullir en mi cerebro.
Si habían logrado huir del planeta antes de su destrucción, ¿podían haber retornado millones de años después? ¿Qué relación podían tener los actuales OVNIS con esta Humanidad desaparecida del globo?
Éstas y otras muchas interrogantes, sencillamente fascinantes, iban a plantearse en una cena que nunca olvidaré y que iba a tener lugar aquella noche en el tranquilo jardín de la casa de Javier Cabrera.